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Cuando Arturo y Carlota llegaron a Madrid, él intentó insistentemente localizar a Raimundo sin conseguirlo. El joven letrado estaba en los juzgados. Por la tarde, su secretaría le informó de que se hallaba con unos clientes almorzando, pero que tenía órdenes expresas de no dar la dirección de dónde estaba. Sobre las diez de la noche, para no levantar sospechas que le hiciesen pensar a Carlota que había mentido, Arturo cogió su coche y se puso en camino hacia la plaza de Las Ventas. Estacionó el vehículo en el aparcamiento y se dirigió a uno de los restaurantes cercanos, donde cenó. A las doce regresó al coche, sacó varias carpetas de su maletín y comenzó su lectura. Cuando la alarma del reloj le indicó que eran las tres de la madrugada, Arturo se dirigió a la estatua de Antonio Bienvenida. A los pocos minutos apareció Raimundo.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó el abogado estrechándole la mano.

—Bien. Pero dime qué has averiguado. Estoy ansioso —exigió.

—Vamos al coche. Te lo diré por el camino.

—¿Adónde vamos? —preguntó Arturo.

—Vamos a la sierra. A La Caña Vieja. Nos están esperando.

—¿Quién? —preguntó el odontólogo entrando en el coche de Raimundo.

—Ya te lo dije ayer. El amigo de Abelardo Rueda. Él es quien nos puso en la pista.

—¿No piensas decirme quién es el autor de los anónimos? —preguntó una vez más Arturo mostrando su enfado.

—Tú siempre lo has sabido. Lo supiste antes que nosotros —contestó Raimundo.

—¡Hijo de puta! Sabía que no podía ser nadie más que Carlos. Lo sabía —dijo dando un golpe en el cristal delantero del coche.

—¡Tranquilízate! Vas a romper la luna, y es prestado. No quería que nadie nos relacionase en este asunto. Imagino que pagarás para cargártelo —dijo Raimundo sin quitar la vista de la carretera.

—¡Te equivocas! Le voy a matar yo mismo —contestó tajante el odontólogo.

—No creo que seas capaz. Siempre pensé que eras un poco cobarde, que detrás de tu apariencia de hombre despiadado e insensible había un pobre hijo único solo y desamparado.

—¡Vete a la mierda! —contestó malhumorado Arturo—. No tengo ganas de bromas. ¿Ese sitio está muy lejos? —preguntó.

—Un poco. Cuando escuches lo que ese hombre tiene que decirte respecto a Cristine y a Carlos, estoy seguro de que no te arrepentirás de haber ido hasta allí conmigo.

—Eso espero. Si me hubieses dicho ayer que era Carlos el autor de esos envíos, ya estaría muerto. En realidad no me importa nada la existencia de un amigo de Abelardo. ¡Nada! Lo único que quiero es cargarme a ese hijo de puta.

—Lo sé. Pero antes debemos estar completamente seguros de su culpabilidad. Si las afirmaciones de este señor son ciertas, y tiene las pruebas que dice tener, entonces puedes hacer lo que quieras —dijo Raimundo ofreciéndole una petaca a Arturo.

—¿Qué es? —le preguntó éste con ella en la mano.

Whisky del mejor, al menos para mí. ¡Bebe! Creo que te hará falta.

Arturo dio un trago y continuó hablando:

—No creo que un amiguito de Abelardo sepa más que yo. No creo que sepa nada. Cristine era amiga de Carlos. Él se la ha cargado porque ella sabía demasiado, sin más. Es un jodido miserable y estaba empezando a volverme loco. La última nota que recibí me la mandó días después de la muerte de Cristine. Ya no se andaba con contemplaciones. En la nota decía que me iba a matar. ¡El muy hijo de puta!

—No me habías dicho nada de ese anónimo —dijo Raimundo mientras tomaba la Nacional VI.

—¡Oye, tienes razón! Este whisky está buenísimo. ¿Qué marca es? —preguntó Arturo.

—Te regalaré una botella. Pero, dime, ¿por qué no me dijiste lo del anónimo?

—No decía nada nuevo. Mi único propósito era encontrar al autor, no tenía que decirte nada más. ¿Podrías parar un momento? Me encuentro mal. Creo que la cena no me ha sentado bien.

Aquéllas fueron las últimas palabras que Arturo pronunció antes de perder la conciencia.