3

Un teléfono estaba sonando arriba. Josalyn Horne se detuvo en la entrada y frunció el ceño; tenía la seguridad de que era el suyo. Y también estaba segura de quién era.

—Oh, no —murmuró, cerrando la puerta con un golpe seco y echando a correr hacia la escalera.

Una respuesta automática. Se detuvo cuando sólo había recorrido diez peldaños y vio su reflejo en la ventana de la escalera: una mujer joven y atractiva, con cabello oscuro —no muy largo, como exigía la moda—, y unos rasgos finamente cincelados. En sus rasgos había una expresión más preocupada de lo que le gustaba o merecía.

Josalyn sonrió melancólicamente y sus ojos se alzaron hacia el sonido.

—Muérete —dijo mientras equilibraba el peso de su mochila y acababa reemprendiendo la ascensión, aunque sin apresurarse.

El teléfono siguió sonando. Josalyn intentó ignorar aquel sonido. Intentó pensar en el escritorio ante el que estaría sentada durante cinco horas, minuto más o menos. Intentó concentrarse —lo cual era absurdo, y ella misma habría sido la primera en admitirlo—, en lo cansadas que estaban sus piernas mientras seguían llevándola escalera arriba a un deliberado paso de caracol.

El teléfono siguió sonando. Josalyn apretó los dientes hasta hacerlos rechinar. El teléfono volvió a sonar. Llegó al rellano del segundo piso y se detuvo, apoyándose en la barandilla mientras se limpiaba el sudor de la frente. Se dijo que no pensaba correr. No, no pensaba correr…

El teléfono volvió a sonar. Josalyn dejó escapar un grito ahogado y subió corriendo el segundo tramo de escalones, dobló la esquina y siguió subiendo. El teléfono sonaba y sonaba, y el estar más cerca de la puerta del apartamento hacía que los timbrazos fueran cada vez más fuertes. Josalyn empezó a buscar sus llaves y dejó escapar una maldición ahogada.

Tropezó en el último peldaño y estuvo a punto de caerse de narices. Las llaves se le escaparon de entre los dedos y se deslizaron por el suelo. Las recogió con una mueca de irritación y corrió hacia la puerta, metiendo la llave en la cerradura con un veloz movimiento y abriéndola de un manotazo.

El teléfono volvió a sonar; no cabía duda de que era el suyo. Encendió la luz y fue hacia la cocina. Nigel, su gato blanco, la contempló con los ojos muy abiertos desde el centro de la habitación y se puso en movimiento. Josalyn estuvo a punto de tropezar con él, gritó: «¡Oh, Nigel!» y alargó la mano hacia el teléfono.

Y en ese mismo instante el teléfono dejó de sonar a medio timbrazo.

—¡Hijo de puta! —gritó, levantando el auricular y poniéndoselo en el oído.

La señal de marcar. Dejó caer el auricular con un golpe seco y se apoyó en la nevera, intentando contener las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.

Nigel la observó en silencio durante unos momentos y acabó yendo cautelosamente hacia sus pies. Se frotó contra un tobillo envuelto en nilón; un gesto calculado de amistad y buena disposición. Josalyn no le apartó. Nigel se lo tomó como una buena señal y repitió el frotamiento; después lanzó una rápida ojeada a lo que había por encima de su falda, se dio la vuelta para hacer otra pasada y dejó escapar un leve maullido.

—Oh, Nigel —dijo Josalyn con voz suave, arrodillándose junto a él. El gato ronroneó con un sonido parecido al de un minúsculo motor fuera borda recubierto de pelos. Josalyn le cogió en brazos y lo estrechó contra sus pechos—. Siento haberte gritado. Verás, hoy no estoy de muy buen humor.

Nigel se removió entre sus brazos, la miró a los ojos y volvió a maullar. Josalyn comprendió el significado de aquel maullido.

—Hipócrita —dijo, poniéndole en el suelo. Volvió a incorporarse y le contempló con una cansada sonrisa maternal—. Quieres algo de comer, ¿no es así?

