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Carlota comenzó el trabajo de puesta en marcha de la agencia literaria con el consentimiento expreso de Arturo, que la apoyaba sin reservas, dándole total libertad de decisión. Adela no quiso saber nada del proyecto que tiempo atrás fue su única preocupación. Siguió sumida en sus investigaciones, decidida a dar con el responsable de los envíos.

La semana pasó rápida. Adela no abandonó la isla. Sus averiguaciones la estaban llevando por otros derroteros, mucho más complejos e intrincados. No sólo había recopilado información de todos los medios de comunicación, visitado la hemeroteca, consultado los libros y material que aún conservaba de Abelardo, sino que contaba ya con un archivo de datos que cotejaba con sus hipótesis, para ir desechando caminos de investigación.

Con toda la información que había recopilado, parecía que realmente estaba preparando una obra biográfica sobre Abelardo Rueda. Comprobó la veracidad del fallecimiento del eclesiástico, que la prensa, en su momento, calificó como un extraño incidente dentro del emblemático monasterio. Sin embargo, a ella no le pareció tan extraño, tan fuera de lo corriente como decían los artículos que leyó, ya que los hechos eran exactamente iguales a los que se describían en el primer capítulo de la copia que tenía en su poder. Todos los datos que iba encontrando no hacían más que acrecentar sus temores, uno tras otro los hechos le daban la razón.

Arturo observaba todos sus movimientos. Desconfiado, intentaba hacerse con la documentación que Adela guardaba celosa en su estudio, pero ella lo mantenía cerrado con llave permanentemente. La relación entre la pareja comenzó a deteriorarse. Arturo no entendía aquella ocultación premeditada, el porqué de su repentino mutismo, y le recriminaba su excesivo aislamiento. Pero Adela no prestaba atención a su marido; su único objetivo era dar con el autor de los crímenes. Quería conocer su identidad para ponerse a salvo.

Había organizado las visitas que haría en los siguientes días. Estaba segura de que la amiga de la estudiante asesinada le daría importantes pistas sobre el asesino. Comprobó que la joven vivía en un piso en Madrid, cerca de la universidad. Anotó su dirección en la agenda y programó el viaje a la capital para después de las navidades.

Arturo no soportaba ver a su mujer tan obsesionada. Le dijo una vez más que debía abandonar sus investigaciones. Incluso le insinuó la necesidad de consultar con un psicólogo. Adela se negó.

—Tú sabrás lo que estás haciendo contigo. Es tu vida. He intentado ayudarte. Te juro que si llego a imaginar que eras tan débil, no me habría casado contigo. Esta semana ha sido insufrible, estás entrando en un mundo que no tiene nada de real y no te das cuenta. No eres consciente de tu obsesión.

—No debí decirte nada. Ha sido un error más que he cometido. No te gustan los problemas. Eres igual que era Abelardo… —Se interrumpió un momento para coger fuerzas—. Pues quiero que sepas que no pienso dejar mis investigaciones. Voy a encontrar al responsable de esos crímenes. Piensas que al no tener ninguna noticia todo ha terminado. Yo sé que no es así. Ya lo he vivido. Recuerda todo lo que he vivido. Es evidente que a ti los acontecimientos no te afectan de igual forma, nada tienes que ver con ellos, nada tuviste que ver, pero yo estoy sumergida en todo esto desde el principio, ahora más que nunca. No tengo idea de los motivos que tuvo para mandarme la copia de la obra, pero sé que hay unos motivos y que tal vez lo próximo que ocurra sea que intente matarme.

—Estás obsesionada y quieres seguir obsesionándote. Si sigues con esa actitud te meterás en más de un problema o acabarás desvariando, perdiendo la noción de la realidad. No estoy dispuesto a que arruines mi vida —contestó Arturo tajante.

