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Santander.
1 de abril de 1999

El asesino miró la copia de la novela y sonrió. Hacía cuatro meses que no retomaba la historia, que los acontecimientos dejaron de sucederse. Después de la muerte de Adela Cierzo, el rastro de las páginas del manuscrito parecía haberse borrado. Todo lo acontecido aparentaba ser el fruto de una pesadilla. Desde que Adela había fallecido, su búsqueda fue estéril. Era como si ella, consciente de la identidad del asesino y de sus propósitos, hubiera pedido un último y macabro deseo: llevarse a la tumba todo lo concerniente al paradero de aquellas hojas que Abelardo había arrancado del libro, dejando la existencia de las mismas sumergida en un limbo terrenal e inaccesible.

Sabía que la policía andaba tras sus pasos, por ello, durante aquellos cuatro meses, llevó una vida tranquila y monótona, lo que hizo que, dada la falta de acontecimientos vinculados con los crímenes del Octavo Jinete del Apocalipsis, la policía abandonara su vigilancia. Las investigaciones no habían avanzado en absoluto y todo indicaba que este caso pasaría a los anales del olvido como uno más sin resolver, eternamente abierto y a la espera de un nuevo asesinato que lo situara de nuevo en la primera página de sucesos.

Sin embargo, la llamada inesperada de una amiga de Abelardo Rueda le hizo retomar sus esperanzas. Decía tener las páginas del libro. Aseguraba que si bien no sabía de qué se trataba ni qué era lo que había escrito en ellas, porque permanecían dentro de un sobre lacrado, Abelardo le comunicaba en una carta adjunta al sobre que en el caso de que él falleciese inesperadamente no hablase de su existencia con nadie y que le entregase el sobre con las hojas a Adela Cierzo. La supuesta amiga de Abelardo decía haber encontrado la carta en su apartado de correos a su vuelta de Canadá y aseguraba encontrarse muy afectada por la muerte de ambos, sucesos que desconocía hasta su vuelta a España, hacía una semana. Al haber fallecido los dos, Adela y Abelardo, decidió ponerse en contacto con la persona más cercana en parentesco a la mujer para entregarle el sobre, ya que Abelardo no tenía familia.

El criminal miró sonriente el ejemplar de Epitafio de un asesino recordando cómo había llegado a sus manos y leyó una vez más lo que le condujo a la conclusión de que Abelardo Rueda era quien había cometido el imperdonable sacrilegio de amputar aquellas páginas del libro, de arrancarle al Santo Grial una de las partes más importantes, la que, como bien supuso Adela, hablaba del misterio de la eternidad. Por fin había llegado el momento.

Miró la novela rememorando todos y cada uno de los asesinatos cometidos, gozando con el recuerdo de los acontecimientos terribles que acompañaban a cada muerte, desesperándose al recordar cómo el escritor no cedía a su chantaje, cómo seguía ocultando su comunicado, su primer anónimo a la policía y a su mujer. Se sintió furioso al recordar a Abelardo aparentando ante la prensa remordimiento, simulando un arrepentimiento que no sentía. Le maldijo una vez más por no haber cedido a entregarle las páginas y haber evitado aquellas muertes. El asesino culpaba a Abelardo Rueda de todos los crímenes que él había cometido. El escritor era para él el responsable directo de todas y cada una de esas muertes, el verdadero verdugo que antepuso la posesión de aquellas páginas a la vida de las personas que él se vio obligado a ejecutar.

El criminal sabía que la mujer que le iba a hacer la entrega había firmado su sentencia de muerte. Nadie podía tener conocimiento de que él era la persona que poseía el libro…, y si la dejaba con vida después de recuperar esas páginas, alguien podía llegar hasta él. Aunque ella lo hubiera mantenido en secreto, aunque intentase cumplir lo solicitado por Abelardo, como así estaba demostrando, él no podía correr riesgos, ya había corrido demasiados.

Miró Epitafio de un asesino buscando entre sus páginas la descripción de un crimen cuya ejecución no coincidiese en forma y manera con los cometidos anteriormente. No quería que la prensa ni nadie relacionara este asesinato con los otros. Había llegado al final de su búsqueda y todo tendría que quedar sellado como el sepulcro de un faraón, oculto tras una cadena de acontecimientos que le habían proporcionado el anonimato. Ahora, al contrario que cuando comenzó a matar, no le interesaba que aquel asesinato se vinculase con Abelardo o Adela. Tenía que ser un crimen más, sin motivo, sin móvil…

Sin embargo, pensó, y sonrió al hacerlo, en lo divertido que podía ser volver a rememorar todos aquellos crímenes, cortándole a la mujer los dedos de una mano y formando con ellos la letra que se había saltado en la cadena de crímenes: la «G». Le hubiera gustado contemplar cómo los medios de comunicación volvían a llenar las páginas de datos incompletos de los informes forenses, de parte de los sumarios judiciales, etc. Sonreía pensando en la posibilidad de volver a ver su apodo en todas las primeras planas de los periódicos y en oírlo en los telediarios. Se regodeaba imaginando cómo se crearían nuevas e inverosímiles hipótesis, absurdas conjeturas, vulgares y repetitivas, mientras él se paseaba tranquilo por los mejores círculos de la sociedad madrileña, codeándose con altos cargos y empresarios de reconocido prestigio, impoluto, sin una sola mancha en su carrera ni en su vida, como un dios terrenal. Le hubiera gustado volver a sentir aquella sensación de supremacía, pero era un riesgo absurdo, un capricho… El criminal sonrió pensativo. Imaginaba el desarrollo del asesinato y, una vez más, cómo le había sucedido antes de cometer los anteriores crímenes, comenzó a sentir una potente descarga de adrenalina.

«Son unos miserables —pensó—. Unos estúpidos. Nunca sabrán quién fue el verdadero responsable de todas esas muertes. Nunca darán conmigo. El ser humano es demasiado estúpido, se pierde en banalidades sin ver lo que está a la vista. Es ciego a lo que está delante de sus ojos y sordo a lo que se le grita al oído. Me hubiera gustado darles a todos una lección, enseñarles a observar, me hubiera gustado darles a conocer la verdadera identidad de El Octavo Jinete del Apocalipsis. Más de uno se habría muerto del susto. ¡Ignorantes! Es lo único que me pesa, no seguir con la trama de la obra hasta el final… Es realmente buena la descripción de los crímenes, realmente buena», pensó mientras acariciaba la portada de Epitafio de un asesino. Terminó la botellita de bourbon y tras depositar el envase vacío en la papelera se dirigió al armario y abrió la caja fuerte. Introdujo en su interior la copia de la novela y después salió del hotel.

En la avenida Reina Victoria de Santander, una mujer esperaba mirando con inquietud a un lado y al otro de la calle. De vez en cuando miraba un coche que permanecía estacionado frente a ella. En el vehículo había un hombre que sostenía un teléfono móvil en la mano. Ella tenía otro, los dos hablaban:

—No debes preocuparte por nada. Ya te he dicho que no hay ningún problema. En el momento en que notes una actitud extraña, le dices que no has traído el sobre, que tienes que pensártelo. Él te ofrecerá dinero, es posible que una cantidad escandalosa por las páginas. ¡Estate tranquila! En cuanto sepa que no traes el sobre te dejará en paz.