El gato volvió a maullar, ahora con más fuerza, y empezó a trazar círculos alrededor de sus pies mientras Josalyn iba hacia la alacena.

Sacó una lata de Menú Siete Vidas del estante, la puso sobre el mostrador de mármol y hurgó en el cajón buscando el abridor.

—Esto va a ser tremendamente emocionante —le dijo al gato. Nigel lanzó un maullido de asentimiento. Josalyn rió: ya se sentía un poco mejor—. John Wayne lo devoraba por cajas.

Nigel acogió la información con franca indiferencia. Josalyn pensó que Nigel no habría sabido distinguir a John Wayne de un agujero en la pared y que, en esencia, lo que hacía era hablar consigo misma. Se encogió de hombros, sintiendo la misma indiferencia que su gato, y siguió buscando hasta encontrar el abridor mientras Nigel maullaba todavía más fuerte que antes, yendo y viniendo junto a sus pies.

—Todos sois iguales, ¿lo sabías? Todos los varones sois iguales… No me importa a qué especie pertenezcan. —Nigel siguió maullando—. ¿Ves a qué me refiero? Dame, dame, dame…, es lo único que os importa. Nunca pensáis en mis necesidades o mis problemas. Lo único que queréis es dormir conmigo y devorar mi comida.

Acabó de abrir la lata. Josalyn arrugó la nariz, pero a juzgar por su reacción Nigel opinaba que el olor era altamente estimulante.

—Mmmmmmm, chico —dijo Josalyn, intentando disimular su repugnancia. Nigel perdió el control y esta vez Josalyn sí le apartó con el pie—. Para el carro, gilipollas. ¿Cuándo me preparaste tú la cena por última vez?

Se permitió una leve sonrisa que se desvaneció enseguida. Sabía que todo este feliz encuentro no había sido más que una diversión. Al final había acabado volviendo a la misma situación del comienzo: el teléfono y el hombre al otro extremo de la línea.

«No, borra eso —se corrigió a sí misma—. El chaval al otro extremo de la línea…». Volvió a permitirse una sonrisa melancólica y en ese mismo instante Nigel hizo notar nuevamente su presencia a sus pies.

—Oh, sí —murmuró distraídamente cogiendo el cuenco del gato del suelo.

Lo llenó de Menú Siete Vidas y volvió a colocarlo en el suelo. El gato dejó escapar un último maullido de anticipación y se lanzó sobre la comida.

Josalyn le vio engullir la comida dándole la espalda, como diciéndole que ya podía marcharse y dejarle solo. Le recordó la expresión que había en el rostro de Rudy después de una de sus egoístas exhibiciones sexuales. En cuanto había logrado una medio involuntaria eyaculación precoz (era su oferta habitual), salía de entre sus piernas y se daba la vuelta apartándose de ella; en ese instante Josalyn captaba un fugaz vislumbre de sus ojos…, sólo un destello antes de que se apartara.

No había logrado comprender lo que decían sus ojos hasta la última vez en que compartieron el lecho.

«Eres mía, perra —decían—. Y ahora, quítate de enmedio».

El mero hecho de pensar en ello bastó para ponerla furiosa. Furiosa con Rudy, sí, pero eso era la parte menos importante… En realidad estaba furiosa consigo misma por haber permitido que aquel capullo sin cerebro cruzara el umbral de su casa.

Se dio la vuelta y contempló el teléfono, desafiándolo a que sonara. El teléfono guardó silencio, blanco e inocente como el primer diente de un bebé. Josalyn meneó la cabeza intentando olvidar todo aquello. No funcionó, por lo que acabó yendo a la sala y se plantó delante del estéreo, mirándolo sin verlo.

Dan Fogelberg estaba acumulando polvo en el plato. Lo había puesto la última noche, después del gran jaleo con Rudy. El disco le hacía recordar días más felices —o, al menos, no tan complicados—, y le ayudaba a librarse de las lágrimas.

Volvió a poner el disco, guiando el brazo con la mano. No se le daba muy bien; aquel acto siempre hacía que se pusiera nerviosa, y el temblor involuntario de sus dedos no ayudaba demasiado.

