11

Los días se fueron sucediendo monótonos. Abelardo comenzó a ser olvidado por la opinión pública que, poco a poco, empezó a interesarse por otros delitos de delincuentes desconocidos de más actualidad. El escritor había pasado de ser un personaje admirado y galardonado, a convertirse en la persona más odiada del país. Ahora, con el transcurso del tiempo, la conclusión de las investigaciones habían hecho que su vida pasase al más absoluto anonimato. Abelardo Rueda no era nadie. Se había convertido en un enfermo mental sin interés. Su permanencia en el psiquiátrico no vendía. El morbo dio paso al desinterés y el escritor acabó por ser olvidado por el público.

El veinte de septiembre Adela fue al hospital. Su visita había sido anunciada y Raimundo, que ese día permanecería fuera del centro, la había desaconsejado. Sin embargo, el equipo médico que llevaba el tratamiento de Abelardo le permitió la entrada, sosteniendo que dado el cambio de actitud del enfermo y su notable mejoría, el contacto físico con su mujer le beneficiaría. Abelardo la reconoció al instante:

—No sabes lo que me alegra estar aquí. Dime, ¿cómo estás? —preguntó Adela abriendo los brazos.

—¿Aún te acuerdas de mí? Pensé que nunca más volvería a verte —contestó Abelardo mirando fríamente a su mujer, sin abandonar su posición frente a la ventana.

—Me dijeron que no era recomendable que te visitase. No esperaba que estuvieras tan bien. Si no he venido antes ha sido porque no me permitieron hacerlo.

—Eres una bruja, una malvada hechicera. Eres una cínica. Satán me visitó anoche, sí, anoche soñé con él. ¿Sabes por qué vino? ¿Sabes por qué entró en mi subconsciente? Vino para decirme que vendrías a buscarme. Tú eres la responsable de mi reclusión, de que se me haya condenado; lo eres y lo sabes. Lo que has hecho conmigo no tiene perdón y nunca te librarás de ello. Todo se paga; todo, Adela. Nadie se libra de nada de lo que hace, de una forma u otra se termina pagando. No sólo has dejado que se me imputen unos asesinatos que no he cometido; has hecho que las pruebas, las absurdas pruebas que había contra mí fuesen más sólidas. Has engañado a todos. Me abandonaste, ignoraste mi existencia, diste carpetazo a toda nuestra vida en común. No pude soportarlo, aún me cuesta entender tu indiferencia. Aquí dentro no he podido hacer nada. Supiste muy bien cómo quitarme de en medio. Lo tenías todo pensado, todo previsto, pero no creas que esto ha terminado. Bueno, sí ha terminado para mí; sin embargo, para ti, acaba de comenzar. Tal vez esté loco, quizás el dolor que me hiciste sentir haya ulcerado mi cerebro, pero aún hay partes de él que no están dañadas y que me dejan razonar. Para todos soy un enfermo mental, pero mi demencia es un don, un don que tú no puedes entender. Mi enfermedad me da la capacidad de poder verle. Sólo por eso me puedo defender de él. Ya no puedes dominarme, no voy a dejar que juegues conmigo. No te permitiré que vuelvas a manchar mi alma. Ni por un momento pienses que volveré contigo. Nunca lo haré. Si algún día salgo de aquí, si consigo salir, iré a por ti; nunca te perdonaré lo que has hecho y pienso demostrar que tú eres la verdadera culpable de todo. Sé que estás implicada. Te mataré, Adela, voy a matarte.

—No he venido a buscarte. Sabes que nunca saldrás de aquí… No te traicioné. Te ayudé siempre, desde el comienzo estuve a tu lado; pero me equivoqué, debí dejar que te hundieses sólito, hubiera sido más fácil. Ahora sé que muchas de las muertes se habrían evitado. No espero que me creas, nunca lo he pretendido, pero sí quiero que tengas claro que dudo de tu inocencia. Debes reconocer que tu actitud y tu comportamiento fueron extraños, cambiantes, y ese cambio vino dado desde el primer homicidio, desde que nos trasladamos de residencia. Te garantizo que si no hubiera estado implicada en la ocultación de pruebas, te hubiese acusado directamente; si tardé en hacerlo fue porque me di cuenta de tu culpabilidad demasiado tarde, cuando me había convertido en tu cómplice. A efectos legales era tu cómplice. Yo fui tu instrumento. Tú, Abelardo, me utilizaste. No sé si estás loco, pero sí creo que participaste en los homicidios. También sé que tus visitas a ese asqueroso bar no eran por trabajo… ¿Crees que me has engañado? Querías seguir manteniendo tu estatus; adoras la popularidad, te gusta el lujo más que a mí. La diferencia entre ambos, ya te lo he dicho muchas veces, es que yo exteriorizo mis ambiciones y tú las ocultas. A mí, querido, no me importa que me consideren mezquina, porque lo soy; no me importa que crean que soy una ambiciosa, porque lo soy. Soy la persona más ambiciosa del mundo y estoy orgullosa de ello. Yo no he tenido nada que ver con tu trastorno mental; he sido la esposa fiel que tapaba los errores de su marido. Me has utilizado. Quiero que te quede claro que estoy convencida de tu culpabilidad y estoy conforme con el informe médico que te califica de esquizofrénico. Tú y yo sabemos que ésta no es la primera vez que te sometes a tratamiento, ¿o es que has olvidado lo que pasó hace años? ¿Has olvidado cuando dijiste que habías visto a Felipe II caminar por los jardines de El Monasterio de El Escorial? Deja que te recuerde por qué dejaste aquella obra a medias. La dejaste porque el psiquiatra te lo recomendó.

