Viajando por los túneles en el tren oscuro.
Peggy Lewin estaba sola en el tercer vagón cuando todas las luces se apagaron. Había intentado sumergirse en la lectura de Love’s Deadly Stranger, queriendo expulsar de su mente el recuerdo de aquel bastardo llamado Luis y su espantosa «noche en la ciudad» mientras se esforzaba en vano por contener las lágrimas. Ahora el libro colgaba olvidado de su mano, y Peggy sólo podía pensar en una cosa. Tan sólo pensaba en lo asustada que estaba.
—Oh, Cristo —gimió suavemente en la oscuridad.
Dejó lentamente el libro sobre el asiento y metió la mano en el bolso, buscando a tientas dentro de él durante unos momentos. Sus dedos se cerraron alrededor del aerosol de gas lacrimógeno Mace y se quedaron allí mientras sus ojos iban velozmente de un punto a otro sin ver nada, y una vocecita empezó a gimotear dentro de su cabeza: «Es demasiado tarde, no tendrías que haber cogido el metro sola, ese maldito tacaño asqueroso, ni tan siquiera ha querido pagarme un taxi…».
Peggy apretó el aerosol Mace con los dedos como queriendo consolarse con su contacto, e intentó tranquilizarse. La luz del túnel parpadeaba estroboscópicamente en las ventanillas, deslizándose sobre los anuncios de café El Pico y Preparado H. Una risita nerviosa escapó de sus labios y quedó enterrada bajo el rugir del tren.
«Quizá debería levantarme. Buscar a alguien, alguna luz…». Se quedó inmóvil en el centro del pasillo, oscilando con los traqueteos del tren, y miró en ambas direcciones. Oscuridad. Dejó escapar un suspiro y avanzó hacia la seguridad de la barra metálica que había a su derecha: una chica guapa, con un ligero exceso de peso y modestamente elegante, una esclava que se había sometido voluntariamente al imperativo debes-tener-buen-aspecto que reina en Manhattan. Sintió un súbito deseo de haberse puesto algo que realzara menos sus curvas. ¿Quién podía saber qué clase de chiflados andaban sueltos a esas horas de la noche?
El tren, sumido en la oscuridad, siguió avanzando velozmente hacia el extremo sur de la isla de Manhattan. Peggy se dio cuenta de que en cualquier momento llegaría a la calle Cuarenta y Dos, y que aunque a las tres y media de la madrugada Times Square no era el mejor lugar del mundo, siempre tenía que ser mejor que esto. Al menos allí habría un policía, alguien… Habría luz.
Habría esperanza.
—Deprisa —dijo en lo que casi era una plegaria—. Oh, date prisa y sácame de aquí.
Y, como respondiendo a sus palabras, la luz inundó el vagón desde ambos extremos. Peggy fue hacia las puertas centrales sintiendo una inmensa gratitud y vio desfilar las columnas, la habitual congregación de ruinas humanas y el inmenso letrero que decía TIMES SQUARE calle Cuarenta y Dos, y luego más columnas, más columnas, más…
… y comprendió que el tren no iba a detenerse, y golpeó el cristal con los puños, y un mudo sollozo fue llenando su garganta mientras la estación pasaba velozmente ante ella…
… y en el último segundo de luz concentrada, antes de que la oscuridad volviera a engullirla, vio al hombre que estaba de pie en el hueco que había entre los vagones, inmóvil, mirándola desde el otro lado de la puerta.
Mirándola.
Y vio como la puerta se abría lentamente.
—¡No va a parar, Jerry! ¡Fíjate!
—Sí, hombre, ya lo veo —respondió, pero los ojos de Jerry no se estaban fijando en aquello. Sus ojos estaban clavados en el corpulento policía negro que le sonreía fríamente mientras su mente trabajaba a toda velocidad—. Sí, agente… ¿Por qué no va a averiguar qué le pasa al viejo Cabeza de Aguja? Ese conductor… Las luces apagadas, el tren no se detiene…, esto parece un trabajo para la policía, no sé si me entiende.
