12 de agosto de 1999
Aquel doce de agosto Raimundo se dirigía a la editorial de Carlos. Desde la muerte de Arturo llevaba trabajando en una gran historia de suspense. ¡Por fin estaba terminada! Se acercó al quiosco de prensa y como cada mañana compró un ejemplar del periódico El País. En su primera página el titular reflejaba uno de los grandes acontecimientos astronómicos que había sucedido el día anterior, justo a la misma hora que él había dado por finalizada su obra. Raimundo tomó asiento en su terraza habitual y pidió el desayuno mientras leía el titular:
Miles de personas celebran la fiesta del Sol Negro.
El último eclipse total del Sol del milenio apagó ayer la estrella por completo durante unos dos minutos en una franja de 14 000 kilómetros de largo, entre el Atlántico norte y el golfo de Bengala…
Raimundo sonrió. La coincidencia del eclipse de Sol con el fin de su obra le agradó. Seguro de sí mismo lo interpretó como un presagio que le traía recuerdos vagos de un sueño de infancia. Continuando con la lectura pasó a las páginas interiores. Sobresaltado se detuvo en la página veintitrés del diario. En la columna derecha figuraba la declaración de uno de los astronautas de la estación espacial Mir. El francés Jean-Pierre Haigneré, según manifestaba el diario, comparaba la visión del eclipse desde la nave con «Un dedo negro posado sobre la Tierra, como el dedo de una hechicera». Raimundo no pudo contener un escalofrío ante la comparación del astronauta. Por un momento tuvo el presentimiento de que aquella visión no correspondía al dedo de una hechicera, sino al del diablo. Cerró el diario y tras pagar la consumición se dirigió al despacho de Carlos.
—¡Qué sorpresa! —dijo el editor al verlo entrar—. Cuando me dijo mi secretaria que estabas aquí, no podía creérmelo. ¡Cuéntame cómo estás! Y Carlota, ¿se ha recuperado? —inquinó Carlos.
—Aún no. Pero se le pasará. Tienes un aspecto estupendo —dijo Raimundo.
—Sí. Vamos a tener otro niño. Las pruebas lo han confirmado.
—¡Enhorabuena! Eso es una gran noticia.
—Dime, ¿cómo es que has venido a verme? —preguntó Carlos.
—Traigo esto para ti —dijo Raimundo depositando un bloque de folios encuadernado sobre la mesa de Carlos.
—¡No puedo creerlo! Al fin te has decidido. ¿Es una novela?, ¿lo es? —Raimundo asintió con la cabeza—. Carlota la habrá leído, claro.
—No. Se ha negado. Verás, es que está basada en un hecho real: en los asesinatos que cometió Rosario. Cuento toda la historia, desde Abelardo Rueda hasta la muerte de Arturo… Por eso Carlota no ha querido leerla. Quiere olvidarse de todo eso.
—¡Lo entiendo! Pero que me perdone Carlota, esto puede ser un número uno en ventas —dijo Carlos cogiendo la copia—. Epitafio de un asesino es un título muy sugestivo —dijo el editor tras leerlo.
—Sí. Es el título que Abelardo decía haberle dado a la obra que nunca escribió. Lo he puesto en su memoria —contestó Raimundo
—Siempre supe que eras un escritor. Yo los huelo, los huelo a miles de kilómetros. Los editores tenemos un sentido especial. Es un don; oléis a libro recién impreso.
—Te entiendo. Yo siempre he pensado que todo tiene su olor. Incluso el futuro huele.
—¿Ves? Eso sólo lo podría haber dicho un literato. Empezaré a leerlo hoy mismo. No se la pasaré a nadie. Esto es como un embarazo; llevo gestando tu talento tanto tiempo que eres como mi hijo —dijo Carlos entusiasmado…