—Tu maldad no tiene límites. Sabes que no estoy loco, que no soy un esquizofrénico. Sólo quieres destruirme, hacerme dudar de mi inocencia, de mi lucidez. Sé, por Goyo, que supiste cuál era el tratamiento que me administraron durante los primeros días de mi detención y no hiciste nada para que lo suspendieran. Conocías mi intolerancia a ese tipo de fármacos y dejaste que me los administrasen. Dejé de pensar, dejé de razonar, tuve alucinaciones, tengo el sistema nervioso dañado de forma irreversible. O estás loca, o es evidente que ocultas algo.

—Te considero culpable y un enfermo, por eso nunca reconocerás tu participación en los hechos. No puedo estar tranquila a tu lado, me das miedo. Ya has intentado matarme en una ocasión, no puedo poner en peligro mi vida. Hace unos instantes has dicho que vas a matarme y sé que eres capaz de hacerlo, por eso no voy a permitir ni tan siquiera que lo intentes. No he venido a buscarte, nunca lo haré. He venido a decirte que voy a solicitar el divorcio. Como comprenderás, mi conciencia no me permite seguir estando casada con un asesino loco —dijo Adela en tono despectivo.

—Te casarás con él, ¿verdad? Te vas a casar con Arturo. Siempre lo supe. Supe que me engañabas. Aún recuerdo las flores, me dijiste que eran naranjas. Llamé a la floristería, el papel llevaba el nombre de la tienda impreso. Las flores las encargó un hombre. Aquel día estuviste con Arturo. ¡Siempre fuiste una puta! Él te mandó las flores.

Adela escuchaba a su marido impresionada por la memoria que Abelardo estaba demostrando tener al recordar todo lo que había ocurrido aquella noche.

—No me voy a casar con nadie. No necesito tu consentimiento. Sólo he venido a decírtelo. He querido hacerlo por los años que pasamos juntos, y por el cariño y respeto que sentía por la persona que fue mi marido, mi verdadero esposo. Tú ya no eres esa persona. Pero ya veo que tu actitud hacia mí en estos últimos tiempos no ha cambiado. ¿Qué es lo que te crees? ¿Piensas que sólo tú has sufrido? ¡Te equivocas! Me has destrozado la vida. Casi he perdido todo por lo que he luchado, porque todo es fruto de mi sacrificio. Nunca habrías llegado a ser el escritor que fuiste si yo no hubiera estado a tu lado, nunca. Estás loco, ¡estás como una cabra! Eres un demente —dijo Adela enfurecida.

—Él te llevará a lo más profundo de las tinieblas y yo oiré tus gritos. Sé que los oiré porque he visto tu final. Lucifer está en tu puerta. Siempre lo ha estado. Antes yo no podía verle. Ahora le veo, y su sombra te persigue. Adela, el diablo guardó la letra «G» para ti. El asesino, tarde o temprano, te matará, y cuando estés a punto de morir comprenderás que yo no he tenido nada que ver con lo que ha pasado. Sin embargo, entonces ya será demasiado tarde. Porque yo estaré muerto… ¡Aún te quiero! Soy un estúpido. No puedo, nunca he podido dejar de quererte. Siempre fui un miserable a tu lado. Yo nunca te habría dejado, aún teniendo constancia de tu participación en los crímenes. Nunca te habría abandonado, ¡nunca! —dijo Abelardo llorando.

