12 de junio. Valdemorillo, Madrid.
Cinco de la mañana.
Arturo estaba tendido sobre una cama de estructura metálica. Su cuerpo se hundía en el colchón de espuma que carecía de cualquier tipo de funda o sábana. Tenía las muñecas atadas con una soga al cabecero y los pies, descalzos, permanecían sujetos por los tobillos, inmovilizados contra el somier de latón, como dispuestos para una crucifixión. Una cuerda de un considerable grosor que apenas le permitía respirar, rodeaba su cuello. La atadura daba la vuelta a la cama, dejándole inmovilizado por completo. Cuando abrió los ojos, un fuerte dolor le hizo volver a cerrarlos.
—¡Raimundo! —gritó—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
Nadie le contestó. Abrió los ojos de nuevo y al hacerlo creyó estar dentro de una pesadilla. Miró con desesperación alrededor. Intentó incorporarse, pero la soga que adhería su cuello a la cama le impedía levantar la cabeza. Quiso chillar con más fuerza que la vez anterior y la sensación de ahogo le obligó a disminuir el volumen.
—¡Raimundo! ¡Joder! ¿Dónde estás?
Miró hacia arriba sin mover la cabeza. El techo bajo, con un único punto de luz central del que pendía una bombilla sujeta al casquillo, mostraba las úlceras que la humedad había hecho en el encalado; agujeros purulentos por donde se asomaba amenazante el rastro del paso implacable del tiempo. Tomó aire y miró a su derecha contemplando horrorizado los dibujos a carboncillo que decoraban los viejos tabiques. En la pared derecha estaban clavados los que Abelardo Rueda hizo sobre la Pasión de Cristo y, de igual forma, en el tabique izquierdo, permanecían expuestas las láminas que representaban al escritor cargando con un libro sobre sus hombros. Sobre el cabecero, los dibujos del ciego con Cancerbero sujeto a la cadena de gruesos eslabones de acero. Bajo éstos, una lámina de mayor proporción mostraba una especie de código alfanumérico que terminaba con las palabras «ALFA» y «OMEGA», que Arturo no podía ver debido a la postura que le obligaba a mantener las ataduras.
El lugar estaba completamente vacío. En apariencia no había más que la cama donde él se encontraba inmovilizado. Cerró los ojos y volvió a abrirlos con desesperación. No entendía qué pasaba. ¿Cómo había llegado hasta aquel lugar? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Raimundo? ¿Quién había hecho aquellos dibujos? ¿Quién era el autor de aquellas figuras que parecían mirarle amenazantes?
«No debí fiarme de él —pensó—, es un ingenuo. Seguro que le han tendido una trampa y hemos caído en ella. Seguro que el hijo de puta de Carlos estaba de acuerdo con el informador del bar. Tal vez le haya matado. ¡Pobre Raimundo!».
Desesperado intentaba encontrar una explicación lógica a lo que estaba pasando, una explicación que colocara a Raimundo en una situación más privilegiada que en la que imaginaba que podía encontrarse. La puerta se abrió. Arturo trató una vez más de incorporarse para ver quién entraba, pero no pudo.
—¡Por favor! ¡Ayuda! ¿Dónde está mi amigo? —dijo en un tono ahogado.
—Los asesinos no tienen amigos. Los ladrones tampoco. ¡Tú nunca has tenido amigos! Un hombre que asesina a su mujer no se merece ningún respeto —dijo Raimundo acercándose a la cama.
Raimundo llevaba en sus manos una silla de montar. Sonriente depositó la montura en el suelo y se sentó en ella. Separó la fusta que colgaba de la silla y golpeó dos veces el suelo. Famélico de venganza, con los ojos desorbitados, miró a Arturo y dijo:
—Yo soy el Octavo Jinete. Tal como te hice saber, he venido a ejecutarte. Tu muerte ya está escrita.
Arturo palideció. «Esto es un sueño, una pesadilla. ¡Tiene que serlo! Debe ser producto del efecto del whisky. Tomé demasiado whisky», pensó cerrando los ojos.
—¡Hijo de puta! —gritó en un jadeo—. Me drogaste. ¿Por qué? Yo no te he hecho nada.
—Siempre fuiste un ególatra. Un maldito vanidoso, un prepotente. Sin embargo, no eres más que basura. Mierda procedente de las cloacas. Ha llegado tu hora. Nunca más volverás a matar. ¡Nunca más!
—No entiendo nada de lo que dices. Debes de haber perdido el juicio —dijo Arturo desesperado.
—No he perdido nada. Tú eres el responsable de la reclusión de Abelardo. Tú mataste a Adela; ella no se suicidó. Mataste a toda esa gente. Yo soy tu verdugo. Soy el amigo de Abelardo Rueda. Conmigo era con quien se veía en La Caña Vieja.
—No puedo creerlo —dijo Arturo impresionado—. ¿Sabías que yo era el asesino? Lo sabías. Tú eres el autor de los anónimos. ¿Qué quieres?, ¿dinero? Te daré todo lo que tengo, pero no me mates. ¡Juro que te lo daré todo! Podemos hacer un trato… —dijo desesperado—. Yo no maté a Abelardo. Él se suicidó. Tú lo sabes, estabas allí. No tuve la culpa de su muerte.
—Sí la tuviste. Sé tus verdaderas intenciones, todos y cada uno de tus actos perseguían el mismo fin. Nunca te importó Abelardo, ni ninguna de tus víctimas. Sólo buscabas hacerte con esto —dijo alzando las tres páginas del libro llamado el Santo Grial.
Arturo, al ver las páginas del libro, inconscientemente intentó levantarse, pero la presión de la soga en su cuello se lo impidió.
