Ante nosotros apareció un precipicio. Se abría verticalmente bajo nuestros pies y era tan profundo que no podía verse el fondo. Era un abismo negro y continuo.
Subíamos incesantemente. Por fin pudimos divisar el borde del acantilado, que parecía una delgada línea verde esmeralda, extendida y tirante como la cuerda de un violín. Luego planeamos sobre la cumbre. Volamos por encima de una región llana y herbácea atravesada por un ancho río; después empezamos a perder altura. Las copas de los árboles más altos estaban sólo a unos veinte metros debajo de nosotros. Después, súbitamente, nos detuvimos. Todos nos levantamos bruscamente. A mis oídos llegaron blasfemias, dicterios, ruido de golpes, insultos e injurias cuando mis compañeros de viaje empezaron a forcejear para salir. Un momento después habían logrado salir todos; yo era el único que quedaba dentro. A través de la puerta entreabierta llegó hasta mí, envuelto en una quietud nueva, el canto de una alondra.
Salí. La luz y el frescor que me bañaban eran como la luz y el frescor de las mañanas de verano, a primera hora, unos minutos antes de la salida del sol. Había, sin embargo, cierta diferencia. Yo tenía la sensación de estar en un espacio muy grande, quizás en un tipo de espacio más amplio que el que había conocido hasta ahora. Parecía como si el cielo estuviera más lejos y la extensión de la llanura verde fuera mucho mayor de lo que suele ser en esta pequeña bola que es la tierra. Había bajado del autobús, pero en un sentido especial que hacía que el sistema solar pareciera un asunto de puertas adentro. Todo me producía una sensación de libertad, pero también tenía la impresión de estar expuesto a algún riesgo, tal vez a graves peligros, y esa impresión no dejó de acompañarme durante el tiempo que siguió. La imposibilidad de comunicarla, e incluso de recordarla con precisión y rememorar cómo continuó todo, es lo que hace que abandone la esperanza de describir las verdaderas cualidades de lo que vi y oí.
Al principio, como es lógico, atrajeron mi atención mis compañeros de viaje, quienes estaban aún reunidos cerca del autobús, aunque algunos comenzaban ya a avanzar y adentrarse en el paisaje con paso vacilante. Me quedé boquiabierto al verlos. Ahora que se encontraban en plena luz, eran transparentes. Cuando se colocaban entre la luz y yo, eran completamente transparentes, y aparecían borrosos e imperfectamente opacos cuando se hallaban a la sombra de algún árbol. Eran, en efecto, fantasmas: manchas con forma humana sobre la claridad del aire. Uno podría, a discreción, prestarles atención o ignorarlos, como hacemos con la suciedad en el cristal de una ventana. Advertí que la hierba no se doblaba bajo sus pies. Ni siquiera las gotas de rocío se alborotaban.
Entonces tuvo lugar una reorientación de mis pensamientos, o una concentración de la visión, y pude ver el prodigio al revés. Los hombres eran como siempre habían sido, como tal vez sean todos los hombres que he conocido. La luz, la hierba y el aire eran diferentes; estaban hechos de una sustancia diferente, mucho más sólida que las cosas de nuestro país, hasta el punto de que los hombres, comparados con ellos, parecían fantasmas. Sacudido por un pensamiento súbito, me incliné y traté de coger una margarita que crecía a mis pies; pero me resultó imposible romper el tallo. Intenté retorcerlo, pero fue inútil. Tiré hasta que el sudor empapó mi frente y me desollé las manos. La florecilla era dura, no como la madera, ni siquiera como el hierro, sino como el diamante. A su lado, tendida en la hierba, había una hoja de haya tierna y joven. El corazón estuvo a punto de rompérseme debido al esfuerzo que hice al intentar levantarla del suelo. Creo que conseguí levantarla, pero tuve que soltarla enseguida; pesaba más que un saco de carbón.
Al ponerme de pie —lo que me permitió recuperar el aliento con grandes jadeos— y bajar la vista para mirar a la margarita, me di cuenta de que no sólo veía la hierba entre mis dos pies, sino también a través de ellos. Yo también era un fantasma. ¿Dónde encontrar palabras para expresar el terror del descubrimiento? «Dios mío, pensé, ¡la que se me viene encima!».