—¿Y si es al contrario? Imagina que se enfada por no haberlo traído, imagina que cuando le diga que no lo tengo y que no se lo daré hasta mañana, se ofusca, se violenta por tener que esperar a la entrega. Quizá reaccione mal. Me aterra pensar en su reacción.

—Esperará. Lo que contienen esas páginas es demasiado importante para él. Créeme. Cuando veas que se pone nervioso, dile que sabes lo que contienen las páginas y que necesitas estar segura de que él también lo sabe. Que sólo se lo entregarás si te da alguna prueba de que está enterado de qué habla el texto. No puede dejar que desaparezcas, y menos hacerte daño. Él cree que tú eres la única persona que puede llevarle a esas páginas. Su última esperanza.

—Espero que tengas razón. Es extraño que no se haya dado cuenta de que todo es un montaje… —dijo Elisa.

—No es tan inteligente como piensas. La necesidad de poseer esas páginas le impide pensar con claridad —contestó el hombre.

—Si tú no llegas a decirme que es un asesino, nunca lo hubiese pensado. Espero que cumplas tus promesas —dijo Elisa—. Confío en que no me engañes. ¡Júrame que me estarás esperando!

—¡Lo juro! Todo saldrá bien. Sólo debes seguir el guión. Te dejará marchar, y yo estaré esperándote aquí. Has podido comprobar que todo lo que te he dicho es cierto. Cuando todo acabe te pagaré. Son muchos millones, recuerda. Después te olvidarás de todo tu pasado y podrás elegir llevar la vida que quieras. Creo que merece la pena, ¿no? Después de todo, tienes suerte. Si no fuese así, tendrías que enfrentarte con los años que te quedan por cumplir. Aunque ahora disfrutes de la condicional, algún día volverías a la cárcel. ¿Tengo razón o no?

—La tienes. Por eso estoy aquí —contestó ella—. Por cierto, aún no me has dicho por qué estás tan seguro de que intentará matarme en el parque. Prometiste decírmelo, y creo que tengo derecho a saberlo —dijo Elisa.

—Cierto —contestó el hombre. Hizo una pausa y después continuó en tono malhumorado—: El muy hijo de puta sólo quiere esas páginas, y si tú las tuvieras y se las dieras, tendría que deshacerse de ti, ya que dejarte viva sería un riesgo para él. Pero tú no tienes esas páginas, y yo tampoco, y él no debe saberlo. Tampoco debe saber que estás de acuerdo conmigo. Si se enterara te mataría. Estoy seguro de ello. Lo único que quiere es tener el libro completo. Sigue mis indicaciones al pie de la letra. Es un tipo muy peligroso. ¡Atenta, Elisa, llega un taxi…! Me marcho. Daré la vuelta y volveré. ¡Suerte! ¡Estaré aquí!

El hombre cortó la comunicación y metió la primera marcha, para alejarse en dirección contraria al taxi. Elisa guardó su teléfono. La joven palideció tras la explicación que le acababa de dar el hombre con el que había hecho el trato. Por un momento pensó en echar a correr y perderse entre la oscuridad del parque. Pero ya era demasiado tarde… El taxi paró a su lado. El conductor le sonrió y ella se acercó a la puerta trasera y con voz temblorosa le dijo al hombre que estaba saliendo del vehículo:

—Estaba empezando a impacientarme, pensé que no iba a venir.

—¡Es usted preciosa! —dijo él mirando a la joven de arriba abajo al tiempo que se acercaba a ella—. Espero que traiga lo prometido —ella asintió temerosa—. Paseemos, me gustaría ver el material. Creo que la entrega debe ser tan discreta como lo fue el encargo que le hizo Abelardo. Entremos en el parque.

Elisa, temerosa, comenzó a andar junto a él. La pareja se adentró en los jardines. Ella metió la mano dentro del bolso para comprobar que el teléfono aún seguía allí. Mientras, él no la perdía de vista.

—Parece nerviosa —dijo el hombre.

—No, no… Es que estoy cansada. Además, estos lugares solitarios no me gustan. ¿Por qué no salimos de aquí?

—Está bien. Iremos andando hasta el otro extremo. Subiremos por allí —dijo señalando con el dedo el camino.

Cuando se adentraron unos metros en el parque, el hombre se paró en seco y la miró amenazante.

—Creo que es el momento de dejarse de rodeos.

—¿Rodeos? No entiendo.

—Entrégueme el sobre y demos por concluido este desagradable tema. Es a lo que hemos venido.

—Creo que deberíamos hablar de dinero —dijo Elisa sin poder dejar de temblar.

—¿De dinero? Usted no dijo nada de dinero. Sólo habló de un compromiso que había adquirido con el señor Rueda.

—Cierto, pero imagino que esto tendrá un valor. Creo, por lo que he visto, que lo tiene.

—El dinero no es problema. Fije una cantidad y veré si puedo atender su demanda —respondió

—Lo cierto es que aún no lo he pensado, tengo que meditarlo.

—¿Cómo que meditarlo? —dijo él arrancándole el bolso.

—No está ahí, no lo he traído.

—Me hace venir hasta aquí diciendo que tiene que entregar algo que un amigo le había dejado encomendado antes de morir y luego me pide dinero. Y ahora dice que no lo ha traído —dijo abalanzándose con brusquedad sobre la mujer y agarrándola del cuello para obligarla a inclinar la cabeza hacia el suelo.

—¡Por Dios, se lo suplico! ¡Suélteme, señor Depoter! ¡Suélteme! ¡Me hace daño, me está haciendo daño! —dijo ella con voz entrecortada.

—¡Cállese y agache la cabeza!, ¿me oye? ¡Agache su absurda cabeza de mortal!

—¡Va a matarme! ¿Por qué? No lo entiendo. Dígame por qué lo hace. ¡Está loco, completamente loco! —gritó ella—. Si me mata nunca tendrá esas páginas del libro sagrado, las páginas de la inmortalidad.

Arturo cesó su presión sobre el cuello de Elisa y la empujó contra el suelo.

—Mañana quiero las páginas. Estaré esperándote en el mismo sitio y a la misma hora. Dime cuánto quieres por ellas y te lo daré.

—Diez millones —dijo Elisa pensando en la posibilidad de sumar esa cantidad a la que su cómplice le había ofrecido.

—Diez millones. Está bien —respondió Arturo sonriendo, pensando que era evidente que la mujer no tenía ni idea del valor real de aquellas páginas—, pero si no vuelves con ese sobre, si te atreves a repetir tu jugarreta o intentas desaparecer, te perseguiré aunque sea lo último que haga el resto de mis días y juro que te mataré. Puedes tenerlo claro.

—Por supuesto que lo tengo claro. Le doy mi palabra de que mañana estaré aquí a la misma hora con esas páginas.

Arturo Depoter giró bruscamente el cuello de su víctima hasta que los ojos negros de la mujer estuvieron frente a los suyos. Entonces la miró exaltado y soltó un grito aterrador que se oyó en todos los recodos del parque.

—¡Mierda! ¡Vete! ¡Desaparece! —dijo soltando el cuello de Elisa. La mujer corrió con desesperación hasta perderse en la oscuridad del parque.