—Eso le dije yo a Abelardo, y ahora está muerto. Le dije que no consentiría que nadie arruinase mi vida, nuestra vida. Tú no me crees, o no quieres creerme. Es más cómodo, más sencillo… Obsesionada; pues claro que lo estoy. Cualquiera lo estaría en mi situación. Algún día te darás cuenta de que tengo razón. Si no hago nada por evitarlo seré la próxima víctima. ¡No sé por qué te casaste conmigo! ¡Qué idiota soy! Creí que era yo la que te había llevado a tomar la decisión. Siempre pensé que fui yo la que te seduje… ¡Qué equivocada estaba! Fuiste tú el que jugaste conmigo. Sólo querías un buen trofeo. Sólo querías exhibirme. Yo era la pieza que encajaba a la perfección en tu mundo. ¡Siempre fuiste un hijo de puta! —dijo furiosa—. Igual que Carlos. Él también me utilizó. Sabes ver lo bueno y fuiste a por mí, y ahora que tengo problemas, que he confiado en ti, me das de lado… No —continuó—, no soy yo la rara, quien se comporta de forma extraña eres tú. Pensé que al decirte la verdad estaríamos más unidos, que me apoyarías en mi decisión de seguir investigando… Me dijiste que actuabas como lo haría cualquier esposo preocupado. ¡Permíteme que lo dude! ¿Acaso sabes algo que no quieres decirme? —le preguntó mirándolo fijamente—. He visto tu colección de incunables y estoy segura que la compra de todos ellos no ha sido siempre muy legal. ¡Qué!, ¿ya no dices nada?

—No sé qué quieres que te diga. Esos libros son de mi padre, era un fanático de ese tipo de objetos. Si quieres te enseño unas cuantas piezas romanas. Quizá alguna coincida con el medallón que llevaba encima el cura que asesinaron —contestó él cansado de esta discusión—. ¿No te das cuenta de que estás diciendo estupideces? Sólo estoy siendo sincero. No estoy hecho para cuidar enfermos. ¡Odio las enfermedades! Aún más las de este tipo. Creo que estás perdiendo la noción de la realidad y no quiero que tu estado perjudique mis negocios. Eres mi mujer, ¿entiendes? Por mí quédate encerrada de por vida. ¡No me importa! ¡Pero no me pongas en evidencia! Si lo haces, te recluiré. ¿Lo entiendes?

—¡Por supuesto! A la perfección —dijo ella—. Y ahora a ver si me entiendes tú a mí. Sé que has estado mirando mis papeles, que has visto el recorte y los apuntes sobre la muerte del monje, y no quiero que vuelvas a entrar en mi estudio sin decírmelo, sin pedirme permiso antes. ¡No vuelvas a hacerlo!

—Lo que faltaba, que te atrevieras a prohibirme que me moviera a mi antojo en mi propia casa —replicó él—. ¿No te das cuenta?, ¿no ves cómo te pones por una estupidez? Por mucho que lo niegues, si sigues así, tendré que tomar medidas. Lo haré por tu bien y, por supuesto, por el mío.

—Sí, lo sé, acabas de decírmelo. Si mi presencia enturbia tu reputación, te desharás de mí ingresándome en una carísima clínica privada. Así nadie podrá acusarte de abandono —dijo Adela mirando fijamente a su marido—. Mira —dijo de repente Adela—, ¿no lo ves? Está ahí… Vete. ¡No vengas más! Estoy arrepentida ¡Dios me perdonará! ¡Vade retro, Satán!

Arturo miró intrigado hacia el ventanal. El odontólogo esperaba ver a alguien tras los cristales, pero no había nadie.

—No sé si estás loca de verdad o finges demasiado bien. Pero te juro que me has asustado —dijo Arturo mirando fijamente a su mujer, que seguía con el crucifijo en la mano derecha mientras se reía compulsivamente.

—Viene a por mí. Antes fue a por Abelardo. Él me avisó, me lo dijo y no le creí. Es el diablo… —dijo riendo a carcajadas, y sin dejar de mirarle añadió—: Me das risa. Es cierto que crees que estoy loca, no has perdido un segundo en mirar hacia la ventana. Quédate tranquilo, no creo en el diablo —dijo burlona.

—¡Ya está bien! Lo que acabas de hacer es lamentable. Mañana salgo para Madrid. Estaré fuera toda la semana, espero que tu estado de ánimo mejore. He quedado con Juan Antonio, el hermano de Carlota. Me ha dicho que tiene un amigo abogado. Es posible que contrate sus servicios… —se interrumpió—. No sé para qué te digo nada de esto… —dijo Arturo malhumorado al ver que su mujer seguía riéndose de él mientras miraba la ventana.

