No recuerdo haber visto nunca nada más terrible que la pugna del enano contra el gozo; poco le faltó para vencerlo. En algún momento, hace incalculables años, debió de haber en él destellos de humor y de razón. Por un momento, mientras la dama le miraba con amor y regocijo, el enano vio lo absurdo que resultaba el trágico. En ese instante entendió la sonrisa de ella. También él había percibido hacía tiempo que no hay personas que se encuentren el uno al otro más absurdo que los amantes. Pero la luz que lo tocó, lo tocó contra su voluntad. No era esta la reunión que él había imaginado. No lo aceptaría. Se agarró una vez más a su cabo salvavidas y, súbitamente, habló el trágico.
—¿Te atreves a reírte de eso? —gritó con furia—. ¿En mi cara? ¿Merezco yo esa recompensa? Muy bien. Me alegro de que no te importe mi suerte. Así no tendrás que lamentarte cuando pienses que me has hecho retroceder al infierno. ¿Qué? ¿Crees que ahora me quedaría? Gracias. Creo que soy bastante agudo para darme cuenta de donde no se me quiere.
La expresión exacta, si recuerdo con exactitud, fue «donde no me necesitan».
A partir de este instante el enano no volvió a hablar. Pero la dama seguía dirigiéndose a él.
—Querido, nadie quiere devolverte al infierno. Aquí todo es alegría, todo te dice que te quedes.
Pero el enano se iba empequeñeciendo a medida que ella hablaba.
—Sí —dijo el trágico—, pero en las condiciones que se podrían ofrecer a un perro. Resulta que yo he entregado un poco de mi propia dignidad y sé que a ti te daría lo mismo que me fuera. A ti no te importa que regrese a las calles frías y en penumbra, a las calles solitarias, solitarias…
—No, Frank, no —dijo la dama—. No le permitas que hable así.
Pero el enano era ahora tan pequeño que ella tuvo que ponerse de rodillas para hablarle. El trágico se aferró ávidamente a las palabras, como un perro se aferra a un hueso.
—¡Ah, no puedes soportar oírlas! —gritó el gigante con aire de miserable triunfo—. Así ha sido siempre. Tú necesitas protección. Hay que apartar de tu vista las realidades desagradables. ¡Tú, que puedes ser feliz sin mí, olvidándote de mí! Tú no quieres ni siquiera oír hablar de mi sufrimiento. A eso dices no: que no te las cuente, que no te entristezca, que no irrumpan en tu pequeño cielo protegido y egocéntrico. Ésta es la recompensa…
Ella dejó de hablar, más bajo todavía, al enano, que se había convertido en una figura no más grande que un gatito, colgado del extremo de la cadena con los pies separados del suelo.
—Ésa es la razón por la que dije «No» —respondió ella—. Me proponía que dejáramos de actuar. No es bueno. Te está matando. Suéltate de la cadena. Ahora mismo.
—¡Actuar! —gritó el trágico— ¿qué quieres decir?
El enano se había vuelto tan pequeño que me resultaba imposible distinguirlo de la cadena a la que estaba abrazado. En este momento me asaltó por primera vez la duda sobre si la dama se dirigía a él o al trágico.
—Vamos, todavía hay tiempo —dijo ella—. Déjalo. Déjalo en seguida.
—¿Dejar qué?
—De usar la compasión, la compasión de los demás, de forma equivocada. Todos la hemos empleado así alguna vez en la tierra. Pretendíamos que la compasión fuera la espuela que impulsara al gozo a ayudar a la tristeza. Pero también se puede usar de forma totalmente equivocada; se puede utilizar la compasión como una especie de chantaje. Los que eligen el sufrimiento pueden secuestrar el gozo por compasión. ¿Ves?, ahora lo sé. Incluso cuando eras niño lo hacías: en vez de decir que lo sentías, te marchabas y te amohinabas en el desván… porque sabías que, antes o después, tu hermana diría: «Me resulta insoportable pensar que está sentado arriba solo y llorando». Utilizabas la compasión para chantajearlos y, al final, cedían. Después, cuando estábamos casados… ¡oh!, eso no importa, pero, al menos, deja de hacerlo.
—Y eso —dijo el trágico—, eso es todo lo que has entendido de mí después de todos estos años.
No sé en qué se habría convertido ya el enano. Tal vez estuviera trepando a la cadena como un insecto. Tal vez se hubiera fundido de algún modo con ella.