Arturo sacó un cigarrillo y lo encendió. Después tiró el pañuelo empapado de cloroformo al suelo que llevaba preparado dentro de la cazadora y caminó hasta llegar al paseo marítimo. «¡Qué estúpido soy! —pensó—. Debí haberme dado cuenta. Comienzo a perder facultades. Era todo demasiado simple, demasiado sencillo».

Cuando llegó a la carretera miró hacia la acera de enfrente atraído por el murmullo de un grupo de personas que se amontonaban formando un círculo alrededor de algo. Arturo se aproximó llevado por la curiosidad.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—Es una mujer —contestó uno de los hombres de cuyo brazo se agarraba una hermosa rubia—. La han matado. Alguien la arrojó desde un coche.

—¡Qué barbaridad! ¿Adónde vamos a llegar? —exclamó Arturo con indignación mirando a la joven, mientras metía la mano derecha en el interior del abrigo y extraía un paquete de pañuelos de papel que ofreció a la rubia. Ella lo cogió dedicándole una sonrisa entrecortada por el jadeo que le producía el llanto.

—Gracias —dijo.

—No hay de qué. No debe usted llorar, es demasiado hermosa para sufrir. Estas cosas son así. Siempre han existido los indeseables, es algo que no se puede evitar.

—Es cierto —replicó indignado el marido de la joven—. Los hay de muchos tipos, con muchos atuendos… —Hizo una pausa al tiempo que sus ojos se clavaban en los de Arturo.

—¡Por Dios!, no se ofenda —dijo Arturo—. Sólo trataba de ser amable. No he dicho nada que no sea verdad. Nada que no sea evidente para cualquiera. Su mujer es muy hermosa y no creo que esto deba ofenderle, en todo caso usted debería sentirse orgulloso —replicó Arturo sin pudor.

—Cierto —contestó el hombre—, pero usted sabe que su comentario es inoportuno.

Arturo inclinó entonces la cabeza para observar a la víctima que permanecía en el suelo. «¡No puede ser! —pensó—. ¡No es posible! No puede ser ella».

Elisa tenía una herida en el pecho. La bala que permanecía en el interior de su cuerpo le produjo la muerte instantánea. La sangre que aún salía por el tórax empapaba el vestido de raso color hueso. El corte ceñido de la cadera había hecho que la prenda se desgarrase a la altura del muslo cuando fue lanzada desde el vehículo. Sus ojos estaban cerrados y sus hermosos labios rojos parecían relajados. Sólo sus manos reflejaban los últimos momentos de angustia. Los dedos agarrotados y rígidos parecían intentar apartar de ella una sombra inexistente. Su pequeño bolso de mano reposaba a unos centímetros del cuerpo. No llevaba zapatos. Era una mujer hermosa vestida con exquisito gusto, demasiado elegante.

«Esto no tiene sentido —pensó mientras observaba a la joven que minutos antes había escapado de una muerte de novela a sus manos—, es estúpido. Debía de tener un cómplice y la estaba esperando. Si la hubiese matado, me habría visto envuelto en un buen lío. Por suerte aún gozo del privilegio de mi buena fortuna —se dijo mientras la miraba con desprecio—, después de todo no ha estado tan mal. ¡He sido afortunado!».

—Llega la policía —dijo uno de los presentes.

—Me marcho —dijo Arturo—. Mi presencia no puede servir de ayuda. No he visto nada de lo ocurrido. —Y volviéndose a la joven añadió—: ¡Encantado, señorita!

La mujer sonrió. Arturo se alejó.

—¡Taxi! —dijo al tiempo que levantaba la mano.

—Buenas noches, señor. Usted dirá.

—Al hotel Rhin, por favor.

—Un nuevo asesinato, ¿verdad? Seguro que es otra prostituta. Esto está lleno de esas pobrecillas que no hacen mal a nadie. Mire usted, yo creo que es todo lo contrario. Me explico, yo pienso que hacen un bien social —dijo el taxista.

—No era una prostituta, al menos no lo parecía. Alguien la mató y después la arrojó desde un coche.

—Ah, pensé que lo era porque ésta es una zona que frecuentan las prostitutas. Las de lujo, no las otras…, usted me entiende. Quiero decir que es posible que lo sea aunque no lo parezca. La vida está cambiando demasiado. Antes no pasaban estas cosas, al menos no con tanta asiduidad —dijo el taxista.

—Si no le importa, prefiero no seguir hablando de ello. Estoy bastante impresionado. Nunca había visto un asesinato tan cerca. ¿Lo entiende, verdad? —dijo Arturo.

—¡Por supuesto! Perdone —dijo el taxista—. ¿Me dijo usted al Rhin?

—Sí.

—Disculpe la indiscreción. ¿Es usted oculista? Lo digo porque como se está celebrando un congreso sobre las operaciones con rayos láser… y todos se alojan en el hotel Rhin. Hoy he llevado a varios. Hay que ver lo que se adelanta con las máquinas…

Arturo sonrió.

—No, yo soy odontólogo —contestó.

—Eso sí que es bueno. Quiero decir que es mejor que ser oculista. Es la profesión del futuro, mi madre lo decía. «Dentista, hijo, ¡estudia para dentista!». Pero ya ve usted…, me quedé en el camino y es que, si le soy sincero, a mí lo de la boca de los demás me daba mucho asco. La verdad es que tampoco pude estudiar mucho. Pero no crea que no he tenido en cuenta los deseos de mi madre… Tengo un hijo y, ¿sabe usted?, ¡es listísimo! Me ha sacado dos matrículas de honor. A él sí que le va eso de las muelas. Pero yo pienso que, más que las muelas, lo que le gusta es el dinero que deja esta profesión. ¡Hay que ver lo que cobran ustedes! ¿No me lo negará? Dicen de nosotros, de los fontaneros, los electricistas, pero ¡qué va!, los dentistas, los dentistas y los pilotos. ¡Sí, señor! Sin ofenderle, eh…, que son ustedes unos privilegiados.

—No crea —contestó Arturo sonriendo.

—Bien, señor. Hemos llegado. Ha sido un placer.

—Lo mismo digo —contestó Arturo mientras le pagaba—. Que tenga usted una buena noche. Salude a su hijo de mi parte —añadió bajándose del coche.

—Descuide. Lo haré de su parte —respondió irónico el taxista.

Arturo entró en el hall del hotel.

—Buenas noches.

—¡Buenas noches, señor! —contestó el recepcionista—. ¿Su habitación?

—Dos tres cero —respondió Arturo.

—Tenga, señor —dijo el hombre extendiendo su mano con la llave al tiempo que le ofrecía a Arturo un sobre—. Lo trajeron hace unos minutos, si se descuida el mozo se cruza con usted en el vestíbulo —concluyó sonriente el empleado.

—Muy amable. Muchas gracias.

—A usted, señor. Qué descanse.

Arturo entró en el ascensor y abrió el sobre. Extrajo los folios que contenía y comenzó la lectura del primero, escrito a máquina por ambas caras. Decía:

Para Arturo Depoter:

Espero que, dados tus conocimientos sobre cómo convertir hechos de ficción en realidad, tengas a bien valorar mi particular versión de la obra Epitafio de un asesino, que tú robaste a Abelardo Rueda. Me es grato comunicarte que, dentro de mi versión, tú eres el protagonista principal. Mi papel es secundario, sólo soy el Octavo Jinete, el verdadero Octavo Jinete. Pronto, cuando leas el texto sabrás cuál es mi misión dentro de esta historia. Espero que te guste…

Versión libre de la novela Epitafio de un asesino.