—¡No me gusta! ¡No me gusta! —grité—. ¡Esto me fastidia horriblemente!
Uno de los fantasmas corría delante de mí de regreso al autobús. Que yo sepa no volvería a salir de allí.
Los demás permanecían dubitativos.
—¡Eh, señor! —gritó el Hombre Grande, dirigiéndose al conductor—, ¿cuándo tenemos que estar de vuelta?
—No tienen que volver si no quieren —respondió—. Quédense todo el tiempo que les plazca —añadió, y se produjo una pausa embarazosa.
—Es sencillamente ridículo —me dijo una voz al oído. Era uno de los fantasmas más respetables y apaciguadores, que se me había acercado silenciosamente—. Debe de haber algún mal manejo —continuó—. ¿Qué sentido tiene permitir a toda esta chusma que flote por aquí todo el día? Mírelos, no están gozando del lugar. Serían mucho más felices en sus casas. Ni siquiera saben qué hacer.
—La verdad es que yo tampoco lo sé muy bien —respondí—. ¿Qué hace uno?
—¡Ay de mí! Me encontrarán de un momento a otro. Me esperan. La verdad es que no me preocupa; pero es bastante desagradable tener todo el lugar, ya el primer día, atestado de excursionistas. ¡Maldita sea! ¡Una de las principales razones que me llevaron a venir aquí era huir de ellos!
Después se fue alejando de mí. Yo comencé a mirar a mi alrededor. A pesar de haber aludido a una «multitud», la soledad era tan inmensa que apenas si reparé en el corrillo de fantasmas que se hallaban en primer plano; el verdor y la luz casi se los había tragado. Pero a lo lejos se divisaba algo que podía ser una gran formación nubosa o una cordillera de montañas. A ratos podía distinguir en ella bosques empinados, valles remotos e, incluso, ciudades encaramadas sobre cumbres inaccesibles. Pero otras veces se volvía borrosa. La altura era tan enorme que mi vista vigilante no habría abarcado en absoluto un objeto así. La luz se cernía sobre la cumbre, desde la que, inclinándose, formaba largas sombras tras cada uno de los árboles de la llanura. El paso de las horas no producía cambios ni sucesión. La promesa —o la amenaza— de la salida del sol permanecía inalterable allí arriba.
Pasado un buen rato, vi gente que venía a reunirse con nosotros. Como eran seres luminosos, pude divisarlos cuando todavía se hallaban a gran distancia; aunque al principio no distinguía siquiera si eran personas. Se acercaban kilómetro a kilómetro. La tierra temblaba bajo sus pisadas cuando sus fuertes pies se hundían en el césped mojado; una delgada niebla y un dulce olor subían en donde habían aplastado la hierba y esparcido el rocío.
Unos estaban desnudos, otros vestidos. Pero los desnudos no parecían menos engalanados, y las túnicas no disimulaban en quienes las llevaban la maciza grandiosidad de los músculos y la refulgente lisura de la piel. Alguno tenía barba, pero ningún miembro de la compañía permitía desvelar que tuviera una edad determinada. Uno recibe destellos, incluso en nuestro país, de las cosas que no tienen edad, como un pensamiento grave en el rostro de una criatura o la niñez traviesa en la cara de un hombre viejo. Aquí era todo así. Avanzaban sin parar. A mí aquello no me gustaba del todo. Dos fantasmas empezaron a gritar y corrieron en busca del autobús. Los demás nos apiñamos unos junto a otros.
Cuando la gente sólida estaba más cerca, noté que se movían con orden y determinación, como si cada uno de ellos hubiera escogido ya a su hombre dentro de nuestra incorpórea sociedad.
«Van a organizar un escándalo, me dije. Tal vez no sea correcto mirar». Dicho esto, me alejé con el vago pretexto de realizar una pequeña exploración. Una arboleda de cedros gigantes situada a mi derecha me pareció atractiva y me adentré en ella. Andar resultaba difícil. La hierba, dura como el diamante para mis pies poco sólidos, me hacía sentir como si anduviera sobre rocas desnudas, y padecer igual dolor que las sirenas de las que hablaba Hans Andersen. Un pájaro cruzó el espacio delante de mí y sentí envidia; pertenecía a este país y era tan real como la hierba. Podía combar los tallos y salpicarse de rocío.
