15

Adela condujo hacia el oeste y cruzó la ciudad, que a esas horas aún permanecía inmersa en el silencio del amanecer. Atrás quedó el puente romano. Arriba, sobre Puig de Missa, se divisaba la iglesia de Santa Eulària des Riu, perteneciente al siglo XVI, mostrando el esplendor de sus entechadas paredes.

Antes de entrar en el recinto, contempló el municipio de Santa Eulalia que, desde allí, se divisaba casi en su totalidad. Dejó que, por un momento, su mirada se perdiera por el contorno de la bahía de cala Llonga.

Bajo el arco de la entrada, justo en el centro de la gran cruz, estaba el agustino esperándola, quieto, recto como el ciprés que a pocos metros parecía vigilar sus movimientos. Se aproximó a ella y, con una calma más propia de un espectro que de un alma viviente, le dijo mirándola a los ojos:

—Me alegro de que haya venido. Nuestra conversación no le quitará demasiado tiempo. Lo que tengo que decirle es breve, como suele ser todo lo que tiene importancia. Supongo que imaginará a qué he venido y que sabrá valorar el esfuerzo que supone para mí estar aquí.

—Intuyo el motivo de su visita, pero estoy deseando que usted me lo cuente. Mi experiencia en su monasterio —dijo remarcando el posesivo— fue un tanto desagradable y no me resultó de gran ayuda; perdí el tiempo aquel día, porque ustedes se negaron a darme la información que iba buscando, información de la que ahora creo que depende mi seguridad. Espero que esta vez me diga usted la verdad —dijo Adela quitándose las oscuras gafas de sol.

—Creo que será mejor que caminemos —dijo el monje—. Yo no puedo darle toda la información que usted precisa. No puedo hacerlo porque no dispongo de ella. Mi visita es extraoficial, igual que la información que puedo darle sobre todo lo acontecido desde que su marido comenzó a escribir una obra sobre el Real Monasterio.

—No entiendo muy bien lo que quiere decir. Yo vi cómo el bibliotecario le llamaba. Usted me esperó en la salida, me abordó e insinuó que dejara mis investigaciones. No me diga que no dispone de información suficiente, no diga usted mentiras, le recuerdo que su religión no se lo permite.

—No estoy aquí para valorar si mi comportamiento o actitud frente a un problema como éste es la correcta. De todas formas le agradezco que me recuerde mis deberes cristianos, y le tranquilizo al respecto de ello. Yo, como todos en su momento, daré cuentas a Dios de mis actos.

—Eso no lo dudo —dijo ella sonriendo.

—Antes de comenzar le rogaría que le dejara su bolso al padre —dijo el agustino girándose hacia atrás. Adela dio un respingo, no se había percatado de que otro monje caminaba detrás ellos a unos pocos metros. El agustino paró hasta que el otro eclesiástico estuvo a su lado y Adela le dio el bolso. Acto seguido volvió a retirarse lo suficiente como para no oír nada de la conversación—. No crea que es cuestión de desconfianza, sólo de seguridad. Es importante que usted no tenga prueba alguna de mis palabras.

Adela sorprendida miró al agustino y dijo:

—¿Que no es desconfianza? Ni que esto fuese secreto de Estado mayor. Sepa usted que lo único que me interesa es saber lo suficiente como para no seguir en peligro, nada más. No creo en sandeces, soy atea. No debe preocuparse por mí. Jamás pondré en tela de juicio su hermetismo, porque creo que la Iglesia no sería nada sin él. No es mi intención dejarles fuera de servicio. Allá cada cual con sus pecados.

—Veo que todavía no ha entendido la gravedad de todo lo que se cierne en torno al texto que su marido estaba escribiendo.

—¡Por supuesto que lo he entendido! Créame si le digo que más de lo que se imagina.

—En ese caso le rogaría que me dijese si leyó en algún momento algo de lo que su marido transcribió del libro que sacó del Real Monasterio sin permiso.

—Pensé que me había llamado para aclararme todo este jeroglífico, pero veo que lo que quiere es que sea yo la que le dé información. Creo que debería marcharme, me da la sensación de que usted me está tomando el pelo con un descaro poco frecuente y menos ortodoxo. Mi tiempo también es muy valioso, ¿sabe?

—No pretendo en absoluto tomarle el pelo, como usted dice. Nada más lejos de mi intención. Pero sólo puedo darle la información justa, y para ello debo conocer cuánto sabe usted en relación con los acontecimientos.

—Creo que eso ya se lo dije en nuestro primer encuentro. Sé que mi marido realizaba un trabajo sobre un libro perteneciente a la colección de herméticos de Juan de Herrera, un libro que desapareció de la biblioteca del monasterio y que volvió a aparecer en su sitio de una forma extraña. Un libro que debe contener textos de relevancia para ustedes, para la Iglesia católica. Sé —continuó Adela— que un miembro de su congregación falleció en circunstancias extrañas e imagino, por lo que me contó el ciego al que usted llamó Mefistófeles, que fue la persona que le prestó el libro a mi difunto esposo. Creo que la locura de Abelardo estaba relacionada con la lectura de ese libro, porque la primera crisis que sufrió ocurrió justo después de comenzar su trabajo sobre el monasterio. Eso me hace pensar que se trata de una obra que contiene información que puede ser considerada excepcional por muchos. Abelardo era una persona muy complicada, demasiado analítica, demasiado creyente. Creo que debió encontrar algo en ese libro que puso en duda muchas de sus creencias. A mí me resulta difícil creer en personajes que no sean de carne y hueso; estoy convencida de que todos, después de morir, sencillamente nos pudriremos en nuestras tumbas. Por eso no entiendo bien las paranoias religiosas; de hecho, las considero peligrosas, demasiado peligrosas… Y eso es lo que sé —concluyó Adela—. No tengo en mi poder nada que demuestre mis hipótesis. He llegado a ellas única y exclusivamente analizando los hechos.

