Capítulo 8

—¿Dónde vais? —dijo una voz con marcado acento escocés.

Me detuve para mirar. El ruido de los unicornios había desaparecido hacía tiempo, y la huida me había llevado a campo abierto. Veía ahora las montañas, en las que había una inmutable salida del sol, y más cerca, en primer plano, dos o tres pinos sobre un otero con grandes rocas suaves, y brezo. En una de las rocas estaba sentado un hombre muy alto, casi un gigante, con barba abundante. Yo aún no había mirado a la cara a nadie de la Gente Sólida. Ahora, al hacerlo, descubrí que se los ve con una especie de doble visión. Era un dios radiante, sentado en su trono, cuyo espíritu sin edad pesaba sobre mí como una carga de oro macizo. Y sin embargo, a la vez, era un hombre viejo curtido por la intemperie. Bien podría haber sido un pastor: uno de esos hombres a los que los turistas consideran simple porque es honesto, y los vecinos creen que es «profundo» por la misma razón. Sus ojos tenían esa mirada capaz de ver a larga distancia, propia de quienes han vivido mucho tiempo en lugares abiertos y solitarios. De algún modo imaginé el cerco de arrugas que debía de haberlos rodeado antes de que la reencarnación los hubiera bañado de inmortalidad.

—No… no estoy muy seguro —dije.

—Entonces podéis sentaros y hablarme —contestó, haciéndome sitio en la roca.

—No le conozco, señor —dije, sentándome a su lado.

—Me llamo George, George MacDonald[3].

—¡Oh! —exclamé—. ¿Entonces usted puede contarme lo que sabe? Usted al menos no me engañará.

Después, como supuse que estas expresiones de confianza requerían alguna explicación, intenté, temblando, explicarle todo lo que sus escritos habían hecho por mí. Traté de decirle cómo una gélida mañana, en la Estación de Leatherhead, la primera vez que compré un ejemplar de Phantastes[4] (yo tendría unos dieciséis años), me ocurrió algo parecido a lo que le debió de ocurrir a Dante al ver por primera vez a Beatriz: Aquí comienza la nueva vida. Empecé a reconocer cuánto tiempo se había detenido esta vida en la región de la mera imaginación, qué lentamente y de qué mala gana llegué a reconocer que el cristianismo tenía con la vida más que una conexión accidental, con qué obstinación me había negado a ver que el verdadero nombre de la cualidad con la que primero me encontré en sus libros fue la santidad. Él me puso la mano encima del hombro y me detuvo.

—Hijo —dijo—, vuestro amor —todo amor— tiene para mí un valor indecible. Pero os podéis ahorrar un tiempo precioso (de repente adquirió un aire típicamente escocés) si os informo de que ya conozco bien esos pormenores biográficos. De hecho, he observado que vuestra memoria os engaña en un par de detalles.

—¡Oh! —exclamé, y me quedé en silencio.

—Habéis comenzado —dijo mi maestro— a hablar de algo más provechoso.

—Señor —dije—, casi lo había olvidado y ahora ya no espero la respuesta con inquietud, aunque todavía tengo curiosidad. Se trata de los Fantasmas. ¿Se queda alguno? ¿Pueden quedarse? ¿Se les ofrece una verdadera elección? ¿Cómo les va aquí?

—¿No habéis oído hablar nunca del Refrigerium? Un hombre con sus cualidades tendría que haber leído algo sobre ello en Prudentius[5], y no digamos en Jeremy Taylor[6].

—El nombre me resulta familiar, señor, pero temo haber olvidado lo que significa.

—Significa que los condenados tienen vacaciones, excursiones, ¿comprendéis?

—¿Excursiones a este país?

—Para aquellos que quieren hacerlas. La verdad es que la mayoría, necias criaturas, las rechazan; prefieren viajar de regreso a la tierra. Van allí y le hacen malas jugadas a esas pobres mujeres necias que vosotros llamáis mediums. Van a la tierra y tratan de hacer valer la propiedad de alguna casa que una vez les perteneció, y experimentáis entonces lo que se llama una aparición. Otras veces se dedican a espiar a sus hijos. Los espíritus literarios rondan por las bibliotecas públicas para ver si todavía alguien lee sus libros.

—¿Pero podrían quedarse aquí si vinieran?

—Sí. Ya habréis oído que el emperador Trajano vino y se quedó.

—Pero no entiendo. ¿El juicio no es final? ¿Hay, realmente, una salida del infierno hacia el cielo?

—Depende de cómo uséis las palabras. Si lo dejan atrás, ese pueblo gris no habrá sido el infierno. Para todo el que lo deja, el pueblo gris es el purgatorio. Y tal vez os valdría más no llamar cielo a este país. Podéis llamarlo Valle de la Sombra de la Vida. Sin embargo, para los que se queden aquí habrá sido el cielo desde el principio. Y a las calles tristes de ese pueblo, podéis llamarlas Valle de la Sombra de la Muerte. Pero para aquellos que se queden allí habrá sido el infierno desde el comienzo.

Supongo que se daría cuenta de que yo parecía perplejo, pues al poco rato comenzó a hablar de nuevo.