Autor: EL OCTAVO JINETE

Primera parte

El asesino cogió la copia de la novela. Hacía varios meses que no retomaba la historia, desde la muerte de Adela, su mujer. Todos pensaron que ella se había suicidado. Sin embargo, no era cierto; él la había matado. Adela había llegado hasta él, supo que era el responsable de todos los homicidios por los que se inculpó a Abelardo, su anterior esposo, y de los posteriores al suicidio del escritor: el de la joven estudiante y el de Goyo. Conocía a su esposa, y sabía que si no la mataba, ella acabaría denunciándolo, no porque quisiera hacer justicia, sino por pura avaricia.

Nadie sabía quién era. Hasta ese día el odontólogo seguía guardando el anonimato. La prensa le había bautizado con el apodo del Octavo Jinete, que no le correspondía, porque él, Arturo Depoter, sólo era un vulgar asesino sin imaginación, un ladrón de ideas y de vidas, un ladrón de documentos que no le pertenecían, un estúpido mortal que pretendía ser Dios, cuando con quien en verdad se emparentaba era con el mismísimo Lucifer.

El gran error de Arturo fue no contar con la presencia del señor del mal. Satán era quien había dirigido sus pasos desde que comenzó a matar. Le había allanado el camino. Le había facilitado la ejecución de sus crímenes… y ahora era el momento de cobrar los favores prestados.

El ascensor se detuvo. Arturo se sobresaltó. Guardó dentro del sobre las planas y se dirigió a la habitación. Sin aliento cerró la puerta y se precipitó sobre la cama. Abrió de nuevo el sobre y continuó horrorizado la lectura.

El asesino había seguido los designios del señor de las tinieblas, olvidando que el demonio nunca perdona una deuda, por lo que Lucifer, llevado por la ira que le provocó la vanidad del odontólogo asesino que pretendía la posesión de aquella obra no para lo que él había designado —darla a conocer y crear el caos mundial—, sino para su propio beneficio, para igualarse a él, se encolerizó. Arturo Depoter había desobedecido a su señor, y por ello éste decidió acabar con sus andanzas y llamó a su elegido en la Tierra al que bautizó con el mismo nombre que la prensa había adjudicado como seudónimo a Arturo. Le llamó el Octavo Jinete y le dijo:

—Debes traerme a este hombre. Ha llegado su hora. Quiero tener su alma en el calabozo de mi oscuro corazón. Si haces lo que te digo, serás algo más que mi servidor. Serás considerado uno de mis hijos, parejo a todas mis obras, heredero de mis dominios, inmortal. Estarás presente en todos los pensamientos humanos, en los recodos oscuros de sus mentes, en sus sueños, en los anhelos de riqueza, posesión y poder. Serás comandante de sus guerras, alto cargo de sus masacres, observador de sus hambrunas, de sus epidemias consentidas, de las miserias que no quieren evitar. Estarás en primera fila de todas las explosiones, de todos los alzamientos, de todos los crímenes y violaciones. Te nombraré alto consejero de sus disputas, de los efectos devastadores de sus armas, de las ideas destructoras que surgen en la mente de los científicos, de los descubrimientos que hagan posible su destrucción. Te sentarás en el cerebro de los verdugos, de los jueces sordos y ciegos, de los políticos corrompidos. Serás lo que todos niegan ser, uno de los nuestros.

—¿Por qué quieres que le mate? Él ya es uno de los tuyos. Mató, y disfrutó haciéndolo. ¿No es eso lo que tú quieres? —preguntó el Octavo Jinete.

—Todo lo que podía venderme ya ha sido comprado. Quiso burlar mi presencia. Ahora seré yo el que disfrute poseyendo su libertad, recluyéndole eternamente. Es la hora de cobrarle todas esas coincidencias que establecí en su vida y que le permitieron poder disfrutar haciendo el mal. Es un ser demasiado egoísta, tanto que no ha sido capaz de entender que detrás de cada uno de sus asesinatos estaba mi mano dirigiendo sus actos. Ha omitido mi poder, ha omitido mi existencia. Yo le di lo que él quería. Su necesidad de sangre fue cubierta por mí. Cada uno elige su destino. Ya no tiene nada con lo que pagarme. Es necesario que muera, su alma me pertenece. Todo tiene un precio. ¡Es hora de cobrar! —dijo el diablo.

El Octavo Jinete sonreía mientras escuchaba. El diablo le estaba haciendo un favor. Arturo Depoter, el odontólogo, había robado su novela. Había utilizado sus palabras, su imaginación, había aprovechado su obra para hacer el mal, y ahora después de tanto tiempo deseándolo, Satán le daba la oportunidad de vengarse y cumplir una vez más los deseos de su señor. El diablo, silencioso, observaba la sonrisa del Octavo Jinete. Al ver que éste no contestaba, el astuto y malvado ser de las tinieblas dijo:

—Octavo Jinete, ¿por qué sonríes? No seas igual de ingenuo que Arturo. ¡Todo está escrito! Yo guié los pasos de Tomás para que encontrase las pipas y los de Adela para que dejase las copias de tu obra en la misma caja. El ambicioso de Tomás las vio pero las despreció, dejándolas en el suelo. Cuando Tomás las guardó, olvidó una que se había caído dentro del armario. Allí permaneció hasta que yo quise que aquella mujer de enormes pechos la encontrase. Más tarde hice que conociese a Arturo con el único fin de que la novela llegase a sus manos. Arturo nació sin alma, siempre me perteneció. Él nació con la maldad en sus entrañas, y fue creciendo con mi ayuda lentamente. Pero quiso ser como yo. Confundió los términos, se olvidó de que era mortal. Buscaba la inmortalidad, como lo hicieron muchos otros. El Santo Grial… Supo desde siempre que se trataba de una metáfora y fue gestando su adquisición mucho antes de saber que moriría, que su enfermedad era lo que le iba a conducir a la muerte y…, ¡estúpido mortal!, se asustó. Su misión no era conseguir la obra para él, su misión era dar a conocer el texto, darle al hombre el verdadero conocimiento de la naturaleza de su dios, del que creen que es su verdadero dios. Hacer que tomaran conciencia de que éste es mi reino; es lo único que necesito para reinar. Su maldad no me es suficiente, necesito su reconocimiento, y el texto de la obra me dará ese reconocimiento, le ganaré la partida al que llaman su dios, esta partida eterna. Haré lo que hizo él conmigo, lo desterraré.