Enseguida me siguió aquel al que he llamado el Hombre Grande o, con mayor precisión, el Fantasma Grande. A él le seguía, a su vez, una de las personas luminosas.
—¿No me conoce? —le gritó al Fantasma.
A mí me resultó imposible no volverme y prestar atención. El rostro del espíritu sólido —era uno de los que llevaba túnica— hizo que deseara bailar, tan alegre era, y tan lleno de juventud.
—¡Anda! ¡Qué sorpresa! Nunca lo hubiera creído. Me deja pasmado. Esto no es justo, Len. ¿Y qué hay del pobre Jack, eh? Usted parece muy satisfecho, pero ¿qué pasa con el pobre Jack?
—Está aquí —dijo el otro—. Se encontrará pronto con él si se queda.
—Pero si lo asesinó usted.
—Naturalmente que lo asesiné. Ahora todo está en orden.
—¿En orden?, ¿todo en orden? Querrá decir en orden para usted. Pero ¿qué pasa con el pobre tipo que yace frío y muerto?
—No está muerto. Ya se lo he dicho. Pronto se encontrará con él. Le envía un cariñoso saludo.
—Lo que me gustaría saber —dijo el Fantasma— es por qué está usted aquí, tan complacido como un polichinela; sí, usted, un miserable asesino, mientras yo he estado allí abajo, recorriendo las calles y viviendo todos estos años en sitios que parecían pocilgas.
—A primera vista resulta difícil de entender. Pero ahora ha pasado todo, y dentro de poco se alegrará usted de ello. Hasta entonces no hay que preocuparse.
—¿Que no hay que preocuparse? ¿No se avergüenza de sí mismo?
—No. No en el sentido que usted quiere decir. Yo no me miro. He renunciado a mí mismo. Tuve que hacerlo después del asesinato, ¿comprende? Eso fue lo que me cambió. Y así fue como comenzó todo.
—Personalmente —dijo el Fantasma Grande con un énfasis que desmentía el significado trivial de sus palabras—, personalmente había pensado que la relación entre usted y yo debería ser la contraria de la que es. Ésa es mi opinión personal.
—Es muy probable que pronto lo sea —dijo el otro—. Haga el favor de dejar de pensar en eso.
—Ahora míreme —dijo el Fantasma, dándose un golpe en el pecho (un manotazo que no hizo el menor ruido)—. Yo he ido toda mi vida por el camino recto. No digo que fuera un hombre religioso; tampoco digo que no tuviera defectos, lejos de mí afirmar cosas así. Pero durante toda mi vida he hecho todo lo que he podido, ¿entiende?, todo lo que he podido por todo el mundo. Ésa es la clase de hombre que soy. Jamás pedí nada que en justicia no fuera mío; si quería una copa, la pagaba, y recibía el salario por el trabajo realizado, ¿comprende? Así soy yo, y no me importa que los demás lo sepan.
—Sería mucho mejor no seguir con eso ahora.
—¿Y quién tiene interés en continuar? No estoy discutiendo. Sólo me he limitado a decirle la clase de hombre que yo era, ¿entiende? Y no pido nada más que mis derechos. Usted tal vez piense que puede hacerme callar porque va acicalado de ese modo (de forma muy distinta a como iba cuando trabajaba a mis órdenes), y yo soy sólo un pobre hombre. Pero yo tengo oportunidad de ejercer mis derechos igual que usted, ¿comprende?
—¡Oh, no! La cosa no es tan negra como usted la pinta. Yo no tengo derechos; de tenerlos no estaría aquí. Usted tampoco obtendrá los suyos; pero tendrá algo mucho mejor. No se preocupe.
—Eso es precisamente lo que digo, que no he obtenido mis derechos. Siempre hice lo que estuvo en mi mano y nunca hice nada censurable. No entiendo, pues, por qué debo estar por debajo de un miserable asesino como usted.
—¿Quién sabe si lo va a estar? Limítese a ser feliz y venga conmigo.
—¿Por qué sigue disputando? Sólo le estoy explicando la clase de hombre que soy, y únicamente pido mis derechos. No pido la maldita caridad de nadie.
—Pues hágalo. Enseguida. Pida por caridad. Todo lo que hay aquí se consigue pidiéndolo, y nada se puede comprar.