—¿De dónde las has sacado? —preguntó ansioso—. Esas páginas son mías. Pertenecen a una antigüedad que me vendió un monje; pagué por ellas. ¿Qué quieres?, dime cuánto quieres que te dé por ellas.
—¡Maldito prepotente! Aún sigues pensando que todo tiene un precio. Olvidas el principio básico de los negocios. Antes hay que saber si existe el vendedor. Esto no tiene dueño; no pertenece ni pertenecerá a nadie. Es como el aire o el movimiento de rotación de la Tierra; es algo que no se puede vender ni comprar… Eres un ignorante.
—Son mías. Pertenecen al libro que le compré al monje. No me importa volver a pagar para que me las devuelvas. No me vengas con estupideces y ponles precio —dijo ahogado.
—Nunca supiste dónde te habías metido, ni tan siquiera te molestaste en averiguarlo. Para ti no hay nada más importante que tú mismo. Tu egoísmo y tu vanidad han hecho que pierdas el rumbo de tu vida. Estas páginas no contienen ninguna receta para alcanzar la inmortalidad. Estas páginas tienen un valor que va más allá de eso.
—No sé a qué te refieres. Tú sí que no sabes de qué hablas. Creo que alguien te ha contado una patraña —dijo Arturo intentando que Raimundo le diera más explicaciones sobre lo que sabía acerca del libro.
—En estas páginas, las páginas que Abelardo Rueda le arrancó al libro que tú tienes, no hay más secreto que el código para poder leer la obra en su totalidad. Sin ellas nadie puede leerlo, ya que sólo se encontrará con un puñado de palabras escritas sin orden ni concierto. El texto está en hebreo, latín y griego. Cada uno de los pasajes está en una lengua y consta de diez páginas, un total de treinta a las que se le añaden tres más: éstas —dijo alzando las hojas—. Como los años de Cristo, treinta y tres. Ninguno de los pasajes tiene sentido. A simple vista son un puñado de palabras que parecen haber sido espolvoreadas como si de azúcar se tratase. Como si las hubieran dejado caer sobre el papel. Sin embargo, están escritas en un orden preciso y medido, un orden que sigue una fórmula matemática diferente en cada una de las lenguas en las que aparecen y dan a conocer las verdades universales. Pero sólo teniendo las claves se llega a su decodificación; sin ellas el libro no es más que un diccionario sin definiciones, sin orden alfabético, sin sentido.
—Eso no puede ser posible. Tengo documentos que pertenecieron a mi padre que prueban que en esas páginas está el secreto de la inmortalidad.
—Cierto. En ellas reside ese secreto como otros muchos, pero no el de la inmortalidad humana sino el de la inmortalidad de Dios. Como dice su título, en las páginas del libro se habla de la verdadera naturaleza de Dios. Has perdido tiempo y dinero buscando este libro como otros muchos, pero tú, a diferencia del resto, has matado para conseguirlo sin que ello fuera necesario. A este mundo, querido odontólogo, no se le pueden aplicar las máximas del otro. Cada cosa pertenece a su espacio y a su tiempo y nunca las dos dimensiones podrán juntarse. Somos y seremos mortales hasta que dejemos de serlo, y eso sólo sucede cuando morimos; es una ley clara y precisa. Nunca se puede alcanzar la inmortalidad antes de pasar por el trance de la muerte carnal. Para ser inmortal hay que dejar de ser mortal. Ya sé que esto parece cuestión de simples conceptos lingüísticos, pero no es así. Nada hay en este mundo que nos lleve al otro si no es dejar de permanecer en éste. La única inmortalidad está en la muerte del cuerpo.
—Yo sólo buscaba algo que me pertenecía. No he matado a nadie —insistió Arturo—. Deja que me vaya. Quédate con las páginas. Incluso te daré el libro, si es eso lo que quieres.
—Estoy hablando completamente en serio. No voy a dejar que te marches. Voy a matarte. Te lo dije y no pareces creerme. Deberías comenzar a tomar conciencia de que éstas son tus últimas horas de vida. No puedo perdonar lo que has hecho; la tortura innecesaria a la sometiste a Abelardo. Nunca te lo perdonaré. ¿Ves todos estos dibujos? —dijo señalando las láminas de derecha a izquierda con su mano—. Pertenecen al tiempo que Abelardo estuvo en tratamiento psiquiátrico. ¿Recuerdas que yo estuve con él? —Arturo asintió—. En realidad no fui para desarrollar mi tesis, fui para buscar tu rastro, para dar con el verdadero culpable.
