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Joseph Hunter estaba encorvado tras el volante de su camioneta de reparto: su musculoso corpachón luchaba por encontrar algo de aire respirable dentro de aquella angosta cabina mientras esperaba que cambiara el semáforo. Llevaba diez minutos atrapado en la misma manzana de la calle Treinta y Ocho; el tráfico del centro de la ciudad era tan terrible como siempre.

«Esto es una maldita trampa —pensó—. Si no salgo pronto de aquí acabaré intentando pasar con la camioneta por encima del coche de alguien».

Un chorro de coches desfilaba velozmente por la Quinta Avenida. Joseph les observaba con expresión cansada, intentando adivinar cuál se quedaría inmóvil obstruyendo el cruce cuando cambiara el semáforo.

—¿Quién morirá? —les preguntó con indiferencia, y los frenos de un Volvo negro emitieron un chillido aterrorizado.

Su busca empezó a sonar.

—¡Oh, maldita sea! —gruñó, moviendo la mano rápidamente para silenciarlo.

Odiaba aquel cacharro y su insípido maullido. Emitía el mismo sonido que el despertador, el teléfono y los timbres escolares de su juventud; era la voz aguda, insistente y quejumbrosa de la civilización. Odiaba su forma de clavársele en el costado, aferrándose a su cinturón igual que un parásito hinchado de sangre, atormentándole y haciéndole la vida imposible como si fuese la más diminuta madre judía imaginable.

Y, por encima de todo, odiaba el hecho de necesitarlo para ganarse la vida.

Joseph apagó el busca con un feroz manotazo, se lo quitó del cinturón y lo arrojó despectivamente sobre el salpicadero. Estaba extendiendo la mano hacia su paquete de Winston cuando oyó el grito.

Sus ojos fueron inmediatamente hacia el espejo retrovisor. Un nuevo alarido le permitió localizar a la persona que gritaba; era una mujer bonita y elegante de mediana edad que agitaba los brazos y venía corriendo por la acera hacia él. La mujer volvió a gritar.

Joseph giró sobre sí mismo intentando averiguar qué estaba pasando. Entonces vio al negro flaco que corría por entre la muchedumbre apretando contra su pecho algo que podría haber sido un balón de fútbol. Pero no lo era.

Era el bolso de la mujer. Y por mucho que gritara jamás conseguiría alcanzarle.

—Hijo de perra —murmuró Joseph en voz baja.

Apagó el motor de la camioneta y bajó de un salto, cerrando la portezuela a su espalda.

Mientras corría hacia la acera no podía dejar de pensar en su pobre madre lisiada y los canallas que la habían maltratado. No podía dejar de pensar en lo mucho que odiaba Nueva York y la basura humana que infestaba sus calles. Su mente se movía rápidamente…, mucho más deprisa que sus pies. Se obligó a correr más rápido.

Un anciano llamado Myron barría diligentemente la acera delante de la delikatessen del barrio, negándose a alzar la vista hacia el origen de los gritos. Mantenía los ojos clavados en el pavimento, el extremo de su escoba y la sempiterna mezcla de mugre y desperdicios, maldiciendo ahogadamente en yiddish. Tenía miedo, como casi todo el mundo.

Por eso no vio la corpulenta silueta de Joseph Hunter emergiendo de la calle. No vio al gigante de cabellera enloquecida que se lanzaba sobre él como un Paul Bunyan de pesadilla, los ojos llameando y la barba erizada. No alzó los ojos hasta que la escoba le fue arrebatada de la mano; después no le quedó nada que hacer salvo mirar.

—Disculpa —dijo Joseph.

El ladronzuelo de bolsos ya casi estaba ahí. Joseph blandió la escoba, separó los pies como si fuera Reggie Jackson disponiéndose a batear una pelota y esperó tres segundos.

—Ahora —murmuró; y cuando el tipo pasaba a su altura Joseph le partió el mango de la escoba en plena frente.

