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La luz se estrellaba cansinamente contra el escaparate sobre cuya sucia superficie se leían las palabras MOMENTOS, CONGELADOS. Si Danny limpiase alguna vez aquel maldito cristal la luz quizá habría conseguido imponerse, pero la mugre de Nueva York es tozuda y perniciosa, y sólo unos cuantos rayos difuminados lograban abrirse paso hasta el interior de la tienda.

Danny Young estaba contemplando viejos carteles de cine, como de costumbre. El muslo de Marilyn Monroe estaba cubierto de polvo; Danny lo limpió con amorosa delicadeza. Su cara de ángel era tan hermosa y trágica que se quedó absorto durante unos segundos contemplándola, clavando sus cuatro ojos en las pupilas de Marilyn.

Se subió las gafas de montura metálica por el puente de la nariz y se pasó una mano por la cabellera, que iba haciéndose menos frondosa a cada día que pasaba. Danny era un hombre alto y flaco que parecía haberse quedado atrapado en el año 1968: camisa de franela con una camiseta de los Grateful Dead debajo, y unos tejanos deshilachados que justificaban un millar de remiendos multicolores. Su amor por lo fantástico y lo irreal era visible en cada rasgo de su delgada cara de payaso. Era incapaz de explicarte qué había desayunado hoy, pero podía recitarte todo el reparto de El ladrón de Bagdad, una película rodada antes de que él naciera.

—Oh, Marilyn —gimió mientras se inclinaba sobre el cartel en un arrebato romántico—. ¡Yo habría respetado tu inteligencia! ¡Te habría dado papeles serios, auténticos desafíos interpretativos! Habría hecho cualquier cosa por ti…

Marilyn le sonrió con ternura, comprendiéndole.

—¡Habría hecho cualquier cosa con tal de que me sonrieras así en la vida real!

Sus ojos recorrieron la tienda con una cierta expresión de culpabilidad, pero estaba solo. Se acercó el cartel a la cara y estampó un sonoro y húmedo beso en los labios de Marilyn.

Y, naturalmente, alguien entró por la puerta.

—¡Ooops! —exclamó Danny, dejando caer el cartel como si fuera una patata ardiendo mientras sus manos buscaban velozmente el cartel siguiente (King Kong), y alzaba la mirada hacia su cliente con una mueca de incomodidad.

Sólo que no era un cliente. Al menos, había muy pocas probabilidades de que llegara a serlo. Era Stephen Parrish, y aunque éste era una presencia habitual en la tienda rara vez compraba nada, si es que había llegado a hacerlo en alguna ocasión. Stephen se conformaba con rondar por ahí y hablar obsesivamente sobre las extrañas preocupaciones de los jóvenes cuya vida se centraba en los medios de comunicación: películas, música, cómics, libros y vídeos.

Danny apreciaba a Stephen, aunque a veces el joven no sabía cuándo parar, y su indumentaria era una extraña mezcla de estilos punk y chico bien que acababa resultando tan ridícula como un águila de seis patas. Cierto, había dejado de combinar los jerséis Lacoste con las pulseras de pinchos; pero seguía pareciendo perpetuamente fuera de lugar, como si deambulara por la vida arrastrando un letrero que dijese: «¿Qué hay de raro en esta imagen?».

Era una lástima, pero Danny podía perdonarle esos defectos. Su conversación siempre contenía algunas buenas ideas, y no cabía duda de que Stephen era todo un experto en lo tocante a sus manías triviales. De vez en cuando Danny hasta lograba ganar algunos dólares gracias a él.

Pero esta mañana Stephen tenía un aspecto pálido y cansado, como si no se encontrara bien. «Ha estado así desde que empezó a asociarse con ese gilipollas de las pintadas, el seudopoeta que se pinta las pestañas con rímel… —pensó Stephen—, ¿cómo se llama?».

—¿Has visto a Rudy? —le preguntó Stephen de repente, como respondiéndole.

—No —replicó Danny—. Pero ¿has visto esto?

Hurgó en el montón de carteles y sacó de él una auténtica belleza: Dwight Frye como Renfield en el Drácula original, emergiendo de la bodega del barco con una mirada enloquecida y la risa de un lunático en los labios.

Normalmente aquello habría hecho que Stephen pusiera unos ojos como platos, pero se limitó a farfullar: «Esto no tiene sentido», y salió por la puerta.

—¡Ha sido un placer verte! —le gritó Danny. Se encogió de hombros y se rascó su creciente calva—. Chico, por su cara se diría que alguien le ha metido un palo por el culo… —murmuró para sí mismo.

«Probablemente Rudy le mete su palo tres veces cada noche», le dijo una parte de su mente que parecía tener vida propia. La idea le hizo reír, pero realmente no resultaba demasiado divertida.

De hecho, era más bien deprimente.

—Oh, bueno… —Danny suspiró y volvió a concentrar su atención en Renfield—. Supongo que si queremos averiguar por qué Stephen anda persiguiendo a una rata tendremos que preguntárselo al Amo, ¿verdad?