»Tú, Octavo Jinete, también eres mi esclavo. Pero a ti te respeto y lo hago porque tienes lo más preciado del ser humano. Tienes imaginación. Una imaginación que siempre ha estado a mi servicio y eso es lo que hace que te proteja de todo. En compensación por tu lealtad te dejo que vengues tu ofensa, pero, a cambio, tendrás que volver a crear para mí. Escribirás una nueva historia, con ella urdirás mi presencia para que Arturo sepa que le estoy esperando. Con ella le harás sentir un odio más profundo que el que hasta ahora ha conocido, un sentimiento de venganza infinitamente mayor al que haya podido imaginar. Le harás sentirse miserable, hasta el extremo de necesitar renunciar al bien más preciado: su vida. ¡Quiero que desee la muerte! Como pago a este gran favor, te dejaré permanecer en la Tierra eternamente. Tu cara tendrá mil rasgos, tus vidas serán infinitas a través del tiempo, vivirás siglos, estarás en todas las plumas negras que destilan morbosidad ante la maldad, que se regodean de ella, que engañan en la trascripción de los hechos, que mienten al relatar y nunca dicen la verdad.

»Si aceptas, toda tu existencia mortal estará por entero dedicada a sembrar el mal, porque tu imaginación, tras firmar el pacto, me pertenecerá por los siglos de los siglos. Yo te necesito igual que tú me necesitas a mí. Para que el mal exista no sólo hay que desearlo, antes hay que imaginarlo, parirlo. El mal debe seguir siendo imaginado, el día que esto deje de suceder yo seré la nada.

El Octavo Jinete escuchaba con atención. Cuando el diablo calló. Él preguntó:

—¿Estás diciendo que no existes? ¿Que sólo formas parte de la imaginación de los malvados?

—Estoy diciendo que para que algo exista hay que crearlo, y para crearlo, antes hay que imaginarlo. Pero no te confíes. No pienses que en algún momento podrás traicionarme. Si yo dejo de existir tú también lo harás. Tu vida depende de mi existencia. ¡Escribe! Hazme real, haz que los seres humanos siembren en la Tierra la semilla transgénica del mal.

Arturo leía aterrorizado los folios. El texto evidenciaba que su autor conocía la existencia de la novela de Abelardo Rueda, y no sólo eso. La persona que había escrito aquella macabra historia, sabía que él, Arturo Depoter, tenía una copia de la misma. Alguien le estaba diciendo que sabía que él era el asesino y que había matado para conseguir las páginas que le faltaban al libro llamado el Santo Grial. Se limpió con la manga de la camisa el profuso sudor que caía por su frente y continuó la lectura.

El Octavo Jinete puso su caballo en la Tierra y buscó al ladrón que había robado su obra. Fue sencillo encontrarlo, porque Arturo seguía buscando las páginas que le faltaban al Santo Grial. El primer encuentro fue en un parque cercano al mar. Allí Arturo tenía pensado hacerse con esas páginas y después matar a la mujer que había acudido a la cita para entregárselas. Pero el Octavo Jinete era el que le había proporcionado la víctima al odontólogo y ésta no tenía las páginas, ni tan siquiera las había visto. La mujer sólo era un gancho para saber si, verdaderamente, Arturo era el asesino. Su codicia y su obsesión le hicieron caer en la trampa. Arturo, cegado, no mató a la mujer ese día, pospuso el crimen hasta tener las páginas del libro en sus manos. Sin embargo, su verdugo, el enviado de Satán, el Octavo Jinete, dejó una bala en el corazón de la mujer, robándole al odontólogo una vez más la esperanza de convertirse en un ser inmortal…

Llegado a este punto la narración se interrumpía. Unas palabras escritas dos líneas más abajo decían:

Tú, Arturo Depoter, eres el rey de los miserables. Yo soy el Octavo Jinete. El diablo me mandó a la Tierra para buscarte. He imaginado tu muerte, hora tras hora, día tras día, noche tras noche… Ahora sólo tengo que convertirla en realidad. Esto será fácil porque yo soy el creador.

Arturo dejó los folios sobre la cama y se dirigió pensativo al baño. Abrió la ducha y comenzó a desprenderse de toda la ropa, mirando abstraído el chorro humeante y profuso de agua que caía con fuerza sobre el suelo de la bañera de mármol rosa. Se frotó los ojos en un intento absurdo de recobrar la serenidad. Se acercó al agua e introdujo con precaución su pie izquierdo; el líquido resbaló caliente por sus dedos.

—¡Hijo de puta! Te mataré —gritó mientras introducía su cuerpo debajo del agua—. ¡Te cortaré los cojones!

Mientras se duchaba recordó a cada una de las personas que habían estado relacionadas con las víctimas. Arturo analizó de forma exhaustiva todo lo que había ocurrido desde aquel día en que Carlos le presentó a Cristine. Aquella joven de hermosos pechos fue la primera inquilina del apartamento del paseo de la Castellana después de que Abelardo Rueda lo abandonase. Arturo recordó su primer día de encuentro. Era profesora de filología y Carlos se la presentó durante una cena organizada por Goyo.

—Éste es Arturo, nuestro odontólogo de cabecera —bromeó Carlos—. Ella es Cristine. Toda una experta en literatura.

—Encantado.

—Es un placer —contestó Cristine.

—Ten cuidado con él. Está libre de cargas y gravámenes —dijo Goyo refiriéndose a Arturo—. Es más, no tiene escrúpulos y le gusta sobornar.

—Muy gracioso —contestó Arturo.

—Como verás, los inquilinos de tu padre son especiales. ¿No crees? —preguntó irónico Carlos mirando fijamente a Arturo, que no le había quitado los ojos de encima a Cristine desde el momento en que el editor se la presentó—. Pero no te hagas ilusiones, ella no caerá en tus redes —concluyó el editor dándose la vuelta sonriente.

—¿Has arrendado un piso de mi padre? —preguntó con asombro Arturo.

—¿De tu padre? ¿Tu padre es el dueño del ático que me buscó Carlos? —preguntó la mujer.

—Sí, querida. Es el dueño de todo el edificio y de una parte de media España —contestó Carlos.

Cristine y Arturo fueron poco a poco separándose del grupo. Acabada la cena y las posteriores copas, los dos se marcharon en el mismo vehículo.

—No pareces anglosajona. Eres demasiado morena de piel. ¿Cuánto tiempo vas a estar en España? —le preguntó.

—Mi madre era española, de Córdoba. La verdad es que me parezco a ella. Sin embargo, mi carácter es muy anglosajón —dijo Cristine—. Sólo estaré hasta el viernes.

—¿Dos días? ¡Es una lástima! Me hubiese gustado pasar algunos días contigo.

—Puedes venir a Londres cuando quieras. Te dejaré mi dirección. Mi trabajo aquí está a punto de concluir y mi contrato de arrendamiento, si se puede llamar así, también.

—Dime, ¿cómo es que estás en el edificio de mi padre? —preguntó Arturo.

—Carlos me lo buscó. Somos amigos desde hace años. Le llamé. No me gustan los hoteles. Soy un tanto paranoica. Me gusta tener intimidad —explicó ella—. Le estoy agradecida. No he tenido más que firmar un recibo por los tres días de alquiler. Eso sí, pagué por adelantado. He de reconocer que el personal de tu padre es muy profesional —dijo Cristine en tono irónico.

—Hemos llegado. ¿Me invitas a una copa? —preguntó el odontólogo sonriente.

