Capítulo 6

Aunque yo miraba con cierta complacencia las desgracias del Fantasma del bombín, descubrí, cuando nos dejaron solos, que no podía soportar la presencia del Gigante de Agua. Él no parecía haber reparado en mi presencia, y yo, sin embargo, me sentía cohibido. Conforme me alejaba andando sobre las rocas planas, de nuevo corriente abajo, pensé que en mis movimientos había cierta fingida indiferencia. Comenzaba a estar cansado. Al mirar a los peces plateados lanzarse al lecho del río, deseé ardientemente que el agua fuera permeable también para mí. Me hubiera gustado zambullirme.

—¿Pensando en regresar? —dijo una voz cerca de mí.

Me volví y vi a un Fantasma alto recostado en el tronco de un árbol y mascando un fantasmal cigarro puro. Era la voz de un hombre flaco y recio, con el pelo canoso y el tono bronco, pero no inculto: el tipo de hombre del que yo había pensado siempre, de forma instintiva, que era una persona de confianza.

—No sé —respondí—. ¿Y usted?

—Sí —respondió—. Creo que ya he visto todo lo que hay que ver aquí.

—¿No ha pensado en quedarse?

—Todo esto es propaganda —dijo—. Nunca se ha tratado en serio de que nos quedáramos. No se puede comer la fruta ni se puede beber el agua, y se precisa todo el tiempo disponible para andar por la hierba. Un ser humano no podría vivir aquí. La idea de permanecer aquí es sólo una treta publicitaria.

—¿Entonces por qué ha venido?

—¡Oh! Pues no lo sé. Tal vez para echar una ojeada. Soy uno de esos a los que les gusta ver las cosas por sí mismos. En todos los sitios donde he estado he procurado echar un vistazo a todo lo que era elogiado. Una vez que salí hacia el Oriente, fui a ver Pekín. Cuando…

—¿Cómo es Pekín?

—Nada comparado con lo que se dice. Es un zurcido de calles unas dentro de otras. Sencillamente, una trampa para turistas. Yo he estado bastante bien en todas partes: en las Cataratas del Niágara, las Pirámides, en Salt Lake City, en Taj Mahal…

—¿Cómo eran estos lugares?

—Nada digno de ver. Todos son trucos publicitarios. Todos dirigidos por la misma gente. Existe una asociación, una asociación mundial, que se limita a coger un atlas y a decidir los lugares que se han de visitar. No importa cuál sea su decisión, todo servirá si se maneja hábilmente la publicidad.

—Ha vivido usted… mmm… algún tiempo ahí abajo, en el pueblo.

—¿En lo que llaman el infierno? Sí. También es un fracaso. Te inducen a esperar rojo fuego y demonios y toda clase de gente interesante churrascándose en la parrilla —Enrique VIII y gente así—, pero cuando llegas allí es como cualquier otro pueblo.

—Yo prefiero estar aquí arriba —le respondí.

—La verdad es que no sé de qué estamos hablando —dijo el Fantasma Recio—. Es tan digno de verse como cualquier otro parque, y extremadamente incómodo.

—Parece existir la opinión de que si uno se quedara aquí se aclimataría, se volvería más sólido.

—Yo ya sé todo eso —replicó el Fantasma—. La misma vieja mentira de siempre. La gente me ha dicho durante toda mi vida cosas parecidas. En la guardería me decían ya que si era bueno sería feliz. Y en el colegio me decían que el latín sería más sencillo conforme avanzara. Después de llevar unos meses casado, algunos necios, me dijeron que al principio siempre había dificultades, pero que con tacto y paciencia pronto «me acostumbraría» y otras cosas por el estilo. ¡Y qué no me dirían, durante el tiempo que duraron las dos guerras, acerca de los buenos tiempos que me esperaban si era un muchacho valiente y seguía disparando! Por supuesto, aquí jugarán el mismo juego de siempre, si uno es tan estúpido como para escuchar.

