Durante un momento se produjo bajo los cedros un silencio que rompió el ruido —pas, pas, pas— de unas pisadas. Dos leones con los pies de terciopelo venían saltando por el espacio abierto. Cada uno tenía clavado los ojos en los del otro y empezaron a jugar y a hacer afectadas travesuras. Sus melenas parecían haberse sumergido recientemente en el río, cuyo sonido podía oír cerca aunque los árboles lo ocultaban a mi vista. Como no les gustaba demasiado mi compañía, me alejé para buscar el río, y después de dejar atrás espesos arbustos florecidos, lo encontré. Los arbustos llegaban casi a la orilla, y el río era tan manso como el Támesis, pero fluía tan rápido como un arroyo de las sierras. Tenía un color verde pálido donde los árboles lo cubrían, mas sus aguas eran tan claras que se podían contar los guijarros del fondo. Cerca de mí pude ver a otro Hombre Luminoso conversando con un fantasma. Era éste el fantasma gordo con voz culta que me había dirigido la palabra en el autobús. Ahora parecía llevar polainas.
—Querido amigo, me alegro de verle —le decía al Espíritu, que estaba desnudo y era deslumbradoramente blanco—. Hace unos días estuve hablando con su pobre padre y le pregunté dónde estaba usted.
—¿No lo ha traído consigo? —preguntó el otro.
—La verdad es que no —respondió el Fantasma—. Vive muy lejos del autobús y, sinceramente, en los últimos tiempos se está volviendo un poco excéntrico; un poco difícil. Está perdiendo fuerza. No estaba preparado para hacer grandes esfuerzos, ¿comprende? Si recuerda, solía irse a dormir cuando usted y yo empezábamos a hablar seriamente. ¡Ay, Dick!, nunca olvidaré nuestras conversaciones. Espero que desde entonces hayan cambiado un poco sus opiniones. Al final de su vida se volvió usted bastante intolerante. Pero, sin duda, ahora tendrá unas opiniones más abiertas.
—¿Qué quiere decir?
—¡Mire! Ahora resulta obvio, ¿o no?, que usted no tenía del todo razón. ¿Por qué, querido amigo, llegó usted a creer en un verdadero cielo y un verdadero infierno?
—¿Es que no es así?
—Bien, en un sentido espiritual, sí, sin duda. En ese sentido yo sigo creyendo todavía que existen los dos, y sigo esperando, querido amigo, el reino. Pero no un reino supersticioso o mitológico….
—Discúlpeme. ¿Dónde se figura que ha estado?
—¡Ah!, ya entiendo. Usted quiere decir que el pueblo gris, con su incesante esperanza en la aurora (todos vivimos con esperanzas, ¿no es así?), con su extenso campo para seguir creciendo indefinidamente, es, en cierto sentido —si tenemos ojos para verlo— el cielo. Se trata de una hermosa idea.
—Yo no quiero decir eso en absoluto. ¿Es posible que no sepa dónde ha estado?
—Ahora que alude a ello, no creo que le hayamos puesto nunca un nombre. ¿Cómo lo llaman?
—Lo llamamos infierno.
—No hace falta ser irreverente, querido amigo. Puede que yo no sea muy ortodoxo, en el sentido que usted da a la palabra, pero sí creo que estas cosas se deben discutir de forma llana, seria y reverente.
—¿Hablar del infierno con reverencia? Yo quería decir lo que dije. Usted ha estado en el infierno, aunque si no regresa de nuevo a él, lo puede llamar purgatorio.
—Qué va, querido amigo, qué va. No ha cambiado nada. Estoy seguro de que me dirá por qué, a su juicio, me enviaron allí. No estoy enojado.
—¿Pero no lo sabe? A usted le enviaron allí por ser un apóstata.
—¿Habla en serio, Dick?
—Completamente.
—Eso es peor de lo que esperaba. ¿Cree que la gente es castigada por sus opiniones sinceras, aun suponiendo, por razones argumentativas, que fueran opiniones equivocadas?
—¿Cree de verdad que no hay pecados de la inteligencia?
—Ya lo creo que los hay, Dick. Hay prejuicios obstinados y fraudes intelectuales, y timidez y estancamiento. En cambio, las opiniones sinceras que se mantienen valientemente no son pecados.