—No. Tengo trabajo. Pero te agradecería que esperases un momento. Tengo que darte una novela que he encontrado en un armario del ático. Pensaba entregarla en la agencia con las llaves cuando me marchase el viernes, pero ya que eres el hijo del propietario, creo que tú podrías encargarte de hacerlo. Debe pertenecer al anterior inquilino del ático. He imaginado que se dejó la copia durante la mudanza. Si tú me haces el favor, no tendré que ir a la agencia, ya que las llaves las puedo dejar en la portería, pero la novela me parece un trabajo demasiado importante como para dejárselo al portero, y me gustaría salir de madrugada. ¿No te importa?

—Claro que no. Pero ¿no crees que sería más normal que subiese contigo? Me invitas a una copa y así no tienes que bajar —dijo Arturo apagando el motor.

—Arturo, eres muy atractivo. Sé en lo que estás pensando, y estoy segura de que si yo no fuese homosexual, a mí también me apetecería acostarme contigo.

—Perdona… No tenía idea.

—Lo supongo. No te preocupes, no eres el único. De todas formas, creo que Carlos te ha querido gastar una broma de mal gusto. Debería habértelo dicho. Subo a por la novela.

Cristine le dio la copia de la novela de Epitafio de un asesino a Arturo junto con su dirección en Londres y se despidió de él. Cuando él llegó al hotel, se sentó en la cama e intrigado comenzó la lectura de la obra de Abelardo Rueda. Él nunca había tenido en sus manos una copia de un original, y le impresionó poder hojear una novela que había pasado directamente de las manos del autor a las suyas. Pero al llegar a la segunda página encontró un folio que no pertenecía a la obra. En él había escrita una dirección que se correspondía con la casa donde, meses antes, el agustino había ultimado con Arturo los detalles de la venta del libro llamado el Santo Grial. Sin embargo, no fue aquello lo único que le indujo a pensar que Abelardo era el autor de la amputación de parte de sus páginas, sino lo que el autor había escrito de puño y letra a continuación del título de la obra a la que se refería la misiva:

La verdadera naturaleza de Dios

Estimado padre Jonás:

La responsabilidad de hacer público el contenido del Santo Grial es imposible de asumir por ningún mortal. Su texto, repetido íntegro en tres lenguas, hebreo, latín y griego, roza espacios de tiempo y verdades que no son comprensibles en su totalidad para el ser humano, que generarían la caída de la sociedad actual, de todas las sociedades y religiones. La verdad absoluta no es una verdad divina ni diabólica, es sólo verdad, un concepto que no está ni tan siquiera emparentado con el nuestro. En ella se dice quién es realmente Dios y qué es la Tierra y el universo. Nada de lo que se ha dicho sobre el origen del hombre o de la naturaleza de Dios se acerca ni un ápice a lo que el Santo Grial nos cuenta. Si sus palabras se hicieran públicas el caos sería la reacción inmediata. Un caos mayor del que se ha generado en mi interior y del que aún no me he librado y creo que no me libraré nunca. La existencia de este libro debe seguir manteniéndose en secreto. Su custodia debe ir más allá de la propia vida.

El Santo Grial es un regalo de Dios que puede convertirse en la venganza del diablo.

Por ello, estimado padre, le hago saber que, tras conocer su resolución de no devolverlo a su lugar de custodia, mi deber mortal, después de haber conocido, desgraciadamente, el contenido de ese texto, me ha hecho tomar la decisión de arrancarle las páginas esenciales para que su lectura no pueda ser posible ni útil.

Aquel día Arturo leyó la nota repetidas veces y cada vez que lo hacía su ofuscación aumentaba. Intentó despegar el papel que estaba adherido a la hoja con una especie de pegamento, pero no lo consiguió, por lo que, furioso, tiró de ella y la arrancó de la espiral. La nota, al igual que la copia, nunca llegaron a su destinatario. Arturo Depoter sabía quién era el responsable de que el Santo Grial no le hubiera llegado completo, y en aquellos momentos decidió que si el escritor no le devolvía las páginas que faltaban, llevaría a la realidad cada uno de los crímenes que él relataba en Epitafio de un asesino. Si era tan puro y honesto como decía, tendría que demostrarlo.

Cristine se marchó aquel viernes y desde entonces no volvió a saber nada de ella, a excepción de un comentario de Carlos que la ubicaba residiendo en Venezuela. Nunca supo que la obra no fue devuelta a su propietario.

Ahora Arturo recuperaba los recuerdos, intentando con desesperación descubrir al autor de aquella comprometedora historia, cuyo único fin era hacerle saber que alguien más era conocedor de los crímenes que él había cometido. Cuando rememoró el día en que Cristine le entregó la copia de la obra, creyó haber encontrado a la única persona que podía ser la autora del macabro anónimo.

—¿Cómo no me he dado cuenta antes? —se preguntó mientras salía apresurado de la ducha y se encendía un cigarrillo. Cogió los folios y los leyó de nuevo—. Es evidente, nadie que no esté relacionado con el mundo de la literatura puede escribir una historia semejante. El muy cretino cree que voy a pensar que Abelardo no ha muerto… ¡Gilipollas! Es un gilipollas. Sólo queda él. Está claro que es la única persona a la que Cristine le pudo haber comentado la existencia de la copia… ¡Tal vez lo hizo! ¡Seguro que sí! El muy cabrón no ha dicho nada. En el fondo es igual de egoísta y ambicioso que lo era Adela. Él dejó que todo sucediese, es evidente. Los asesinatos darían más publicidad a las obras de Abelardo y aumentarían las ventas. Estoy seguro. Estaba de acuerdo con Adela. Sin embargo, la muy ignorante indagó demasiado. Nunca hubiera imaginado que llegaría tan lejos. Sólo tuvo un fallo: creyó que las páginas que faltaban eran las que hablaban de cómo conseguir la inmortalidad. ¡Qué ignorante! ¡Fue una estúpida! No tenía ni idea, como tampoco la tiene el autor de esta mierda de texto de nada acerca del diablo. Por no saber no sabe ni quién es el diablo —dijo carcajeándose—. Si me hubiese hecho caso, ahora estaría viva. Está claro que él sabía algo, que entre los dos seguía existiendo una relación. ¡Qué hijo de puta!

Arturo dio por hecho que Carlos era el autor de aquellos folios. Según sus conclusiones, era la única persona que podía saber que Cristine le entregó la copia, y no sólo eso, él era el único que aún estaba vivo y que había mantenido contacto con Adela los días previos a su muerte y durante sus investigaciones. Sólo podía ser él.

—¡Le mataré! Pero antes… ¡juguemos! —dijo gritando al tiempo que lanzaba los folios al aire.

Cogió el teléfono y llamó a casa de Carlos:

—No. No está. Llámale a la editorial. Tenía una reunión —contestó María.

Arturo colgó y llamó a la editorial. Nadie contestó. Entonces le llamó al móvil.

«Ha llamado al…», cuando la voz del servicio de contestador acabó de confirmar que el número al que llamaba era el de Carlos y que estaba desconectado, Arturo dijo:

—Carlos, soy Arturo. Llámame. Es urgente.

Arturo dejó el móvil conectado sobre la mesita de noche y, sin recoger los folios que permanecían esparcidos por el suelo, se metió en la cama.

A las ocho y media de la mañana sonó el teléfono de la habitación.

—Buenos días, señor. Son las ocho treinta.

—Gracias —dijo Arturo somnoliento.

—De nada, señor. Señor, tenemos un paquete para usted en recepción. El mozo que lo trajo dijo que era urgente. ¿Se lo suben a la habitación?

