Capítulo 7

Me hallaba sentado todavía en una roca a orillas del río, y me sentía más triste que nunca antes en mi vida. Hasta ahora no se me había ocurrido dudar de las intenciones de la Gente Sólida, ni desconfiar de las bondades esenciales de su país, aunque se tratara de un lugar en el que yo no pudiera vivir mucho tiempo. Es cierto que en una ocasión se me había venido a la mente la idea de que si la Gente Sólida fuera tan benevolente como había oído decir a más de uno que era, podría haber hecho algo para ayudar a los habitantes del pueblo, algo más que encontrarse con ellos en la llanura. Pero en aquel momento se me ocurrió una explicación terrible. ¿Qué pasaría si nunca se hubieran propuesto hacernos buenos? ¿Y si hubieran concedido este viaje a los Fantasmas tan sólo para burlarse de ellos? Mitos y doctrinas horribles se agitaban en mi memoria. Pensaba en cómo los dioses habían castigado a Tántalo[1]. Pensaba en el pasaje del Apocalipsis donde se dice que el humo del infierno sube eternamente a la vista de los espíritus bienaventurados. Recordaba cómo el pobre Cowper[2], soñando que después de todo no estaba condenado al infierno, se dio cuenta enseguida de que el sueño era falso y dijo: «Ésas son las flechas más afiladas de Su aljaba». Y lo que el Fantasma Recio había dicho sobre la lluvia era, evidentemente, cierto. Un simple chapuzón de rocío que cayera de una rama podría hacerme pedazos. Hasta ahora no se me había ocurrido pensar en eso. ¡Con qué facilidad me habría aventurado a sumergirme en la espuma de la cascada!

La sensación de peligro, que no había desaparecido nunca por completo desde que me bajé del autobús, despertó de repente. Contemplé los árboles a mi alrededor, las flores y la catarata habladora. Todos comenzaban a parecerme insoportablemente siniestros. Alegres insectos se movían con rapidez de un lado a otro ¿No me traspasaría cualquiera de ellos si chocaba en su vuelo con mi cara? ¿No me aplastaría contra el suelo si se posaba sobre mi cabeza? El terror me susurraba: «Éste no es lugar para ti». Entonces me acordé también de los leones.

Sin ningún plan determinado en la cabeza, me levanté y comencé a alejarme del río en dirección al lugar en que los árboles crecían muy juntos unos de otros. No me había preparado del todo para regresar al autobús, pero quería evitar los lugares abiertos. Si pudiera encontrar algún rastro de evidencia de que era posible para un Fantasma quedarse —de que la elección no era sólo una cruel comedia—, no regresaría. Entretanto, seguía andando con pies de plomo y manteniendo una estrecha vigilancia. A la media hora aproximadamente, llegué a un pequeño claro en cuyo centro había unos matorrales. Al detenerme y preguntarme si me atrevería a cruzar, me di cuenta de que no estaba solo.

Un Fantasma caminaba cojeando por el claro. Iba tan deprisa como le permitía tan difícil suelo, y mirando por encima de sus hombros, como si lo persiguiera alguien. Me di cuenta de que había sido una mujer; una mujer bien vestida, recuerdo que pensé, pero la sombra de sus galas parecía tener un aspecto horrible a la luz de la mañana. Se encaminaba a los matorrales. No podría adentrarse en ellos —las hojas y las ramas eran muy duras—, pero los empujaba como si pudiera. Parecía creer que así se ocultaba.

Un momento después oí ruido de pasos, y vi aproximarse a uno de la Gente Luminosa. Allí se percibía siempre ese sonido, pues nosotros, los Fantasmas, no hacíamos ruido al andar.

—¡Márchese! —gritó el Fantasma—. ¡Márchese! ¿No se da cuenta de que quiero estar sola?

—Pero usted necesita ayuda —dijo el Espíritu Sólido.

—Si conserva un mínimo sentido de la decencia —replicó el Fantasma—, se mantendrá alejado. No quiero ayuda. Quiero que me dejen en paz. Váyase.

Usted sabe que yo no puedo andar con rapidez sobre estos pinchos horribles y no me puedo alejar. Es detestable que se aproveche de esta circunstancia.

—¡Oh! ¡Así que es eso! —dijo el Espíritu—. No se preocupe, pronto estará todo en orden. Pero va en dirección equivocada. Es hacia atrás, hacia las montañas, hacia donde tiene que ir. Puede apoyarse en mí durante el trayecto. No puedo llevarla a hombros, pero a usted le vendrá bien cargar el menor peso posible sobre sus pies. Conforme vaya andando le irá doliendo menos.