El monje dejó de caminar y la miró.

—Lo que le voy a decir no debería salir de aquí. Sólo espero que sirva para ayudarle, para que tenga en cuenta el peligro que corre y la gravedad de todo lo que está ocurriendo —empezó el agustino—. El libro al que su marido tuvo acceso no está registrado en la biblioteca, nunca lo estuvo. No pertenece a ninguna colección y no está ni estuvo en ningún registro. Es difícil explicarle todo esto, porque no es usted creyente y puede tomar mis palabras como una superchería. —El agustino hizo un gesto indicando que Adela se sentase en uno de los bancos. Ella así lo hizo y él, tras unos momentos de reflexión, continuó—: La custodia de ese ejemplar viene de muy lejos. Siglo tras siglo, el contenido de sus hojas se ha mantenido a salvo, virgen incluso a los ojos del custodio. Nadie puede leerlo y así consta en el juramento que todos los miembros hacemos. No puedo decirle qué hay escrito en él porque jamás se abrió en mi presencia ni en la de nadie. En su portada y en su lomo no hay una sola letra que dé pistas sobre su contenido. Lo único que se sabe es que está escrito en hebreo, latín y griego y que del secreto de su existencia puede depender el futuro de nuestra especie.

—Parece una auténtica caja de Pandora —exclamó Adela sorprendida ante las palabras del monje.

—Creo que dar a conocer el contenido de ese libro sería algo parecido a abrir esa caja —respondió el hombre—. No crea que no se da a conocer porque el texto puede perjudicar a la Iglesia; lo que contiene va mucho más allá. Sería como soltar un virus mortífero del que no se conocieran ni los síntomas ni las consecuencias que puede tener para la mente. No crea ni por un momento que mantenemos en secreto los misterios de ese libro para preservar a la Iglesia. Nada más lejos de la realidad. Sólo pretendemos salvaguardar este mundo. El alcance de la información que hay en sus páginas es desconocido, también la reacción que podría desencadenar.

—Perdone si le digo que sus palabras me parecen demasiado tremendistas.

—No lo crea. Cambiar de forma radical los principios de la sociedad puede conllevar al caos. El ser humano tiene una capacidad limitada de raciocinio, y cuando la información supera esa capacidad, enloquece. Para todo tenemos que estar preparados, y la mayoría no lo estamos para conocer ciertas cosas. Puede que el texto desvele quiénes somos realmente y que ello sea una verdad imposible de soportar.

—¿No ha dicho que no conoce el contenido?

—Y así es. Pero el que no tenga acceso a sus páginas no me impide que sepa que es lo que custodio. No se puede asumir la responsabilidad de su guarda desconociendo el verdadero valor de lo que se oculta tras la cerradura con rodete. No olvide que nosotros, los monjes, somos humanos, como todos.

—Me resulta casi imposible creer lo que me está contando. En este mundo el mayor valor de los objetos es por lo general económico. Creo que su libro sólo contiene información sobre Dios que no ha sido desvelada nunca. Información que, por mucho que usted diga, dinamitaría lo que ustedes proclaman y, como consecuencia de ello, podría verse perjudicada su forma de vida y los recursos con los que cuentan.

—Sus conclusiones no van mal encaminadas, pero está equivocada en lo esencial. La Santa Madre Iglesia no tiene ningún interés particular en esto. En este caso, de lo que se trata es de proteger al mundo y al ser humano. Sólo unos pocos conocen la existencia de ese texto, ni Roma sabe de él. El Sumo Pontífice no sabe que ese libro existe, créame. Las murmuraciones sobre textos ocultos de la Iglesia pertenecen a otros tiempos. Es cierto que dotan de un halo de misterio a nuestra institución y que el misterio para el ser humano es tan necesario como el aire que respira. ¿Qué sería de la fe sin misterio? ¿Se imagina que lo supiéramos todo? Piense por un momento cómo nos sentiríamos si no quedase nada por conocer ni por descubrir; imagine cómo seríamos, cómo serían algunos. Ahora imagine que el contenido de ese libro puede ser tan poderoso que puede destruir los pocos valores que quedan en el mundo, que sus páginas contienen una revelación terrible. Imagine por un momento lo que eso podría suponer. Recuerde la historia del Edén, lo que la adquisición del conocimiento supuso para Adán y Eva. La revelación del contenido de esa obra podría llevarnos a una situación parecida, incluso me atrevería a decir que casi igual.

—No puedo imaginármelo. Me resulta imposible creer que un libro contenga una información tan determinante porque ni tan siquiera creo que exista un tipo de información que pueda ser tan poderosa. Su referencia al Edén no me sirve, ya le he dicho que soy atea. Creo que la Biblia no es más que la recopilación de cuadros costumbristas.

—Me está dando la razón; aunque no lo crea, así es. Si dice que en las páginas de la Biblia se recogieron acontecimientos del momento, me está diciendo que sus textos son reales, lo que ya ha sido comprobado.

—Lo que no entiendo bien, porque aún no me lo ha explicado, es cómo tuvo acceso mi marido al texto. Si esa obra está tan bien custodiada, no entiendo cómo pudo llegar hasta él.

—El libro no está en el Real Monasterio, nunca lo estuvo, pero allí sí residía el que era máximo responsable de su custodia en aquel momento. No sabemos qué fue lo que a ese monje le condujo a hablarle a su marido de la existencia de ese texto. Pensamos que tal vez su esposo encontró alguna referencia sobre él en algún texto de la colección de herméticos de Juan de Herrera. No lo sabemos con exactitud. Su marido era un gran historiador, y la labor de investigación que realizaba en aquellos días era espléndida, yo mismo pude conocer algunos de sus análisis. Supimos que había habido dos personas interesadas en hacerse con el libro. Bueno, eso era algo que sabíamos desde mucho tiempo antes de que su marido comenzara a investigar sobre la atracción que Felipe II sintió por los temas de alquimia y sobre su obsesión por encontrar la piedra filosofal. Pero no le dimos mucha importancia, siempre hubo gente interesada en hacerse con el texto. Aquello no era nuevo para nosotros. Como imaginará, si no hubiese existido interés por parte de algunas personas de hacerse con el libro, nunca hubiera sido necesario que tuviese guardianes. El monje encargado de su custodia lo sacó de su lugar y el segundo vigilante percibió su falta, por lo que se requirió la presencia de aquél en la cofradía y se le exigió que devolviera el ejemplar a su sitio.