—No, Frank, aquí no —dijo la dama—. Escucha a la razón. ¿Crees que el gozo fue creado para vivir siempre bajo esa amenaza? ¿Para vivir indefenso frente a aquellos que preferirían ser desgraciados a contrariar a su obstinación? Para eso existía el verdadero sufrimiento. Ahora lo sé. Tú te hiciste a ti mismo verdaderamente desgraciado. Y todavía puedes seguir siéndolo. Pero ya no podrás seguir comunicando tu desgracia a los demás. Todo se vuelve más y más lo que realmente es. Aquí existe un gozo que no puede ser oscurecido. Nuestra luz se puede tragar vuestra oscuridad, pero vuestra oscuridad no puede infectar nuestra luz. No, no, no. Ven con nosotros, porque nosotros no iremos contigo. ¿Has pensado, de verdad, que el amor y la alegría estarían siempre a merced de enojos y suspiros? ¿No sabías que eran más fuertes que sus contrarios?
—¿Amor? ¿Cómo te atreves tú a pronunciar esa palabra sagrada? —exclamó el trágico.
En ese instante recogió la cadena, que había estado balanceándose inútilmente durante algún tiempo, y, por alguna razón, se deshizo de ella; no estoy seguro, pero creo que se la tragó. Entonces resultó claro por primera vez que la dama se dirigía exclusivamente a él.
—¿Dónde está Frank? —dijo ella—. ¿Y quién es usted, señor? No le conozco. Tal vez sería mejor que me dejara. O quédese si lo prefiere. Si eso le sirviera de ayuda, y si fuera posible, bajaría con usted al infierno. Pero usted no puede introducir el infierno dentro de mí.
—Tú no me amas —dijo el trágico con una voz tenue como de murciélago. Ahora resultaba muy difícil verle.
—Yo no puedo amar una mentira —replicó la dama—. No puedo amar lo que no es. Estoy enamorada, y sin amor no iré.
No hubo respuesta. El trágico había desaparecido. La dama estaba sola en el paraje arbolado. Un pájaro pardo brincaba un poco más allá, doblando con sus ligeros pies la hierba que yo no podía doblar.
Luego, la dama se levantó y comenzó a alejarse. Los demás Espíritus Luminosos se acercaban a recibirla cantando:
«La Trinidad Bienaventurada es su hogar. Nada puede turbar su alegría.
Ella es el pájaro que elude cualquier red, el ciervo salvaje que salta por encima de cualquier trampa.
Como la madre para sus polluelos o el escudo para el brazo del caballero, es el Señor y Su lucidez inalterable para su entendimiento.
Los duendes no la espantarán en la oscuridad, las balas no la asustarán durante el día.
En vano la asalta la falsedad ataviada de verdad, pues ve a través de la mentira como si fuera un cristal.
El germen invisible no le hará daño, ni la herirán los rayos resplandecientes del sol.
Miles fracasan al resolver el problema, decenas de miles eligen el camino equivocado, pero ella pasa por todos sin riesgo.
Él asigna seres inmortales para que la cuiden por todos los caminos por los que ha de pasar.
Ellos le dan la mano en los sitios difíciles para que no tropiece en la oscuridad.
Ella puede caminar entre leones y serpientes de cascabel, entre dragones y guaridas de cachorros.
Él la llena hasta el borde de la inmensidad de la vida, y la conduce a ver el anhelo del mundo».
—Y sin embargo… y sin embargo… —le dije a mi maestro cuando los cantos llegaron a su fin y los espíritus se alejaron y se adentraron en el bosque—, ni siquiera ahora estoy seguro del todo. ¿Es aceptable que ella fuera insensible a sus sufrimientos, aunque fueran sufrimientos que ellos se habían causado?
—¿Hubieseis preferido que él siguiera teniendo poder para torturarla? En la vida terrenal de ambos, lo hizo durante años y años.
—Bueno, no, supongo que no.
—Entonces, ¿qué quieres?
—No lo sé muy bien, señor. Lo que en la tierra dice mucha gente es que la perdición definitiva de un alma refuta el gozo de los salvados.
—Vos podéis ver que no es así.
—Pero creo que, en cierto modo, debería ser así.
—Eso suena muy misericordioso. Pero mirad lo que se esconde detrás.
—¿Qué?