Los ojos de Renfield se reflejaron en el grueso cristal de las gafas de Danny, centelleando con un conocimiento secreto. Y los ecos de una inquietante risa de loco resonaron débilmente en lo más hondo del cerebro del tendero…

Stephen Parrish avanzaba rápidamente por MacDougal mientras sus ojos escrutaban el gentío que llenaba la calle. Estaban a treinta grados de temperatura y el calor y la humedad eran más pegajosos que una perra en celo, pero las aceras seguían hirviendo de vida. Turistas, estudiantes, artistas frustrados y tipos en las últimas. Todos desfilaban por el Village como si no hubiera nada mejor que hacer, sudando como imbéciles.

«Lo más probable es que toda la población del hemisferio occidental esté presente aquí salvo Rudy —pensó Stephen—. Entonces, ¿dónde diablos está?».

Varias mareas de emociones en conflicto luchaban por controlar a Stephen. La que se había pasado toda la noche en vela para nada estaba harta y más bien cabreada. La que se había preocupado seguía preocupándose. La sempiterna voz de la Razón reciclaba viejas explicaciones gastadas. Y había otras voces que exigían ser oídas, aunque nada de lo que decían tenía el más mínimo sentido…

Sus pensamientos seguían direcciones separadas y no estaban llevándole a ninguna parte. Cruzó la calle Bleecker en medio del tráfico, no vio nada útil y decidió sentarse un rato en el parque.

«Puede que me tropiece con él por casualidad —pensó—. Quizá encuentre a alguien que le haya visto… Pero lo dudo».

El sudor se iba acumulando en el corto pelo oscuro que circundaba sus sienes, corriendo en riachuelos por su espalda y sus costados. Se pegó a la pared, aprovechando una angosta franja de sombra. Ayudaba, pero no demasiado.

Había una pizzería en la esquina. Una botella supergrande de Coca-Cola con muchísimos cubitos de hielo empezó a bailotear por su cabeza. Stephen avanzó hacia aquella fría visión con una leve sonrisa en los labios. Durante unos instantes el pensamiento se rindió ante la biología más básica.

Entonces pasó ante el puesto de periódicos, y el titular del Daily New fue como un grito que exigía toda su atención. Se detuvo ante él, mirándolo, olvidándose de la Coca-Cola. Y algo mucho más frío le inundó con el terrible inicio de una comprensión.

El cielo del parque Washington Square dejaba caer una continua llovizna de «frisbees», pero Stephen no prestó atención a los discos de plástico. Uno de ellos pasó zumbando a un par de centímetros de su oreja, pero Stephen ni se enteró.

Tampoco prestó atención a los chicos que se daban un baño ilegal en la fuente, ni a los policías que tenían que echarles de ella, aunque también estaban asándose; ni al trío de jazz de una esquina o al guitarrista que martirizaba su Les Paul en otra; ni al cómico rodeado por un público histérico que aullaba de risa, ni a los vendedores de porros, los artistas del timo, los homosexuales con mallas que pasaban patinando junto a él, los intelectuales de toda clase y apariencia… Ni la promesa de mil camisetas hinchadas por senos opulentos era capaz de conseguir que Stephen emergiera de la pesadilla.

Tomó otro sorbo de cerveza y volvió a leer el artículo.

OCHO MUERTOS EN EL TREN DEL TERROR

Un convoy del metro viaja por el infierno sin dejar motivos ni pistas

La policía no sabe cómo explicar la muerte de las ocho personas que fueron encontradas en un vagón del metro esta mañana. Tampoco puede explicar por qué todas las víctimas —cinco jóvenes, un patrullero del metro, el maquinista y un hombre no identificado que parece haber sido devorado por las ratas— murieron de formas tan horriblemente distintas.

Y el único superviviente, cuya identidad no ha sido revelada por Bernard Shanks, portavoz de la compañía, ha sido hospitalizado por «colapso psicológico total». El superviviente, que fue encontrado en la escena del horror a las cinco y diecisiete minutos de esta mañana, no es considerado sospechoso de lo ocurrido.

Un portavoz de la policía afirmó que «seguimos buscando un motivo en lo que no cabe duda es la tragedia más horrible y extraña que se recuerda en los últimos tiempos…».

Había más, pero Stephen ya lo había leído diez veces en los últimos veinte minutos, sin que eso le sirviera de nada. Por mucho que lo intentara, no lograba encontrar el agujero negro que parecía haberse tragado a su amigo.

Y, aun así, sabía que estaba allí.

—Maldita sea, Rudy… —gimió—. ¿Dónde estás? ¿Qué ha ocurrido?

Se sentía débil y mareado, y quería llorar; pero las lágrimas se negaban a acudir, igual que la respuesta. No estaba más cerca de dar con ella de lo que lo había estado a las cinco de aquella mañana, cuando el café empezó a enfriarse.