El policía frunció el ceño; estaba nervioso y no sabía qué hacer. Por una parte, no cabía duda de que algo andaba claramente mal. Por otra, los tipos gilipollas con la cabeza rapada que tenía delante formaban su categoría particular de malas noticias. Uno de ellos podía erguirse en cualquier momento y empezar a vomitar; y el que tenía la nariz pegada al cristal parecía demasiado estúpido para preocuparse por ello.
«Pero si este desgraciado que se llama Jerry hace algo raro él estará a su lado —pensó, acariciando inconscientemente la culata de su pistola—. Y lo más seguro es que el desgraciado de Jerry acabará haciendo algo raro…».
Había otras dos personas en el vagón: dos seudohippies de clase media que probablemente jamás se habían alegrado tanto de ver a un policía. Estaban acurrucados en una esquina, junto a la puerta, con los ojos emitiendo una muda súplica. Jerry había estado metiéndose con ellos antes de que las luces se apagaran; las voces de los seudohippies atrajeron al agente Vance haciéndole venir desde el último vagón, donde estaba intentando despertar cautelosamente a un desecho humano que parecía inconsciente.
«Si me marcho, estos chicos se convertirán en carne muerta. No es que me importe mucho, claro, pero, maldita sea, entonces tendré que perseguir a Jerry y a su amigote por todo este maldito tren que se ha quedado a oscuras… Oh, Cristo».
Pensar que debería enfrentarse a sus navajas en la oscuridad le ponía muy, muy nervioso.
Ya casi había decidido quedarse cuando el alarido de Peggy Lewin desgarró sus oídos desde cinco vagones más adelante. Los dos seudohippies saltaron sus buenos treinta centímetros en el aire y volvieron a caer en el asiento, abrazándose el uno al otro como margaritas sacudidas por un vendaval. Vance sintió como algo se tensaba dentro de su pecho formando un nudo de hielo; aquel grito no había sido natural. Lanzó una rápida mirada al rostro de Jerry y vio que el muy cabrón estaba sonriendo.
—¡A por ellos, cariño! —chilló Jerry—. ¡Guau, guau, guau! ¡Aquí el Perro Policía!
El imbécil que tenía por amigo dejó escapar una risotada y su aliento empañó el cristal de la ventanilla. Vance sintió un fuerte deseo de hacer entrechocar sus cabezas.
Y Peggy Lewin volvió a gritar. Esta vez fue peor. Mucho peor. El grito se convirtió en un gemido interminable, como alguien que hubiera empapado su alma en gasolina y luego le hubiera prendido fuego, haciéndola salir aullando de su boca para encogerse y morir en pleno vuelo. Hasta Jerry se quedó callado durante unos segundos.
Porque ni tan siquiera Jerry había oído jamás un grito tan terrorífico.
—Maldición —siseó Vance.
No tenía elección. Peggy Lewin se había encargado de tomar la decisión por él. Desenfundó su arma y echó a correr hacia la parte delantera del tren, intentando dominar su miedo. Jerry se negó a apartarse, y Vance le hizo caer de culo y siguió corriendo; el túnel volvió a engullirles.
—¡ESPERO QUE TAMBIÉN ACABE CONTIGO, NEGRO BASTARDO! —gritó Jerry a la nueva oleada de oscuridad.
Vance contuvo el impulso de responderle. El pánico estaba a punto de hacerle perder el control. El grito había cesado, pero eso no le tranquilizaba demasiado.
«Espero que también acabe contigo». La voz seguía despertando ecos en sus oídos. Como el grito. Como el rugir del tren. «¡Negro bastardo!». Que algo tan insignificante fuera capaz de herirle tan completa y automáticamente resultaba muy doloroso: uniformes, la pigmentación de la piel… El hecho de que él hiciera exactamente lo mismo no servía para amortiguar su rabia.
«Me encantaría hacerte pedazos, blanquito —pensó Vance con amargura mientras llegaba a la puerta—. Me gustaría hacerte pedazos y mandarte al infierno…». Pero la chica, si es que quien había gritado era una chica, quizá siguiera con vida. Tenía que comprobarlo, no le quedaba más remedio.