El brusco timbrazo del teléfono casi consiguió que arrancara el brazo de su soporte.

—¡MALDICIÓN! —gritó.

La aguja cayó hacia la mitad de la primera canción. Josalyn se inclinó sobre el plato para cambiar la posición del brazo, temblando como si estuviera dominada por una loca variedad de parálisis, pero no llegó a completar el gesto. El teléfono volvió a sonar. Una cacofonía de voces aulló dentro de su cerebro con la potencia de un tornado, y Josalyn luchó con ellas. El teléfono volvió a sonar. Y otra vez. Y otra.

Cuando ya no pudo soportarlo más volvió a la cocina y se llevó el auricular al oído.

—¿Sí? —dijo, dolorosamente consciente de la debilidad de su voz.

Aquel tono quejumbroso no encajaba con su posición actual. No habría tenido que hablar así. Su enfado se hizo todavía más fuerte.

—¿Josalyn? —Casi dio un salto. No era la voz que había esperado oír—. ¡No puedo creerlo! ¿Sabes que llevo todo el día llamándote?

—Yo… —balbuceó, cogida de sorpresa—. ¿Quién es?

—¡Stephen!

—Oh. —Los pensamientos volvieron a sus lugares habituales con un chasquido casi audible—. Hola —dijo, pensando que ésa era su forma de aplacarla e intentar reconciliarse con ella.

Como si todavía estuvieran en el jardín de infancia… Maldito bastardo.

—Hola —dijo Stephen—. Oye… ¿Está Rudy ahí?

Necesitó un segundo para responder.

—No —dijo por fin—, no está aquí y no…

—Bueno, ¿le has visto? ¿Has hablado con él?

En su voz había algo parecido a la desesperación. Josalyn se preguntó qué le habría contado Rudy, qué clase de historia le habría largado, y la ira volvió a encenderse en su interior con un despliegue de fuegos artificiales.

—Escucha —dijo—, en estos momentos Rudy no es precisamente mi tema de conversación favorito. No quiero hablar de él. No quiero pensar en él. Aunque nunca vuelva a verle o a oír hablar de él seguiré habiendo tenido demasiado contacto con ese tipo. Y ahora, si no te importa…

—¡Pero es que no lo entiendes! —gritó Stephen, con la voz a punto de quebrarse—. ¡Rudy ha desaparecido! ¡No consigo encontrarle en ninguna parte! —Y un instante después, como si hubiera comprendido lo melodramáticas que empezaban a sonar sus palabras, añadió—: Creo que…, no sé, quizá le haya pasado algo.

—Stephen, ¿es que no lo comprendes? —Habló en un tono de voz muy frío, lo cual le pareció toda una mejora comparado con su quejido anterior—. No me importa lo que le ocurra. Por lo que a mí concierne, Rudy puede saltar del puente más próximo. Es un cerdo, le odio y eso es todo lo que hay. Si tanto deseas encontrarle, tendrás mejores probabilidades de conseguirlo llamando a cualquier otro número telefónico de Nueva York, porque Rudy nunca volverá a pisar mi apartamento. ¿Comprendes?

—Josalyn…

—¿Qué?

Stephen parecía estar al borde del llanto. Josalyn intentó no permitir que aquello la afectara.

—Josalyn…, ¿Sabes algo de los crímenes de la noche pasada?

—¿Qué crímenes?

—Los del metro. El tren que iba hacia el sur, para ser exactos, sobre las tres y media o las cuatro de la madrugada… Ocho personas muertas. Asesinadas de una forma horrible… ¿Sientes algo más de interés?

—No, la verdad es que no —dijo, pero un leve temblor en su voz la traicionó.

—Es el tren que habría tomado. Lo sé. Iba de camino hacia mi apartamento. Me llamó desde la estación…

—¿Qué te dijo?