—No me importa hacerme daño, usted ya lo sabe.

—¿Entonces qué pasa?

—¿Es usted incapaz de entender nada? ¿Cree de verdad que voy a salir ahí, entre toda esa gente, así como estoy?

—¿Por qué no?

—Jamás habría venido si hubiera sabido que todos iban a vestirse de ese modo —dijo el Fantasma.

—Amiga, usted puede ver que no estoy vestido.

—Yo no quería decir eso. Márchese.

—¿Pero no puede decírmelo?

—Si no puede comprender, no tiene ningún sentido que intente explicarlo. ¿Cómo puedo salir así entre tanta gente con cuerpos realmente sólidos? Es mucho peor salir así de lo que sería salir desnuda en la tierra. Todo el mundo está mirando a través de mí.

—¡Oh!, entiendo. Pero todos nosotros éramos un poco espectrales cuando vinimos por primera vez, ¿comprende? Eso desaparecerá. ¡Vamos!, salga e inténtelo.

—Pero me van a ver.

—¿Y qué importa que la vean?

—Preferiría morirme.

—Pero usted ya ha muerto. Es inútil intentar volver a eso.

El Fantasma hizo un sonido indefinible, entre un sollozo y un gruñido.

—Desearía no haber nacido —dijo—. ¿Para qué hemos nacido?

—Para la felicidad infinita —contestó el Espíritu Sólido—. Puede acelerar el paso en cualquier momento para alcanzarla.

—Pero le estoy diciendo que me van a ver.

—Dentro de una hora ya no le importará y mañana se reirá de todo eso. ¿No recuerda lo que ocurría en la tierra? ¿No había cosas demasiado calientes para tocarlas con los dedos pero que se podían beber perfectamente? Con la vergüenza pasa lo mismo. Si quiere aceptarla —si quiere beber la taza hasta apurarla—, la encontrará muy nutritiva, pero si trata de hacer alguna otra cosa con ella, se quemará.

—¿Lo dice de verdad?… —dijo el Fantasma, y se detuvo.

Mi expectación llegó hasta el extremo. Consideraba que mi destino dependía de su respuesta. Me habría echado a sus pies y le hubiera pedido que accediera.

—Sí —dijo el Espíritu—. Venga e inténtelo.

Por un momento pensé que el Fantasma había obedecido. Y, ciertamente, se había movido. Pero de repente empezó a gritar:

—¡No, no puedo. Le digo que no puedo! Por un momento, mientras hablaba, casi llegué a pensar… Pero cuando llega el momento… No tiene derecho a pedirme que haga algo sí. Es repugnante. No me lo perdonaría nunca si lo hiciera. Nunca, nunca. Y no es honrado. Deberían habernos avisado. Nunca habría venido. Y ahora, por favor, por favor, ¡váyase!

—Amiga —dijo el Espíritu—, ¿podría, aunque sea sólo por un momento, prestar atención a algo que no sea su propia persona?

—Ya le he dado mi respuesta —contestó el Fantasma, con indiferencia, pero llorosa todavía.

—Entonces sólo queda un recurso —replicó el Espíritu, y para mi sorpresa se llevó un cuerno a los labios y lo hizo sonar.

Me tapé los oídos con las manos. La tierra parecía temblar, y el bosque entero se estremeció con el sonido. Supongo que después debió de producirse una pausa (aunque parecía que no había habido ninguna) antes de que comenzara a oírse el ruido de unos cascos; al principio lejos, luego, antes de haberlos podido identificar, más cerca, y finalmente, tan cerca que comencé a buscar un lugar seguro para refugiarme. Antes de poder encontrarlo, el peligro estaba ya sobre nosotros. Una manada de unicornios venía tronando por los claros del bosque; eran veintisiete, muy altos, blancos como cisnes, excepto por el rojo destello de los ojos y el añil centelleante de los cuernos. Aún recuerdo el ruido, parecido a un chapoteo, de sus cascos sobre el césped ligeramente mojado, el rompimiento de la maleza, cómo bufaban y relinchaban. También recuerdo cómo subían las patas traseras y bajaban las cabezas enastadas fingiendo una batalla. Incluso después seguía preguntándome qué batalla real sería la que estaban ensayando.

Oí gritar al Fantasma y pensé que se habría fugado repentinamente de los matorrales…, quizás habría ido hacia donde estaba el Espíritu. A mí también se me vino abajo el ánimo y salí huyendo, sin prestar atención por el momento al horrible suelo bajo mis pies, y sin detenerme ni siquiera una vez. No llegué a ver cómo terminó la entrevista.