Todo salió disparado a la vez. El bolso ejecutó un triple salto mortal y cayó sobre la acera con un wump ahogado. El tipo que lo había robado cayó hacia atrás con los pies al aire, y el ruido que hizo al chocar con la acera fue un poco más fuerte; antes de caer ya estaba inconsciente. El extremo del mango giró locamente por encima del tráfico y acabó rebotando en el techo de un coche aparcado al otro lado de la calle.

Cuando la mujer pasó corriendo junto a él, Myron ya empezaba a mover los brazos. Dio un paso hacia atrás para evitar el choque y, un instante después, se encontró sosteniendo lo que quedaba de su escoba.

—Gracias —murmuró Joseph, y dio media vuelta.

La mujer cogió su bolso. Lo apretó contra su pecho como si fuera un bebé, volvió a pasar junto al pequeño tendero y empezó a darle patadas al tipo que había intentado robárselo.

—¡Toma eso, capullo de mierda! —chillaba, hundiéndole la puntera de una cara bota italiana en el vientre.

—¡Jesús, señora! —chilló un tipo surgido del gentío, cogiéndola por detrás e inmovilizándola con cierta dificultad—. ¡Ya está inconsciente, por el amor de Dios! ¿Es que quiere matarle o qué?

—¡Puede estar jodidamente seguro de que eso es lo que quiero! —gritó la mujer, y el gentío empezó a aplaudir. La mujer alzó el pie derecho para asestar una nueva patada, pero el tipo ya había logrado alejarla del ladrón inconsciente—. ¡Suélteme! —chilló, dándole un taconazo en la espinilla.

El hombre gimió como un cachorrillo al que le hubieran pisado la cola y la dejó libre. El gentío aplaudió.

Myron se había quedado sin habla. Sus dedos seguían aferrando el resto de escoba. Acabó dejándolo caer y contempló el mar de rostros que le rodeaba; estaba buscando al hombre montaña.

Pero Joseph ya había vuelto a subir a la cabina de su camioneta. El semáforo acababa de ponerse verde, aunque nadie se había dado cuenta de ello. Joseph cerró la portezuela con un golpe seco, puso en marcha el motor y oprimió ferozmente el acelerador con el pie.

Afortunadamente, nadie se interpuso en su camino.

—Tenéis suerte —gruñó sin dirigirse a nadie en particular.

Un peatón puso cara de querer cruzar por delante de su camioneta, se lo pensó mejor y retrocedió rápidamente de un salto. Joseph ignoró el dedo extendido en su dirección y se alejó rugiendo a toda velocidad.

Joseph Hunter no permitió que sus labios se curvaran en algo parecido a una levísima sonrisa hasta no haber dejado atrás el cruce y estar a medio camino de la Avenida Madison. La sonrisa se esfumó tan rápidamente como había aparecido.

—Así que le planchaste, ¿eh?

Unas gotitas de cerveza adornaban el bigote rubio de Ian Macklay. Se las limpió con sus dedos largos y delicados, y obsequió a su amigo con una sonrisa salvaje.

—Ajá.

Joseph se encogió de hombros, como si no hubiera sido nada, pero la leve sonrisa que había en sus labios le traicionaba.

—¡Estupendo! —Ian se apartó los largos mechones de cabellos rubios que caían sobre su delgado rostro. Se terminó la jarra de cerveza, la dejó caer en la mesa con un golpe seco como para darle más énfasis al gesto y volvió a limpiarse el bigote mientras una lucecita traviesa brillaba en sus ojos azules—. ¡Todos los pequeños depredadores de esta ciudad deberían acabar igual! ¡WHAP! —Hizo la pantomima de asestar un mazazo—. Entonces los hijos de perra quizá se lo pensaran dos veces antes de… —Se quedó callado, y una leve expresión de asombro apareció en sus ojos—. Por otra parte, puede que nunca vuelva a ser capaz de pensar en nada. Joe, no le habrás matado, ¿verdad? Espero que no le hayas hecho puré los sesos ni nada parecido…

—Si hubiese tenido sesos quizá lo habría hecho —dijo Joseph.