Abrió la puerta y puso el pie en el hueco que había entre los vagones. El viento azotó su cuerpo, y sintió como la plataforma metálica bailaba y oscilaba bajo sus pies. Alargó la mano con mucho cuidado y abrió la puerta que daba al vagón contiguo, avanzando de negrura en negrura a través de más negrura, deteniéndose nerviosamente cuando hubo llegado al otro lado.
El vagón estaba vacío. Y en silencio, dejando aparte el omnipresente tronar del tren. No, estaba más que silencioso y vacío… Estaba muerto. Y, de repente, Vance tuvo la sensación de que estaba viajando en algo muerto que ya empezaba a pudrirse, algo que era mantenido en movimiento por un poder desconocido.
Vance llamó a la puerta de la cabina. No obtuvo respuesta. Empujó el panel metálico, pero no consiguió abrirlo.
—¿Sid? —gritó—. ¿Estás ahí dentro?
Tampoco obtuvo respuesta. Algo frío y húmedo empezó a desenroscarse dentro de sus entrañas.
«¿Qué diablos está pasando en este tren?», se preguntó, y se obligó a seguir en movimiento.
Un hombre llamado Donald Baldwin estaba recostado en el asiento del conductor con una mano apoyada sobre la palanca de control y mirando fijamente hacia adelante. Las luces de los instrumentos eran la única fuente de claridad existente en todo el tren; proyectaban destellos rojos y amarillos sobre las manchas brillantes y los regueros de líquido que había en sus ropas.
La puerta de entrada a la cabina del maquinista estaba cerrada desde el interior. Cualquier persona que tuviera un gramo de cerebro la mantenía cerrada durante los turnos de noche, porque estar sentado ahí dentro te convertía en un pato indefenso y, de todas formas, de noche el metro sólo era utilizado por los chalados. Si estabas lo bastante loco para aceptar ese trabajo, lo menos que podías hacer era reducir los riesgos al mínimo.
Esta noche Don Baldwin había agradecido el hecho de tener un gramo de cerebro. Nada más dejar atrás la calle Cincuenta y Uno algo empezó a moverse al otro lado de la puerta intentando abrirla. No era el traqueteo del tren, algo intentaba entrar. Don no sabía por qué su mente había usado la palabra «algo» en vez de «alguien», pero así había sido, y aquel capricho de su mente le había asustado muchísimo.
Intentó hablar con Sid, su conductor, que estaba en una cabina similar situada hacia la mitad del tren. No obtuvo respuesta. Ni tan siquiera podía tener la seguridad de que el interfono estuviera funcionando. «Este maldito tren se cae a pedazos —se dijo con irritación—. Todo el maldito sistema del metro se está cayendo a pedazos…». Su mente le ofreció una vivida imagen de Sid y Vance haraganeando por el tren después de haber abandonado sus puestos; sí, bastardos perezosos como ellos eran la causa de que todo el sistema del metro se estuviera yendo al cuerno… «Y yo con un chalado intentando abrir la puerta —gimió mentalmente—. Dios, Dios».
Don encendió un cigarrillo, el número veintitrés de la noche. Durante los turnos de noche siempre fumaba mucho, eso le ayudaba a matar el tiempo ¿Y qué otra cosa podías hacer? Aunque tuviera la ventanilla lateral abierta la cabina enseguida se llenaba de humo.
No llegó a ver la neblina filtrándose por debajo de la puerta. Cuando la criatura cayó sobre él no tuvo ni tiempo de verla.
Cuando el agente Vance llegó al vagón donde Peggy Lewin había vivido y fallecido, la parte trasera del tren ya estaba llenándose de ratas, unas ratas rechonchas de pelo gris, pequeños bastardos de cuerpos hinchados y relucientes ojos rojizos que brotaban del suelo como los gusanos de un cerdo degollado. Como si hubieran estado siempre allí… Esperando.