»Hacía mucho tiempo que Abelardo y yo nos conocíamos. Días después de que mataras a Teresa, su ama de llaves, me enseñó el anónimo donde le exigías que te entregara estas páginas, ya que si no lo hacía convertirías su obra en una realidad y le harías culpable de tus crímenes. En aquellos días ya sabíamos que el agustino que te vendió el Santo Grial se había suicidado. El monje era amigo mío desde la infancia y le dejó el libro a Abelardo atendiendo a una petición mía. Abelardo le dio su palabra de que no descifraría el texto ni lo haría público y que se lo devolvería de inmediato, como así fue. Pero no cumplió íntegra su promesa ya que, nada más ver el texto, supo que no se trataba del incunable que él andaba buscando. Aquel libro no pertenecía a la colección de herméticos de Juan de Herrera, ni tan siquiera Felipe II había conocido la existencia de esa obra. Aquel libro no era un libro más: era el verdadero Santo Grial. Tenía en sus manos la verdadera copa de la que Cristo bebió en su última cena. La copa del conocimiento supremo, el cáliz de la sabiduría. Todo era una metáfora, igual que lo es la del pan y el vino en la Ultima Cena. Abelardo entendió lo que tenía en sus manos y no pudo resistir la tentación de descifrarlo. El fraile le había comentado sus intenciones de venderlo, algo que a Abelardo no le extrañó: conocía el comercio fraudulento que existe con este tipo de mercancías. Pero cuando descifró el texto y entendió la importancia del contenido de sus páginas, cuando supo que aquello era el Santo Grial, como el propio texto indicaba, entendió que no sólo debía evitar que se diese a conocer su mensaje, sino que el libro cayese en las manos de un desaprensivo coleccionista. El fraile se negó a darle información sobre la persona que lo había comprado y se llevó tu nombre a la tumba. Abelardo le entregó el libro sin las tres páginas; sin decirle que las había arrancado. Después redactó una carta en la que le comunicaba lo que había hecho, pero nunca llegó a mandarla porque el agustino se quitó la vida cuando tomó verdadera conciencia de lo que había hecho. Esa carta estaba entre una de las copias de Epitafio de un asesino, la copia que se quedó en el ático de tu padre, la copia que Cristine te entregó aquella noche para que se la devolvieses a su dueño, algo que no hiciste nunca. El diablo anda jugando con las casualidades, componiendo coincidencias, dándonos a elegir. Compuso una para ti y tú tomaste la última decisión. Gracias a esa copia supiste que Abelardo era la persona que tenía las tres páginas que le faltaban al Santo Grial y decidiste hacerte con ellas. Lo que nunca imaginaste fue que si había sido capaz de arrancar aquellas hojas, también sería capaz de guardar silencio eterno sobre lo que había descubierto, aunque ello le costara la vida. Nunca imaginaste que no recuperarías las páginas, ¿verdad?
—¿Cómo puedes saber todo esto? —preguntó Arturo impresionado.
—Abelardo plasmó todo lo ocurrido en sus dibujos, en estos dibujos —dijo señalándolos—. Todos tienen un mensaje en clave. Ambos buscábamos tu identidad desde el comienzo de los crímenes. Yo le juré que daría contigo. Llegó a desconfiar hasta de su mujer. Ella era la única que tenía un acceso a las copias. Podía haber sacado una y habérsela entregado a otra persona. Todo podía formar parte de un complejo plan. La relevancia del libro daba lugar a todo tipo de especulaciones. Quien estuviera interesado en él podía ser capaz de cualquier cosa para tener el texto completo.
»Tu mayor error fue entrar en la agencia inmobiliaria de tu padre para llevarte el recibo del pago de Cristine. Ése fue el mayor de tus errores. Abelardo dejó en este dibujo —dijo señalando una de las láminas—, la clave doscientos cincuenta, el número del paseo de la Castellana donde él y Adela vivieron. La copia de Epitafio de un asesino sólo podía haber salido de allí durante la mudanza; tuvo que haber un inquilino más. El ciego, que para él era el diablo, lo esperaba en la calle. En sus zapatos está escrito en clave: “primer inquilino sin registrar, la filóloga”. Éste es Cancerbero, el guardián de la puerta del infierno. Así lo representó Abelardo. Está esperando la salida del texto que tú desgraciadamente llevarías a la realidad.
—Son conjeturas, simples conjeturas a las que tú has llegado por la paranoia de un enfermo que adulteró tu juicio profesional porque era tu amigo —dijo Arturo, intentando crear confusión en Raimundo.
—Las conjeturas se convierten en verdades cuando uno las comprueba, y eso fue lo que hice: comprobar todas las posibilidades. Localicé a Cristine; fue fácil. Lo único que tuve que hacer fue pedirle a un amigo que se pasase por la agencia y solicitara el nombre y la dirección del primer inquilino de la casa. Por supuesto que lo hizo haciéndose pasar por policía. Los empleados de tu padre no le pusieron objeción alguna. Estaban demasiado asustados por todo lo que había pasado. A través de unos amigos en Inglaterra me puse en contacto con ella. Fue fácil localizarla porque era un personaje público. Llamé diciendo que era un hermano del escritor fallecido. Le dije que andábamos buscando una copia extraviada de la novela y que pensamos en la posibilidad de que se hubiera quedado en el apartamento durante el traslado. Cristine tenía buena memoria. Me dijo que se la había entregado al hijo del propietario del edificio y que lo más probable es que aún estuviera en la inmobiliaria. Como verás, fue simple dar contigo. En ese mismo instante supe que tú eras el miserable que estaba llevando a la realidad mi novela. Así supe que Arturo Depoter había arruinado mi vida y había matado a toda esa gente. Desde entonces no he parado hasta ganarme tu confianza. Primero pasé a formar parte de tu equipo gracias a Juan Antonio. Después tú, llevado por mi juego, caíste en la desesperación, en la misma desesperación en la que sumergiste a Abelardo, y gracias a ello te entregaste a mí. Has sido tan estúpido; dudaste de Carlos, de la única persona honesta en todo este maldito asunto.
—¿Tu novela? —preguntó Arturo desconcertado—. Veo que tú y Abelardo os queríais demasiado. Raimundo, si yo hubiese sabido que tú eras su amante, te juro que si lo hubiese sabido, no habría hecho esto. Sólo he pretendido recuperar algo que es mío, algo por lo que pagué una fortuna y que llevo buscando toda mi vida. Nunca quise hacer daño a Abelardo; él se prestó a ello, sólo tenía que haber devuelto las páginas. Se alzó como salvador del mundo, hizo el imbécil. Debes estar conmigo en que nada merece la vida de nadie. Él debió plantearse las cosas, debió lavarse las manos y darme las páginas… Si lo hubiera hecho, ahora estaría vivo. El único culpable fue el monje, ni Abelardo ni yo teníamos responsabilidad alguna en relación con el contenido del libro. Tampoco tú la tienes. Puedes entregarme las páginas o destruirlas, pero lo mejor sería que te olvidases de todo y me dejases marchar. Si lo haces, ambos tendremos lo que siempre hemos querido. Tú tendrás posición y estabilidad económica, yo me encargaré de ello; y yo tendré el libro completo. Abelardo ya lleva muerto mucho tiempo y nada de lo que hagas le sacará de la tumba. Nada. Las parejas se renuevan, ya sabes eso de a rey muerto rey puesto —dijo intentando sonreír.