—Era el fraile que asesinaron, ¿no es cierto? Dígame que me equivoco. Le doy mi palabra de que me gustaría estar equivocada —dijo Adela con voz temblorosa, asustada por la idea de que los monjes hubieran asesinado a uno de sus miembros y que ella ahora estuviera corriendo un peligro parecido al de aquel eclesiástico.

—No se equivoca. Pero no tema, nosotros no fuimos los responsables de su muerte ni tuvimos nada que ver con ella. Controle sus pensamientos, no son buenos —le advirtió el agustino mirando hacia el cielo, en actitud de suplicar perdón para la mujer—. Nunca mataríamos a nadie por haber dejado el libro, pero sí nos dejaríamos matar por mantenerlo oculto. Creo que hay una gran diferencia.

Adela, a pesar de las palabras del monje, seguía incómoda. Desconfiada, miraba constantemente hacia atrás intentando controlar los movimientos del otro eclesiástico.

—Si ustedes no fueron los responsables del asesinato de ese agustino, ¿quién lo fue?

—Eso es lo que estamos intentando averiguar desde entonces. Desde el primer momento supimos que su marido estaba escribiendo aquella obra en el más absoluto secreto. El hermano fallecido nos lo había comunicado; confesó que le había hecho entrega del libro a su marido por unos motivos concretos que no quiso dar a conocer a la cofradía. Dijo saber y estar seguro de que Abelardo Rueda haría un uso adecuado y prudente de la información que contenía la obra y garantizó que lo devolvería en el momento que él lo pidiese, como así fue. Días después de su asesinato supimos que el fraile pretendía dejar la congregación y que su esposo le facilitó la posibilidad de hacerlo de una forma más que honorable. Créame si le digo que tenía una cantidad considerable de dinero en su celda. Bastante considerable.

—No creo que ese dinero perteneciera a mi esposo.

—Nosotros pensamos que parte de él sí procedía de su marido y parte era de otra persona, de quien había asesinado a nuestro hermano agustino. Creemos que tenía pensado vender el libro después de dejárselo a su esposo, pero la ausencia del ejemplar fue descubierta antes de lo que él había planificado, por ello no pudo entregarlo. Le habíamos retirado la custodia y cambiamos el lugar de depósito. Además, por entonces él ya había dejado de formar parte de la cofradía. Si nos hubiera contado todo lo sucedido, estamos seguros de que ahora estaría vivo.

—¿Me está diciendo que han ocultado parte de la información sobre el asesinato de uno de sus monjes? Afirma tan tranquilo que guardar un viejo libro lleno de estupideces es más importante que encontrar al asesino de uno de sus hermanos, porque que yo sepa, según leí en la prensa, el caso no se resolvió, se cerró por falta de pruebas. ¡Increíble!

—Ya le he dicho en qué consiste nuestra labor. Nadie más que él y sus tentaciones terrenales fueron los culpables de su muerte. Si hubiera cumplido con su deber, nada hubiera pasado. Creemos que lo más lógico ha sido lo que hemos hecho. Después vimos cómo su marido fue perdiendo el juicio poco a poco, y lo sentimos, pero en el fondo nos alegró saber que sus palabras no tendrían valor para nadie. Estaba loco y era un asesino. Sin embargo, cuando la prensa dio a conocer el asesinato del que había sido el abogado de su marido, toda la cofradía volvió a ponerse en alerta. Después vino su visita. Tenemos la certitud de que la persona que está cometiendo los crímenes pensó que su marido tenía el ejemplar del que hablamos y estaba chantajeando a su esposo con los asesinatos. Ahora puede estar detrás de usted.

—Lo que me dice ya lo sabía, lo había pensado. Pero ¿no cree usted que es más lógico que sea su Iglesia la que ande tras mis pasos? Su insistencia en conocer qué información tengo yo me resulta bastante sospechosa —dijo Adela mirando de nuevo al otro monje, que seguía en el mismo sitio—. Sepa que no me inspira ningún tipo de confianza y que es posible que le dé pelos y señales de lo que me ha dicho a la policía. No piense ni por un momento que he venido aquí sin dejar dicho adonde iba.

—Más que ofenderme sus palabras me preocupan. No tenemos ninguna intención de hacerle daño, sólo queríamos saber si usted tenía alguna información sobre el libro. También si conoce el sitio dónde su marido pudo dejar tres hojas del ejemplar que faltan.

—Debería haber empezado por ahí. Nunca vi el trabajo que mi marido desarrolló sobre el monasterio. La literatura histórica no me interesaba porque no nos daba lo suficiente para vivir como nos merecíamos. Todo lo que conseguimos fue gracias a las obras de suspense que Abelardo escribió. Además, ya le he dicho que su primera crisis vino originada por esa maldita obra sobre El Monasterio de El Escorial y que el médico le aconsejó que dejara de investigar y escribir sobre Felipe II. Abelardo me hizo creer que había abandonado la escritura de esa obra, pero he descubierto estos días que me engañó. Como podrá entender, por aquel entonces no tenía ni idea de todo esto. Si arrancó tres páginas del libro, no sé dónde pueden estar. Tal vez las vendió, y el comprador sea el que está detrás de todos estos crímenes; pero le garantizo que yo no sé nada. Lo único que he visto ha sido el comienzo de la obra histórica que Abelardo escribía. En él se relata el asesinato de un prior; la descripción coincide con la forma en que mataron al miembro de su cofradía —dijo Adela mirando fijamente al monje.