—Sé que solíamos hablar de ese modo. Yo también seguí haciéndolo hasta el final de mi vida, cuando me convertí en lo que usted llama un hombre de miras estrechas. El problema está en determinar qué son opiniones sinceras.
—Las mías, ciertamente, lo eran. No sólo sinceras, sino también heroicas. Cuando la doctrina de la Resurrección me pareció inaceptable a la luz de la capacidad crítica que Dios me ha dado, la rechacé abiertamente. Entonces prediqué mi famoso sermón y desafié a todo el cabildo. Acepté todos los riesgos.
—¿Qué riesgos? ¿En qué otra cosa podía venir a parar todo aquello salvo en lo que, realmente, vino a parar: popularidad, venta de sus libros, invitaciones y, finalmente, un obispado?
—Dick, eso es algo indigno de usted. ¿Qué está insinuando?
—No estoy insinuando nada, amigo. Ahora lo sé con certeza, ¿comprende? Seamos francos. Nosotros no formamos nuestras opiniones honestamente; sencillamente nos hallábamos en contacto con cierta corriente de opinión y nos sumergimos en ella porque parecía algo moderno y auguraba grandes éxitos.
En la Universidad, ¿recuerda?, comenzamos automáticamente a escribir el tipo de ensayos que permitía conseguir las mejores notas y a decir las cosas que provocaban aplausos. ¿En qué momento de nuestra vida afrontamos honestamente y en soledad la única pregunta sobre la que giraba todo lo demás: la de si, al fin y al cabo, podía darse de hecho lo sobrenatural? ¿Hubo un solo momento en que ofreciéramos una verdadera resistencia a la pérdida de nuestra fe?
—Si sus palabras pretenden ser un bosquejo de la génesis de la teología liberal en general, mi respuesta es que se trata de una calumnia. ¿Acaso insinúa que hombres como…?
—No es mi intención exponer ninguna generalidad, ni hablar de hombres como usted o yo. ¡Oh, cómo se amaba a sí mismo! ¿Recuerda? Usted sabe que ambos estábamos jugando con dados cargados. No queríamos que el otro fuera fiel. Teníamos miedo del crudo salvacionismo, miedo de romper con el espíritu de la época, miedo de hacer el ridículo y, sobre todo, miedo de los auténticos miedos y esperanzas espirituales.
—Lejos de mí negar que los jóvenes pueden equivocarse. Los jóvenes pueden dejarse influir por estilos de pensamiento de actualidad. Pero no se trata de saber cómo se forma la opinión. Lo esencial es que mis opiniones eran honestas y estaban expuestas con sinceridad.
—Por supuesto. Cuando uno se entrega a vivir sin rumbo, sin ofrecer resistencia, sin rezar, accediendo a cualquier requerimiento semiconsciente del deseo, se llega a un punto en el que se pierde la Fe. De igual modo, un hombre envidioso, que viva a la deriva y no ofrezca resistencia, alcanza una situación en la que se cree las mentiras que le cuentan sobre su mejor amigo.
Y un borracho llega a un punto en que cree de verdad, al menos de momento, que un vaso más no le hará daño. Las creencias son sinceras en el sentido de que suceden como acontecimientos psicológicos en la mente del hombre. Si eso es lo que usted entiende por sinceridad, entonces son sinceras. Y así eran las nuestras. Pero los errores sinceros en este sentido no son inocuos.
—¡En un instante justificará la Inquisición!
—¿Por qué? ¿El hecho de que la Edad Media se equivocara en una dirección significa que en la dirección opuesta no hay errores?
—¡Bueno! Eso es muy interesante —dijo el Fantasma Episcopal. Es un punto de vista. Es un punto de vista, indudablemente. Mientras tanto…
—No hay mientras tanto —replicó el otro—. Todo eso ha sucedido ya. Ahora no estamos jugando. He hablado del pasado, del suyo y el mío, sólo para que pueda apartarse de él para siempre. Un tirón y saldrá el diente. Puede comenzar como si nunca hubiera ocurrido nada malo: blanco como la nieve. Es verdad, ya lo sabe. Él está en mí, con ese poder, por usted. Y he hecho un largo viaje para encontrarme con usted. Ya ha visto el infierno. Ahora tiene el cielo al alcance de la vista. ¿Quiere, en este mismo momento, arrepentirse y creer?