—Hijo, en vuestro estado actual no podéis entender la eternidad. Cuando Anodos se asomó a la puerta de lo intemporal volvió sin ninguna noticia. Pero vos podéis obtener alguna imagen de lo infinito si decís que el bien y el mal, cuando se han desarrollado hasta el extremo, se vuelven retrospectivos. No sólo este valle, sino también todo su pasado terrenal, habrá sido cielo para los que se salvan. No sólo el crepúsculo de este pueblo, sino también su vida entera sobre la tierra, les parecerá a los condenados el infierno. Eso es lo que los mortales no entienden. Ellos hablan de sufrimiento temporal; dicen que «ninguna bienaventuranza futura les compensa de ese dolor», ni siquiera saber que el cielo, una vez que se ha alcanzado, obra hacia atrás convirtiendo en gloria hasta la agonía. De algunos deseos pecaminosos dicen: «déjame que disfrute de esto y aceptaré las consecuencias», sin imaginar siquiera hasta qué punto la condenación se propagará más y más a su pasado y contaminará el placer del pecado. Ambos procesos comienzan incluso antes de la muerte. El pasado del hombre bueno comienza a cambiar, de manera que los pecados perdonados y los pesares recordados se tiñen de la tonalidad del cielo. El pasado del hombre malo se contamina también con su maldad y se llena de tristeza. Ésa es la razón por la que, al final de todo, cuando aquí salga el sol y el crepúsculo se convierta en oscuridad allá abajo, el bienaventurado dirá: «Nunca hemos vivido en otro sitio distinto del cielo», y el condenado dirá: «Hemos vivido siempre en el infierno». Y los dos dirán la verdad.

—¿No es eso muy duro, señor?

—Quiero decir que ese es el verdadero sentido de lo que dirán. En el lenguaje de los condenados, las palabras serán diferentes, sin duda. Uno dirá que sirvió siempre, acertada o equivocadamente, a su país. Otro que lo sacrificó todo por el arte. Unos que nunca fueron comprendidos, otros que, gracias a Dios, se habían ocupado siempre de cuidar al Número Uno. Y casi todos dirán que al menos han sido fieles a sí mismos.

—¿Y los salvados?

—Ah, los salvados…, lo que le ocurre al que se salva queda mejor descrito como lo opuesto de un espejismo. Lo que le parecía, al entrar en él, un valle de lágrimas, cuando mira hacia atrás, resulta que fue un manantial. Y donde la experiencia del momento veía sólo desiertos salobres, la memoria le recordará que eran vergeles.

—¿Tienen razón, entonces, los que dicen que el cielo y el infierno son sólo estados de la mente?

—¡Callad! —dijo severamente—. No blasfeméis. El infierno es un estado de la mente; no habéis dicho nunca una palabra más cierta. Y todo estado de la mente dejado a sí mismo, toda clausura de la criatura dentro de su propia mente es, a la larga, infierno. Pero el cielo no es un estado de la mente. El cielo es la realidad misma. Todo lo que es completamente real es celestial. Todo lo que se puede descomponer se descompondrá. Sólo permanecerá lo incorruptible.

—¿Pero hay elección real después de la muerte? Mis amigos católico-romanos se sorprenderían, pues para ellos, las almas del purgatorio son almas que se han salvado. Y a mis amigos protestantes no les gustaría menos, pues ellos dirían que el árbol está tendido cuando cae.

—Tal vez tengan razón los dos. No debéis irritaros con esos problemas. No podéis entender completamente las relaciones de la elección y del tiempo hasta que no estéis más allá de ambos. Y no os han traído aquí para estudiar esas curiosidades. Lo que os interesa es la naturaleza de la elección misma, y podéis mirar cómo la hacen.

—Bien, señor —dije—, eso también requiere una explicación. ¿Qué eligen las almas que regresan? Y yo no he visto todavía otras. ¿Y cómo pueden elegirlo?

—Milton[7] tenía razón —dijo mi maestro—. La elección de las almas perdidas se puede expresar con estas palabras: «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo». Hay algo que insisten en mantener incluso al precio del sufrimiento. Hay algo que prefieren a la alegría, es decir, a la realidad. Vos podéis ver algo parecido en el niño mimado, que prefiere no jugar ni cenar a decir que se arrepiente y a reconciliarse con sus amigos. Vos llamáis a eso mal genio. Pero en la vida adulta tiene cien nombres primorosos: cólera de Aquiles, y magnificencia de Coriolanus, venganza y dignidad herida, amor propio y grandeza trágica, y digno orgullo.

—¿Entonces no hay un solo condenado, señor, por sus vicios indecorosos? ¿Por pura sensualidad?

—Hay algunos, sin duda. El sensual, os confesaré, comienza persiguiendo un placer real, aunque pequeño. Su pecado es el menor. Pero llega un momento en que, aunque el placer sea cada vez más pequeño y el ansia cada vez más intensa, y aunque sepa que por ese camino no puede alcanzar alegría, prefiere disfrutar el simple halago del placer insaciable y no quiere verse privado de él. Lucharía hasta la muerte por conservarlo. Mucho le gustaría poder rascarse; pero incluso cuando ya no se puede rascar, preferiría que le picara a que no le picara.