—Bueno, que le jodan. ¡Que le rompan la crisma! —Ian se rió y alargó la mano hacia el barril de la cerveza. Volvió a llenar las jarras y alzó la suya en un brindis—. ¡Brindo por unas calles libres de monstruos y gusanos! —exclamó, y los dos hombres bebieron.

Pero cuando las jarras vacías volvieron a posarse sobre la mesa sus ojos estaban tranquilos y serios. Durante un segundo los sonidos del bar dominaron la escena, y tanto Ian como Joseph los escucharon con toda la atención de dos hombres sumidos en un sueño.

En los taburetes que había junto a la puerta se estaba gestando una discusión. Un tipo con el pelo cortado a cepillo y una chaqueta de cuero de motorista acababa de derramar su cerveza Budweiser sobre los pantalones de otro tipo, y todo el mundo empezaba a tomar partido. Joseph e Ian vieron como el camarero alargaba la mano para coger lo que guardaba debajo del mostrador.

—Hora de largarse —dijo Ian.

—¿Adónde?

—Debajo de la mesa.

—Y una mierda. Aún estoy sediento.

—Si las cosas se ponen demasiado feas aquí dentro tendrás que cargar conmigo y echar a correr.

—Y una mierda —repitió—. Si las cosas se ponen demasiado feas tú y yo tendremos que matarles a todos. Pide otra ración, ¿quieres?

—De acuerdo. —Ian puso los ojos en blanco y dejó escapar una carcajada en la que había una cierta desesperación. No era muy alto (tenía sus buenos treinta centímetros menos del metro noventa de Joseph), pero compensaba con audacia lo que le faltaba en talla—. ¡EH, CAMARERA! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡NECESITAMOS OTRA RACIÓN DE CERVEZA!

Todos los ojos se volvieron hacia aquel tipo bajito, que parecía tener la boca muy grande, y su corpulento compañero. La distracción hizo que la disputa se detuviera durante unos instantes. La camarera, una chica alta de larga cabellera negra y aspecto de vampiresa, asintió rápidamente con la cabeza y se alejó a toda velocidad de la zona de fuego.

Cuando las miradas clavadas en ellos empezaban a durar demasiado Ian sonrió y agitó la mano en un alegre saludo. La gente volvió a ocuparse de sus asuntos; los neoyorquinos son auténticos maestros en este arte. Ian hizo una observación al respecto, divertido.

—Sí —gruñó Joseph—. Igual que hoy… Si no hubiera frenado en seco a ese tipo, todo el mundo se habría quedado mirando como se largaba. Nadie quiere arriesgar su trasero por nada, ¿sabes? Esa es la razón de que la ciudad se haya convertido en un infierno.

—Por eso te enviaron aquí cuando eras pequeñito. Sabían que crecerías y acabarías siendo todo un Batman. —Ian le guiñó el ojo con una sonrisa burlona. Joseph gimió y dejó escapar algunos tacos. La camarera volvió con otro recipiente lleno de cerveza—. Esta corre por mi cuenta —les informó Ian, hurgando en su bolsillo y sacando un billete de diez dólares. Joseph abrió la boca para protestar, pero Ian le hizo callar con un bufido—. No quiero asustarla —le dijo a la camarera—, pero este hombre que ve aquí tiene una identidad secreta; en realidad es El Defensor, un nuevo y asombroso superhéroe.

Joseph enterró el rostro en los brazos. La camarera fingió que aquello la divertía, le devolvió su cambio a Ian y se alejó en busca de una esquina del bar donde no corriera peligro. Ian le dio un amistoso puñetazo a su amigo en el hombro.

—Bebe, campeón —le dijo—. Sigue habiendo mucho crimen contra el que luchar.