—Bueno… —Stephen vaciló durante una fracción de segundo—. Nada, sólo que habíais tenido una fuerte pelea y que…

—Que soy una puta despreciable, ¿verdad? —Josalyn no podía seguir conteniendo la furia que sentía—. Oh, estoy segura de que fue incapaz de callarse el que soy una estúpida ingenua barata del campo convencida de que hasta el último átomo de su mierda huele a rosas. ¡Esas fueron sus palabras, Stephen! ¿Comprendes ahora la razón de que no quiera hablar de ello?

—Pero…

—Si Rudy estaba en un tren en el que murieron ocho personas lo siento mucho, pero creo que lo más probable es que fuera él quien se las cargase. ¿Por qué no llamas a la policía?

—¿Qué?

—Oye, de todas las personas que conozco es la única lo suficientemente desagradable y retorcida como para haber hecho algo semejante. ¿Quiénes eran los muertos? ¿Abuelas? ¿Bebés? Oh, sí, encaja muy bien con su estilo.

—¡Josalyn! —Ahora Stephen también parecía furioso. «Ya somos dos», pensó Josalyn sintiendo una especie de ceñuda satisfacción—. ¿Sabes algo de lo que ocurrió en el metro?

—No, y no…

—¡A una de esas personas se la comieron viva las ratas! —chilló Stephen, y sus palabras llegaron a través del auricular con tanta fuerza que Josalyn se estremeció involuntariamente—. ¿Crees que eso puede ser cosa de Rudy?

—No me sorprendería —dijo Josalyn intentando que su voz transmitiera una frialdad que no sentía—. Mira, Stephen, si he de ser sincera contigo, y no quiero ofenderte, las ratas son las únicas amistades que se merece.

—¡No puedo creerlo! —Stephen estaba gritando—. ¡Rudy quizá esté muerto y a ti ni tan siquiera te importa!

—Así es, no me importa.

Y ahora que pensaba en ello, lo cierto es que la frialdad de su voz no era fingida. No sentía absolutamente nada.

—¡Rudy no exageraba! ¡Eres una puta sin sentimientos!

—Stephen, si eres lo bastante imbécil para creerte eso, eres lo bastante imbécil para creerte cualquier cosa. Bueno, a ver qué piensas de esto… Rudy es Jesucristo. Rudy camina sobre las aguas. Rudy…

—¡No puedo creerlo! —volvió a gritar Stephen.

Sus palabras fueron seguidas por un crujido y luego se hizo el silencio. Un silencio maravilloso y lleno de paz… Josalyn sintió deseos de escupir en el auricular, decidió que sería una estupidez carente de objeto y lo colgó con una mano que temblaba, pese a todos los esfuerzos que hizo por evitarlo.

—Dios —dijo en voz alta.

Era tan absurdo… Aun suponiendo que fuera verdad, el momento en que había ocurrido resultaba tan increíble y tremendamente divertido…

Y de pronto pensó que se parecía mucho a lo que había ocurrido con Glen. Aquella idea la calmó un poco y su mente volvió al décimo curso. Había estado saliendo con un chico llamado Glen Burne —otro de esos que se creían poetas, naturalmente—, y acabó decidiendo que no quería volver a verle. Era un chico bastante agradable, no un bastardo como Rudy; no hubo peleas, ninguna discusión llena de amargura ni nada parecido.

Pero Glen acabó tan mal como Rudy. El recuerdo la hizo estremecer, como si volviera a estar ante la tumba donde iban a enterrarle, con un viento gélido soplando en su cara. «Era un chico tan extraño, tan obsesionado por la oscuridad… Se echó todo el peso del mundo a la espalda y dejó que le aplastara, dejó que le fuera encorvando un poco más a cada paso que daba…».

Josalyn no había sido capaz de seguir aguantando su continua depresión. Sí, finalmente, todo había acabado reduciéndose a eso. En aquellos tiempos tenía mucho optimismo y una gran fe en la vida, y no le gustaba nada ver como Glen deambulaba de un lado a otro sin intentar sacarle el más mínimo partido a nada. Era la clase de chico que no podía pasar ante una flor silvestre sin sacar a colación toda una serie de metáforas torturadas: la flor le recordaba la inocencia perdida, los mártires clavados en sus cruces, los bebés degollados que habían ido acumulándose a lo largo de las guerras de la historia… Y lo decía casi despreocupadamente, como si ése fuera el tipo de cosas que se suponía debían pasarte por la cabeza cada vez que veías una jodida flor silvestre.

