10 de junio. Plaza Mayor de Madrid.
Cuatro treinta de la madrugada.
—Yo le vi. ¡Sí, señor policía! Le vi dejarla ahí encima —dijo la indigente señalando la base de la estatua.
—La creo; no se esfuerce más —contestó el policía dando una palmada en la espalda de la mujer—. Le agradecemos que nos haya llamado y que no haya tocado nada. Ahora mi compañero le dará un poco de café caliente. Le sentará bien. Después, cuando lleguen los de atestados y el forense, tendrá que prestar declaración.
—Si me dan una copita de vino, será mejor. El café no me sienta bien. Ya estoy mayor para tomar café. El café me sube la presión —dijo la mujer—. Lo que he hecho está bien, ¿verdad que lo está? ¿Me pagarán por ello? Esto es un bien social. He colaborado con la policía; deberían recompensarme por ello. Yo soy muy honrada. Ni siquiera le he quitado el anillo, y seguro que es carísimo. El hombre traía la bolsa como si fuese un bocadillo de calamares. ¡Por lo menos a mí me olió a calamares! La verdad es que pensé que eran calamares. ¡Mire! Mire las gotas de sangre. Están por todas las partes…
La anciana hablaba sin descanso. Su boca desdentada desprendía un fuerte olor a vino que impregnaba el aire. El agente se retiraba para evitar el desagradable hedor del aliento de la mujer, pero ella, que no se daba por aludida, se acercaba con insistencia a él.
El compañero del agente se encontraba a unos metros de ellos vomitando. La escena que acababa de contemplar le había revuelto el estómago.
La anciana había llamado a una pareja de guardias que patrullaban por los alrededores. En un principio los agentes no le dieron importancia a la llamada de auxilio de la mujer, dado su evidente estado de embriaguez, pero su insistencia les obligó a comprobar lo que ésta les decía. Cuando la pareja de municipales entró en el recinto de la Plaza Mayor, la anciana les llevó hasta la estatua ecuestre de Felipe III. Allí, en su base, alguien había dejado una mano que en apariencia pertenecía a una mujer. Su dedo índice llevaba un anillo de oro con un brillante, y debajo de la mano había una fusta de cuero. Los agentes inspeccionaron los alrededores buscando el cuerpo al que se le había amputado la mano, pero no apareció. En una de las papeleras de la plaza se encontró la bolsa de papel de donde la anciana decía haber visto sacar la mano al hombre. El papel estaba impregnado de sangre y de grasa. Desprendía un fuerte olor a calamares fritos. Cuando la policía de homicidios tomó declaración a la mujer, ésta describió al individuo como un hombre de estatura mediana con sombrero y barba, cuyos andares evidenciaban que era homosexual.
—Sí, señor. Le juro que era marica. Se contoneaba sin cesar. Era de estos…, ya sabe usted, que les gusta notar cómo se mueve su culo. Yo diría que era un poco exagerado. ¡Pensé que fingía! Estaba tumbada sobre mis cajas intentando dormir, como siempre. Hace ya tiempo que duermo bajo los pies del caballo. Siempre me gustaron los caballos, aunque no he montado uno en mi vida. Soy pobre. ¡Qué desgracia la mía! El maricón parecía que no me viese. Cuando se acercó a la estatua, olía bastante fuerte, tanto que se me abrió el apetito. Pensé que estaba de suerte. Olía tanto a calamares, que creí que la bolsa era algo de comida. ¡Qué ingenua! ¡Hasta le di las gracias a Dios por haberse acordado de mí! No había cenado nada y estaba hambrienta. A veces la gente me trae comida. Pero… ¡Dios Santo! ¡Virgen del Perpetuo Socorro! Cuando sacó la mano, pensé que aquello era una pesadilla. No le importó que yo estuviese allí…