—La forma en que mataron a nuestro hermano aparece descrita en muchos de los textos que consultó su marido. Era una práctica común en la época medieval. Me parece recordar que su marido ya había escrito ese texto del que usted habla cuando asesinaron a nuestro compañero y que por ello, en un primer momento, nosotros también pensamos que él era el responsable de su muerte, como lo pensó usted. Pero los hechos han demostrado que estábamos equivocados.

—¿Sigue diciendo que aun sospechando que mi marido podía haber asesinado al monje custodio ustedes no lo denunciaron para salvaguardar el libro?

—No digo más que la verdad. Lo peor no era la pérdida de un miembro de nuestra comunidad que ya estaba perdido, lo que nos preocupaba sobre todo era que el libro pudiera volver a desaparecer. Ahora estamos como al principio; la falta de esas tres páginas la hemos conocido después de la muerte del abogado. Algo había que no encajaba y tuvimos que proceder a contar las páginas del libro.

—No entiendo. Si no pueden ver su contenido, ¿cómo cuentan sus páginas? ¿Saben el número de páginas del libro sin ni tan siquiera abrirlo?

—Uno de los monjes es ciego; el segundo vigilante debe serlo. Él se dio cuenta de que faltaban esas páginas… ¿Quién iba a imaginar que existiría un ser tan depravado que fuese capaz de arrancar páginas al texto? Como el libro había permanecido poco tiempo desaparecido, pensamos que cabía la posibilidad de que el monje no hubiera llegado a entregarlo a nadie; que sólo hubiera tenido intenciones de hacerlo, pero que no le hubiera dado tiempo a ello. Todo era posible, hasta que murió y nos dimos cuenta de que lo que dijo era cierto. Encontramos el dinero en su celda, pero todo se complicó aún más cuando mataron a su abogado. Fue entonces cuando decidimos proceder a contar las páginas. Algo no encajaba.

—No sé si he entendido bien. Todo me parece demasiado complicado. Dice que mi marido devolvió el ejemplar, pero que cuando lo hizo ya no estaba completo porque le faltaban tres páginas, e insinúa que yo puedo saber dónde están esas páginas y que hay alguien más que anda tras ellas.

—No lo insinúo, lo afirmo. Usted dijo que estaba recopilando información para escribir la biografía de su marido y sabemos que no es cierto. Si fue en busca de información sobre ese libro, es porque sabía que existía, y si mintió respecto a lo de la biografía de su esposo, como así fue, es porque sabe más de lo que dice y eso la pone a usted en peligro. Creemos que el asesino de todas esas personas es el mismo que mató al hermano de nuestra comunidad; el mismo que chantajeó a su marido llevándolo a presidio y el mismo que pensó que su abogado tenía información del libro. Es evidente que pagó por algo que no ha recibido y que no cejará en su empeño hasta conseguirlo. También está claro que la persona que tiene esas páginas corre un grave peligro, por lo que le ruego las devuelva. Nosotros veremos la forma de hacer pública su recuperación para que así ese ser depravado deje de matar a inocentes.

—¿Sabe?, creo que mi viaje hasta aquí ha sido en balde. No tengo lo que busca, nunca lo he tenido, pero si en algún momento intentan hacerme daño, sepan que les denunciaré y contaré todo lo que me ha dicho. Creo que me está mintiendo, que nunca se les devolvió el libro, que piensa que lo tengo yo. Lo único que les interesa es dar con el libro; eso es lo que creo. Incluso, me atrevo a afirmar que ustedes pueden estar detrás de todo esto. Usted ha dicho que conocía parte de los textos de mi marido, ¿por qué no iba a conocer la existencia de la obra que él aseguraba haber escrito y que nunca se encontró, Epitafio de un asesino? Quizá fueron ustedes los que utilizaron su argumento para matar a toda esa gente y así desprestigiar a mi esposo. Creo que lo que me ha relatado son algo más que conjeturas. Muy probablemente se trata de lo que ustedes han hecho en realidad. Eso es lo que pienso —dijo desafiante.

—Créame, sólo queremos que esas páginas vuelvan al sitio de donde nunca debieron salir. No sé a qué obra de su marido se refiere. No tengo ni idea. Le doy mi palabra —dijo el monje con expresión contrariada—. Pero sí le advierto que haremos todo lo que esté en nuestras manos para encontrar esas páginas y colocarlas de nuevo en el libro.

—Mire, no sé lo que contiene ese libro y tampoco me importa. Lo único que quiero es que me dejen tranquila, y no piense que soy una ingenua. Usted está mintiendo. El que haya tomado los hábitos no significa nada para mí. Ustedes no son diferentes a los demás. A mí me importa un carajo todo lo concerniente a su misterio, y no quiero saber nada sobre religiones o paranoias varias. Sólo quiero vivir tranquila. Pero sepa que si tengo que hacer pública la existencia de ese texto lo haré. Puede estar seguro… Y deje de mandarme libros y recortes de prensa. Si quiere encontrar el libro, comience por averiguar quién se veía con mi esposo en el restaurante La Caña Vieja, ¿o no le hace falta averiguarlo porque era uno de ustedes?

El cura palideció al oír el nombre del restaurante.

—Tiene usted razón; nuestra conversación ha terminado. Pero no olvide que nosotros nunca le hemos mandado nada por escrito, no es nuestro proceder habitual. Piense en todo lo que le he dicho, tómese unos minutos para ello. Y no olvide…

—Sí, ya lo sé —le interrumpió Adela—. Que esta conversación jamás ha existido. Como dijo en el monasterio, el libro sólo es una superchería fruto de la mente de un paleto. ¡Qué facilidad para olvidar tienen ustedes!

