No estuve mucho tiempo a merced del poeta de cabellos enmarañados, pues otro pasajero interrumpió nuestra conversación. Pero antes de que eso sucediera yo había aprendido ya mucho acerca de él. Parecía ser un hombre especialmente maltratado. Sus padres no le habían querido jamás, y ninguno de los cinco colegios en los que se había educado parecía estar preparado para un talento y un temperamento como los suyos. Para colmo de desgracias, había sido de esos muchachos para los que el sistema de exámenes funciona con la máxima injusticia e irracionalidad.
Al llegar a la Universidad empezó a entender que las injusticias no ocurrían por azar, sino como resultado inevitable del sistema económico. El capitalismo no ha esclavizado sólo a los trabajadores; además ha corrompido el gusto y vulgarizado el intelecto. De ahí procede nuestro sistema educativo y la falta de «reconocimiento» que sufren los nuevos genios.
Este descubrimiento hizo de aquel hombre un comunista. Pero conforme fue avanzando la guerra y vio a Rusia aliada con los gobiernos capitalistas, se sintió aislado una vez más y hubo de hacerse pacifista. Las afrentas sufridas en esta fase de su carrera, confesaba, le habían amargado. Decidió que podía servir mejor a la causa yéndose a América. Pero entonces América entró también en guerra. En esta época, Suecia se le presentó, súbitamente, como la patria de un arte verdaderamente nuevo y radical, pero ninguno de los diferentes tiranos le había dado facilidades para ir a Suecia. Tenía dificultades económicas, pues su padre, que no había logrado rebasar la abominable presunción y la complacencia mental de la época victoriana, le pasaba una pensión ridícula e insuficiente. También había sido muy maltratado por una muchacha. Aquel hombre había creído que la joven tenía una personalidad verdaderamente civilizada y adulta, hasta que ella se le reveló, de improviso, como un montón de prejuicios burgueses e instintos monogámicos. La envidia y el carácter dominante eran defectos que le disgustaban especialmente. Ella también se había mostrado siempre mezquina en asuntos de dinero. Ésa fue la gota que colmó el vaso, y aquel hombre se tiró a la vía del tren.
Yo me sobresalté, pero él no lo advirtió.
Incluso después, continuó, siguió persiguiéndole la mala suerte. Fue enviado al pueblo gris; pero se trataba, como es lógico, de un error. Yo descubriría, según me aseguró, que los demás pasajeros regresarían conmigo en el viaje de vuelta. Pero él no; él iba a quedarse «allí». Estaba completamente seguro de que, por fin, iba al lugar donde su espíritu primorosamente crítico no sería ultrajado por un ambiente desagradable, donde hallaría «reconocimiento» y «aprecio». Mientras tanto, como yo no me había traído las gafas, él me leería el pasaje sobre el que tan indiferente se había mostrado Cyril Blellow.
Pero en ese mismo instante nos interrumpieron. Una de las reyertas, siempre a punto de estallar en el autobús, estalló, y se produjo un alboroto momentáneo. Se sacaron cuchillos y se dispararon pistolas, pero todo parecía extrañamente inofensivo. Cuando pasó la pelea, comprobé que yo estaba ileso, aunque en otro asiento y con otro compañero. Era un hombre de aspecto inteligente, con la nariz ligeramente bulbosa y un bombín en la cabeza. Miré por la ventana. Estábamos tan alto que las cosas de abajo se habían vuelto borrosas, no podía ver ni ríos, ni montañas, ni sembrados. Tenía la sensación de que el pueblo gris ocupaba todo el campo visual.
—Parece la sombra de un pueblo —me permití observar—. No lo puedo entender. Los barrios que se ven están totalmente vacíos. ¿Tuvo alguna vez una población más numerosa?
—En absoluto —contestó mi vecino—. El problema está en que hay muchas pendencias. Cuando alguien llega, se instala enseguida en una calle; pero antes de veinticuatro horas, ya ha tenido algún altercado con el vecino. No ha pasado todavía una semana cuando, tras verse enredado en crueles riñas, decide irse a otro sitio.
Lo más probable es que encuentre vacía la siguiente calle, pues las personas que la habitaban también se peleaban con sus vecinos y se mudaron; de ser así, se instalará allí. Si por casualidad la calle está llena, buscará otra. Pero da igual dónde se quede; seguro que, sin tardar mucho, tendrá nuevas pendencias que le obligarán de nuevo a mudarse. Finalmente se irá a vivir a las afueras de la ciudad y se construirá una nueva casa. Aquí es muy fácil, ¿entiende? Sólo hace falta pensar en una casa y ya se tiene. Así es como la ciudad continúa creciendo.
—¿Dejando cada vez más calles vacías?
—Así es. Aquí sobra tiempo. El lugar donde subimos al autobús se halla a cientos de kilómetros del Centro Cívico, que es donde dejan a los recién llegados de la tierra. La gente con la que se ha topado vivía ahora cerca de la parada de autobús, pero les ha costado siglos —de nuestro tiempo— llegar allí por traslados sucesivos.