Guardó silencio unos minutos y luego habló de nuevo:

—Vos entenderéis que esa elección tiene formas muy variadas. No hace mucho tiempo vino aquí una criatura y regresó. Señor Archibald lo llamaban. En su vida terrena no había tenido interés por nada salvo por la supervivencia. Escribió una estantería entera de libros sobre el tema. Comenzó siendo filósofo, pero al final se dedicó a la investigación física. Su única ocupación llegó a ser la experimentación, dar conferencias y dirigir una revista. Y, además, viajar: desentrañar historias raras entre los lamas tibetanos e iniciarse como miembro en hermandades del Africa Central. Lo único que quería eran pruebas y más pruebas y más pruebas todavía. Le volvía loco ver que alguien se tomara interés por alguna otra cosa. Cayó en desgracia durante una de vuestras guerras por recorrer de arriba abajo el país diciendo a los contendientes que no lucharan, pues eso suponía gastar sumas de dinero que deberían dedicarse a la investigación. La pobre criatura murió a tiempo y vino aquí. No había poder en el universo que le hubiera impedido quedarse e ir a las montañas. ¿Pero creéis que le hizo algún bien? Este país era inútil para él. Todos los que vivían en él habían «sobrevivido» ya. Nadie se tomó el menor interés por el problema, pues ya no había nada que demostrar. Su ocupación había desaparecido completamente. Con que hubiera admitido que había elegido mal los medios para el fin que perseguía y se hubiera reído de sí mismo, habría comenzado todo de nuevo como si fuera un niño y hubiera participado del gozo. Pero él no estaba dispuesto a hacer algo así. No le preocupaba en absoluto la alegría. Al final se fue.

—¡Es fantástico! —dije.

—¿Lo creéis así? —dijo el Maestro con mirada penetrante—. Pues está más cerca de gente como vos de lo que podáis creer. Ha habido hombres antes de ahora que se tomaron tanto interés en demostrar la existencia de Dios que llegaron a desinteresarse completamente de Dios… ¡Como si el Señor bueno no tuviera otra cosa que hacer que existir! Ha habido hombres tan ocupados en difundir el cristianismo que nunca han pensado en Cristo. ¡Por Dios!

Y lo mismo ocurre en asuntos más pequeños. ¿No habéis conocido nunca a un amante de libros que, por su afición a las primeras ediciones y los ejemplares firmados, haya perdido interés en leerlos? ¿Ni a un organizador de actos benéficos que haya perdido todo amor por los pobres? Ésa es la más sutil de las trampas.

Movido por el deseo de cambiar de tema, pregunté por qué la Gente Sólida, que estaba inflamada de amor, no bajaba al infierno a rescatar a los Fantasmas. ¿Por qué se contentaban con reunirse con ellos en la llanura? Uno habría esperado de ellos una caridad más agresiva.

—Lo entenderéis mejor quizás antes de iros —dijo—. Entretanto tengo que deciros que, por amor a los Fantasmas, han llegado más lejos de lo que jamás podáis comprender. Cada uno de nosotros vive solamente para viajar a las montañas y adentrarse más y más en ellas. Todos nosotros hemos interrumpido el viaje y desandado distancias inconmensurables para bajar hoy aquí, por si existía la oportunidad de salvar a algún Fantasma. Hacerlo supone, por supuesto, una gran alegría; pero no podéis culparnos si no lo conseguimos. Y en cuanto a ir más allá, aunque fuera posible, sería inútil. A los cuerdos no les haría bien volverse locos para ayudar a los dementes.

—¿Y qué pasa con los pobres Fantasmas que no han conseguido subir al autobús?

—Todo el que lo desea sube al autobús. No hay cuidado. En última instancia no hay más que dos clases de personas, las que dicen a Dios «hágase Tu voluntad» y aquellas a las que Dios dice, a la postre, «hágase tu voluntad». Todos estos están en el infierno, lo eligen. Sin esta elección individual no podría haber infierno. Ningún alma que desee en serio y lealmente la alegría se verá privada de encontrarla. Los que buscan, encuentran. A los que llamen a la puerta, se les abrirá.

En este momento fuimos repentinamente interrumpidos por la tenue voz de un Fantasma que hablaba a gran velocidad. Al mirar hacia atrás vimos a la criatura. Le dirigía la palabra a una de las Personas Sólidas y lo hacía tan solícitamente que nos llamó la atención. Una y otra vez intentaba el Espíritu Sólido, sin éxito, decir una palabra. Esto era, poco más o menos, lo que estaba diciendo el Fantasma:

—¡Oh, querido amigo, lo he pasado terriblemente mal! Ni siquiera sé cómo he llegado aquí. Venía con Elinor Stone, lo habíamos arreglado todo y teníamos que encontrarnos en la esquina de la calle Sink. Lo planeé todo con sencillez, pues sabía cómo era, y le dije una y mil veces que no me reuniría con ella delante de la casa de Marjoribank, esa horrible mujer, no después de como me había tratado… esa fue una de las cosas más terribles que me pasaron. Me moría por decírselo a usted, porque estaba segura de que me diría que había obrado correctamente; no, espere un momento, amigo hasta que se lo cuente. Traté de vivir con ella al principio, cuando vinimos. Todo estaba decidido: ella haría la cocina y yo me ocuparía de la casa. Pensé que iba a estar más confortable después de todo lo que había pasado, pero ella resultó ser tan distinta: completamente egoísta y sin una pizca de simpatía por nadie que no fuera ella misma. Y porque una vez le dije: «Creo que tengo derecho a algo de consideración, pues tú al menos has vivido tu tiempo hasta el fin, en tanto que yo no debería haber estado aquí hasta dentro de muchos años» —¡oh!, pero, claro, estoy olvidando que usted lo sabe—. Me asesinó, sencillamente me asesinó. Aquel hombre no debería haber actuado nunca, yo debería estar viva; pero ellos simplemente me mataron de hambre en esa espantosa clínica, y nadie se acercó jamás a mí y…

El agudo y monótono gimoteo se fue apagando mientras el Fantasma, acompañado por el espíritu luminoso, que, paciente, aún seguía a su lado, se iba alejando del alcance del oído.