—Exactamente. Ya sabe que si tiene intención de entregar las páginas o en algún momento conoce su paradero, estaremos dispuestos a recibirla y a compensarla por ello —dijo él sonriendo con sarcasmo al tiempo que le hacía una seña al monje que le acompañaba para que acompañase a Adela hasta la salida de la iglesia.

Para Adela, era evidente que los miembros de aquella extraña cofradía, compuesta por sacerdotes de diferentes congregaciones, estaban implicados en los hechos. Pensó que el hermetismo alrededor del misterioso libro fue lo que le imprimió el verdadero valor al manuscrito y lo convirtió en un tesoro oculto. Todo lo que le había dicho el monje le pareció digno de la trama de la mejor literatura de suspense. Aunque le dijo que ella estaba tranquila, e incluso le había amenazado con contarlo todo a los medios de comunicación, no lo estaba. Tenía la certeza de que el verdadero responsable de los crímenes era la persona con la que Abelardo se veía en La Caña Vieja. Pero de igual forma sopesaba la posibilidad de que los monjes hubieran chantajeado a su esposo para que éste entregase las páginas que faltaban o el libro, ya que Adela no tenía claro que el monje le hubiese dicho toda la verdad. Era evidente que estaba desesperado, y la desesperación conduce a reacciones poco previsibles. Tanto si lo que faltaban eran tres páginas sueltas como si era todo el ejemplar el que había sido robado, era evidente que se trataba de un texto con un valor más que testimonial sobre la Iglesia o los valores humanos, y eso la colocaba a ella en una situación realmente peligrosa. Ahora sabía que Goyo siguió la misma línea de investigación que ella, que relacionó las visitas de Abelardo a La Caña Vieja con la desaparición del ejemplar y con las muertes. Debió llegar más lejos de lo permitido y sus investigaciones le costaron la vida. Lo único claro era que el libro, o parte de él, aún no había aparecido y que los monjes no cejarían en su empeño por recuperarlo. Si la persona con la que Abelardo quedaba en aquel restaurante era la que tenía el libro, los monjes se encargarían de ir tras él, y esto supondría que ella estaría fuera de peligro. Confiaba en que los acontecimientos tomaran otro rumbo.

Cuando llegó a la finca, Arturo no estaba. El servicio le comunicó que había salido hacia Madrid y que no había dejado nada dicho para ella. Enfurecida por la actitud de su esposo, se recluyó en su estudio. Removiendo papeles y libros, dio con un ejemplar de la Biblia de Abelardo; un ejemplar antiguo y valioso que Adela había decidido conservar. Al verlo recordó que era el que su difunto marido utilizaba para tomar apuntes, así que empezó a hojearlo con atención hasta que sus páginas le mostraron una separata nada habitual. Un viejo papel de seda en el que había escrito:

Hizo también el Señor Dios a Adán y a su mujer unas túnicas de pieles y los vistió.

Y dijo: «Ved ahí a Adán que se ha hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal: ahora pues echémosle de aquí no sea que alargue su mano, y tome también del fruto del árbol de conservar la vida, y coma de él y viva para siempre».

Génesis, 3, 20-24

Escritor, sé que tienes en tu poder parte del libro que me pertenece; pagué por él. El custodio ha pagado con su vida. Vendió su alma como Judas, por unas cuantas monedas de oro. Pero nunca dijo quién eras; sin embargo, tu novela me llevó hasta ti. Tus obras están llenas de muerte, de maldad, ¿no tienes suficiente con esos pecados? Sabes que tu alma está condenada. Te ganas el pan halagando al Señor del Mal con tu literatura. Eres su siervo, y él me llevó hasta tus letras. Allí encontré los folios que hablaban de tus propósitos, que confirmaban que habías arrancado páginas del texto sagrado. Sabes que necesito el texto completo. Tiene que estar completo para poder beber de su sabiduría. Si no me entregas las páginas, haré que tu obra sea real y tú cargarás con todos y cada uno de los crímenes. No seré yo quien los ejecute, sino tus manos; las mismas que utilizaste en la amputación del libro y en la escritura de tu obra.

Mismo comprador, mismo destino.

Adela leía una y otra vez los párrafos. Era evidente que Abelardo conocía la muerte del fraile y los motivos, igual que los miembros de la cofradía. Pero a los custodios se les había escapado un detalle de suprema relevancia, un detalle que Adela vio durante la primera lectura: Abelardo había arrancado las páginas del libro, no para hacerlas públicas o utilizarlas, sino para preservar el contenido total del libro.

Él mismo lo decía en el escrito: «Tiene que estar completo para poder beber de su sabiduría». Los recuerdos se agolparon de repente en su mente. Ahora entendía el porqué de la actitud de Abelardo. Intentó preservar aquel secreto de la mejor forma posible. Lo que leyó en aquel libro debía ser de una importancia trascendental para que tomase aquella decisión, para que él negara su existencia, para que no diese a conocer la verdad o el engaño al que según había manifestado al comienzo de la novela sobre El Escorial estaba sujeta la humanidad. Algo había en aquel libro que rozaba los límites de la comprensión humana, que valía tanto como para callar ante todos los crímenes de los que se le acusó, de los que el autor de la nota le responsabilizaba. Adela ahora estaba convencida de que Abelardo había sabido cuáles eran las intenciones que tenía el fraile, que quería vender el libro. Por ello le pidió que le dejara consultarlo y le pagó una cantidad de dinero que el fraile no despreció. De esta forma Abelardo pudo arrancar esas páginas y hacer que la venta no tuviese valor. Aquellas páginas debían contener la esencia de todo el texto.

No obstante, también cabía la posibilidad de que el fraile, arrepentido de su pecado, le pidiese a Abelardo que fuese él quien cometiese el sacrilegio. Lo cierto es que Abelardo estaba desbordado por el peso de tamaña responsabilidad. Tanto que no quiso dar a conocer a la policía nada de lo acontecido y se sintió responsable de todo. Se sentía culpable por haber escrito aquella novela que el asesino, desgraciadamente, seguía llevando a la realidad. Una obra de suspense de la cual habían desaparecido misteriosamente dos copias.