—La exigencia de aquellos que viven sin amor y prisioneros de sí mismos de que se les debería permitir chantajear al universo, de que, hasta que accedan a ser felices (con las condiciones que ellos ponen), nadie deberá saborear la alegría, de que su alegría debería ser el poder final, de que el infierno debería poder vetar al cielo.
—Yo no sé lo que quiero, señor.
—Hijo, hijo, debéis elegir un camino u otro. O bien vendrá el día en que predomine el gozo y los artífices de infelicidad no puedan contaminarlo nunca más, o bien los artífices de infelicidad podrán destruir en los demás por los siglos de los siglos la felicidad que rechazan para sí mismos. Sé que suena muy bien decir que no aceptaréis una salvación que deje una sola criatura en la oscuridad exterior. Pero cuidaos de sofisterías o haréis de un egoísta, del perro del hortelano, el tirano del mundo.
—Pero, ¿puede uno atreverse a decir —qué horrible es decirlo— que la misericordia morirá alguna vez?
—Debéis distinguir. La acción de misericordia vivirá para siempre. Pero la pasión de misericordia no. Esa pasión, la misericordia que meramente se padece, el dolor que arrastra a los hombres a conceder lo que no se debe conceder y a halagar cuando se debe decir la verdad; la misericordia que ha engañado a muchas mujeres para que pierdan la virginidad y a muchos estadistas para que dejen de ser honrados, esa pasión desaparecerá. Esa misericordia ha sido utilizada por los malvados como arma contra los hombres buenos. Esa arma será destruida.
—¿Y cómo es la acción de misericordia?
—Es un arma en manos de los del otro lado. Salta más veloz que la luz del lugar más alto al más bajo para llevar salud y alegría, le cueste lo que le cueste. El arma convierte en luz la oscuridad. Pero no impondrá, conmovida por las astutas lágrimas del infierno, sobre el bien la tiranía del mal. Toda enfermedad que se someta a curación será sanada. Pero no llamaremos azul a lo amarillo para complacer a los que quieren seguir teniendo ictericia, ni haremos un estercolero del jardín del mundo para dar satisfacción a los que no pueden tolerar el olor de las rosas.
—Decís que la misericordia descenderá a lo más bajo, señor. Pero la dama no descendió al infierno con él. Ni siquiera fue a despedirlo al autobús.
—¿Dónde querríais que hubiera ido?
—¡Toma!, pues al lugar de donde llegamos todos en autobús. Al gran abismo situado más allá del risco; en aquel lado de allá. Desde aquí no lo puede ver, pero debe saber a qué lugar me estoy refiriendo.
Mi maestro esbozó una curiosa sonrisa.
—Mirad —dijo, y mientras pronunciaba la palabra se iba agachando hasta apoyar las manos en las rodillas. Yo hice lo mismo (¡cómo me dolían las rodillas!) y enseguida vi que había arrancado una brizna de hierba. Utilizando el extremo más delgado de la hierba como indicador, me hizo ver, tras haber mirado minuciosamente, una grieta en el suelo, tan pequeña que no hubiera podido identificarla sin su ayuda—. No puedo estar seguro —dijo— de que sea éste el agujero por el que vos subisteis. Pero vinisteis, sin duda, por un agujero no mucho más grande que éste.
—Pero, pero… —dije, jadeando con una sensación de estupefacción muy semejante al terror— vi un abismo infinito y riscos que se alzaban más y más. Finalmente, vi este país en la cima del risco.
—Sí. Pero el viaje no era mera locomoción. Ese autobús y todos los que ibais dentro de él aumentabais de tamaño.
—¿Quiere decir, entonces, que el infierno, ese infinito pueblo vacío, está ahí abajo en un agujero como éste?
—Sí. El infierno entero es más pequeño que un guijarro de vuestro mundo terrenal, y más pequeño que un átomo de este mundo, el Mundo Verdadero. Mirad aquella mariposa. Si se tragara el infierno entero, no le haría ningún daño, ni le sabría a nada; tan pequeño es.
—Pero cuando uno está en él, parece bastante grande, señor.
—Sin embargo, todas las tristezas de la soledad, iras, odios, envidias y soberbias, concentradas en una sola experiencia y puestas en un platillo de la balanza, contra el más pequeño momento de alegría sentido por el último en el cielo, no tienen ningún peso que pueda medirse. El mal nunca logra ser tan malo como bueno es el bien. Si todas las miserias del infierno entraran en la consciencia de aquel pájaro pequeñito de color amarillo que está posado en aquel arbusto de allí, desaparecerían sin dejar rastro, como si arrojáramos una gota de tinta en el Gran Océano, comparado con el cual el Océano Pacífico de la tierra es sólo una molécula.