—¿Por quién me tomas? Sigues pensando que puedes comprarlo todo. Llevo detrás de tus pasos una eternidad. Eres un ingenuo. Tu muerte ya está escrita. No hay nada más que hacer.
—No entiendo nada. Vas a tirar por la borda tu posición. Todos los esfuerzos que has hecho hasta ahora. Sería mejor para ti que me entregases.
—¿Qué te entregue? —preguntó Raimundo riendo—. ¿A quién?, ¿a la policía?, ¿a los jueces?, ¿a un jurado popular…? ¿Para qué? En el hipotético caso de que te condenasen, ¿qué pasaría? Dirían que eres un loco y te internarían en un psiquiátrico… y tú no eres un loco. Tú eres un maldito caprichoso que de lo único que has carecido siempre ha sido del respeto a la vida. Por eso no mereces seguir viviendo. Teniendo en cuenta tu cordura, teniendo en cuenta tu posición, saldrías en poco tiempo. ¡Nunca te entregaré! Voy a matarte. Te mataré de la misma forma que tú mataste a todas esas personas. Serás la última víctima.
—¡Ahora lo entiendo! Fuiste tú el que mató a la mujer de Santander. Fuiste tú, ¿verdad? —preguntó Arturo.
—Sí. Con su muerte conseguí tener la certeza de que eras el responsable de todo. Entraste sólito en la red. Yo también sé jugar.
—No entiendo cómo no me di cuenta. ¿Cómo has podido engañarme? Pensé que eras mi amigo. Pensé que estabas investigando. ¿En qué has utilizado todo mi dinero?
—En tus regalos. En pagar a la gente que necesitaba para conseguir información de ti.
—Eres un asesino igual que lo soy yo. Eres igual de mezquino. Mataste sin necesidad a esa mujer; también a Cristine. Eres igual que yo, no puedes negarlo —dijo Arturo intentando ganar tiempo.
—Las dos muertes están justificadas. Le juré a Abelardo que nunca daría a conocer la existencia del Santo Grial; tampoco su verdadera apariencia. Mi único fin ha sido dar contigo. Tú, un ser miserable, carente de creatividad, vacío de todo a excepción de poder, del poder que da el dinero, te atreviste a destrozar mi vida. Eres mediocre y tuviste la osadía de variar mi destino. Juré que nunca te lo perdonaría. ¡Hoy estoy cumpliendo mi juramento!
—¿Tu vida? ¡No te entiendo! —dijo Arturo.
—Yo no he sido nunca el amante de Abelardo Rueda; él era heterosexual. Yo soy el autor de todas y cada una de las novelas de suspense de Abelardo Rueda. Él me contrató para eso. Cuando tú comenzaste a matar, cuando empezaste con tu burdo juego de llevar a la realidad mi obra maestra, Epitafio de un asesino, utilizando su trama para conseguir las páginas, ¡mataste mi imaginación! Violaste mi creación. Destruiste mi obra. Robaste a uno de mis hijos sin permiso. ¡Sin mi permiso! ¡Yo soy el creador! En los anónimos que mandaste a Abelardo, tú le llamabas el maestro, pero el autor, el maestro, era yo. Te equivocaste de persona. Cuando él me habló del primer crimen, del primer anónimo, el odio hacia ti, aun sin saber quién eras, se instaló en mis entrañas. Desde aquel instante comencé tu búsqueda.
—No puedo creerlo. Abelardo era un farsante. ¿Cómo dejaste que te utilizase? Te estaba utilizando. Él podía haberte presentado en los círculos literarios y tú podrías ser ahora un escritor famoso —dijo Arturo.
—Abelardo Rueda me pagaba por un trabajo que habíamos acordado. Le conocí cuando él estaba buscando un incunable que según había averiguado se titulaba La verdadera naturaleza de Dios. Me dedico, por mi cuenta, desde hace muchos años, al préstamo de ese tipo de mercancía. Mis contactos dentro de los pueblos de la Comunidad de Madrid son más extensos de lo que puedas imaginar. Hay demasiados incunables que no figuran en los registros, que se han dado por desaparecidos, pero que existen. La información que recogen sus páginas no es recomendable para algunas instituciones y por eso se veta su lectura. Los investigadores que conozco nunca hablan de la información recogida como algo veraz y comprobado, sino como parte de una ficción literaria, ése es uno de los puntos que se acuerdan, y que todos se ven obligados a cumplir. Nadie ha faltado a su palabra. No pueden hacerlo; arriesgarían demasiado. Así conocí a Abelardo.