El desecho humano que Vance no había logrado despertar seguía durmiendo enroscado sobre el frío plástico curvado de los asientos, envuelto en su propia aureola de olores pestilentes. Las ratas habían dado con él.
Y la silueta oscura del umbral había dado con Vance. La silueta que movió la mano señalando el cadáver que había a sus pies, y que le empaló con el haz luminoso de sus ojos…
—¿Un cigarrillo? —Jerry estaba arrodillado delante de los dos infelices disfrazados de hippies sonriéndoles con una mueca desagradable. Los seudohippies menearon la cabeza balbuceando algo ininteligible. Jerry le dio una bofetada al más alto, haciéndole lanzar un chillido—. ¡No os he preguntado si queríais uno! ¡Os he preguntado si tenéis un cigarrillo!
El más alto de los dos seudohippies —se llamaba William Deere— meneó la cabeza de una forma todavía más enfática que antes y gimoteó. Hasta ahora nunca había deseado llevar encima cigarrillos. Parecía una mala noche para empezar a desearlo. Por suerte su amigo Robert sí tenía cigarrillos. El más bajito de los melenudos extrajo un Tareyton del paquete con dedos temblorosos y se lo ofreció a Jerry.
—¿Qué diablos es esto? —Jerry cogió el cigarrillo y lo inspeccionó a la luz que llegaba del túnel—. Tareyton… ¿Son buenos?
—A mí me gustan —dijo Robert, corriendo el riesgo de acompañar sus palabras con una sonrisa estilo eh-seamos-amigos.
El sudor había hecho que su camiseta NUCLEARES NO se le pegara a los sobacos. Estaba recordando una película que había visto en televisión, una en que Tony Musante y Martin Sheen interpretaban a unos psicópatas adolescentes que aterrorizaban a dieciséis personas en un vagón de metro. El incidente, así se llamaba la película, y le había hecho jurar que a él nunca le intimidarían así. El jamás lloriquearía y se retorcería en el suelo permitiendo que un tipo duro le fuera haciendo pedacitos poco a poco…
Había conseguido engañarse a sí mismo durante mucho tiempo. Pero eso se había acabado. Si Jerry quería hacer pedacitos a Robert podía empezar cuando le diera la gana. Robert no pensaba mover ni un dedo para impedirlo. El máximo riesgo que pensaba correr era el de la sonrisa.
—Estupendo —dijo Jerry devolviéndole la sonrisa—. Bueno, chaval, ¿llevas encima alguna otra cosa que pueda gustarme?
La sonrisa de Robert murió en sus labios y metió la mano en el bolsillo.
—Tú también, muñeco —dijo el amigo de Jerry, acercándose a ellos para participar de la diversión.
William Deere asintió, prefiriendo ejercitar el cuello a la voluntad. Imitó el gesto de su amigo y sacó la mano del bolsillo con ochenta dólares en crujientes billetes de veinte.
—¡Demonios! Ah, Señor, has sido bueno con nosotros… —Jerry dio un afectuoso puñetazo a William en el hombro—. Pero el amigo aquí presente no ha sido tan generoso, ¿verdad? ¿Qué pasa, Jesusito? ¿Ha ido mal la colecta de la iglesia?
Agarró a Robert por el cuello de la camisa y se dispuso a levantarlo en vilo del asiento.
La puerta del vagón se abrió violentamente y la silueta de Vance reapareció en el umbral con el arma en la mano. Fue hacia ellos, y en sus movimientos había una extraña cualidad rígida; sus ojos brillaban con una claridad rojiza, como los de una rata.
Llegaron a la calle Treinta y Cuatro justo cuando sonaba el primer disparo; el proyectil atravesó la frente del gilipollas que iba con Jerry y le hizo caer hacia atrás, dando vueltas sobre sí mismo. Un chorro de claridad inundó el tren, iluminando los sesos y la sangre esparcidos sobre la pared del vagón. Jerry retrocedió a toda velocidad, aterrado. William y Robert chillaron como cerdos a punto de ser degollados.
