Diré la razón por la que pregunté si había otro río. A lo largo de un prolongado sendero del bosque, la parte baja de las ramas frondosas había comenzado a trepidar de luz danzarina. Yo no conocía en la tierra nada capaz de producir este fenómeno, que parecía una luz reflejada proyectada hacia arriba por la movilidad del agua. Momentos después me di cuenta de mi error. A nosotros se aproximaba una especie de procesión y la luz procedía de las personas que la formaban.
En primer lugar venían Espíritus luminosos —no Fantasmas de hombres— que bailaban y esparcían flores. Eran flores que caían sin hacer ruido y se apilaban delicadamente, aunque, medidas con el patrón del mundo fantasmal, cada uno de sus pétalos podría haber pesado cien veces su peso y su caída podría haber sido semejante al estruendo producido por la caída de una gran roca. Detrás, a derecha e izquierda, a cada uno de los lados de la avenida del bosque, venían figuras juveniles, en un lado muchachos y en el otro muchachas. Si pudiera recordar sus cantos y poner por escrito sus notas, nadie que leyera la partitura se pondría enfermo o envejecería. Entre ellos iban los músicos y, detrás, una dama, en cuyo honor se hacía la procesión.
No podría recordar ahora si iba desnuda o vestida. Si iba desnuda, debió ser la casi visible penumbra de su gentileza y alegría la que produce en mi memoria la ilusión de un gran séquito luminoso que la seguía por la hierba dichosa. Si iba vestida, la ilusión de desnudez se debía, sin duda, a la claridad con la que su espíritu más interior fulguraba a través del vestido. En este país los vestidos no son disfraces. El cuerpo espiritual vive a lo largo de cada una de sus hebras y hace de ellas órganos vivos. Una túnica o una corona son aquí rasgos del que los lleva, como lo son los labios o los ojos.
Pero ya lo he olvidado. Sólo parcialmente recuerdo la irresistible belleza de su rostro.
—¿Es ella…? ¿Es ella? —susurré a mi guía.
—No, en absoluto —dijo él—. Es alguien de quien nunca habéis oído hablar. En la tierra se llamaba Sarah Smith y vivía en Golders Green.
—Parece que es…, digamos, una persona especialmente importante.
—Sí. Es una de las grandes. Vos habéis oído que la fama en este país y la fama en la tierra son dos cosas completamente distintas.
—¿Quién es esa gente gigantesca?… ¡Mire! Parecen esmeraldas… que bailan y echan flores delante de ella.
—¿No habéis leído a Milton? Cien ángeles con librea la sirven.
—¿Quiénes son los muchachos y muchachas que van a ambos lados?
—Son sus hijos e hijas.
—Debe de haber tenido una numerosa familia, señor.
—Cualquier joven, hombre o mujer, que se topara con ella se convertía en hijo suyo, incluso si se trataba del muchacho que llevaba la carne a su casa por la puerta trasera. Toda muchacha que se encontraba con ella se convertía en su hija.
—¿No es muy duro eso para los padres verdaderos?
—No. Hay, en efecto, quien roba los hijos a otras personas. Pero su maternidad era de un tipo diferente. Aquéllos que eran acogidos bajo su maternidad regresaban queriendo mucho más a sus verdaderos padres. Pocos hombres la contemplaban que no se convirtieran, de un modo especial, en amantes suyos. Pero se trataba de ese tipo de amor que no hacía de ellos maridos infieles con sus verdaderas mujeres, sino esposos más fieles.
—¿Y cómo?…, pero ¡mire! ¿Qué son todos esos animales? Un gato, dos gatos, docenas de gatos. Y esos perros… ¡Toma! ¡No los puedo contar! Y también hay pájaros. Y caballos.
—Son sus animales.
—¿Es que mantiene una especie de zoo? Me parece que esto es algo excesivo.
—Cualquier bestia, cualquier pájaro que se acerque a ella tiene un lugar en su amor. A su lado llegan a ser ellos mismos. La abundancia de vida que ella tiene en Cristo, recibida del Padre, rebosa y los inunda.
Miré a mi maestro con asombro.
—Sí —dijo él—. Ocurre igual que cuando arrojamos una piedra a un estanque: que las olas concéntricas se expanden más y más. ¿Quién sabe dónde terminarán? La humanidad redimida es joven todavía, apenas ha alcanzado toda su fortaleza. Pero ya, incluso, hay suficiente gozo en el dedo meñique de un gran santo, como lo es aquella mujer, para despertar todas las cosas del universo que están muertas y llevarlas a la vida.