Estaba segura de que el fraile le había mentido. No habían recuperado el libro, pero sabían que faltaban tres páginas y que el asesino andaba tras ellas. Pretendían recuperar al menos esas páginas antes de que el asesino diese con ellas. Sin pararse a reflexionar demasiado, salió de la habitación con la Biblia y la nota en la mano y se dirigió de nuevo a la iglesia de Santa Eulària des Riu. Cruzó el centro en su coche a toda la velocidad, esperando que el monje aún permaneciese en el templo. Estaba decidida a jugárselo todo a una sola carta. Quería que el monje le dijese toda la verdad.

Cuando llegó la recibió el párroco titular:

—Nuestro hermano agustino aún está aquí, pero ahora está con sus oficios religiosos. No se le puede molestar a no ser que lo que usted tenga que decirle sea de extrema importancia.

—¡Por supuesto que lo es! —dijo tajante—. El monje agustino fue quien me rogó que me pusiera en contacto él.

—¿Y qué quiere que le diga?

—Dígale que soy la viuda de Abelardo Rueda y que necesito confesarme con él.

—Lo haré en cuanto el padre acabe sus oraciones. Mientras tanto puede esperar en los jardines.

Apenas pasaron diez minutos cuando el monje apareció junto al cura que lo acompañaba en el anterior encuentro.

—No hace falta que nos acompañe, sólo he traído esto —dijo Adela tendiéndole el ejemplar del libro sagrado y la nota—. El bolso está en el interior del coche.

El eclesiástico miró con expresión esperanzada lo que Adela le entregó:

—¿Y bien? —preguntó después de leer la nota.

—¿Qué quiere decir? Me ha mentido. Es usted un cínico. Sólo espero que sus explicaciones sean lo suficientemente convincentes como para justificar sus mentiras —dijo Adela arrebatándole la nota y la Biblia.

—No he mentido, sólo he omitido algún detalle. Ya le dije que sería informada de lo preciso, nada más que de lo preciso. Créame cuando le digo que eso le beneficia. Usted sabe y ha comprobado que en este caso tener demasiada información es peligroso.

—No tiene usted ni vergüenza ni dignidad.

—Hay valores superiores a ésos. Pero no perdamos más tiempo discutiendo. Ya sabemos que no estamos de acuerdo en muchas cosas, no en vano éste es nuestro tercer encuentro en pocos días. Creo que nos conocemos de sobra, ¿o no? —Adela asintió—. En ese caso hágame saber qué es lo que le ha traído de nuevo a la iglesia.

—Sus mentiras. No dejaré que se marche de la isla hasta que no me dé todas las explicaciones que necesito. Si no lo hace, llamaré a la policía.

—Creo que está demasiado alterada, debe calmarse —dijo el monje—. En cuanto a la policía, estará conmigo en que ni usted ni yo debemos ponernos en contacto con ella; ambos tenemos demasiado que ocultar. Pero aun así si quiere hacerlo, tenga presente que usted saldrá más perjudicada que yo —dijo en tono burlón.

—Mire, no le diré lo que puedo tener en mi poder aparte de esta nota porque sería jugar con desventaja frente a usted, y eso ya llevo haciéndolo demasiado tiempo. Lo más lógico sería que ambos nos prestáramos ayuda, no que nos pusiéramos impedimentos, como está sucediendo.

—Ya le he dicho demasiadas veces que lo único que hago con mi silencio es protegerla. Ahora, dígame, según usted, ¿en qué he mentido?

—Dijo que mi marido fue quien compró el libro, pero no es cierto. En la nota está claro, lo dice muy claro. El que la escribió dice que necesita las tres páginas que faltan para poder beber de él. Ésa es la primera mentira. Mi marido tuvo el libro, pero no porque lo comprase. Por circunstancias que desconozco, pero que imagino, arrancó tres de sus páginas, que deben ser las más importantes para cumplir el rito o lo que sea que hay escrito en él. Es cierto que ustedes buscan las páginas que faltan, pero también buscan el libro, porque no lo tienen. Ésa es la segunda mentira que me contó. No existe el fraile ciego que contó las páginas porque el libro no está en su poder. No tengo idea de cómo supieron que le faltaban páginas al ejemplar si después de que fuese robado no pudieron verlo. Su fraile nunca devolvió el texto. Mi marido no pudo hacerlo porque es evidente que dispuso de él el tiempo justo; el libro iba a ser entregado ese mismo día, estoy segura de ello. Su fraile no fue asesinado. Murió tal y como dice la nota que le remitieron a mi marido: esta nota —dijo Adela levantando el papel desafiante—. Murió como Judas Iscariote. Su fraile padre… se suicidó.

—¿Y por qué está tan segura de que se suicidó? En esa nota no dice que muriese como Judas Iscariote, sino que hizo lo mismo que él —preguntó el agustino sin inmutarse.

—Lo estoy, créame. Su fraile era el mismísimo Judas Iscariote. Les servía a ustedes igual que lo hacía Judas con Jesús y sus apóstoles, y era igual de codicioso y deshonesto. Tenía que serlo para sacar el libro, para negociar con lo que para su cofradía es un tesoro. Vendió años de ocultación de un secreto venerado y cuidado, creo que si me guío por sus palabras, aquí tienes las monedas. Claro que los tiempos son otros, ¿verdad, padre? —dijo irónica—, ahora el valor del dinero no es el mismo. Él les dio el dinero, arrepentido. Él fue quien les dijo que había entregado el libro. Igualito que Judas. Y ustedes, si seguimos las escrituras sagradas, despreciaron el dinero horrorizados. Fue un suicidio. Ahora lo único que me queda por saber es si lo hizo según el evangelio de san Mateo o según relatan los Hechos de los Apóstoles. ¿Se colgó o se abrió en canal? —preguntó en tono amenazante.

