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—No sabe lo agradecida que le está la cofradía —dijo el agustino—. Su entrega supone nuestra tranquilidad; la tranquilidad de la humanidad.

—Sabe que no creo en esas cosas. Soy ateo. Le agradecería que me hiciera entrega del dinero. No puedo perder mucho tiempo.

—Le advierto que este dinero procede de la venta, del pago por la herejía que cometió el padre Jonás. No es dinero limpio. Estoy en mi deber de avisarle de lo que supone que usted lo coja.

—No diga más tonterías. Yo le entrego su libro y usted me paga la entrega. Lo suyo si que es sucio. Mira que ocultar información sobre Dios… Todos tenemos derecho a saber, ¿no, padre?

—¿Usted cree? —dijo el monje mirándole fijamente.

—Por supuesto.

—Creo que todos no. Debería plantearse pedirle perdón a Dios por sus crímenes.

—¡Oiga! ¡Cómo se atreve a acusarme de asesinato!

—Yo no le acuso de nada. Usted mató a la persona que tenía el libro. Podía haberlo conseguido sin matar a nadie. Nosotros ya estábamos tras sus pasos. Su mujer nos informó de sus descubrimientos. Pero usted se adelantó a nuestros propósitos. Todo le resultó demasiado fácil y en esta vida nada es fácil, créame. ¿No se ha parado a pensarlo? Todo cuesta un esfuerzo. Alguien le ha estado allanando el camino y debería haberse dado cuenta de que precisamente no es el camino del bien el que se le ha facilitado.

—¿Me va a dar el dinero? Tengo prisa —dijo Raimundo colérico.

—¡Por supuesto! Pero antes entrégueme las tres páginas que faltan, ¿o se las dejó por el camino? —Raimundo miró al sacerdote y el ejemplar. En aquel momento se dio cuenta de que había dejado en la caseta de Valdemorillo las páginas del libro y las láminas de Abelardo. Confuso y nervioso miró al monje—. Tenga —dijo el agustino entregándole un sobre—. En él están los dibujos que Abelardo Rueda hizo durante su permanencia en el psiquiátrico. Las páginas del libro sagrado están ya a buen recaudo. Hay que ser un poco más cuidadoso. El señor del mal siempre está acechando y es traicionero como sus servidores. Supo que usted devolvería el ejemplar y decidió nublar su memoria para que no lo entregase completo.

—Me estaban siguiendo. ¡Esto es increíble! Dejan que yo haga el trabajo sucio y ustedes se quedan con el botín.

—No equivoque los términos. Ya le dije que llegamos tarde. En esos dibujos hay algo que se le pasó por alto. También está usted reflejado, sólo que por lo que veo se ha convertido en ciego y no se ha visto. Creo que si hubiese sido más observador no habría matado a nadie. Sencillamente nos hubiera pasado la información y eso, el no cometer un pecado mortal, le habría limpiado el alma —dijo dándole el dinero a Raimundo—. Alfa y Omega, como usted escribió, todo es así. ¡Vaya usted con Dios!

Raimundo se quedó sentado en el porche del restaurante La Caña Vieja mirando cómo el coche del sacerdote tomaba rumbo a El Escorial. Pidió un café y sacó los dibujos de Abelardo. Fue observándolos incrédulo pero lleno de curiosidad hasta que llegó a uno que antes no había visto, que juraría que nunca estuvo en las paredes del hospital. En él aparecía un sacerdote con un libro en la mano: el Santo Grial. Al lado estaba el ciego, y el perro que llevaba sujeto a la cadena tenía su cara, la cara de Raimundo, como le había manifestado el agustino momentos antes. Sobrecogido, arrugó el papel con fuerza. «No debí entregarles el libro —pensó—. Todos los curas son iguales. Maldita historia. ¡Lo que me faltaba!, que la Iglesia me declare la guerra por conocer su secreto, cuando he sido yo el que les ha ayudado a recuperar el libro».