Josalyn acabó hartándose y decidió romper con Glen…, sin rencor y quedando como amigos, naturalmente.

Eso ocurrió el 26 de abril de 1978. Recordaba claramente aquella noche. Fue la noche en que, más o menos a la misma hora en que ella tomaba su decisión, Glen Burne subió a su habitación y se colgó de las vigas, dejando encima del escritorio un poema sobre el suicidio de diecisiete páginas pulcramente ordenadas, escritas con una caligrafía impecable en el papel de cartas floreado de su madre.

Josalyn hizo un esfuerzo de voluntad y logró volver al presente y a la cocina. De repente la habitación le pareció demasiado austera y blanca, como si estuviera teniendo un viaje fantasma con ácido en el decorado de una película de Stanley Kubrick. Se apoyó en el mostrador de mármol y un gemido ahogado escapó de su garganta.

«Ha pasado tanto tiempo —se dijo—. Llevaba tanto tiempo sin pensar en él…». El rostro de Glen flotaba en la gran pantalla que había detrás de sus ojos, mucho más grande de lo que había sido en vida, mucho más vivo de lo que jamás había estado. El rostro le sonrió con una mezcla de asombro y pavor, y se volvió para clavar los ojos en el espacio. Josalyn meneó la cabeza para eliminar aquella imagen y el rostro de Glen desapareció.

Y de repente vio el rostro de Rudy, con su típica sonrisa de arrogancia burlona, una sonrisa tan falsa como la espesa capa de maquillaje que usaba para parecer todavía más espantosamente pálido de lo que Dios, o lo que fuese, había querido hacerle. Rudy, con sus fríos ojos tan negros como las puntas de sus rotuladores Magic Marker, burlándose del mundo con cada mirada que le lanzaba.

Y en ese mismo instante supo que Stephen tenía razón.

—Oh, mierda —gimió, dando un puñetazo en el mármol—. Oh, Dios, ¿por qué? ¿Por qué siempre tiene que ocurrirme lo mismo? —La ira volvió a imponerse a su pena—. ¡No es justo! —gritó, y no estaba pensando en sus dos poetas muertos, aunque sus rostros se mezclaban en su mente hasta formar un solo cráneo que le sonreía.

Estaba pensando en lo bien que manejaba Dios su negocio de culpabilidades, apuntándote con su gordo dedito, haciendo cubrirse de sudor palmas que no habían hecho nada para merecerlo, apilando trauma sobre trauma como la mayor madre judía imaginable. ¿Era culpa suya que Glen fuese demasiado débil y estuviera demasiado absorto en sí mismo para sobrevivir? ¿Era culpa suya que Rudy fuese tan bastardo que le había resultado imposible aguantarle un segundo más? ¿Era culpa suya que se hubieran largado de sus vidas y hubieran acabado de una forma tan asquerosamente miserable?

«¡No, maldita sea, no!», gritaron sus pensamientos con una potencia casi audible. Cerró los párpados tensándolos con tanta fuerza que hizo brotar unas lágrimas ardientes de las que apenas si fue consciente, tanta era la magnitud de la ira que sentía.

Y, sin pensarlo, alargó la mano hacia la nevera y cogió una botella de Vola Bola Cella. Había estado guardándola para alguna ocasión especial, y no cabía duda de que ésta lo era. Después de todo, que tu maldito ex amante se las arreglara para hacerse devorar por las ratas no era algo que ocurriese todos los días…, no, eso o lo que fuera que le había pasado no ocurría todos los días. Dejó que la puerta de la nevera se cerrara a su espalda sin prestarle atención, y ni tan siquiera se tomó la molestia de coger un vaso. Se limitó a descorchar la botella y tomó un buen trago del líquido frío.