—¿Qué os aflige, hijo? —preguntó mi maestro.

—Estoy preocupado, señor —dije—, porque esta infeliz criatura no me parece a mí que sea el tipo de alma que deba ni siquiera correr peligro de condenación. No es mala, es sólo una vieja mujer necia y charlatana que ha adquirido el hábito de murmurar, y uno percibe que algo de amabilidad, descanso y algún cambio podría arreglarlo todo.

—Eso es lo que fue una vez, y eso es lo que tal vez siga siendo todavía. Si es así, puede, efectivamente, ser curada. La verdadera cuestión es si ahora es una murmuradora.

—Yo hubiera pensado que sobre eso no había duda.

—Sí, pero vos me malinterpretáis. La cuestión es si es una murmuradora o sólo una murmuración. Si sigue habiendo una mujer verdadera —o el menor vestigio de una mujer verdadera— dentro de su gruñir, se puede conseguir que viva de nuevo. Si hay todavía una pequeña chispa bajo las cenizas, las soplaremos hasta que el montón de leña se encienda y arda con seguridad. Pero si no hay más que cenizas, no seguiremos soplándolas ante nuestros ojos. Si es así, deben ser barridas.

—¿Pero cómo puede haber murmuración sin un murmurador?

—Toda la dificultad de entender el infierno reside en que la realidad que hay que entender es casi nada. Pero vos habréis tenido experiencias… La cosa comienza con un talante refunfuñón, aunque en ese momento todavía os consideráis distintos de vuestro humor, tal vez su crítico. Pero a vos mismo, en una hora baja, tal vez os agrade ese talante y lo abracéis. Podéis arrepentiros y abandonarlo de nuevo; pero puede llegar un día en que ya no podáis desprenderos de él. Entonces ya no quedará ningún para criticar el humor, ni siquiera para gozar de él, sino sólo el refunfuño refunfuñando para siempre como una máquina. Pero ¡venid! Estáis aquí para ver y oír. Apoyaos en mi brazo e iremos a dar un corto paseo.

Yo obedecí. Apoyarme en el brazo de alguien mayor que yo era una experiencia que me devolvía a la infancia. Con ese apoyo encontré tolerable la marcha, tanto que me hice la ilusión de que mis pies eran ya más sólidos. La ilusión duró hasta que una mirada a mi pobre y transparente figura me convenció de que mi alivio se debía al fuerte brazo del maestro. Tal vez se debiera también a su presencia el hecho de que mis otros sentidos parecieran también vivificados. Sentía aromas que hasta ahora me habían pasado inadvertidos y el paisaje me mostraba nuevas bellezas. Había agua por todas partes, y flores menudas que oscilaban al ser acariciadas por la brisa. A lo lejos, en el bosque, vimos el paso fugaz de un ciervo y, más cerca, se nos aproximó ronroneando una pantera hasta ponerse junto a mi compañero. Vimos también muchos Fantasmas.

Creo que el más enternecedor era un Fantasma femenino. Su congoja era completamente opuesta a la que afligía a la otra mujer, la dama asustada por los unicornios. Ésta parecía más ignorante de su aspecto fantasmal. Más de uno de la Gente Sólida trató de hablarle. Al principio yo estaba totalmente perplejo, sin poder entender su conducta hacia ellos; parecía contorsionar todo lo que tenía su rostro invisible y contonear su cuerpo de humo de un modo que no tenía ningún sentido. Al final llegué a la conclusión —increíble según parece— de que se creía capaz de ejercer atracción sobre ellos y lo estaba intentando. Era un ser que se había vuelto incapaz de entablar una conversación si no era como medio para ese fin. Si un cadáver en descomposición se hubiera levantado del ataúd y se hubiera pintado las encías con lápiz de labios intentado un coqueteo, el resultado no hubiera sido más sorprendente. Al final la mujer pronunció en voz baja las palabras «criaturas estúpidas» y se volvió al autobús.

Esto me recordó la necesidad de preguntarle a mi maestro qué pensaba él del lance de los unicornios.

—Podría haber tenido éxito —dijo—. Vos habréis adivinado que se trataba de asustarla. No es que el miedo pudiera hacer que ella fuera menos Fantasma, pero si hubiera conseguido apartar un momento la atención de sí misma, podría haber tenido, en ese instante, alguna oportunidad. He visto gente que ha sido salvada así.