—Veo que para ser usted atea conoce bien las Sagradas Escrituras —dijo el monje aparentando paciencia—. Está usted en lo cierto; debo reconocer que su capacidad de análisis es extraordinaria. Pero insisto en que es peligrosa. El hermano Jonás se suicidó…

—Vaya, vamos progresando —le interrumpió Adela—. Ya tenemos un nombre, que, por cierto, es muy bíblico, como lo fue toda la vida de ese monje. A éste no se lo comió ningún pez, ¿o sí?

—Le rogaría que no utilice sus conocimientos sobre Las Sagradas Escrituras para sus mofas y chanzas. Estoy en mi derecho de exigírselo. —Adela hizo un gesto de disculpa y el cura continuó—: Desgraciadamente, usted está en lo cierto. Nuestro hermano se quitó la vida —repitió, esta vez persignándose—. Cometió un pecado mortal. Entenderá usted este término, ya que veo que es una estudiosa de los textos sagrados. No podíamos dar a conocer el hecho, va contra nuestra doctrina. Fue más sencillo decir que lo habían asesinado durante un posible intento de robo y al tiempo añadir a ello la desaparición de un libro de la biblioteca como supuesto móvil; libro que sí tiene valor, pero nada tiene que ver con el incunable. Libro del que también se conocía su desaparición y que hicimos se encontrase en su celda en el momento que llegó la policía.

—¡Increíble! Si su versión anterior de los hechos era novelesca, ésta la supera todavía más. Y dígame, ¿murió según el evangelio de San Mateo o según relatan los Hechos de los Apóstoles?

—Creo que esto no es de su incumbencia.

—Yo creo que sí —dijo Adela desafiante.

—Murió ahorcado como relató el apóstol san Mateo. ¡Dios lo perdone por ello!

—¿Y qué dijo la policía?

—La muerte fue por ahorcamiento, y la policía tuvo conocimiento de ello a través del forense. Pero nada les resultó extraño, ya que cuando nosotros lo encontramos, lo dejamos de forma que pareciese que lo habían estrangulado.

—Pero no produce el mismo tipo de muerte una forma que la otra. La tráquea sufre diferentes fracturas —dijo Adela llena de curiosidad.

—Lo sabemos, y el forense también, pero para eso están los miembros de la cofradía.

—¿Quiere decir que el forense sabía la verdad y que pertenece a la cofradía?

—No pertenece a la cofradía. Un familiar de Jonás fue el que se encargó de que el forense hiciese la vista gorda. A cambio de ello el familiar, dispuso de los bienes materiales del difunto, que heredaría la cofradía a su muerte, escasos por separado, pero de gran valor para el familiar si los unía a los existentes. Simples acuerdos de herencia.

—Cada vez estoy más sorprendida. Si para ocultar un simple suicido montan este número, ¿qué no harán para ocultar ese misterioso texto?

—El suicidio y el texto iban en el mismo paquete. Si se hubiera relacionado el suicidio con el libro, tal vez se habría relacionado al que fue su marido con el monje. Todo es como una madeja de lana, en esta vida es así. Sólo hay que tirar del hilo y la madeja empieza a deshacerse. Todas sus conjeturas son ciertas. No tenemos el libro. Jonás, arrepentido, nos dijo que lo había vendido y nos entregó el dinero que le habían pagado por él. Dijo no conocer al comprador y nos aseguró que el secreto seguía estando a salvo. Nos comentó que le había dejado a su marido el ejemplar para una consulta y que éste había decidido, al enterarse de que lo iba a profanar, quitarle las tres hojas más relevantes. Así quedaría inservible.

—Sabía todo eso y me mintió. Jugó conmigo. Pensó que yo tenía esas páginas. Desconfió de mí.

—¡Por supuesto! Igual que lo hizo usted de mí. Usted también mintió; no voy a recordarle sus mentiras, pero lo hizo. Sabemos que Abelardo Rueda decía la verdad. El asesino seguía el guión de una de sus obras. Lo sé porque durante el tiempo que permaneció utilizando los textos de la Real Biblioteca me comentó que había terminado una obra de suspense. Dijo que sería la última de este género que escribiría y que pensaba concluir sus trabajos sobre el monasterio con los ingresos que le reportase esa obra. Entonces, cuando lo dijo, no estaba loco —dijo el monje mirándola desafiante.

—Eso fue lo que le pareció a usted. Abelardo estaba trastornado desde que tuvo acceso a su maldito libro. —El monje volvió a persignarse—. El contenido de sus páginas le volvió loco y ahora nos va a pasar lo mismo a nosotros. Quiero que me diga qué contiene ese libro.

—No puedo decírselo. Usted, como buena observadora, ya debería haberse dado cuenta de lo que en realidad es el libro.

Adela guardó silencio un momento para reflexionar sobre las palabras del sacerdote al tiempo que leía la nota que tenía entre sus manos. Se paró en una de las frases y mirando fijamente al hombre preguntó:

—¿No me irá a decir que es…? —Adela no se atrevió a terminar la pregunta.

—Exactamente —respondió el monje—. ¿Ahora entiende nuestra fe?

—Pero eso es imposible. No existe. Es una leyenda.