—No estoy seguro de haber entendido exactamente la idea que está tratando de establecer —dijo el Fantasma.
—No trato de establecer ninguna idea —replicó el Hombre Luminoso—. Lo que le estoy diciendo es que se arrepienta y crea.
—Pero, querido amigo, yo creo ya. Puede que no estemos de acuerdo en todo, pero me ha interpretado mal si no ha entendido que mi religión es una cosa muy verdadera y muy preciosa para mí.
—Muy bien —dijo el otro, tratando de cambiar de método—. ¿Quiere creer en mí?
—¿En qué sentido?
—¿Quiere venir conmigo a las montañas? Al principio le dolerá, hasta que sus pies se endurezcan. La realidad es dura para los pies de las sombras. ¿Quiere venir?
—Bien. Es un plan posible. Estoy completamente decidido a considerarlo. Por supuesto, necesitaría algunas garantías… Quisiera que me garantizara que me va a llevar a un lugar donde encontraré una esfera más dilatada de utilidad, y una oportunidad para los talentos que Dios me ha dado, y una atmósfera para investigar en libertad, en resumen, todo eso que se expresa con los términos «civilización» y… mmm… «vida espiritual».
—No —dijo el otro—. No puedo prometerle nada de eso. Ni una esfera de utilidad: pues a usted no se le necesita aquí en absoluto. Ni oportunidad para sus talentos; sólo misericordia por haberlos empleado mal. Ni atmósfera de investigación, pues no le voy a llevar al país de las preguntas, sino al de las respuestas, donde verá el rostro de Dios.
—¡Ah! ¡Pero nosotros tenemos que interpretar esas bellas palabras a nuestra manera! Para mí no existe algo así como una respuesta final. El libre viento de la investigación deberá seguir soplando siempre a través de la mente, ¿no es verdad? «Comprobarlo todo»… Viajar esperanzadamente es mejor que llegar.
—Si eso fuera verdad, y se supiera que lo es, ¿cómo podría alguien viajar esperanzadamente? No habría nada que esperar.
—Pero usted mismo notará que en la idea de finalidad hay algo sofocante, ¿no es cierto? El estancamiento, querido amigo, ¿hay algo que destruya más el alma que el estancamiento?
—Usted cree eso porque hasta ahora ha experimentado la verdad sólo con el intelecto abstracto. Yo le llevaré donde pueda saborearla como la miel y pueda ser abrazado por ella como por una novia desposada. Su sed quedará saciada.
—Bien, lo cierto, como usted sabe, es que yo no concibo que una sed de verdades preconcebidas ponga fin a la actividad intelectual de la forma que usted está describiendo. ¿Me permitirá seguir con el libre juego de la mente, Dick? Debo insistir en ello, ¿comprende?
—Libre como es libre el hombre para beber mientras está bebiendo. Pero mientras bebe no es libre para no mojarse.
El Fantasma pareció pensar por un momento.
—No puedo entender esa idea —dijo.
—Escuche —dijo el Espíritu Luminoso—. Una vez fue usted niño. Hubo un tiempo en que usted sabía para qué servía la investigación. Eran tiempos en que hacía preguntas porque quería respuestas y se ponía contento cuando las hallaba. Hágase de nuevo niño: ahora, en este momento.
—¡Ah! El problema está en que cuando me hice hombre guardé las cosas infantiles.
—Usted anda extraviado. La sed se hizo para el agua; la investigación, para la verdad. Lo que llama «libre juego de la investigación» no tiene ni más ni menos que ver con los fines para los que se le otorgó la inteligencia que lo que la masturbación tiene que ver con el matrimonio.
—Si no podemos ser reverentes, procuremos, al menos, no ser obscenos. La sugerencia de que podría volver, a mi edad, a tener aquella curiosidad objetiva de la juventud me suena un poco absurda. En cualquier caso, la concepción del pensamiento como sucesión de preguntas y respuestas se aplica sólo a las cuestiones de hecho. La teología y los problemas especulativos se hallan, sin duda, en un nivel diferente.