Nos encontramos con varios Fantasmas que se habían acercado extraordinariamente al cielo con la única finalidad de hablar del infierno a los seres celestiales. Esta clase de Fantasma es, verdaderamente, una de las más comunes. Otros, que tal vez habían sido, como yo, profesores de alguna clase, querían dar conferencias sobre el infierno. Traían gruesos libros de notas llenos de estadísticas y mapas, y uno de ellos portaba una linterna mágica. Algunos querían contar anécdotas de pecadores célebres de todas las épocas con los que se habían encontrado abajo; pero la mayoría de ellos parecía pensar que el mero hecho de haber urdido por sí mismos tanta desgracia les daba cierta superioridad. «¡Has llevado una vida segura!», voceaban. «No conoces el revés de la medalla. Nosotros te lo enseñaremos». «Te mostraremos algunos hechos duros», decían, como si el único propósito que los había traído aquí hubiera sido teñir el cielo de imágenes y colores infernales. Con todo, hasta donde podía juzgar por mi propia experiencia del mundo inferior, eran totalmente indignos de confianza. Carecían, todos por igual, de curiosidad sobre el país al que habían llegado, y rechazaban cualquier intento que alguien hiciera de enseñarles. Cuando se dieron cuenta de que nadie los escuchaba, regresaron, uno tras otro, al autobús.

El curioso deseo de describir el infierno resultó ser, sin embargo, la forma más suave de una apetencia muy común entre los Fantasmas: el deseo de extender el infierno, de introducirlo enteramente, si pudieran, en el cielo. Había Fantasmas grandes como castillos que, con voz tenue como de murciélagos, animaban a los espíritus bienaventurados a librarse de sus grilletes, a huir de su encierro en la felicidad, a derribar montañas con las manos, a apoderarse del cielo «para sí mismos»: el infierno les ofrecía su colaboración.

Había también Fantasmas planificadores, que les suplicaban que represaran el río, cortaran los árboles, mataran a los animales, construyeran un ferrocarril en la montaña, cubrieran con asfalto la hierba horrible, el musgo y el brezo. Y había Fantasmas materialistas que informaban a los inmortales de que habían sido engañados: no había vida después de la muerte y este país entero era una alucinación.

Había Fantasmas sencillos y simples, meros espectros, absolutamente conscientes de su deterioro, que habían aceptado el rol tradicional del espectro y parecían mantener la esperanza de poder asustar a alguien. Yo no había tenido la menor sospecha de que fuera posible este deseo. Pero mi maestro me recordó que el placer de asustar no es, en modo alguno, desconocido en la tierra, y me trajo a la memoria la sentencia de Tácito: «Aterrorizan para no tener miedo». Cuando los desechos de un alma humana arruinada se descubran a sí mismos desmigajados en lo fantasmal y se digan: «Yo soy aquél al que toda la humanidad temía, esta fría sombra de cementerio, esta cosa horrible que no puede ser y, sin embargo, es de algún modo», cuando ocurra todo eso, aterrorizar a los demás les parecerá una huida de su destino: ser un Fantasma y, no obstante, seguir temiendo a los Fantasmas, temiendo incluso al Fantasma que ellos mismos son. Y tener miedo de sí mismo es lo más horrible de todo.

Pero, aparte de todo esto, vi otros Fantasmas grotescos en los que apenas quedaban rastros de su forma humana. Eran monstruos que habían afrontado el viaje hasta el autobús —situado tal vez a miles de kilómetros— y se habían acercado al país de la Sombra de la Vida para adentrarse en él, renqueando por la hierba torturadora, con el único propósito de escupir y decir disparates en un éxtasis de odio; de expresar su envidia y, lo que resulta más difícil de entender, su desprecio de la alegría. El precio del viaje les parecía muy pequeño si una vez, sólo una, ante la visión del eterno amanecer, podían decirles a los presumidos, petimetres, a los embaucadores mojigatos, a los presuntuosos y «ricos» lo que pensaban de ellos.

—¿Cómo han podido siquiera venir aquí? —pregunté a mi maestro.

—He visto convertirse a gente así —contestó—, mientras que aquellos a los que vos podríais considerar no condenados del todo han regresado. Los que odian la bondad están, a veces, más cerca que los que no saben nada de ella y creen que ya la tienen. ¡Ahora, callad! —dijo mi maestro de repente.

Nos hallábamos junto a unos matorrales, más allá de los cuales vi a uno de la Gente Sólida y a un Fantasma que, al parecer, se habían encontrado en ese momento. Los rasgos del Fantasma parecían vagamente familiares, pero pronto me di cuenta de que lo que había visto en la tierra no era el hombre mismo, sino fotografías suyas en los periódicos. Había sido un famoso artista.

—¡Dios! —exclamó el Fantasma, echando un vistazo al paisaje.

—¿Dios qué? —dijo el Espíritu.

—¿Qué quiere decir «Dios qué»? —preguntó el Fantasma.

—En nuestra gramática Dios es un nombre.

—¡Oh, comprendo! Yo quería decir solamente «Válgame Dios» o algo parecido. Quería decir… bueno, todo eso. Es… es… ¡Me gustaría pintar todo esto!

—Si yo fuera usted no me preocuparía por eso ahora.

—Mire aquí. ¿No se nos va a permitir que sigamos pintando?

—Lo primero es mirar.

—Yo ya he mirado. He visto, justamente, lo que quiero hacer. ¡Dios! ¡Ojalá se me hubiera ocurrido traer mis cosas conmigo!