—¿Y qué pasa con los primeros que llegaron? Quiero decir que debe de haber mucha gente que vino de la tierra hace más tiempo.
—Desde luego. Han estado trasladándose sin cesar, y se han separado cada vez más, y ahora ya están tan lejos que no pueden siquiera pensar en venir hasta la parada de autobús. Son distancias astronómicas. Cerca de donde yo vivo hay un terreno ascendente, y un vecino tiene un telescopio, así que se pueden ver las luces de las casas donde viven esos viejos, separados millones de kilómetros. Millones de kilómetros alejados de nosotros y entre ellos mismos. Cada vez se alejan más. Ésa es una de las decepciones; yo creía que aquí encontraría personajes históricos interesantes, pero no ha sido así. Están demasiado lejos.
—¿Llegarían a tiempo a la parada de autobús si se pusieran en camino?
—Teóricamente sí. Pero sería una distancia de años luz. Y ahora no querrían. Esos viejos tipos, como Tamerlán, Gengis Khan, o Julio César, o Enrique V, no querrían.
—¿No querrían?
—Así es. El más cercano de esos viejos es Napoleón. Lo sabemos porque dos jóvenes hicieron un viaje para verle. Se pusieron en camino mucho antes de que yo llegara, por supuesto, pero ya estaba aquí cuando regresaron. Necesitaron unos quince mil años de nuestro tiempo. Ahora hemos divisado la casa: es como un destello de luz sin nada más a su alrededor en millones de kilómetros.
—¿Pero llegaron hasta allí?
—En efecto. Napoleón se había construido una enorme casa de estilo imperial: hileras de ventanas flameantes de luz que, vistas desde donde nosotros vivimos, parecen sólo un ligero destello.
—¿Vieron a Napoleón?
—Naturalmente. Subieron y miraron por una de las ventanas. Napoleón estaba bien.
—¿Qué hacía?
—Paseaba de arriba abajo, siempre de un lado para otro, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, sin parar ni un momento. Los dos muchachos estuvieron observándole casi un año y no le vieron parar en todo el tiempo. Murmuraba sin parar: «Soult tuvo la culpa. Ney tuvo la culpa. Josefina tuvo la culpa. Los rusos tuvieron la culpa. Los ingleses tuvieron la culpa». Así constantemente; no paró ni un momento. Era un hombre gordo y pequeño, y parecía vagamente cansado. Pero también parecía incapaz de parar.
Por las vibraciones deduje que el autobús seguía moviéndose, pero ahora no se podía ver nada por las ventanas que pudiera confirmarlo. Nada salvo el vacío gris arriba y abajo.
—Entonces —dije—, ¿el pueblo seguirá extendiéndose indefinidamente?
—En efecto —contestó el Hombre Inteligente—. Salvo que alguien haga algo para evitarlo.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, de hecho, y que quede entre nosotros, ésa es mi tarea en este momento. ¿Qué le pasa a este lugar? El problema no es que la gente sea pendenciera; eso es sólo un rasgo de la naturaleza humana que ha existido siempre en la tierra. El problema es que no tienen necesidad alguna. Cada cual puede conseguir lo que quiera (salvo, naturalmente, buenas cualidades) con sólo imaginarlo. Ésa es la razón por la que no supone ninguna dificultad trasladarse de una calle a otra o construirse una casa nueva. En otras palabras, no existe base propiamente económica para ninguna forma de vida en comunidad. Si necesitaran tiendas de verdad, tendrían que vivir cerca de donde estuvieran situadas. Si necesitaran casas de verdad, tendrían que estar cerca de donde estuvieran los constructores. Es la escasez lo que hace posible que la sociedad exista. Y ahí es donde entro yo. Yo no hago el viaje por placer; hasta donde se me alcanza, no creo que me gustara vivir allí arriba. Pero si pudiera regresar con algunas mercancías de verdad —algo que realmente se pueda morder, o beber, o que sirva para sentarse—, ahí abajo, en nuestro pueblo, la gente empezaría a demandarlas y yo montaría un pequeño negocio. Tendría algo para vender. Pronto habría gente dispuesta a vivir cerca: centralización. Dos calles densamente pobladas alojarían a la gente expandida ahora por un millón de kilómetros cuadrados de calles vacías. Obtendría una ganancia muy pequeña pero también sería un benefactor público.
—¿Quiere decir que si tuvieran que vivir juntos, aprenderían poco a poco a ser menos pendencieros?
—La verdad es que no lo sé, pero creo que se mantendrían algo más sosegados. Habría posibilidad de crear una fuerza de policía e imponerles algún tipo de disciplina. En todo caso (aquí bajó la voz) sería mejor. Todo el mundo lo reconoce. La seguridad depende del número.
—Seguridad ¿de qué? —comencé a preguntar, pero mi compañero me dio un codazo para que me callara.
Yo cambié la pregunta.