Mientras hablaba, la dama seguía avanzando hacia nosotros. Pero no era a nosotros a quienes miraba. Siguiendo la dirección de sus ojos, me di la vuelta y vi que se aproximaba un Fantasma con un aspecto singular. O, mejor, dos Fantasmas. Era un Fantasma muy alto, espantosamente delgado y tembloroso, que parecía llevar de una cadena a otro Fantasma, no más grande que el mono de un organillero. El Fantasma alto llevaba puesto un delicado sombrero negro y me recordaba a alguien que mi memoria no podía evocar. Después, cuando se acercó a pocos centímetros de la dama, extendió su flaca y temblorosa mano, tendida sobre el pecho con los dedos separados, y exclamó con voz ahuecada: «¡Por fin!». En ese momento supe a quién me recordaba. Se parecía a un actor raído de la vieja escuela.
—¡Querido! ¡Por fin! —dijo la dama.
«¡Dios mío!, pensé. Seguro que no puede…». Luego noté dos cosas. En primer lugar, observé que no era el Fantasma grande el que llevaba al pequeño, sino, al contrario: la figura diminuta llevaba la cadena en sus manos, mientras que la figura teatral tenía puesto un collar. En segundo lugar, me di cuenta de que la dama miraba sólo al Fantasma enano. Parecía pensar que era él quien se había dirigido a ella, o bien estaba ignorando deliberadamente al otro. Ella fijó los ojos en el pobre enano. El amor resplandecía no sólo en su cara, sino en todos sus miembros, como si fuera un líquido que la bañara en ese momento. Después, para mi asombro, se acercó más. Se detuvo, bajó la cabeza y besó al enano. Verla tan cerca, en contacto con ese ser deslucido, viejo y encogido, produjo un estremecimiento. Pero ella no tembló.
—Frank —dijo la dama—, antes de nada quiero que me perdones. Te pido que me perdones todos mis errores y todo lo que no haya hecho bien desde el primer día que nos encontramos.
En este momento miré por primera vez al enano adecuadamente. O acaso fuera que al recibir el beso, se hizo algo más visible. Ahora podía distinguir el tipo de cara que habría tenido cuando era hombre: una cara pequeña, ovalada y pecosa, con una barba tenue y un diminuto mechón de pelo que parecía un bigote desafortunado. Echó una ojeada a la dama, aunque no la miró directamente, pues estaba observando al trágico con el rabillo del ojo. Luego dio un tirón de la cadena y fue el trágico, no él, el que respondió a la dama.
—Bueno, vale —dijo el trágico—. No hablaremos más de ello. Todos nos equivocamos —al pronunciar esas palabras se dibujó sobre sus facciones una mueca horrible que, en mi opinión, estaba destinada a producir una sonrisa festiva e indulgente.
—No hablaremos más —seguía diciendo—. No estoy pensando en mí, sino en ti. Eres tú la que has estado continuamente en mis pensamientos todos estos años. Todos estos años pensando en ti, en que estás aquí sola, destrozada por mi culpa.
—Ahora —dijo la dama al enano— puedes dejar de lado todo eso. Nunca más volveremos a pensar de ese modo. Todo ha pasado.
Su belleza iluminaba tanto que apenas podía ver lo demás. El enano, conmovido por la encantadora invitación, la miró ahora realmente por vez primera. Durante un segundo pensé que estaba creciendo hasta adquirir el tamaño de un hombre normal. Abrió la boca; esta vez era él el que iba a hablar. Pero ¡oh, qué decepción cuando empezó a pronunciar las palabras!
—¿Me has echado de menos? —gruñó con un voz débil parecida a un lamento.
Pero ni siquiera ahora estaba desconcertada la dama. El amor y la cortesía seguían brotando de ella.
—Querido, lo comprenderás muy pronto —dijo—. Pero hoy…
Lo que ocurrió a continuación me produjo un sobresalto. El enano y el trágico hablaron al unísono, pero no a ella, sino el uno al otro. «Habrás visto, le advertía cada uno de ellos al otro, que no ha respondido nuestra pregunta». Me di cuenta de que eran una sola persona, o mejor, los restos de lo que una vez había sido una sola persona. El enano volvió a agitar la cadena.
—¿Me has echado de menos? —preguntó el trágico a la dama con un temblor espantosamente teatral en la voz.
—Querido amigo —dijo la dama, que seguía prestando atención exclusivamente al enano—, puedes sentirte tranquilo sobre eso y sobre todo lo demás. Olvídalo todo para siempre.
Durante un momento pensé, realmente, que el enano iba a obedecerla, en parte porque el perfil de su cara se volvió algo más diáfano y, en parte, porque la invitación al gozo completo, que todo su ser pregonaba a voz en cuello como el trino de un pájaro una mañana de abril, me parecía dotada de una fuerza a la que ninguna criatura podría resistir. El enano vaciló. Después él y su cómplice volvieron a hablar al unísono.