»Le pusieron en contacto conmigo y yo le puse en contacto con el fraile, que le pasó el Santo Grial creyendo que ése era el ejemplar que Abelardo buscaba. Lo hizo por amistad hacia mí. Ese libro nunca había salido de su escondite. El fraile intimó con Abelardo y se sinceró con él. Le contó que te lo había vendido y que pensaba abandonar los hábitos y marcharse fuera de España. Abelardo no censuró la operación del cofrade; no lo hizo porque pensó que el libro que le había dejado para consulta era un libro más sobre magia, un incunable perteneciente a la colección de Juan de Herrera, que era lo que él en realidad estaba buscando. Pero se encontró con algo muy diferente. Se encontró con el verdadero Santo Grial. Impresionado por lo que tenía entre sus manos, me llamó. Aquel día quedamos en La Caña Vieja. Lo cierto es que a mí no me interesan mucho estos temas, pero sus explicaciones me dejaron aturdido. Dijo que había tomado la decisión de devolverle el libro al cofrade incompleto, que le quitaría las tres páginas que recogían las claves para descifrar el texto. Quería mi beneplácito, ya que yo era quien le había puesto en contacto con el fraile, que era mi amigo. En aquel momento no creí que aquel libro viejo, de hojas amarillentas e indescifrables, de tapas con forma de copa tuviese más valor que su antigüedad, ni que desvelase un secreto de tanta importancia. Más tarde tú me hiciste comprender que Abelardo tenía razón, que el libro contenía algo más poderoso que el dinero. Le dije que, si lo creía necesario, arrancara esas páginas. Imaginé que el fraile ni tan siquiera lo percibiría, pero no fue así.
»Aquel día fue cuando le di el manuscrito de mi primera obra de suspense, El asesino del carmín, para que lo leyera. Él, después de leerlo, me propuso editarla bajo su nombre. En realidad, querido Arturo, Carlos es mucho más inteligente que tú. Él supo desde el primer momento que yo era escritor. Abelardo me pidió que escribiese para él porque quería acabar aquella obra histórica sobre el monasterio y no podía escribir novela de suspense al mismo tiempo, y Adela se había comprometido con Carlos. Él no era un escritor de suspense; su literatura siempre fue histórica. Yo accedí. Decidimos que escribiría una trilogía y que habría una cuarta y última novela que se titularía Epitafio de un asesino. Después de que ésta se publicase, él ya habría concluido su trabajo sobre El Monasterio de El Escorial y Felipe II. Entonces retomaría la novela histórica con aquella obra que le tenía obsesionado y yo saldría a la luz como un nuevo talento, como uno de sus pupilos más destacados. Le di la patria potestad de mis obras. Él era el padre de mis creaciones. Yo era la madre de alquiler: las engendraba, las paría y después se las entregaba.
—Es increíble. Lo que no entiendo bien es por qué no sospechó de ti. Mis crímenes eran literales —dijo Arturo burlón.
—Abelardo siempre cambiaba parte de la trama después de que yo le hiciese entrega de las obras. Sabía que yo no era responsable de nada; lo supo desde el primer momento. Dar a conocer mi existencia o la de la obra habría supuesto poner a la policía sobre mí, y también sobre la existencia del libro y el comercio fraudulento en el que, tanto él como yo, estábamos metidos. Tú dejaste bien claro en tu primer anónimo lo que querías. Sólo nos faltaba saber quién eras. Ahora no sólo lo sé, sino que estás bajo mi yugo, como lo estuvieron todas las personas a las que mataste. Robaste la copia de mi obra y la llevaste a la realidad sin el permiso de su creador, que soy yo. Utilizaste mi creación para chantajear a mi benefactor y para matar. Nunca respetaste la creación, ¿cómo ibas a respetar la vida?
—¿Cómo no te denunció Adela? ¿Por qué nunca habló de ti? —preguntó Arturo que intentaba ganar tiempo, sopesando la posibilidad de que Raimundo se fuese apaciguando.
—Adela no me conocía. Nunca supo de mi existencia. Pensaba que Abelardo iba a La Caña Vieja porque era el sitio perfecto para aislarse, para comenzar o finalizar una novela. Sin embargo, allí se encontraba conmigo cada vez que yo emprendía una nueva historia y cuando ésta estaba terminada pasaba a recogerla y a pagarme por el trabajo. Ella murió sin saber que su marido no escribió ninguna de las obras de suspense.
—¡Joder! No puedes matarme —dijo Arturo desesperado.
—Cuando ingresaron a Abelardo en el psiquiátrico, conseguí hacerme cargo de él. Quería sacarle de allí, y la única forma de conseguirlo era encontrar al culpable. Abelardo no se curaría si no encontraba al asesino. Y no sólo eso, yo sabía que no volverías a matar hasta que él estuviese fuera del hospital o muerto. ¡Era evidente que estabas jugando con su vida desde el primer momento! Sólo querías recuperar estas páginas, pero no contaste con que él no pudiera soportar la presión a la que tú, la justicia, la sociedad y su esposa le habían sometido. Todos estaban contra él, incluso aquel libro le había traicionado; descifrar su contenido le condujo a una realidad inexistente. Cuando Abelardo ingresó en el hospital, temiste no poder dar con estas páginas nunca y decidiste engatusar a Adela: quizás ella podía saber dónde estaban, sólo era cuestión de esperar; pero también te equivocaste. Adela nunca supo nada, no lo supo hasta que yo le mandé la otra copia del manuscrito de Epitafio de un asesino, la primera versión, la que yo había escrito para Abelardo. En ella los crímenes no sucedían de igual forma. También le agregué una página en la que describía cómo había muerto el fraile. Lo hice para ponerla en antecedentes, para que supiese que detrás de los crímenes había algo más, que estaba en peligro. Adela, guiada por las pistas que yo le mandé, poco a poco fue atando cabos. Pero tú la mataste. No fue suficientemente lista. La ambición y la despreocupación por lo ajeno, una vez más la llevaron a la desgracia. Quisiste ser un dios, un dios de barro. Fuiste a por Goyo, ése fue un buen camino, mejor que el de Adela, pero Goyo nunca supo nada del texto sagrado, nadie lo sabía. Le avisé dejándole un mensaje en el contestador. Sus pasos iban bien encaminados. El abogado estaba llegando a conclusiones acertadas y creíste que sabía más de lo que parecía, pero de nuevo te equivocaste. Goyo nunca vio el ejemplar del Santo Grial, ni tan siquiera conocía su existencia, como tampoco supo de mi existencia ni de la verdadera relación que había entre Abelardo y yo.
