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En los túneles…

El viejo tren Número 6 se alejó con un rugido de las luces de la estación Union Square, arrastrándose lenta y trabajosamente hacia la oscuridad de la parte alta. Transportaba la cantidad habitual de pasajeros que hacían su excursión de medianoche; el número de personas que se sienten atraídas por la atrocidad es casi tan elevado como el de las que la rehuyen. Hoy no iba a ocurrir nada espectacular, para gran decepción de los ávidos buscadores de sensaciones. Llegarían a su punto de destino, y ahí terminaría todo.

Algunos de los pasajeros más avispados lograrían divisar la estación abandonada envuelta en sombras que parecía flotar a ambos lados del tren mientras avanzaban por las vías. Si eran rápidos o especialmente observadores, verían los letreros de las paredes: CALLE DIECIOCHO, en grandes letras blancas sobre rectángulos negros. Verían que los andenes estaban sucios y se darían cuenta de que todo parecía abandonado, y de que aquel lugar llevaba mucho tiempo sin ser visitado por nadie.

No verían la figura que yacía en un rincón del andén norte, rodeada por un montón de cubos de basura oxidados. No verían como se retorcía bajo los efectos de una pesadilla, moviéndose convulsivamente como el condenado en el suelo de la cámara de gas. No verían las ratas agrupadas a su alrededor, suspendidas entre el hambre y un pavor casi religioso.

No sabrían qué soñaba.

Mientras tanto, en mitad del Atlántico, algo despertó en la bodega de carga de un mercante que se dirigía a Europa. La criatura sonrió como un anciano que acaba de demostrar una vez más que sus tripas siguen funcionando. Se estiró y suspiró.

Y salió de su ataúd.

El sonido del océano siempre le había parecido maravillosamente hermoso. Tanto poder, tanto misterio… Y el océano siempre era igual, nunca cambiaba. La criatura sentía una cierta relación de parentesco con aquellas olas que golpeaban el casco del mercante; su vida también obedecía a interminables pautas de recurrencia creadas por la luna.

La criatura de la bodega de carga observó sus alrededores con ojos rojizos en los que brillaba una chispa de diversión. A bordo, habría entre ochenta y ciento veinte personas… Deberían bastarle para todo el trayecto.

Claro que esta noche iba a tener mucha hambre. Los viajes son tan agotadores…

«Y, después de todo —pensó—, cualquiera que haya vivido ochocientos años tiene derecho a pequeños excesos, ¿no?».