El Espíritu movió la cabeza, desparramando luz de su cabello al hacerlo.

—Ese tipo de cosas no tienen sentido aquí —dijo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el Fantasma.

—Cuando usted pintaba en la tierra —al menos en los primeros tiempos—, podía hacerlo porque apresaba vislumbres del cielo en el paisaje terrestre. El éxito de su pintura consistía en que permitía a otros ver también esos destellos. Pero aquí tiene usted la realidad misma; de aquí es de donde venía el mensaje. No supone ningún bien hablarnos de este país, pues ya lo vemos. De hecho lo vemos mejor que usted.

—¿Entonces aquí ya no tiene ninguna gracia pintar?

—Yo no digo eso. Cuando usted crezca y se convierta en persona (está bien, todos tenemos que hacernos personas), habrá cosas que verá mejor que los demás, y querrá hablarnos de ellas. Pero todavía no. Su tarea en este momento es sólo ver. Venga y vea. Él es infinito. Venga y aliméntese.

Se produjo una pequeña pausa.

—Será delicioso —dijo después el Fantasma con un tono ligeramente apagado.

—Entonces, venga —dijo el Espíritu ofreciéndole el brazo.

—¿Cuándo cree que podría empezar a pintar? —preguntó el Fantasma.

El Espíritu se echó a reír.

—¿Pero no ve que no volverá a pintar nunca más si es eso en lo único que está pensando? —le dijo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el Fantasma.

—Quiero decir que si sólo está interesado en el paisaje porque quiere pintarlo, no aprenderá a verlo nunca.

—Sin embargo, así es como un verdadero artista se interesa por el paisaje.

—No. Está olvidando algo —dijo el Espíritu—. No fue así como usted comenzó. La luz fue su primer amor: usted amaba la pintura como medio para expresar la luz.

—¡Oh, pero eso fue hace mucho tiempo! —replicó el Fantasma—. Eso se va perdiendo poco a poco. Usted no ha visto, naturalmente, mis últimas obras. Uno tiene cada vez más y más interés en pintar por el simple hecho de pintar.

—Así ocurre, efectivamente. También yo tengo que recuperarme de esas cosas. Todo era engaño: la tinta, las cuerdas de tripa y la pintura eran necesarias ahí abajo; pero también son peligrosos estimulantes. Los poetas, los músicos, los artistas, salvo excepciones, pasan de amar las cosas de las que hablan a amar el decir mismo, hasta que, abajo, en el infierno profundo, se vuelven incapaces de interesarse por Dios en sí mismo. Su único interés pasa a ser lo que dicen sobre Él. La cosa no se detiene en el interés por la pintura, ¿comprende?, todos se degradan cada vez más, se interesan sólo por su personalidad, por su reputación y nada más.

—Yo no creo estar perturbado de ese modo —dijo el Fantasma ceremoniosamente.

—Excelente —respondió el Espíritu—. Muchos de nosotros no habíamos superado la situación cuando llegamos por primera vez. Pero si queda la inflamación, se curará cuando llegue a la fuente.

—¿Qué fuente es ésa?

—Está arriba, en la montaña —dijo el Espíritu—. Es fresca y clara, y se halla situada entre dos colinas. Se parece algo al Leteo[8]. Cuando beba de su agua, olvidará para siempre los derechos de propiedad sobre sus obras. Entonces disfrutará de ellas como si fueran de otra persona: sin orgullo y sin modestia.

—Será magnífico —dijo el Fantasma sin entusiasmo.

—Pues venga —dijo el Espíritu, arrastrando unos pasos a la sombra renqueante hacia delante, hacia el este.

—Siempre habrá, como es lógico —prosiguió el Fantasma como si hablara consigo mismo—, gente interesante con la que reunirse…

—Todos serán interesantes.

—¡Oh!, ¡ah, sí!, sin duda. Pero pensaba en gente de nuestra misma profesión. ¿Me toparé con Claude? ¿O con Cézanne? ¿O con…?

—Si están aquí, se encontrará con ellos antes o después.

—¿No los conoce usted?

—Pues bien, la verdad es que no. Sólo llevo aquí unos años. Las circunstancias me han impedido toparme con ellos… Aquí hay mucha gente como nosotros, ¿comprende?

—Pero tratándose de gente distinguida, habrá oído algo.

—No son distinguidos; no más distinguidos que los demás. ¿No lo entiende? La gloria se derrama sobre todos y todos la reflejan: como la luz en el espejo. Aunque aquí se trata de la luz de las cosas.

—¿Quiere decir que no hay hombres famosos?

—Todos son famosos. Son conocidos, recordados y reconocidos por la única Mente que puede hacer un juicio absoluto.

—Oh, por supuesto, en ese sentido… —comentó el Fantasma.

—No se detenga —dijo el Espíritu, conduciéndole aún hacia delante.

—Debemos estar, pues, satisfechos con haber quedado para la posteridad —dijo el Fantasma.

—Querido amigo —dijo el Espíritu—, ¿no lo sabe?

—Saber qué.

—Que en la tierra se han olvidado completamente de usted y de mí.

—¿Eh? ¿Qué significa eso? —exclamó el Fantasma soltando el brazo—. ¿Quiere decir que, a pesar de todo, han vencido esos condenados neorregionalistas?