—Pero ¿quiénes son «ellos»? ¿No tendría que estar dirigido este lugar por gente diferente?

—¿Una dirección completamente nueva, eh? ¡No se lo crea! Nunca hay una dirección nueva. Usted se encontrará, sin excepción, con la misma vieja camarilla de siempre. Yo lo sé todo acerca de la querida y bondadosa mamaíta que se acercaba a su cama para conseguir enterarse de todo lo que quería saber de usted. Pero usted descubrió desde el principio que ella y el padre eran, realmente, la misma empresa. ¿No descubrimos que en todas las guerras los dos bandos estaban dirigidos por las mismas firmas de armamento? ¿No es la misma firma la que está detrás de los judíos y el Vaticano, y de las dictaduras y las democracias, y de todo lo demás? Aquí arriba las cosas están dirigidas por la misma gente que las dirige en el pueblo de abajo. Sencillamente, se ríen de nosotros.

—Yo creía que estaban en guerra entre sí.

—Es natural que lo crea. Ésa es la versión oficial. ¿Pero quien ha visto jamás signos del conflicto? ¡Oh! Sé que es así como ellos hablan. Pero ¿por qué no hacen algo si existe una verdadera guerra? ¿No comprende que si la versión oficial fuera cierta, los jóvenes de aquí arriba atacarían y aniquilarían el pueblo? Ellos son los que tienen la fuerza. Si quisieran rescatarnos, podrían hacerlo; pero, evidentemente, lo último que querrían es que se terminara la llamada guerra. El juego entero depende de que siga.

Esta descripción de la cuestión me impresionó por su aire inquietantemente plausible. No dije nada.

—De cualquier modo —prosiguió el Fantasma—, ¿quién quiere que le rescaten? ¿Qué demonios se puede hacer aquí?

—¿Y allí? —pregunté.

—Muchas cosas —respondió el Fantasma—. De los dos modos te tienen.

—¿Qué le gustaría hacer si tuviera alternativa?

—Váyase… —dijo el Fantasma con cierta euforia—. No es a mí a quien hay que pedir que haga un plan. Es a la dirección a la que le corresponde proponer algo que no nos aburra, ¿no es así? Ésa es su tarea. ¿Por qué hemos de hacerlo nosotros por ellos? En eso es, justamente, donde los clérigos y moralistas lo hacen todo al revés. Unos y otros siguen pidiéndonos que cambiemos. Pero si la gente que dirige la empresa es tan inteligente y poderosa, ¿por qué no encuentran ellos mismos el modo de satisfacer a su público? ¡Qué tonterías son esas de endurecerse para que la hierba no hiera nuestros pies! Ahí tiene un ejemplo. ¿Qué diría usted si fuera a un hotel en el que todos los huevos estuvieran en malas condiciones, y, cuando fuera a quejarse al director, en vez de disculparse y cambiar de proveedor, le dijera que, si lo intentara, conseguiría que con el tiempo le gustaran los huevos podridos?

Bien, continuaré la marcha —dijo el Fantasma tras un breve silencio—. ¿Va usted por el mismo camino que yo?

—Según sus propias palabras, no parece que merezca la pena ir a ninguna parte —respondí. Me había invadido un profundo desaliento—. Al menos aquí no llueve.

De momento no —dijo el Fantasma Recio—. Pero no he visto ninguna mañana radiante en la que el tiempo no cambie y más tarde llueva. Y, ¡válgame Dios!, ¡menuda lluvia cae aquí! ¿No ha pensado usted en eso? ¿No se le ha ocurrido que con la clase de agua que hay aquí las gotas le harán agujeros como si fueran balas de ametralladora? Ésa es su pequeña broma, ¿comprende? Al principio le atormentan con un suelo sobre el que no puede andar y un agua que no puede beber, y luego le perforan con multitud de agujeros. Pero a mí no me atraparán de ese modo.

Unos minutos después, se fue.