—Todas las leyendas tienen parte de verdad. Ahora usted es partícipe del secreto más grande que jamás se ha guardado. No puede darlo a conocer. Sé que usted no es creyente, pero esto va mucho más allá de la fe. Medite lo que le he dicho. Si colabora y nos ayuda a encontrarlo, le estaremos eternamente agradecidos. Y olvide el restaurante. La persona que se veía allí con su marido era Jonás. El padre, en venganza por no querer dedicarse a la ganadería, sólo le legó la casa de los guardeses que él arrendó a un hostelero de la zona. Después tomó los hábitos. No tenía nada que ver con el negocio, sólo lo utilizaba para quedar de una forma clandestina con sus visitas. Después de lo sucedido, de su muerte, supimos que éste no era el primer ejemplar que había salido del monasterio de estraperlo. Allí fue donde su marido vio y arrancó las tres páginas que le faltan al libro. El hermano de Jonás fue el que nos «ayudó» a ocultar los detalles de su muerte. Jonás había dejado la totalidad de sus bienes a la congregación, y nosotros renunciamos a ellos en su favor a cambio de que guardara el honor de Jonás y de paso preservar la desaparición del texto. El hermano de Jonás quería aquel bar para montar un restaurante, que, por lo que usted dijo, debe conocer. Le interesaba la transacción. Era un negocio de lo más rentable: su silencio por un inmueble. Sólo le pusimos una condición: que no le cambiase el nombre al negocio y que dejase la imagen de Nuestra Señora del Buen Camino orientada hacia el Real Monasterio, y así lo hizo. Ésa había sido la última voluntad de Jonás.

—Esto es demasiado. Creo que no podré dormir en varias noches. Me muero por saber el contenido del libro, por verlo, por tocarlo. No doy crédito a lo que cuenta. Si hubiera sabido todo lo que se cernía sobre mí, no habría actuado como lo hice.

—¿Quiere decir de una forma tan poco ortodoxa? —dijo el monje sonriendo sarcásticamente—. Aún está a tiempo de pedirle perdón a Dios.

—Me dejé llevar por la codicia y me enredé en una red infinita. No me arrepiento de nada, sólo quiero salir de esto lo mejor posible. No obstante, a pesar de todo lo que me ha dicho, sigo sin creerle del todo.

—Espero que alguna vez tome en serio mis palabras. Y si no estoy cerca de usted para ayudarla a pedir perdón a Dios, no se olvide de hacerlo antes de leer esas páginas. Creo sinceramente que él irá a buscarla. Nosotros sabemos que usted no conoce el libro, que ni tan siquiera tenía conocimiento de que existía y que hasta ahora no sabía lo que su marido había hecho. Pero él no lo sabe. No sé con exactitud qué es lo que hizo usted, pero eso le llevó a estar donde está ahora. Creo que debería hacer las paces con Dios —insistió el monje.

—Es usted un tremendista, como todos los curas. Todo lo llevan siempre a su religión. Usted también debería pedirle perdón a su Dios, motivos no le faltan. Debería hacerlo en vez de intentar darme la extremaunción.

—Todos tenemos cosas de las que arrepentimos. Lo importante es arrepentirse y no volver a caer en la misma falta. Creo que lo mejor sería que uniésemos esfuerzos para encontrar a la persona que tiene el libro o por lo menos las tres páginas.

—Perdón, pero creo que nuestros intereses son diferentes. A mí lo único que me interesa es que el asesino sepa que no sé dónde pueden estar esas malditas páginas y que me importa muy poco el libro. Lo único que me preocupa es seguir viva. Usted está a salvo en su convento, en sus parroquias aliadas, y yo estoy indefensa ante él y me he convertido en su objetivo porque cree que tengo las páginas, lo que es lógico teniendo en cuenta que yo era la esposa de Abelardo Rueda.

—Si encontramos las páginas le doy mi palabra de que estará a salvo. Haremos pública su recuperación, y el asesino sabrá que están en nuestro poder. Ahora bien, lo verdaderamente interesante es recuperar el ejemplar y hacer saber también que lo tenemos, así usted estará por fin a salvo.

—¿No han pensado en la posibilidad de que Abelardo destruyera esas páginas? Es una posibilidad, ¿no cree? —El monje movió afirmativamente la cabeza—. Y en relación con el libro, la única forma de encontrarlo sería indagar en las redes de tráfico de objetos ilegales. Mi actual esposo me habló sobre esos grupos. Según me dijo, están muy organizados, así que me imagino que debe ser muy difícil entrar en sus estructuras; pero nada es imposible.

—En la venta no intervino ninguna de esas organizaciones; ya anduvimos investigando. Debe tratarse de otro tipo de organización o quizás alguna que permanezca oculta, que sea de reciente formación. Nuestras fuentes son completamente fiables. Creo que habrá que esperar a que el asesino vuelva a actuar, me refiero a que se deje ver —aclaró el monje al observar la expresión de miedo que reflejó la cara de ella.

—Me quedaré en la isla hasta que lo considere necesario. Al menos hasta que esto pase. No pienso arriesgarme.

—Su seguridad tampoco está garantizada aquí. Ese asesino no se detendrá por nada. Sabe que puede contar con nosotros. Adela, tenga confianza en nuestra cofradía; la protegeremos. Lo único que debe hacer es comunicarnos todo lo que sepa. Sólo queremos recuperar el ejemplar y, a ser posible, las páginas que su marido arrancó. Intente hacer memoria de dónde pueden estar. Busque entre sus pertenencias. Si localiza el material, entregúenoslo. Será su seguro de vida.

—Yo también seré sincera con usted —dijo Adela mirando al monje—. No me inspira confianza, ninguna confianza, y su cofradía tampoco. Me ha dicho muchas mentiras. En las conversaciones que hemos mantenido hay más mentiras que verdades. Mi instinto me dice que es mejor que no me fíe de usted. Lo siento, padre, pero creo que antes de decirle algo, valoraré si es seguro que lo sepa.

—Creo que usted es inteligente, muy inteligente, y que sabrá lo que debe hacer en su momento. Si necesita ayuda póngase en contacto con nosotros. Bastará con que vuelva aquí si está en Santa Eulalia. Si está en Madrid, diríjase al Real Monasterio. Diga lo que le ha dicho al padre, que soy su confesor. Con eso será suficiente para que nos pongan en contacto. ¡Qué Dios nos proteja!