—¡Es cierto! Lo había olvidado, ¡perdóname! —respondió Adela—. Olvidé que no tienes abogado. Claro que todo es culpa tuya. Si no le hubieses dado un puñetazo a Goyo, todavía le tendrías a tu servicio. Es demasiado legal pero es el mejor. Abelardo siempre decía que era el mejor abogado que había conocido… ¡Ay, qué estúpida soy!, si Goyo ya no es el mejor en nada, ahora está muerto… Tienes razón, estoy loca, rematadamente loca. ¡Ten cuidado! Tal vez mi locura me haya hecho confundir la identidad de la próxima víctima y seas tú en vez de yo el siguiente que muera a manos de ese asesino. ¿No te has parado a pensar que quizá también tú estés en su lista? —preguntó tratando de contagiarle su miedo.

Arturo no respondió.

—Ah, por cierto —dijo Adela—, con tanta estupidez y con tanta locura, se me había olvidado decirte que esta mañana llamó esa joven estudiante de odontología que se estuvo tirando Carlos antes de que yo le conociese. Gracias a mí no le metió en un buen lío. Dice que necesita que le eches un vistazo a su tesis. Le dije que los polvos se te daban muy bien, pero que de tesis nunca habías tenido mucha idea.

—¿Que le has dicho qué? —preguntó Arturo atónito

—Pues la verdad, le dije la verdad. Que tú, echar, sólo echas polvos. Que vistazos no echas a nada y menos a una tesis. Que estaba mal informada —respondió riendo a carcajadas.

—¡Joder! ¡Qué mala leche tienes! Eres consciente de lo que has dicho, y eso es lo más grave. Rosario no tiene nada que ver conmigo, sólo le estoy dirigiendo su tesis. Carlos me pidió el favor, y yo le prometí que la ayudaría. Ni Carlos se ha acostado con ella, ni yo lo estoy haciendo. Y en el caso de que lo hiciese, te recuerdo el pacto al que llegamos antes de casarnos. Dijimos que cada uno llevaría el tipo de vida que quisiese.

—Lo hago para salvaguardar tus intereses. Créeme si te digo que esa joven es un auténtico problema para cualquier hombre. Si no me crees pregúntale a Carlos, te pondrá en antecedentes enseguida. Anda, pregúntale —insistió Adela—. Porque estoy convencida de que ni tan siquiera le has comentado nada sobre ella. Si lo hubieras hecho te habría dicho que tuvo problemas, serios problemas por su culpa. No entiendo la obstinación que tienes en afirmar que Carlos no se ha acostado con ella, no lo entiendo. Y hablando de promesas, te recuerdo que tú tampoco has cumplido la que hiciste. No sólo eso, sino que ahora pareces el mejor amigo de Carlos…

—Nunca te dije que pensara dejar de ser amigo de Carlos. Dije que te ayudaría a conseguir su editorial. Tú eres la culpable de que la venganza no se lleve a efecto. Sólo te preocupa buscar al asesino, y si estás en lo cierto, él te encontrará a ti antes de que tú le encuentres a él. Me obligaste a comprar el local, y gracias a Carlota todo está empezando a funcionar. Si no hubiese sido por ella, habría tirado por la borda un montón de dinero. Sin embargo, la agencia me está reportando grandes beneficios, y no sólo eso, Carlos está encantado. Le ha proporcionado dos nuevos talentos literarios en muy poco tiempo. Incluso ha llegado a hacer que el mundo de la literatura me interese como nunca habría podido imaginar.

—Carlota es perfecta. Tan exótica, con su pelo caoba rizado, con sus enormes y puntiagudos pechos y esos amplios pezones que casi se tocan con la vista. ¡Nunca lleva sujetador! Sus pecas, no se me pueden olvidar sus infinitas pecas anaranjadas que colonizan todo su cuerpo… ¿También tiene pecas en los pezones? Deberías saberlo. Sé que te has acostado con ella.

—No, aún no. Pero lo haré. Carlota me gusta —contestó él sin inmutarse—. ¿Ya estás más tranquila? Bien, pues creo que ya hemos hablado de todo lo que teníamos que hablar… —Arturo la miró apenado—. ¿Por qué cada día estamos más lejos el uno del otro? ¡Creo que te estás destruyendo conscientemente! ¡Yo no te seguiré! Me marcho. No quiero perder el vuelo —dijo malhumorado.

—¡Qué te diviertas! Tal vez cuando vuelvas ya me hayan cortado los dedos, pero tú no te preocupes. Ante todo mantén las apariencias. No olvides que lo más importante es el estatus social.