—Aquí no sabemos nada de teología: sólo pensamos en Cristo. Aquí no sabemos nada de especulación. Venga y compruébelo. Le llevaré ante la Realidad Eterna, el Padre de las demás realidades.
—Yo tengo serios reparos que poner a la descripción de Dios como un Hecho. El Supremo Valor sería, seguramente, una descripción menos inapropiada. Difícilmente…
—¿Todavía no cree que exista?
—¿Existir? ¿Qué significa existencia? Usted seguirá entendiendo por existencia un tipo de realidad estática, ya hecha, que está, digamos, ahí, y con la que nuestra mente se limita a conformarse. Los grandes misterios no se pueden abordar de ese modo. Si existiera una realidad semejante (no es preciso interrumpir, querido amigo), con toda franqueza, yo no tendría el menor interés por ella. No tendría ninguna relevancia religiosa. Dios es para mí algo puramente espiritual. El espíritu de la dulzura y la luz y la tolerancia. Y también… mmm… el espíritu de servicio, Dick, de servicio. No debe olvidar nada de eso, ¿comprende?
—Si la sed de la Razón se ha apagado realmente… —dijo el Espíritu, deteniéndose después para meditar. Luego, súbitamente, continuó—, ¿puede desear todavía al menos la felicidad?
—La felicidad, querido Dick —dijo el Fantasma tranquilamente—… la felicidad, como alcanzará a comprender cuando tenga más años, es la senda del deber. Lo cual me trae a la memoria… ¡Válgame Dios!, casi lo había olvidado. Me resulta imposible ir con usted. Tengo que estar de regreso el viernes próximo para dar una conferencia. Allí abajo tenemos una pequeña sociedad teológica; ¡oh, sí!, hay una gran vida intelectual, aunque, tal vez, no sea de gran calidad. Se nota cierta falta de comprensión, una cierta confusión mental. En eso es en lo que les puedo proporcionar alguna ayuda. Hay, incluso, celos reprobables… No sé por qué, pero los caracteres parecen menos controlados de lo que solían. No obstante, hay que seguir esperando mucho de la naturaleza humana. Creo que aún puedo hacer una gran labor entre ellos.
Pero no me ha preguntado cuál es el tema de mi conferencia. Voy a tomar el texto en que se habla de ser otro Cristo, y a desarrollar una idea en la que, seguramente, estará usted interesado. Voy a poner de manifiesto cómo la gente suele olvidar que Jesús (en este momento el Fantasma inclinó la cabeza) era un hombre relativamente joven cuando murió. Si hubiera vivido más tiempo, habría abandonado alguna de sus primeras ideas, ¿comprende? Es algo que podría haber hecho con un poco más de tacto y paciencia. Voy a pedir a mi audiencia que piense cuáles habrían sido sus ideas en la madurez. Se trata de un problema extraordinariamente interesante. ¡Qué cristianismo tan diferente podríamos haber tenido por el simple hecho de que su Fundador hubiera alcanzado la plena madurez! Terminaré señalando cómo ahonda todo esto la importancia de la Crucifixión. Al principio se tiene la impresión de que fue un gran desastre, un trágico derroche… una gran promesa interrumpida. ¡Oh! ¿Se tiene que ir? Yo también. Adiós, querido amigo. Ha sido muy agradable, extraordinariamente estimulante y sugerente. Adiós, adiós, adiós.
El Fantasma movió la cabeza y sonrió al Espíritu con una clerical sonrisa blanca —o con lo más parecido a una sonrisa que sus labios poco sólidos podían conseguir— y se alejó despacio, murmurando para sus adentros: «Ciudad de Dios, qué lejana y vasta».
Pero no me quedé mucho tiempo mirándole, pues en ese momento se me acababa de ocurrir una nueva idea. Si la hierba era dura como una piedra, pensé, ¿no será el agua lo bastante dura como para andar por ella? Lo intenté posando sólo pie, que no se hundió. Un momento después apreté el paso con osadía sobre la superficie. Súbitamente me caí de bruces y me hice algunas contusiones; había olvidado que, aunque para mí fuera sólida, no discurría menos rápida. Cuando me recuperé, estaba unos treinta metros corriente abajo, alejado de la orilla. Pero esto no me impidió caminar corriente arriba; el único problema era que, a pesar de andar muy rápido, avanzaba muy poco.