—¿Por qué mataste a Cristine?
—Tenía que seguir el juego. Hacerte creer que estaba investigando y que había averiguado que ella había tenido la novela. Caíste en la trampa; pensaste que ella era la autora de los anónimos. Después la maté. Lo hice porque no quería pruebas. Nadie debía saber nada de Epitafio, porque si se descubría su existencia alguien podría investigar en esa línea y llegar hasta mí. Además, cuando Cristine me dijo que era amiga de Carlos, pensé que al matarla te haría pensar una vez más en Carlos como el autor de los anónimos. Y así fue. ¡Eres muy vulgar! ¡Eres demasiado simple! Nunca habrías llegado a dar con mi identidad.
—Te cogerán. Alguien descubrirá que te pusiste en contacto con Cristine. Alguien se dará cuenta de que me llamaste ayer. Mi muerte no tendrá sentido. Los cofrades acabarán llegando hasta ti.
—Nadie sabe que hemos quedado. El coche no es mío. Ayer no hable contigo. No puedes demostrar que lo hice porque te llamé desde una cabina, y tú nunca podrás contar nada sobre esa llamada porque pronto estarás muerto… Carlota no sabe adonde has ido. Nadie lo sabe, porque tú lo has mantenido en secreto por tu propio interés, por tu propia seguridad, por el mismo motivo que rompiste todas las cartas que te mandé. Esos textos daban a conocer tu identidad, el nombre del asesino. Tu viaje ha sido un tanto extraño, demasiado rápido. Tal vez todos piensen que estabas sometido a chantaje. Eso será lo que todos piensen; eso será lo que yo ratificaré. Mi secretaria me ha comunicado tus llamadas. Diré que no pude localizarte. Rosario será la asesina que dará por cerrado esta serie de crímenes en serie, entre los cuales la policía ha incluido a Cristine, tal como yo quería —dijo Raimundo burlón—. Nadie sabrá quién eres. Nadie te juzgará excepto yo. Yo soy tu verdugo, morirás como una víctima más del psicópata llamado el Octavo Jinete del Apocalipsis. Todos pensarán que la asesina era Rosario, una pobre mujer a la que ya has pagado cinco millones de pesetas para evitar que siguiera extorsionándote. Algo de lo que Carlota tenía conocimiento, algo de lo que Carlos te aviso. ¿Recuerdas aquel almuerzo? Yo te ofrecí mi ayuda. Más tarde hablé con ella y le dije que eras un cabrón, que te habías mofado de ella delante de Carlos, y le conté todo lo que una mujer no quisiera escuchar nunca. Después le propuse chantajearte. Ella entró en el juego como un corderito, escribiendo una página más de la historia. Entonces fue cuando, siguiendo mis instrucciones, llamó y amenazó a Carlota. Más tarde yo le di el primer cheque. Ahora está esperando la segunda entrega.
—¿Vas a matar a una mujer embarazada? —inquirió Arturo.
—¡Qué hijo de puta eres! Pretendes que crea que el hecho de que Rosario esté embarazada te sensibiliza. Tú la matarías igual. Mataste a Adela sin tener ninguna necesidad, simplemente porque temías que te denunciase, y eso que sabías que nunca lo habría hecho. Sólo quería mantenerse a salvo. Adela adoraba la vida y nunca se habría suicidado. No entiendo cómo nadie se dio cuenta de ese detalle.
»Rosario no está embarazada, nunca lo ha estado. La idea del embarazo se la di yo. Todo es invención mía. Soy escritor, ¿recuerdas? El mejor escritor de suspense de este siglo. No debes olvidarlo. Ella estuvo relacionada con Carlos, se acostó con Goyo, y se lo propuso a Abelardo, que fue el primero que la conoció, y éste la despreció. Es la mejor historia que he podido encontrar sin antes haberla imaginado. Cuando me enseñó las cintas no cabía en mí de gozo. Todo encajaba a la perfección. Estaba tan ofuscada por tus comentarios sobre ella que me mostró todo el material que guardaba. Quería hundirte en la mierda a ti y a todo tu círculo. Hubiera sido fácil dejar que las mandase a cualquier medio de comunicación. Pero mi venganza estaba antes. Le dije que sería más sensato guardarlas para extorsionarte, dándole mi palabra de que te dejaríamos sin un duro. Por supuesto tuve que acostarme con ella. Rosario se conforma con poco. Ahora está esperando la muerte. Cree que iré a pagarle el segundo talón, el talón que me diste el día que anunciaste tu compromiso con Carlota. Éste… —dijo Raimundo enseñando el cheque a Arturo. El odontólogo enmudeció—. Todo está escrito. Mataré a Rosario y dejaré una nota en la que ella explique su venganza, una venganza con la que no ha podido continuar porque se enamoró de ti. En ella dirá que decidió matar a todas las personas que se relacionaban con Abelardo Rueda por el desprecio que el escritor le hizo. Las cintas de vídeo aparecerán sobre tu cadáver. Todo será convincente, demasiado vulgar, demasiado real. Un caso más de locura, de la cual Rosario tiene antecedentes sobrados. Eso es todo.
—Maldito seas —dijo Arturo furioso—. ¡Maldito seas!