El otro amigo que le quedaba a Jerry, el borracho que parecía enfermo, alzó los ojos con el tiempo justo de ver como una pesadilla aparecía en la puerta detrás de Vance. Lanzó un gemido, suponiendo que deliraba, y derramó el contenido de su estómago en el suelo. Vance le metió dos balas, haciéndole caer de bruces sobre su propio vómito y dejándole inmóvil para siempre.
—¡Jesús! —gritó Jerry. Sacó una navaja de feísimo aspecto de su bolsillo trasero e hizo aparecer la hoja, apoyando la punta en la garganta de William Deere. El hippie alto y flaco se incorporó a toda velocidad, apoyando la espalda en el palpitante pecho de Jerry—. Mira, tío, si das un paso más le cortaré el cuello…
El siguiente disparo de Vance atravesó la nariz de William Deere, y el proyectil la hizo pedazos al salir. El cuerpo sufrió un espasmo y se quedó inmóvil entre los brazos de Jerry, quien lo dejó caer emitiendo un leve chillido de animal y se lanzó sobre el policía.
Hay que admitir que a Jerry no sólo le gustaba hacerse el duro, también lo era. Encajó una bala en el vientre y otra en el pulmón derecho, se arrastró unos tres metros y enterró la navaja en el muslo de Vance antes de ahogarse en su propia sangre. Vance le observó con expresión impasible, dando la impresión de que ni tan siquiera sentía dolor.
—Sácala, por favor —dijo una voz a su espalda, una voz implacable impregnada de una calma imposible de expresar con palabras, un gélido siseo de serpiente, el murmullo de la brisa que sopla sobre un cementerio…
Vance dejó caer el arma, agarró el mango de la navaja de Jerry con las dos manos y la sacó de su pierna con un chasquido húmedo. Volvió a erguirse, sosteniendo el cuchillo delante de su estómago.
—Y ahora, adentro —dijo la voz, y Vance se clavó la navaja en el ombligo—. Fuera. —La hoja metálica emergió de la carne con un leve gorgoteo—. Adentro.
Cuando Robert perdió la cabeza, las vísceras del agente Vance ya se habían desparramado sobre sus botas. El joven se levantó de un salto y corrió hacia la otra puerta del vagón; se había meado encima, pero ni tan siquiera lo había advertido. La puerta se abrió casi como si tuviera voluntad propia y Robert se encontró en el hueco que había entre los vagones, con el viento y el atronar del tren golpeándole.
—¡SOCORRO! —gritó—. ¡OH, DIOS MÍO, SOCORRO! ¡QUE ALGUIEN ME…!
Los últimos metros de andén vacío de la estación de la calle Treinta y Cuatro desaparecieron y Robert se encontró sumido en las tinieblas más absolutas, gritando a una pared. Sus manos aferraron la barandilla metálica, sujetándose a ella con toda la energía que le quedaba en el cuerpo.
Robert oyó el ruido de la puerta al cerrarse y se apoyó en ella, sintiendo una oleada de alivio. Ahora ya no podía oír el ruido que hacía Vance, al destriparse mecánicamente a sí mismo, y eso era una suerte, pues si hubiera tenido que escucharlo un solo segundo más habría saltado.
Habría saltado…
Robert miró hacia abajo. Pese a la oscuridad y a que estaba medio enloquecido por el pánico, se dio cuenta de que el suelo pasaba junto al tren con una velocidad terrible. La parte de su cerebro que seguía funcionando sopesó sus posibilidades de supervivencia. No eran demasiado buenas. Se echó a llorar.
«¡Oh, Cristo, están muertos, están todos muertos, voy a morir!». Los pensamientos chocaban confusamente dentro de su cabeza como los cadáveres que había al otro lado de la puerta. La hendidura que dividía el suelo en dos mitades quería arrancarle las piernas y comerle vivo; pero sus dedos estaban empezando a resbalar sobre la barandilla, perdiendo el asidero que le unía al mundo. Estaba quedándose sin fuerzas; resbalaba, resbalaba…
Un ruido procedente de la puerta. No de la puerta tras la que el policía seguía trinchándose a sí mismo como si fuera un pavo el día de Navidad, la puerta del vagón cuyas paredes estaban adornadas con el rostro de William… No de esa puerta.