—¡El Señor le bendiga! ¡Sí! —exclamó el Espíritu, iluminándose y desternillándose otra vez de risa—. Hoy día ni en Europa ni en América darían un duro ni por mis cuadros ni por los suyos. Hemos pasado de moda.

—Tengo que marcharme enseguida —dijo el Fantasma—. ¡Deje que me vaya! ¡Maldita sea! Uno tiene sus propias obligaciones para con el futuro del arte. Debo regresar con mis amigos. Tengo que escribir un artículo. Es preciso redactar un manifiesto. Debemos editar un periódico. Nos hace falta publicidad. Deje que me vaya. ¡Esto no es una broma!

Y sin escuchar la respuesta del Espíritu, el espectro desapareció.

La siguiente conversación la oímos también por casualidad.

—Es imposible, totalmente imposible —decía un Fantasma femenino a una mujer de los Espíritus Luminosos—. No soñaría con quedarme si esperara encontrar a Robert. Estoy, naturalmente, dispuesta a perdonarle. Pero cualquiera otra cosa es totalmente imposible.

¿Cómo habrá llegado hasta aquí?… pero eso es cosa de usted.

—Si le ha perdonado —dijo la otra—, seguramente…

—Como cristiana le he perdonado —dijo el Fantasma—, pero hay cosas que no se pueden olvidar.

—Pero no entiendo —empezó a hablar el Espíritu.

—Exactamente —dijo el Fantasma, esbozando una sonrisa—. Usted no lo ha entendido nunca. Usted ha creído siempre que Robert no haría nada malo, lo sé. Por favor, no me interrumpa durante un momento. Usted no tiene la menor idea de lo que sufrí con su querido Robert. ¡Cuánta ingratitud! Fui yo la que hice de él un hombre. ¿Y cuál fue mi recompensa? Absoluto y completo egoísmo. Y eso no es todo. Escuche. Cuando me casé con él, se quedaba sin blanca seiscientas veces al año. Y hubiera seguido en la misma situación hasta el día de su muerte, tenga presente lo que digo, Hilda, si no hubiera sido por mí. Fui yo la que tuve que conducirle cada trecho del camino, porque él no tenía ni una chispa de ambición. Pero estaba intentando algo parecido a levantar un saco de carbón. Tuve que sermonearle con insistencia para que aceptara un trabajo extra en otro departamento, a pesar de que eso fue, realmente, el principio de todo para él. ¡La pereza de los hombres! Me dijo ¡fíjese hasta donde llegaba, que no podría trabajar más de trece horas al día! Como si yo no trabajara muchas más. Mi jornada de trabajo no terminaba cuando la suya. Yo tenía que hacerle ir todas las mañanas. ¿Sabe usted lo que quiero decir? Si hubiera hecho su capricho, se habría sentado en un sillón y se hubiera mostrado huraño después de la cena. Era yo la que tenía que sacarle de sí mismo, animarle y darle conversación. Y todo eso, por supuesto, sin ayuda por su parte. A veces ni siquiera escuchaba. Cuando le decía que hubiera esperado de él, ya que no otras cosas, por lo menos buenos modales… Él parecía haber olvidado que yo seguía siendo una dama aunque me hubiera casado con él. Me estaba matando a trabajar por él sin recibir el más mínimo aprecio de su parte. Solía pasarme largas horas y horas cuidando las flores para embellecer esa casa pequeña y miserable.

Y en lugar de agradecérmelo, ¿sabe lo que dijo?, dijo que no le gustaba que llenara el escritorio de flores cuando él quería usarlo. Una mañana se produjo un lío verdaderamente espantoso porque se me cayó un florero sobre unos papeles suyos. El asunto carecía de sentido, pues los papeles no tenían nada que ver con su trabajo. En esos días él tenía la necia idea de escribir un libro… como si fuera capaz. Al final le hice desistir.

No, Hilda, es usted la que tiene que escucharme a mí. ¡Menudo contratiempo tuve que afrontar! ¡Divertido! La intención de Robert era escaparse de vez en cuando a ver a los que llamaba sus viejos amigos… ¡y que yo me divirtiera por mi cuenta! Yo sabía desde el principio que esos amigos no le harían ningún bien. «No, Robert, le dije, tus amigos son mis amigos. Es mi deber tenerlos aquí, aunque esté muy cansada y aunque no podemos permitírnoslo». Pensará que fue suficiente con eso. Pero no; venían para quedarse un buen rato. Durante ese tiempo yo tenía que proceder con mucho tacto; una mujer lista sólo puede dejar caer una palabra aquí o allá.

Yo quería que Robert los viera desde otro punto de vista. Estaban completamente a sus anchas en mi salón, pero les parecía poco; a veces no podía evitar reírme. Robert, como es lógico, estaba incómodo mientras duraba la visita. Pero, a fin de cuentas, era todo por su bien. Ningún componente de aquella pandilla seguía siendo amigo suyo al final del primer año.