—Sería más admirable y magnánimo, por supuesto, no insistir, —se dijeron el uno al otro—. Pero, ¿podemos estar seguros de que ella se daría cuenta? Ya hemos hecho cosas así antes. En una ocasión le dejamos el último sello que había en casa para que escribiera a su madre, y no dijo nada, aunque sabía que nosotros también queríamos escribir una carta. Pensamos que no lo olvidaría y que agradecería lo desinteresados que fuimos; pero no fue así. Y otra vez… ¡oh!, ¡han sido tantas, tantas veces!
El enano dio un tirón de la cadena.
—No puedo olvidarlo —gritó el trágico—. Y tampoco quiero. Podría perdonarles todo lo que me han hecho. Pero su sufrimiento…
—¡Oh! ¿No comprendes? —dijo la dama—. Aquí no hay sufrimiento.
—¿Quieres decir? —respondió el enano, como si la nueva idea le hubiera hecho olvidar por un momento al trágico—, ¿quieres decir que has sido feliz?
—¿No querías que lo fuera? Pero no importa. Quiérelo ahora. O no pienses más en ello.
El enano le hizo un guiño. No era difícil ver que una inaudita idea trataba de apoderarse de su pequeña mente. También era fácil ver que la idea estaba para él llena de dulzura. Durante un segundo casi soltó la cadena. Luego, como si fuera un cabo salvavidas, volvió a agarrarla de nuevo.
—Mira —dijo el trágico—, tenemos que afrontar la situación.
Esta vez empleó su excelente tono «varonil»: el tono para hacer que las mujeres vieran las cosas mejor.
—Querido —le contestó la dama al enano—, no hay nada que afrontar. No te gusta que haya sufrido a causa de las penas de la vida. Piensas que sólo debería haber sufrido por tu amor. Pero si esperas, verás que no es así.
—¡Amor! —dijo el trágico, golpeándose la frente con la mano. Luego, con voz más grave—: ¡Amor!, ¿conoces el significado de esta palabra?
—¿Cómo podría ignorarlo? —contestó la dama—. Yo estoy enamorada. Enamorada, ¿comprendes? Sí, ahora amo de verdad.
—¿Quieres decir? —dijo el trágico—, ¿quieres decir que no me amabas de verdad en los viejos tiempos?
—Sólo con una forma pobre de amor —respondió la dama—. Te he pedido que me perdones. Mi amor encerraba un verdadero amor; pero lo que abajo llamábamos amor era sólo un anhelo de ser amado. Yo te amaba a ti por amor hacia mí misma: porque te necesitaba.
—¿Y ahora? —dijo el trágico con un gesto gastado de desesperación—, ¿Ahora ya no me necesitas?
—Por supuesto que no —dijo la dama y me asombré de que su sonrisa no hiciera gritar de gozo a los dos fantasmas—, ¿Qué podría necesitar —añadió— ahora que lo tengo todo? Ahora estoy realmente enamorada. Estoy llena, no vacía. Amo al Verdadero Amor, no estoy sola. Ahora soy fuerte, no débil. Tú también lo serás. Ven y mira. Ahora no tendremos ninguna necesidad el uno del otro. Ahora podemos empezar a amar de verdad.
Pero el trágico seguía adoptando una actitud afectada.
—Ya no me necesita, no me necesita. Ya no me necesita —decía con voz ahogada, sin dirigirse a nadie en particular—. Ojalá me hubiera permitido Dios —continuó, pronunciando ahora la palabra ‘Dios’ de un modo extraño—, ojalá me hubiera permitido Dios verla caer muerta a mis pies antes que haber oído esas palabras. Caer muerta a mis pies. ¡Caer muerta a mis pies!
No sé cuánto tiempo pensaba la criatura seguir repitiendo la frase, pues fue la dama la que le puso fin.
—¡Frank!, ¡Frank! —gritó con una voz que resonaba en todo el bosque—. Mírame, mírame. ¿Qué vas a hacer con ese muñeco grande y horrible? Suelta la cadena. Despáchalo. Es a ti a quien quiero. No ves que carece de sentido hablar de ello.
La alegría le bailaba en los ojos. Estaba bromeando con el enano, pero de una manera que el gigante no podía entender. Un esbozo de sonrisa hacía esfuerzos por asomar al rostro del enano, que ahora la miraba. La sonrisa le había hecho más vulnerable. El enano se esforzaba para que no asomara en su rostro, aunque con escaso éxito. Sin quererlo, estaba creciendo un poco más.
—¡Eh, tú, bobalicón! —dijo ella—. ¿Qué bien nos reporta seguir hablando aquí de ese modo? Tú sabes, tan bien como yo, que hace ya años y años que me viste yacer muerta. No «a tus pies», por supuesto, sino en la cama de una clínica. Sin duda era una clínica magnífica. ¡Las enfermeras no hubieran pensado nunca en dejar los cuerpos tendidos en el suelo! Es ridículo que ese muñeco quiera mostrarse solemne sobre la muerte precisamente aquí. No resultará.