—Entiendo —dije por fin—. Ella no cabría en el infierno.
Él asintió con la cabeza.
—No hay espacio para ella —dijo—. El infierno no podría abrir la boca lo suficiente.
—¿Y no podría ella hacerse más pequeña?, como Alicia, ¿comprendéis?
—Ni por aproximación podría hacerse lo bastante pequeña. Un alma condenada es casi nada: está encogida y recluida en sí misma. Dios sacude a los condenados sin parar, como las olas encrespadas sacuden los oídos del sordo, pero ellos no pueden percibirlo. Sus manos están cerradas, sus dientes están apretados, sus ojos están casi cerrados. Al principio no quieren y al final no pueden abrir las manos para recibir regalos, ni la boca para recibir alimento, ni los ojos para ver.
—¿Entonces no hay nadie que pueda comunicarse con ellos alguna vez?
—Sólo el más grande de todos se puede hacer lo suficientemente pequeño como para entrar en el infierno, pues cuanto más elevada es una cosa, tanto más bajo puede descender. Un hombre puede congeniar con un caballo, pero un caballo no puede congeniar con una rata. Sólo Uno ha descendido al infierno.
—¿Y volverá a hacerlo alguna otra vez?
—No hace mucho que lo hizo. El tiempo no funciona de igual modo una vez que habéis dejado la tierra. Todos los momentos que han sido, o serán, o son, son presente en el momento de Su descenso. No hay ni un solo espíritu en prisión al que Él no exhortara.
—¿Y lo oye alguno?
—Sí.
—En sus libros —dije yo— usted aparecía como un universalista. Hablaba como si todos los hombres se salvaran. Y San Pablo también.
—No podéis saber nada del fin de todas las cosas o, por lo menos, nada que se pueda expresar en esos términos. Podría ser, como el Señor dijo a Lady Julián, que todo esté bien, y que todo esté bien y todo género de cosas esté bien. Pero es difícil hablar de esas cuestiones.
—¿Porque son demasiado terribles, señor?
—No, sino porque todas las respuestas engañan. Si hacéis las preguntas dentro del tiempo y preguntáis sobre posibilidades, la respuesta es verdadera. La elección del camino te sale al encuentro, pues ninguno de los dos está cerrado. Todo hombre puede elegir la muerte eterna. Pero si intentáis lanzaros a la eternidad, si intentáis ver la situación final de todas las cosas tal como será (así es como tenéis que hablar) cuando no haya más posibilidades, excepto la Verdadera, entonces preguntáis por algo que no se puede responder a oídos humanos.
El tiempo es la verdadera lente por la que veis —pequeño y claro, como ven los hombres cuando miran por el extremo equivocado del telescopio— algo que de otro modo sería demasiado grande para que pudierais verlo. Ese algo es la Libertad: el don por el que más os parecéis al Creador y por el que sois parte de la realidad eterna. Pero sólo podéis verla a través de la lente del tiempo, en una imagen pequeña y clara, por el extremo contrario del telescopio. Es una imagen de momentos que se siguen unos a otros, y de vos mismo haciendo en cada uno de ellos una elección que podría haber sido de otro modo. Ni la sucesión temporal ni el espectro de lo que podíais haber elegido y no elegisteis es la Libertad. Las dos cosas son lentes. La imagen es un símbolo, aunque más cierta que cualquier teoría filosófica (o, quizás, más que cualquier visión mística) que afirma que la investiga. Cualquier intento de ver el aspecto de la eternidad que no se haga a través de las lentes del Tiempo destruye vuestro conocimiento de la libertad. ¿Atestigua la doctrina de la predestinación, la cual muestra, con bastante verdad, que la realidad eterna no espera un futuro en el que ser real? Si así fuera, lo haría al precio de la libertad, que es la más profunda de las dos verdades. ¿No haría el universalismo lo mismo? Vos no podéis conocer la realidad eterna por una definición. El tiempo mismo, y todos los actos y acontecimientos que llenan el Tiempo, son la definición, y la definición tiene que ser vivida. El Señor dijo que éramos dioses. ¿Cuánto tiempo podríais contemplar, sin las lentes del Tiempo, la grandeza de vuestra alma y la realidad eterna de su elección?