Después consiguió un nuevo empleo. Fue un gran ascenso. ¿Qué cree usted que hizo? En lugar de darse cuenta de que ahora teníamos una oportunidad de vivir un tiempo a nuestras anchas, se limitó a decir «Ahora, por Dios, tengamos un poco de paz». Esas palabras casi terminaron conmigo; estuve a punto de darlo completamente por perdido. Pero yo sabía cuál era mi deber y siempre había cumplido mi deber. No puede imaginarse el trabajo que me costó lograr que aceptara la idea de trasladarnos a una casa más grande, y lo que tuve que pasar para encontrarla. Yo no hubiera escatimado el menor esfuerzo si él hubiera afrontado la situación con buen ánimo, si hubiera visto el lado alegre de todo aquello. Si hubiera sido otra clase de hombre, le habría gustado que le recibiera en el umbral de la puerta cuando regresaba de la oficina y le dijera: «Ven, Bob, hoy no hay tiempo para cenar. Acabo de oír hablar de una casa cerca de Watford. Tengo las llaves. Podemos ir hasta allí y estar de vuelta a eso de la una». ¡Pero con él, Hilda, aquello era un completo sufrimiento! Su admirable Robert se estaba convirtiendo en ese tipo de hombre que no se ocupa de nada salvo de la comida.

Bien, al fin conseguí entrar en la nueva casa. Sí, ya lo sé, era algo más cara de lo que en ese momento podíamos costear, pero las cosas se iban despejando para él. Y yo, como es lógico, empecé a recibir a invitados como es debido; ya no era gente como sus antiguos amigos. Yo lo hacía todo por su bien. Gracias a mí hizo amigos excelentes. Naturalmente yo tenía que ir bien vestida. Aquéllos deberían haber sido los años más felices de nuestra vida, y si no lo fueron, no se debió a nadie más que a él. ¡Oh, era un hombre irritante, sencillamente irritante! Se sumió completamente en sí mismo, y se limitaba a prepararse para envejecer; se volvió taciturno y gruñón… Podría haber parecido más joven si se lo hubiera propuesto; no necesitaba andar con la espalda encorvada, estoy segura de habérselo dicho repetidamente. Siempre que dábamos una fiesta, el trabajo caía sobre mis espaldas y Robert se mostraba como el más triste de los anfitriones. Era, sencillamente, un aguafiestas. Yo le decía —se lo dije una y cien veces— que no había sido así siempre; en otro tiempo se tomaba interés en todo tipo de cosas y estaba bien dispuesto a hacer amigos. «¿Qué diantres te pasa?», solía decirle yo; pero ya ni siquiera respondía. Se sentaba mirándome fijamente con sus ojos grandes e imponentes (llegué a odiar a un hombre con ojos oscuros) y —ahora lo sé— odiándome. Ésa era mi recompensa. ¡Después de lo que yo había hecho! Era algo completamente perverso. Sentía por mí un odio absurdo, ¡justo cuando era el hombre rico que siempre había soñado ser! Yo solía decirle: «Robert, estás sencillamente echándote a perder». Los jóvenes que venían a casa —no era culpa mía que me gustaran más que el viejo y rudo de mi marido— solían reírse de él.

Yo cumplí con mi obligación hasta el final. Le presionaba para que hiciera ejercicio, esa fue la principal razón que me llevó a comprar un gran danés. Seguí dando fiestas y le llevaba a las más maravillosas vacaciones. Vigilaba que no bebiera demasiado. Incluso cuando las cosas se pusieron desesperadas, le animé para que se dedicara de nuevo a escribir, pues por entonces eso ya no podía hacerle ningún daño. Pero ¿cómo podía ayudarle si al final tuvo una crisis nerviosa? Mi conciencia está tranquila: si ha habido alguna mujer que cumpliera sus deberes, esa soy yo. Ya puede ver por qué sería imposible…

Y sin embargo… no sé. Creo que he cambiado de opinión. Les haré una propuesta honrada, Hilda. No me reuniré con Robert si eso no significa nada más que eso, reunirme con él. Pero si se me da carta blanca, me haré cargo de él otra vez; asumiré mi responsabilidad de nuevo. Pero tengo que tener carta blanca. Con todo el tiempo que tendríamos aquí, creo que podría hacer algo bueno de él, en algún sitio sólo para nosotros. ¿No es un buen plan? Él no está capacitado para andar por su cuenta, así que deje que me ocupe de él. Le conozco mejor que usted, y sé que necesita mano dura.

¿Qué es eso? ¡No, démelo a mí!, ¿me oye? No le consulte a él, démelo a mí. Yo soy su esposa, ¿no? No había hecho más que comenzar, y hay muchas, muchas, muchas cosas que todavía puedo hacer por él. No, escuche, Hilda. ¡Por favor, por favor! Soy tan desgraciada. Debo tener alguien al que hacerle las cosas. Allí abajo es, sencillamente, espantoso. Nadie se preocupa lo más mínimo de mí, y yo no puedo hacer que cambien. Es terrible verlos a todos sentados alrededor sin poder hacer nada con ellos. Devuélvamelo. ¿Por qué habría él de salirse con la suya? No es bueno para él, no es justo ni es bueno. Yo quiero a Robert. ¿Qué derecho tiene usted a mantenerlo apartado de mí? La odio. ¿Cómo puedo pagarle con la misma moneda si no me permite que lo tenga?

El Fantasma, que se había elevado como una llama agonizante, crepitó súbitamente. Un olor agrio y seco quedó flotando un momento en el aire y, al rato, era imposible ver a ningún fantasma.