31 de octubre de 1998
Eran las veintitrés treinta horas cuando llamaron a la puerta de la oficina de Goyo.
—¡Hola! —dijo el letrado—. ¿Cómo estás?
—Tengo que hablar contigo.
—Ya me lo imaginaba. Sabía que vendrías. A pesar del odio que has manifestado, sabía que vendrías. Es lo más sensato que has hecho en tu vida. Pasa, ¿quieres tomar algo?
—Sí. ¿Tienes anís?
—Sí, claro. Está en el otro despacho. Voy a por los vasos y la botella —dijo el abogado levantándose.
—No, déjalo. Ya voy yo. Mientras tanto prepara el ordenador. Creo que deberías tomar nota de todo lo que vamos a hablar.
—Sabía que con el tiempo acabarías contándomelo —dijo Goyo moviendo el ratón del ordenador—. A mí no me pongas anís, prefiero un whisky.
—Como quieras.
El letrado y su acompañante estuvieron hablando sobre los asesinatos hasta bien entrada la madrugada. La hipótesis de Goyo parecía interesar a su visitante. Sobre las tres de la mañana Goyo dijo:
—No sé qué es lo que me pasa, estoy mareado. Quizá lleve demasiado tiempo aquí. Me falta el aire, abre la ventana…
Ésas fueron las últimas palabras que pronunció. Después cayó inconsciente al suelo.