El vino era dulce y fuerte. Se le subió a la cabeza con la velocidad de un globo repleto de helio. Josalyn se tambaleó ligeramente, logró recobrar el equilibrio con un esfuerzo, bebió otro trago y esperó que la segunda embestida del alcohol se abriera paso por su organismo.

El efecto inicial fue disminuyendo. Se sentía mucho mejor. El temblor se había calmado, las voces y las imágenes se habían esfumado; la cocina volvía a tener su aspecto normal. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa que no iba dirigida a nada en particular y volvió a la sala. Para la atención que le había prestado, el disco de Dan Fogelberg bien podría haberse quedado dentro de su funda.

—Oh, maldita sea —dijo encogiéndose de hombros.

Tomó otro trago de Vola Bola, dejó la botella en el suelo y se preparó para poner el disco. El alcohol que llevaba dentro hizo que le resultara muy fácil. Se rió, más que nada por lo borracha que se sentía de repente, y fue hacia su escritorio.

Las diversas facetas de su proyecto yacían ante ella dispuestas en un orden perfecto. A la izquierda de la máquina de escribir se encontraba el pulcro montoncito formado por las primeras nueve páginas de su tesis; la mitad de la página diez asomaba de la máquina de escribir esperando ser completada; a la derecha había un fichero con más de cien tarjetas elegantemente catalogadas por orden. Al lado estaba el archivador que sostenía la lámpara, el cenicero, la caja de folios en blanco y un montón de libros de referencia (textos sobre filosofía, el Nuevo Diccionario Universal Webster, el último tomo de Mercado del escritor, etc.). Y en el tablero de pared que había sobre el escritorio, un esquema de la tesis y del libro en que acabaría convirtiéndose…, más una lista de la infinidad de ensayos y artículos que planeaba sacar de allí, dirigidos a objetivos tan variados como la revista Nueva Era o Psicología hoy.

Josalyn Horne siempre había sido muy metódica en el trabajo; y aunque sintió el impulso diabólico de hacer pedazos todo aquello y dispersarlo por la habitación como si fuera confeti, sabía que pasaría las cinco horas siguientes enfrascada en su tesis, refinándola y dándole forma, tan metódica y ordenadamente como siempre.

—Si es que no estoy demasiado borracha —dijo en voz alta. Se rió y añadió—: Y más me vale no estarlo.

Aun así, antes de sentarse delante del escritorio cogió la botella que había dejado junto al estéreo, tomó un sorbo bastante más pequeño que los anteriores y cogió la primera página de su tesis.

NIHILISMO, PUNK Y LA MUERTE DEL FUTURO, decían las letras mayúsculas en el centro de la página. «Como título no está nada mal», bromeó consigo misma. Contempló el título durante casi un minuto antes de tomar otro trago de la botella y encender su primer cigarrillo de la sesión.

«Esto es lo que me sacará de apuros —se dijo a sí misma—. Mi billete hacia la fama y la fortuna. Mi bebé. Mi rito de iniciación. Si consigo terminarla no hará falta que me rompa los cuernos para pescar a un hombre decente que cuide de mí…, suponiendo que exista semejante cosa, claro está. Yo misma podré cuidarme. Y si alguna vez consigo encontrar a un buen hombre seré capaz de establecer los términos de nuestra relación. O, al menos, podré negociarlos… Y, Dios, no cabe duda de que eso es algo tan raro como precioso».

Alzó la botella en un brindis solitario haciendo que el cristal entrara en contacto con la atmósfera de Manhattan, y bebió otro trago. Después la dejó en el suelo, ahora con un gesto lleno de decisión, y trató de concentrarse en las palabras de la frase que no había llegado a terminar, hacia la mitad de la página diez.

Pasado un rato empezó a escribir. Siguió escribiendo tozudamente durante las cinco horas que se había impuesto como jornada laboral antes de desconectar la vieja Smith-Corona y decidir que ya estaba bien por aquella noche.

Y durmió sin soñar en nada.