—Venga, déjame en paz…

—¡No, hablo en serio! Yo seré tu joven y simpático ayudante, Butch Sampson. Haremos que los corazones de los delincuentes conozcan el terror y…

—¡Basta, Ian! Estás consiguiendo que me sienta como un imbécil. Corta el rollo.

Ian se calló y el silencio reinó en la mesa. Unos instantes después volvió a llenar cautelosamente sus jarras. Joseph tenía los ojos clavados en la mesa, el rostro tan duro e inexpresivo como si estuviera hecho de piedra. Ian dejó escapar un lento suspiro y encendió un cigarrillo.

—Lo siento. Ya sé que no ha tenido ninguna gracia.

Y no la había tenido, porque Joseph estaba retirándose a las profundidades de su mente, y su mente no era un lugar demasiado agradable. Ian no podía hacer nada salvo quedarse en silencio, viendo como su amigo se iba alejando más y más mientras intentaba adivinar qué dramas se desarrollaban detrás de sus ojos. ¿La terrible paliza que le habían dado a su madre? ¿Su propia impotencia cuando la encontró? ¿La terrible realidad de seguir viviendo atrapado junto al cuerpo destrozado en que se había convertido su madre? Quizá hubiera vuelto a su camioneta, quizá estuviera reviviendo la frustración, dejándose empapar por el hecho de saber que sólo él era capaz de actuar…

Joseph alzó los ojos de repente. Clavó sus cansadas pupilas en Ian y éste vio los círculos rojizos que las rodeaban.

—Quiero largarme —dijo, y el dolor que había en su voz era contagioso—. Quiero salir de esta letrina. Volver a las colinas, a donde sea… No sé. Lo único que quiero es… ¡Algún sitio donde un hombre pueda respirar, maldita sea! ¡Aire limpio! —Encendió maquinalmente un cigarrillo. Ian guardaba un silencio cortés—. ¡Un lugar donde no pises el charco de meados de alguien cada vez que te das la vuelta! Donde las personas no se coman las unas a las otras para almorzar y luego vuelvan tranquilamente a la oficina, ¿comprendes?

—Sí, hombre, claro que te comprendo.

Ian nunca le había oído soltar un discurso tan prolongado, y no estaba dispuesto a interrumpir el chorro de confesiones.

—Tengo que largarme. No puedo aguantarlo más. —Tomó un buen sorbo de cerveza y se limpió el bigote—. Y tampoco puedo pasarme la vida rompiendo la cabeza a la gente. No quiero ser ningún maldito superhéroe. Lo único que quiero es…

—Largarte de aquí.

Joseph asintió sin mirarle a los ojos. Ian no pensaba preguntarle por qué no lo hacía. Oh, ya conocía la respuesta a esa pregunta, sí señor.

Y la pregunta no llegó a salir de sus labios.

En el metro, de vuelta a casa…

Joseph Hunter, solo consigo mismo en un vagón mugriento y asfixiante, con veinte personas más que también estaban solas. Ningún problema importante: ni amenazas, ni retrasos, ni crímenes múltiples. Sólo demasiado tiempo para pensar mientras el vagón traqueteaba sobre el puente acercándose a Brooklyn.

En la calle…

Joseph Hunter contemplando las ruinas con el ceño fruncido. Chavales que ofrecían drogas y chupadas, puntuando la acera como bolsas de basura en grupos de tres a cinco. Abuelas acurrucadas tras los postigos de sus ventanas. El centelleo de los taxis y los bares. Algún que otro destello de acero.

Joseph Hunter, el Leviatán acercándose a la tierra de la desolación, dispuesto a enfrentarse con ella. Enfadado. Solo. Deteniéndose en un maltrecho portal pésimamente iluminado. Sacando la llave del bolsillo. Metiéndola en la cerradura.

En la escalera…

Solo. Subiendo los peldaños, desplazando su peso ante la luz azulada de los fluorescentes que cada vez tienen menos potencia. Deslizando la mano sobre la barandilla. Sus ojos echan chispas. Joseph Hunter se detiene ante la puerta de su apartamento. Y espera.