—Espero que Carlota disfrute de tu legado. Creo que tu fortuna enjugará sus lágrimas con rapidez, sé que es tu heredera. ¡Siempre me gustó Carlota! Tal vez cuando haga efectivo el testamento me case con ella. Creo que adora a los escritores. Ella me representará. Haré lo mismo que hiciste tú. Me casaré con tu casi viuda y disfrutaré en tu memoria de todo lo que has conseguido en tu mezquina existencia Buscaré el libro y lo devolveré al lugar de donde nunca debió salir.
Raimundo se levantó y sacó la silla y la fusta de la cabaña. Cuando llegó al coche, introdujo en el asiento trasero la montura, después sacó del maletero un bote de cloroformo y una bolsa de plástico.
—¡Socorro! ¡Qué alguien me ayude!
—Nadie puede oírte —dijo Raimundo cuando estuvo de nuevo en la habitación—. Estamos muy alejados de la carretera. De cualquier zona habitada. Nadie nos ha visto llegar. Nadie te oirá. —Empapó el pañuelo con el cloroformo y tapó la nariz y la boca de Arturo hasta que éste perdió el conocimiento—. Alfa y omega —dijo mirándole a los ojos.
Después cogió la bolsa de plástico y se la metió en la cabeza. Introdujo la pistola en la bolsa, apoyó el cañón en la sien de Arturo e inclinándolo hacia el cuello disparó. A continuación sacó la pistola del interior de la bolsa y la ató con una soga para impedir que la sangre se derramase. Más tarde metió el cuerpo en el maletero del coche y abandonó el lugar.
Dos horas más tarde:
—Estaba intranquila —dijo Rosario abriendo la puerta de entrada del chalé a Raimundo.
—Te dije que no me esperases hasta las cinco —contestó él.
—Pero son las seis menos cuarto. Estaba preocupada.
—No tienes por qué. Podrás pagar el segundo plazo de la hipoteca de este maravilloso chalé.
—¡Joder! Es estupendo. ¿Dónde has estado? El coche está lleno de barro. Sabes que me gusta tener el coche limpio.
—No te preocupes por el coche. Le he pedido a Arturo otro talón. Le dije que tu embarazo avanza y tus crisis nerviosas también. No creo que se niegue. Te podrás comprar otro coche.
—¡Te lo compraré a ti! —dijo ella besando a Raimundo. Ambos pasaron al interior de la casa…
—¡Toma! Parte de la recompensa que te mereces por todo lo que has aguantado a ese miserable —dijo Raimundo sentándose en el sofá al tiempo que extendía su mano derecha con el talón—. Ahora necesito un descanso.
—¿Te quedarás a dormir? ¡Dime que lo harás!
—Me quedaré contigo para siempre. No permitiré que a partir de hoy estés con nadie más que conmigo. Nadie volverá a tocarte. Ahora quiero que te desnudes y hagamos el amor. ¡Llevo pensando en ello todo el día! ¡Todo el día! —dijo Raimundo acariciando los pechos de la joven, que permanecía frente a él de rodillas.
Rosario comenzó a desnudarse, mientras él la miraba con expresión de morboso placer.
—¿No te quitas la ropa? ¿Y los guantes? Dime que algún día podré ver tus manos. Prometiste que me dejarías hacerlo —suplicó Rosario.
—Sabes que no quiero que veas mis quemaduras. Aún no he superado el complejo.
—Pero yo te quiero. No me importa cómo tengas las manos —dijo la joven besándole la frente.
Cuando Rosario estuvo desnuda, Raimundo se incorporó y rodeando a la mujer comenzó a acariciar su cuerpo con morbosidad haciéndola estremecer.
—Ahora quiero que llenes la bañera —le dijo entonces— y que te metas dentro. Mientras tanto yo prepararé unas copas. Hazme sitio. Estaré en un segundo contigo. ¡Ésta será la mejor noche de tu vida!
Rosario subió al baño y vació un bote de sales en el interior de la bañera antes de abrir el grifo. El agua comenzó a salpicar con fuerza la gran bañera. La mujer se contoneaba frente al espejo cuando Raimundo entró y la abrazó por la espalda. Extendió su mano derecha y la llevó a la boca de Rosario. Con el pañuelo empapado de cloroformo le tapó la nariz y la boca. La mano de Raimundo apretó con fuerza la tela, hasta que su cuerpo se dejó caer. La introdujo en la bañera, sacó sus muñecas fuera del recipiente y con una cuchilla de afeitar que extrajo del armario de Rosario le seccionó las venas de las muñecas. La sangre comenzó a brotar con profusión. Colocó el pañuelo dentro de la bañera y cerró un poco el grifo para que el agua no saliera con tanta fuerza. Después se dirigió al salón, se sentó frente a la máquina de escribir de Rosario y colocó un folio en el rodillo. Tras unos segundos comenzó a redactar el texto que explicaría el supuesto suicidio:
Yo soy la creadora. Debí matarle antes, pero me enamoré de él. Sin embargo, Arturo tampoco me quiso. Era igual que el escritor: ¡Un ser miserable!
He cumplido mi misión. Ahora mi camino empieza sobre el tiempo y el espacio a lomos de mi caballo, el caballo de la muerte que el Ángel Caído me dio para cumplir sus deseos. Sobre su lomo me haré inmortal.
Raimundo subió al baño, el agua estaba teñida de rojo, Rosario había muerto. Sin tocar nada se apresuró a bajar. Entró en el garaje y sacó del interior del coche el cuerpo de Arturo y tras desplazarlo con dificultad lo depositó sobre el sofá. Le quitó la bolsa de plástico de la cabeza y dejó que los restos de sangre y masa encefálica se esparcieran por la tapicería. Después sacó todas las películas de vídeo que Rosario le había mostrado días atrás con las imágenes de sus escarceos amorosos y las esparció por encima del cadáver del odontólogo. Cogió el cheque y lo depositó en uno de los bolsillos de la chaqueta de Arturo. Volvió a subir al baño e introdujo la pistola dentro de la bañera, que comenzaba a estar al borde de su capacidad. Bajó y antes de salir de la casa miró, con expresión paranoica, el cadáver del odontólogo.