—Eso puede estar muy bien para usted, lo concedo. Si optan por dejar entrar a un miserable asesino por el simple hecho de que en el último momento se lamenta mucho, eso es asunto suyo. Pero yo no me veo viajando en el mismo barco que usted, ¿comprende? ¿Por qué tendría que hacerlo? Yo no quiero caridad. Soy una buena persona, y si se hubieran respetado mis derechos, tendría que haber estado aquí hace ya tiempo. Puede decirles que lo he dicho yo.
El otro movió la cabeza.
—Usted no puede hacer algo así —dijo—. Sus pies no se endurecerán nunca lo suficiente como para caminar por nuestra hierba. Caería rendido antes de que llegáramos a las montañas. Y eso no es del todo cierto, ¿sabe?
La alegría le bailaba en los ojos al decir estas palabras.
—¿Qué es lo que no es cierto? —preguntó malhumorado el Fantasma.
—Usted no ha sido una buena persona ni ha hecho todo lo que estaba en su mano. Ninguno de los dos lo hemos sido ni hemos hecho lo que estaba en nuestras manos. Pero ¡que Dios le bendiga!, ya no importa. No hay por qué entrar ahora en ese tema.
—Oiga —gritó el Fantasma—. ¿Se atreve usted a decirme a mí que no he sido una buena persona?
—Por supuesto. ¿Pero tengo que hablar de todo eso ahora? Le diré algo para empezar. Asesinar al viejo Jack no fue la peor de mis acciones. Fue cosa de un momento, y yo estaba medio loco cuando lo hice. Pero a usted lo asesiné, en mi corazón, deliberadamente y durante muchos años. Yo solía pasarme las noches despierto pensando lo que le haría si alguna vez tenía la oportunidad. Ésa es la razón por la que ahora he sido enviado a su lado: para pedirle perdón y ser su criado todo el tiempo que usted necesite un criado, y más aún si le place. Yo fui el peor, pero todos los que trabajaban bajo sus órdenes sentían lo mismo. Usted nos puso las cosas muy difíciles, ¿sabe? Y también se las puso muy difíciles a su esposa y a sus hijos.
—Ocúpese de sus propios asuntos, joven —dijo el Fantasma—. Nada de insolencias, ¿entendido? No voy a permitir ninguna insolencia suya acerca de mis asuntos privados.
—No hay asuntos privados —replicó el otro.
—Y le diré otra cosa —prosiguió el Fantasma—. Puede irse si quiere, ¿comprende? No es usted persona grata. Yo puedo ser un pobre hombre, pero no hago migas con un asesino, y menos aún voy a recibir lecciones de él. Le puse las cosas difíciles a usted y a otros como usted, ¿verdad? Pues si lo tuviera otra vez a mis órdenes, le iba a enseñar lo que es trabajar.
—Venga y enséñemelo ahora —dijo el otro, risueño—. Será una gran alegría ir a las montañas, pero habrá mucho trabajo.
—¿No creerá que voy a ir con usted?
—No se niegue. Usted solo no llegará; y es a mí a quien han enviado para acompañarle.
—En eso consiste el truco, ¿verdad? —gritó el Fantasma, con voz aparentemente cortante, aunque, en mi opinión, sus palabras expresaban una especie de triunfo. Le habían suplicado y podía negarse. Todo esto le parecía que le daba una cierta superioridad—. Yo sabía que habría algún abominable disparate. Son una pandilla, una pandilla sangrienta. Dígales que no voy a ir, ¿comprende? Prefiero ser condenado a seguir con usted. He venido aquí a hacer valer mis derechos, ¿entiende? No he venido para seguir implorando caridad cosido a sus faldas. Si son demasiado buenos para que yo esté con ellos y sin usted, me iré a casa —en ese momento, en que en algún sentido podía proferir amenazas, se sentía casi feliz—. Eso es lo que pienso hacer —repetía—. Me iré a mi casa. Eso es lo que haré. No he venido aquí para que me traten como un perro. Me iré a mi casa; sí, eso es lo que pienso hacer. Maldita sea toda vuestra pandilla.
Al final, refunfuñando aún, pero también lloriqueando, mientras andaba con tiento por las hierbas afiladas, se alejó.