De la otra puerta.
La que llevaba al otro vagón.
La puerta por la que podía escapar.
Robert cruzó la plataforma, faltándole poco para caerse, agarró el pestillo de la puerta y tiró de él. Vio aparecer una rendija. Su boca emitió un balbuceo ininteligible, intentó mantener el equilibrio y la rendija se hizo más grande…
Justo cuando el tren sin luces entraba en la estación de la calle Veintiocho volviendo a inundarle de luz…
Justo cuando una rata tan grande como su pie se deslizó por la rendija, parloteando en su obsceno idioma particular, Robert lanzó un chillido y la patada que le asestó hizo que la rata se estrellara contra una columna. Cerró la puerta. Creyó oír mil repugnantes cuerpecillos peludos apelotonándose al otro lado, golpeando el metal mientras intentaban llegar hasta él.
Un instante después sintió como los ojos rojizos se clavaban en su nuca con tal fuerza que casi la perforaron, y aquello no eran imaginaciones suyas. El cristal de la ventanilla se volvió muy frío, y Robert se apartó de él. La puerta se abrió. Y una mano vieja y horrenda fue hacia él.
Robert saltó sin vacilar.
Durante una fracción de segundo experimentó una notable sensación de libertad y de triunfo. Después, su cuerpo chocó con la primera columna y, por suerte, el impacto hizo que su cuello se partiera como una rama seca. Cuando murió, su cuerpo aún estaba casi entero.
Dadas las circunstancias, no podía aspirar a nada mejor.
El frío metal del tren sin luces hendía el vientre subterráneo de Manhattan y la criatura se divertía. Igual que había hecho veinte años antes, y veinte años antes de eso, cuando todo el sistema de laberintos subterráneos era algo nuevo y maravilloso, antes de que todo el mundo lo considerara una parte normal de la existencia y lo convirtiera en una mierda más. «Las cosas cambian, pero en el fondo todo sigue igual», pensó la criatura, saboreando la constancia animal de los seres humanos y sus logros, algo que el paso de las eras no podía afectar.
Tenía más de ochocientos años, y no parecía tener ni un día más de setenta y cinco.
Alguien reía y gemía en la cabina del conductor, arañas que nadie más podía ver se arrastraban sobre su cuerpo. Como de costumbre, oírle hizo que la criatura sintiese una profunda, inconmensurable y espantosa diversión.
El tren avanzaba a toda velocidad por pasillos de noche interminable, dirigiéndose hacia la calle Veintitrés y lo que había más allá. Los ojos de Donald Baldwin contemplaban el túnel sin verlo y sus dedos se engarriaban sobre la palanca de control; las colillas de cigarrillos se habían quedado pegadas a los charcos de Pepsi y sangre que rodeaban sus pies. La luz emitida por las paredes del túnel hacía que la ruina carnosa de su garganta brillara con leves parpadeos; y los controles proyectaban brillantes destellos rojos y amarillos sobre las manchas y regueros de líquido que cubrían sus ropas.
Cuando faltaba poco para la calle Veintitrés los muertos dedos de Don Baldwin tiraron de la palanca de control, y el tren sin luces empezó a reducir la velocidad.
Rudy Pasko estaba destrozando los carteles publicitarios en un extremo del andén. Los ojos de Evita se convirtieron en dos pozos ennegrecidos. Dos rápidos trazos de rotulador Magic Marker y la sangre brotó de las comisuras de sus labios. Los micrófonos habían sido metamorfoseados en un pene inmenso. Grandes letras mayúsculas a cada lado de la silueta femenina pregonaban que:
SE COME A LOS POBRES
Y CONVIERTE A SUS AMANTES EN CASCARONES.