—Arturo —dijo—, olvidaste lo más importante… Olvidaste que todo lo que el hombre es capaz de imaginar, con el tiempo se convierte en realidad. Era tan simple como eso, esperar a que llegase tu momento. Éste será tu epitafio, el Epitafio de un asesino. Yo lo haré poner en tu lápida porque yo soy el maestro. Imaginé tu muerte tal como ha sucedido.
Raimundo salió por la parte trasera del jardín. Las calles estaban desiertas. Cuando llegó a la avenida principal, tomó un taxi frente a un pequeño bar de copas que aún permanecía abierto.
—Buenas noches, señor, usted dirá.
—A la calle Goya.
—¿A qué altura? —preguntó el taxista.
—Al comienzo. Creo que daré una vuelta antes de subir a casa. Espero despejarme antes de que mi mujer se despierte.
—¿Una buena noche? —preguntó el taxista.
—Demasiado —contestó Raimundo sonriendo con complicidad.
Sobre las doce de la mañana sonó el teléfono del apartamento de Raimundo.
—¡Raimundo! Gracias a Dios que te encuentro —dijo Carlota.
—¿Qué pasa? —contestó somnoliento el abogado.
—¿Está contigo Arturo?
—No. No sé nada de él. Mi secretaria me dijo que ayer llamó varias veces. Estará en alguna de sus fiestas, ya sabes que las noches en Santa Eulalia son un peligro —contestó Raimundo.
—No estamos en Santa Eulalia. Estamos en Madrid. Llevamos en Madrid desde ayer. Arturo salió a las diez y aún no ha regresado.
—No sabía que estuvierais aquí. No debes preocuparte. Seguro que se ha quedado a dormir en casa de algún amigo.
—No. Sé que no. Tengo una extraña corazonada. Algo me dice que le ha pasado alguna cosa. Este viaje…, no sé… Tenía demasiada prisa por hacer este viaje. Todo fue muy extraño. No me dijo adonde iba… ¡Estoy preocupada! Dejó sobre la mesa un libro antiguo del que no entiendo nada y unos apuntes.
—¿Unos apuntes? —preguntó Raimundo—. ¿Qué apuntes?
—Es como una especie de código. Creo que está metido en alguno de sus líos con las antigüedades, con la búsqueda del Santo Grial. Me contó que su padre había muerto con la esperanza de dar con él. Ya sabes que Arturo está enfermo, muy enfermo. Creo que buscaba algo que le evitase entrar en quirófano.
—Sí, sé lo de su enfermedad, pero no tenía ni idea de que andaba tras el Santo Grial. Es sólo una leyenda y Arturo es una persona poco dado en creer en ese tipo de historias. Me extraña mucho que tuviera interés en buscar el Santo Grial.
—Lo sé, pero no sé si te habrá comentado lo de los anónimos que recibió. Es todo demasiado extraño. Creo que el que se haya dejado el libro sobre la mesa tiene que tener algún sentido.
—Déjalo todo tal como está. No toques nada hasta que regrese No creo que esto tenga nada que ver con su ausencia.
—Pero es que hay algo más —dijo Carlota.
—¿El qué?
—Pues lo que hay escrito en el papel. Parece una traducción…
—¿Qué pone? No creo que sea nada para que te alarmes así —dijo Raimundo intentando ocultar su interés.
—Creo que sí. Dice: «El que leyera estas páginas deberá ser de fe, para no perder lo hallado».
—Es una simple frase que pertenecerá a algún poema, no te preocupes —dijo Raimundo—. Arturo ha estado demasiado tranquilo desde que estás con él, y ya sabes que a él le gusta tener cierto nivel de estrés y desaparecer y aparecer. ¡No te preocupes! Espera hasta el mediodía. Seguro que para el almuerzo estamos todos comiendo juntos. Yo estaré en el despacho toda la mañana. Si necesitas algo me llamas, ¿de acuerdo? Y guarda el libro y los apuntes en su mesa.
—Está bien. Pero si te llama, hazme el favor de decírmelo. ¡Estoy asustada!
—Lo haré. Tranquilízate, Carlota. No ha pasado nada. Seguro.
—Raimundo… —inquirió de nuevo Carlota.
—Dime.
—¿No me estarás ocultando nada, verdad? —preguntó la mujer.
—¿Ocultándote algo yo? ¿Qué podría ocultarte?, dime.
—Me refiero a que no estará con alguna mujer. Si es así y tú lo sabes, dímelo. No me importa. Lo único que quiero es que esté bien, que no le haya pasado nada —dijo Carlota angustiada.
—No sé dónde puede estar. Pero tú sabes que lo más probable es que esté con alguna mujer. Le conociste estando casado. Mientras tú estabas con él, Adela le esperaba en su casa. Tú le has aceptado como es, ¿no es así? Vamos, deja de preocuparte, ¿de acuerdo? —dijo—. Y ahora tengo que dejarte, debo ir al despacho.
—Perdona.
—Carlota, te adoro. Si no estuvieses tan enamorada de mi cliente… Si no fueses la hermana de mi gran amigo Juan Antonio, te juro que te habría pedido que te casaras conmigo. No tengo nada que perdonarte. Nunca lo tendré.
—Eres un sol… Gracias, Raimundo.