—Pero, oiga —le dije—, si pueden conseguirlo todo con sólo imaginarlo, ¿por qué iban a querer cosas de verdad, como usted las llama?
—¿Que por qué? Bien, les gustaría tener casas en las que no entrara la lluvia.
—Las casas que tienen ahora, ¿no?
—Por supuesto que no. ¿Cómo podrían construirlas?
—¿Para qué las construyen, entonces?
El Hombre Inteligente acercó su cabeza a la mía.
—Otra vez la seguridad —murmuró—. Por lo menos la sensación de seguridad. Ahora todo está bien, pero después… ya me entiende.
—¿Qué? —dije casi involuntariamente, bajando la voz hasta convertirla en un susurro.
Él expresó su opinión en voz baja esperando que yo supiera leer en sus labios. Acerqué mi oído a su boca.
—Hable alto —le dije.
—Dentro de poco oscurecerá —susurró.
—¿Quiere decir que la tarde se va a convertir realmente en noche?
Asintió con la cabeza.
—¿Y qué va a pasar cuando suceda? —pregunté.
—Bien…, nadie quiere estar fuera cuando ocurre.
—¿Por qué?
Su respuesta fue tan sigilosa que tuve que pedirle varias veces que la repitiese. Después de que lo hiciera, y como yo estaba un poco irritado (como nos solemos irritar habitualmente con los cuchicheadores), respondí sin acordarme de bajar la voz.
—¿Quiénes son ‘Ellos’? —quise saber—. ¿Qué teme que le hagan? ¿Y por qué habrían de salir con la oscuridad? ¿Y qué protección podría ofrecer una casa imaginaria si hubiera algún peligro?
—¡Eh, ahí! —gritó el Hombre Grande—. ¿Quién está contando esos chismes? Vosotros dos, dejad de cuchichear si no queréis recibir una paliza, ¿comprendido? Difundir rumores, así es como yo lo llamo. Y tú, Ikey, cállate de una vez.
«Bien dicho». «Escandaloso». «Habría que denunciarlos». «¿Cómo se les ha permitido subir al autobús?», gruñían los pasajeros.
Un hombre gordo y esmeradamente afeitado, que estaba sentado enfrente de mí, se inclinó y se dirigió a mí en un tono culto.
—Discúlpeme —dijo—, pero no he podido evitar oír fragmentos de su conversación. Es sorprendente que persisten estas supersticiones primitivas. Perdone, ¿qué dijo usted? ¡Oh, válgame Dios!, no hay más que supersticiones. No hay la menor evidencia de que el crepúsculo vaya a dar paso a la noche. En los círculos instruidos se ha producido un cambio de opinión revolucionario al respecto. Me sorprende que no se haya enterado. Todas las pesadillas y fantasías de nuestros antepasados están siendo superadas.
Lo que vemos ahora, envuelto en una penumbra tenue y delicada, es la promesa del amanecer: el lento viraje de una nación entera hacia la luz. Lenta e imperceptiblemente, por supuesto. «Y la luz, cuando llega el alba, no entra sólo por las ventanas que miran a Oriente». Esa pasión por las cosas «reales» de que habla su amigo no es más que materialismo, ¿comprende? Es una tendencia retrógrada. Sumisión a la tierra. Anhelo de materia.
Pero nosotros consideramos esta ciudad espiritual —a pesar de sus defectos es espiritual— como un semillero en que las funciones creativas del hombre, liberadas de las trabas de la materia, comienzan a volar con sus propias alas. Un pensamiento sublime.
Algunas horas después se produjo una novedad. El autobús comenzó a iluminarse. El color gris del espacio exterior adquirió una tonalidad como de barro, luego otra nacarada, después tomó un tenue color azul, luego un azul brillante que hería los ojos. Parecía que flotábamos en un completo vacío. No se divisaba ni tierra, ni sol, ni estrellas: sólo el abismo radiante. Abrí la ventanilla que tenía al lado. Un frescor delicioso entró durante unos segundos, y luego…
—¿Qué demonios está haciendo? —gritó el Hombre Inteligente, echándose de modo grosero sobre mí y cerrando repentinamente la ventanilla—. ¿Quiere que pesquemos un resfriado de muerte?
—Dele una bofetada —dijo el Hombre Grande.
Yo eché un vistazo por el autobús. Aunque las ventanas estuvieran cerradas —habían echado enseguida las cortinas—, el autobús estaba lleno de luz. Era una luz inclemente.
Me sobrecogieron los rostros y las figuras que me rodeaban. Eran rostros estereotipados, llenos de imposibilidades, no de posibilidades; unos flacos, otros hinchados; los había que miraban con ira y con necia crueldad, y otros que se sumían en sueños de los que parecían no poder salir. Pero todos eran, de un modo u otro, rostros deformados y apagados. Uno tenía la impresión de que podían deshacerse en pedazos en cualquier momento si la luz iluminaba con más fuerza. Después vi mi rostro reflejado en el espejo de la parte posterior del autobús.
Y la luz seguía creciendo.