No era divertido. Rudy contempló su obra con el ceño fruncido y dio unos pasos por el andén para ver qué podía hacer con el cartel de Perdue Carnes de Primera. Un cigarrillo colgaba del arrogante tajo de su boca. Sus oscuros ojos, rodeados por el maquillaje, se perdían en el rostro pálido y huesudo. Alrededor de la cuenca derecha había un tic desagradable: demasiadas anfetas, demasiada rabia y desesperación reprimidas… Su cabello era una masa de un rubio descolorido peinada al estilo rockabilly. Iba totalmente vestido de negro: tejanos ajustados, camiseta artísticamente rasgada, pulseras de pinchos y botas de cuero.
El último romance de Rudy acababa de tener una conclusión menos que espectacular, igual que le había ocurrido a Peggy Lewin. A diferencia de ésta, el cuerpo de Rudy no había perdido toda su sangre para acabar siendo arrojado a un túnel del metro. Y había otra diferencia: Rudy no se hacía ilusiones almibaradas acerca del amor. Las únicas ilusiones que se permitía eran las ilusiones desagradables.
Ésa era la razón por la que había tenido aquella terrible pelea con Josalyn, y por eso le había echado del apartamento. Esa era la razón por la que había llamado a Stephen pese a lo intempestivo de la hora, amenazándole con el suicidio, el asesinato o algo peor, ya que teóricamente Stephen era su mejor amigo. Y ésa era la razón de que estuviera solo en el andén esperando la llegada del tren, con la seguridad de que Steve el Bobo ya habría empezado a preparar la cafetera.
Por curioso que parezca, ahora que se encontraba solo la mente de Rudy se hallaba sumida en un silencio casi completo. Contempló a los gemelos del poster, Frank Perdue, el Sonrisas, acompañado por aquella oveja jodidamente inmensa, y se echó a reír. La pelea había quedado olvidada. Sólo podía pensar en aquellos dos mamíferos ridículos y en cómo deformar su apariencia.
Rudy estaba recubriendo a la oveja con un elegante traje de ejecutivo cuando el tren sin luces entró en la estación de la calle Veintitrés con un chirriar de frenos que hacía pensar en el chillido de una rata. Se encogió de hombros y añadió rápidamente una corbata al dibujo.
—Una obra maestra —proclamó con orgullo.
El tren se detuvo y le contempló con sus dos ojos vacíos. Rudy dio una última calada a su cigarrillo y lo arrojó a las vías. Lanzó una mirada burlona al hombre sentado en el asiento del conductor y alzó el dedo índice: «Que te jodan, amigo».
Donald Baldwin le devolvió la mirada acompañándola con una mueca horrenda.
Las puertas se abrieron, y Rudy se dio cuenta de que el tren estaba a oscuras. Tuvo la sensación de que algo iba mal, espantosamente mal. Retrocedió un par de pasos, perplejo.
«No pasa nada —pensó—. No pasa nada. Venga, muévete».
Fue hacia la puerta del vagón y sintió como el vello de sus brazos empezaba a erizarse. Todos los músculos de su cuerpo estaban tensándose involuntariamente, pero Rudy no sabía por qué. Sus pasos se volvieron repentinamente vacilantes e inseguros, y la sensación de antes volvió pero con mucha más fuerza, como un puñetazo en el vientre.
—¡Cristo!
Se encogió sobre sí mismo y se detuvo clavando los ojos en la negrura del vagón. Su mente quería saber qué estaba pasando. Se quedó inmóvil ante el umbral, como paralizado.
Las puertas empezaron a cerrarse.
Rudy, por puro reflejo, dio un salto hacia adelante extendiendo las manos. Las puertas se abrieron ante él y se encontró dentro del vagón; luego se cerraron.
Rudy las observó, jadeando. Pegó el rostro al cristal, echando un último vistazo a los gemelos Perdue. Ya no le parecían tan graciosos como antes.
Algo se movió a su espalda. Rudy se volvió.
La silueta estaba en el centro del pasillo, contemplándole con ojos luminosos que parpadeaban lentamente.
—¿Qué tal estás? —murmuró, y la luz le arrancó reflejos a sus dientes, largos y muy afilados.
Mientras, el tren reanudaba su terrible descenso hacia las profundidades de la tierra.