—¿Un paquete? No espero ningún envío ¿Están seguros de que tiene a mi nombre? —preguntó Arturo.

—Sí, señor. A su nombre y con su número de habitación.

—Súbamelo.

Arturo se incorporó, y tras recoger los folios del suelo e introducirlos en su maletín, salió a la pequeña terraza. El romper de las olas se oía lejano. Alguien golpeó la puerta.

—¡Adelante! Déjelo aquí —dijo señalando los pies de la cama.

—Como usted diga, señor.

El joven salió del dormitorio y Arturo se acercó a la gran caja de cartón envuelta en papel cromado marrón oscuro. Quitó el envoltorio brillante y abrió el cartón. Los ojos del odontólogo parecían llevados por el vértigo; sus movimientos oculares fueron tan rápidos que tuvo que sentarse en el suelo para no perder el equilibrio.

Dentro había una resplandeciente silla de montar. Sujeto por una pequeña tira de cinta adhesiva transparente a la montura había un sobre de color rojo; estaba lacrado. Arturo lo miró, acercó su mano a él, pero no lo cogió. Se levantó y abrió el pequeño bar de donde sacó una botellita de bourbon. La abrió y se acercó de nuevo a la caja. Miró otra vez el sobre rojo y se bebió de un trago el contenido de la botella. Después arrancó la cinta y, sin tocar el precinto, rasgó el sobre por su borde derecho, sacó la carta y comenzó a leer:

Segunda parte

El Octavo Jinete mandó la silla de montar al odontólogo, junto a un sobre lacrado en el que le decía: «Yo, el Octavo Jinete, te hago saber que por el mal que engendraste, por la imaginación que me robaste, serás maldito y tu alma cabalgará por los siglos en el olvido, lejos de la palabra, lejos de cualquier recuerdo de lo poco que fuiste. Nadie recordará tu existencia. Serás la nada. Un personaje perdido en una historia que nunca se imaginó. Tu vida es lo que yo estoy creando en este momento. Ayer escribí tu muerte. Tal vez toda tu vida sólo sea una ficción literaria. Quizá ni tan siquiera hayas nacido. ¡Piensa, Arturo! ¡Piensa! Quizás esto no sea más que el mal sueño de una siesta de verano; de una siesta de la que yo aún no te he despertado. Recuerda; ¡sólo existes en mi imaginación!».

Arturo rompió enfurecido la hoja y tiró los pedazos por la terraza del hotel. Sin detenerse a mirar dónde caían los diminutos papeles, entró colérico a la habitación, descolgó el auricular y marcó furioso los números del teléfono de Carlos.

—¡Carlos! —gritó Arturo sin esperar a que alguien contestase.

—Arturo, ¿qué pasa? ¿Te encuentras bien? —preguntó el editor sobresaltado—. No pude escuchar tu mensaje hasta las cinco de la mañana y pensé que no era una hora muy apropiada para llamarte… ¿Estás bien? —preguntó de nuevo el editor.

—¡Por supuesto! ¿Y tú? ¿Cómo llevas cabalgar de una manera tan vulgar? —preguntó Arturo.

—No entiendo, ¿a qué te refieres?

—Sabes muy bien a qué me refiero. Entiendes perfectamente lo que te estoy diciendo.

—No. No entiendo nada. ¿Quieres explicarme por qué me hablas en este tono? Y ¿por qué dices esas cosas tan raras? ¿Te encuentras bien? —preguntó Carlos preocupado mientras se incorporaba de la cama y encendía la luz.

—Me encuentro perfectamente. Imagino que esto no te gustará. Te acabo de dar un disgusto, el mayor disgusto de tu vida. ¡Estoy mejor que nunca!

—Arturo, explícame de una jodida vez qué pasa —exigió el editor malhumorado.

—Hablaremos claro. Se te ha olvidado un detalle muy importante. Se te ha olvidado que yo no creo en los fantasmas. Por no creer, no creo ni en Dios y, por supuesto, mucho menos en el diablo. Menos aún en la resurrección… Y si Abelardo está muerto, él no puede haber escrito esta maldita historia, ni haberme mandado la silla de montar. Por cierto, es demasiado cara. Deberías haberte gastado menos. ¡Siempre has sido un poco gilipollas para las marcas!

—Arturo, no entiendo nada de lo que dices. ¡Nada! ¿Qué tiene que ver Abelardo con una silla de montar? ¡Por favor, explícame qué es todo esto! Me estás poniendo nervioso.

—Sólo voy a decirte una cosa, y no volveré a repetírtela —dijo Arturo amenazante—. Sé que leíste la novela de Abelardo. Sé que tú eres el que está mandándome esa estúpida narración en la que me llamas asesino. Si continúas haciéndolo, te mataré. ¡Juro que lo haré!

—¿Qué dices? ¿De qué narración estás hablando? No entiendo nada. ¡Te juro que yo no te he mandado nada! ¡Joder, Arturo! Debes creerme. ¿Quieres que coja el primer vuelo a Santander? ¿Qué pone en esas narraciones? ¿Qué jodida mierda te han escrito para que estés en ese estado? ¿Por qué piensas que he sido yo? No lo entiendo.

—Tú lo has escrito. Esta tarde me vuelvo a Madrid, no voy a continuar en la convención. En cuanto llegue a la terminal cogeré un taxi e iré a ponerte una denuncia. Te voy a denunciar por acoso y por amenazas. Voy a arruinar tu vida.

—¿Denunciarme? Pero si yo no he hecho nada. ¡Esto es kafkiano! Alguien está intentando volverte loco y ponerte en mi contra. ¿No te das cuenta? Yo no te he mandado nada. ¡Lo juro por mis hijos!

—Carlos… Tú eres el único que pudo leer la novela de Abelardo.

—¿Cuál de ellas? Porque yo he leído todas las novelas de Abelardo, igual que las de todos mis escritores —contestó el editor.

—La novela que él te entregó. La novela que tuviste en tu despacho, según tú, sin abrir. La obra que Abelardo decía que estaba utilizando el asesino para matar —dijo sarcástico Arturo.

—Escúchame con atención —dijo Carlos pausado—. Sólo te pido que me escuches con atención. Después puedes hacer lo que quieras, ¿de acuerdo? Tienes que calmarte. Hablemos con tranquilidad. Tú no eres un hombre que pierda la calma. Sólo te lo diré una vez. La novela de la que estás hablando no existe. Todos sabemos que el asesino no era Abelardo. Todos sabemos, y así se demostró, que Abelardo tenía sus facultades mentales perturbadas. Siento tener que utilizar estas palabras, pero no me queda más remedio. ¡Abelardo estaba loco! Me entregó un sobre en el que según él estaba la copia de esa obra. Nunca vi su contenido, créeme. Nunca vi esa novela. Debes recordar que Adela declaró que en el sobre que yo le devolví había una copia de un manuscrito ya publicado. Creo recordar que era Los feudos. Esa novela no existe. Arturo, no quiero asustarte, pero creo que ahora el asesino está detrás ti. Debes darle la narración que has recibido a la policía. Comienzas a comportarte como Abelardo… y no quiero que te suceda lo mismo. Ahora, si quieres denunciarme, ¡hazlo! Te juro por mis hijos que yo no tengo nada que ver con lo que has recibido, y te pido, por tu propia seguridad, que llames a la policía.