Delante de la puerta…

Está pensando. Piensa demasiado. «No quiero entrar ahí», se dice. Pero sabe que no tiene ningún otro sitio adonde ir. Suspendido en el espacio que hay entre la sombra y la oscuridad. Está pensando, pero ya conoce la respuesta. Vuelve a meter la mano en el bolsillo, muy despacio, buscando sus llaves.

Dentro del apartamento…

Una oscuridad casi total. Una delgada cuña de luz sobre la pared del vestíbulo. Viene del dormitorio. La puerta está entreabierta. «Está dormida», piensa. Ojalá estuviera dormida… Avanza sin hacer ruido. Esquiva la mesita de café, y se dirige hacia el televisor. Lo enciende, con el volumen al mínimo.

Un crujir de los tablones del suelo cuando va hacia el frigorífico, un murmullo dirigido a sí mismo: no hagas ruido. Abre la puerta de la nevera. Un fugaz chorro de luz brillante. Coge una lata de Budweiser y la abre.

Un gemido en el dormitorio.

«Maldita sea…». Cierra los párpados. La puerta del frigorífico girando sobre su eje para cerrarse. De vuelta a la oscuridad.

Otro gemido. Más fuerte.

Un sonido semiarticulado. Movimientos: el chirriar del viejo lecho, el susurro de las sábanas.

Un sonido semiarticulado.

«¿Joey? —Su voz, tal y como la había oído toda su vida. Hasta que le dieron la paliza…—. ¿Joey?».

Su voz, zumbando en sus oídos.

Un sonido semiarticulado. Su voz, la voz del recuerdo, alejándose rápidamente. Alejándose, ahogada por el sonido procedente del dormitorio. Un sonido que pocas personas reconocerían, diciendo algo que sólo él podía entender.

Pronunciando su nombre.

—¿Joey?

Un sonido semiarticulado.

Después se echó a llorar.

«Maldita sea…». Yendo en silencio hacia la mesita de café. Un buen trago antes de dejar la lata de cerveza encima de la mesita. Después, ir hacia la luz.

La oscuridad vibrando a cada movimiento suyo. Pensando que ha tomado demasiada cerveza, sin dejar de moverse…

El llanto. «No he tomado la suficiente», pensó. El anhelo de volver a la mesa de café y terminarse la lata. Mientras seguía moviéndose.

En el umbral del dormitorio…

Joseph Hunter. Encuadrado en el delgado haz luminoso. Vacilando, otra vez. Escuchando. Reprimiendo el impulso de echar a correr, de abandonarla, de encontrar alguna especie de libertad que le permita escapar a la carga y al dolor que representa. Estremeciéndose. Y dando un paso hacia adelante.

Entrando en el dormitorio.

En la cama…

Yacía temblando bajo un montón de mantas. Pálida, flaca, cubierta de venas prominentes: horrible. Una sombra de sí misma recortándose en un sinfín de solitarios detalles bajo la luz procedente de la lamparilla de mesa. Miedo en los ojos; al reconocerle, el miedo se va convirtiendo en una especie de alivio.

Casi pudo oír sus pensamientos cuando cerraba los ojos. «No es un enemigo. Es mi hijo». Dándose la vuelta, suspirando como podría hacerlo un ser humano normal, no una ruina. «No es uno de ellos».

Y después se quedó quieta. Muy quieta.

En el umbral del dormitorio…

Joseph Hunter. Inmóvil. Apenas respira. Sabiendo lo que sabe, comprendiéndolo en toda su plenitud. Y sin ser capaz de tocarla. Es incapaz de consolarla. En su interior ya no queda la fuerza necesaria para hacerlo.

De pie. Observando. Esperando.

Hasta que se queda dormida. E, incluso entonces, sigue inmóvil en el umbral durante un rato hasta tener la seguridad de que no va a despertarse.

Deseando que siga así para siempre.

Y, después, volviendo a la oscuridad.

Solo.