Arturo se había precipitado. Su ofuscación le había hecho perder los nervios. Había estado a punto de descubrirse. El autor de los anónimos estaba consiguiendo su objetivo. El pánico le había hecho actuar precipitadamente. Esto no podía volver a suceder, porque podía ser la causa que le hiciese darse a conocer como el autor de todos los asesinatos.

«¡Joder! ¿Cómo he podido perder la calma? Me he equivocado de persona —pensó mientras escuchaba a Carlos—. He sido un gilipollas. Carlos es demasiado estúpido para escribir esto; además, si hubiera sabido que yo había matado a Goyo, que yo soy el asesino, me habría denunciado… Carlos adoraba a Cosme. Nunca me lo habría perdonado. Nunca. ¡He cometido una estupidez! He entrado en su juego. Quienquiera que sea, ha conseguido hacer que pierda los nervios. Está jugando conmigo como yo lo hice con Abelardo. Esperaré. Será lo mejor; él solo se descubrirá. No tengo por qué preocuparme. ¡No tiene ninguna prueba que me pueda culpar!».

—Carlos —dijo Arturo—, perdóname, estoy demasiado nervioso. Esta mañana he recibido una silla de montar junto con una narración que parece parte de una novela. El autor se hace llamar el Octavo Jinete. En el texto pone que mi muerte será como la de uno de los personajes de la novela de Abelardo.

—Está claro que quien te ha mandado la silla es la misma persona que cometió los asesinatos que se le imputaron injustamente a Abelardo. Creo recordar que la prensa le puso ese apodo: el Octavo Jinete del Apocalipsis. ¡Desgraciadamente todo vuelve a comenzar! —se lamentó el editor—. Pero ¿cómo has podido relacionarme con semejante envío? No lo entiendo. ¿Cómo has pensado que había sido yo? Me has acusado injustamente. Lo primero que deberías haber hecho es llamar a la policía.

—Carlos, te ruego de nuevo que me perdones. Entiéndeme, no sabes lo que pasé con Adela. Las dos últimas semanas antes de morir, antes de suicidarse, no paraba de hablar de la novela, de la obra que Abelardo dijo haber escrito. Hablaba tanto de esa maldita novela que llegué a pensar que existía. Cuando he recibido el anónimo, he pensado en ti casi al instante. Compréndeme, tú eres la única persona que queda viva de las que se relacionaron con Abelardo. El único que, en el caso de que la novela hubiese existido, habría tenido acceso a ella.

—Lo entiendo, pero esa obra no existe. Al menos yo nunca la vi. Debes tranquilizarte. No pensé que la muerte de Adela te hubiese afectado tanto. Debes darle a la policía el anónimo y dejar de sacar conclusiones por tu cuenta. Por el bien de todos, debes hacerlo.

—No puedo hacerlo. Lo he roto. Voy a regresar a Madrid. Creo que me tomaré unos días de descanso.

—Cuando llegues, llámame —dijo Carlos

—Lo haré. Te pido una vez más que me perdones. Te suplico que olvides lo que te he dicho.

—Lo haré si me prometes que llamarás a la policía y que en el momento en que te encuentres mal irás a un especialista. No quiero que te pase lo que les pasó a Abelardo y Adela. ¿De acuerdo?

—¡Te lo prometo!

Arturo colgó el teléfono con fuerza.

—¡Mierda! —gritó—. ¡Esto es una mierda! Tengo que encontrar a ese cabrón. Debo averiguar quién es. Tengo que matarle. El muy hijo de puta mató a Elisa. Seguro que tiene las páginas que faltan y ahora quiere el libro completo.

Arturo miró con fijeza la silla y se aproximó a ella para comprobar el remitente. Pertenecía a una tienda de equitación. Llamó a recepción y pidió que le consiguiesen el teléfono de la tienda. A los pocos minutos el conserje se lo facilitó. Arturo llamó inmediatamente.

—Buenos días. Quisiera hablar con el encargado.

—¿De parte de quién?

—Soy un cliente. Acabo de recibir una silla de montar. La dirección que figura en el remite es la de su tienda. Me gustaría saber quién efectuó la compra de esta silla.

—Un momento —contestó el empleado.

—Buenos días. Soy Marta de Montijo, la propietaria de la tienda. Ya me lo ha comentado mi empleado. Si es tan amable de decirme la dirección del envío y el nombre del destinatario, en unos minutos le daré la información.

—Sí, el hotel Rhin…

—Sí, aquí está —contestó la mujer antes de que Arturo acabase de darle todos los datos—. Es un envío de anoche. Fue comprada por don Arturo Depoter. Pago en efectivo y nos dio la dirección del hotel. Pero…, un momento, dijo que la silla era para él y la mandó a su hotel. Lo recuerdo perfectamente. Así es que si usted llama desde el hotel… es que la han entregado mal. Me lo temía…

—No. No es eso —contestó Arturo—. Yo soy Arturo Depoter. La persona que le compró la silla utilizó mi nombre, la compró y me la mandó al hotel. No sé quién puede haber sido. Ése es el motivo de mí llamada.

—Entonces se trata de una sorpresa —contestó la mujer—. Espero que le haya gustado; nuestras piezas son artesanales. Los materiales son de primera calidad.

—Es una auténtica belleza. ¿Podría usted decirme cómo era el hombre que le compró esta maravilla?

—Pues era alto, bastante alto. Llevaba un sombrero de cuero y gafas de sol. Tenía barba. Una gran barba un poco larga para mi gusto. Demasiado larga. Recuerdo que me impresionó su amabilidad y el fajo de billetes. No estamos acostumbrados a que nos paguen esas cantidades en metálico. El dinero de plástico es el más habitual entre nuestra clientela.

—¿No recuerda nada más?

—No, señor. Espero haberle sido de ayuda. Si algún día necesita algo del mundo de la equitación, espero que cuente con nosotros.

—No lo dude. ¡Ha sido usted muy amable! Muchas gracias, señora.

Arturo colgó el teléfono.

«Es inteligente —pensó—. Es demasiado inteligente. Debe llevar siguiéndome bastante tiempo. ¡Tal vez sea la policía! Es posible que estén poniéndome a prueba. Es posible. Ellos pueden saber dónde me hospedo… No. ¡Qué estupidez! Debo olvidarme de todo. Esperaré. Lo mejor es esperar», pensó metiendo la caja con la silla dentro del armario de la habitación.

Arturo se marchó aquella tarde de Santander dejando en el armario del hotel la silla de montar. Cuando llegó a Madrid anuló todos sus compromisos durante una semana y llamó a Carlota. Ésta se trasladó a petición de Arturo al ático de La Castellana.

Una semana más tarde, los guardeses de la finca de Santa Eulalia recibieron un paquete a nombre de Arturo Depoter. Era una silla de montar que había encontrado el personal de la limpieza del hotel de Santander. El director del hotel la mandó a la dirección que figuraba en la ficha del cliente: la finca de Santa Eulalia. Raúl, el guarda de la finca, no abrió el paquete; lo llevó a la casita de madera y lo dejó con el resto de envíos que solían llegar hasta el regreso de Arturo…