—Ya he hecho los trámites necesarios para el divorcio. No te faltará de nada. He hablado con el director del hospital y me ha dicho que puedo mandarte todas tus cosas, me refiero a los libros y todos los apuntes que tienes en el estudio. También la máquina de escribir. Si quieres puedo comprarte un ordenador…

—Sabes, estoy nominado para el Premio Ediciones. Quizá podamos comprar el chalé. Hay una casita construida encima de una gran roca en la montaña, no sabes qué hermosa es. ¡Es extraño! No consigo saber si la he visto en la foto de alguna inmobiliaria o forma parte de un sueño. Es como el ciego, me persigue. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas al ciego con el perro? Aquella noche que me dijiste que todo eran alucinaciones mías. He pensado mucho en ello y quizá tengas razón, tal vez necesite reemprender mis visitas al psiquiatra. El ciego me obsesiona demasiado… Creo que no estoy bien.

—¡Abelardo —dijo Adela exaltada—, el ciego es real! Le he visto más de una noche por la carretera. Debe vivir cerca de casa. El Premio Ediciones te fue entregado, todo pertenece al pasado. Estás en un hospital, enfermo. Estás muy enfermo.

—Es cierto. Han matado a la pobre Teresa, debemos darle a la policía la novela. ¡Debemos dársela! ¡Búscala! ¡Búscala! ¡Maldita seas! Has quemado las copias. La chimenea, ¿dónde está la chimenea? ¡No veo la chimenea! ¡Raimundo! ¿Qué has hecho con la chimenea? ¡Has vuelto a hacerlo! Te lo dije, eres un loquero. Jamás serás un psiquiatra. Un psiquiatra trata a locos no a criminales, y yo soy un criminal. Raimundo, saca a esta bruja de aquí. Que la registren. Quiero que la registren; estoy seguro de que se ha llevado mis novelas. Ha venido a robarme… ¡Sácala de aquí! Ella es la verdadera asesina, ella y su amante. Te voy a matar, ¡maldita seas! ¡Te mataré!

Abelardo gritaba desaforado al tiempo que lanzaba contra las paredes todo lo que iba encontrando a su paso. El personal médico, alertado por los gritos de Adela, acudió casi al instante.

—¡Socorro, sáquenme de aquí! ¡Sáquenme de aquí!

Aquella noche, Abelardo, dado su estado, recibió una dosis de ansiolíticos más elevada de lo que venía siendo habitual. A las dos de la madrugada se levantó sigiloso y se acercó con dificultad a la mesita. Tomó asiento y escribió en un folio: «No juzguéis para no ser juzgados; porque con el juicio con que juzgáis seréis juzgados, y con la vara con que midáis seréis medidos». (Mateo, 7).

Después tomó el sacapuntas y rompió la carcasa de plástico que fijaba la hoja de metal que utilizaba para afilar los lapiceros. Con ella en la mano volvió a la cama. Se desnudó y se arropó, después estiró su mano izquierda dentro de las sábanas, mientras que con la derecha hundía el filo de latón en su muñeca hasta notar cómo brotaba la sangre. Hizo lo mismo con su muñeca izquierda. Cerró los ojos y suspirando aliviado murmuró:

—Que Dios me perdone por ser una criatura tan débil.

Sobre las seis de la mañana el enfermero de guardia entró en la habitación del escritor para ver si era necesario administrarle una nueva dosis de tranquilizantes. Abelardo yacía inmóvil sobre la cama. Sus ojos estaban abiertos y la inexistencia de luz en sus pupilas mostraba el vacío que deja tras su paso la muerte. Tenía los labios rígidos y semiabiertos. Las lechosas sábanas almidonadas estaban teñidas de rojo a la altura de las caderas.

El enfermero permaneció unos segundos contemplando el cuerpo inerte de don Abelardo, incapaz de reaccionar ante aquella situación inesperada y sobrecogedora. Su postura le hizo rememorar la imagen yacente de Cristo. Llevado por la semejanza miró una de las últimas láminas que había colgado sobre la cabecera de su cama. En ella se representaba a sí mismo, dando vida a la escena en que Jesús es amortajado con lienzos, según la costumbre de sepultar de los judíos. A su lado, otra lámina, una réplica exacta del grabado de Gustav Doré, representaba la misma escena (Juan, 19,40). El enfermero se aproximó a la mesita y tomó el ejemplar de la Biblia ilustrado con grabados de Doré. Ensimismado por aquella representación buscó la ilustración para verificar la escrupulosidad de la copia con la escena real y el grabado de Gustav Doré. Todo era exacto, menos un detalle. En la lámina en que el escritor había dibujado su amortajamiento, María Magdalena sonreía maliciosamente. El enfermero no pudo contener un escalofrío que recorrió su cuerpo y le hizo abandonar la habitación precipitadamente para ir al control. El hombre estaba visiblemente impresionado, no sólo por lo sucedido, sino por todo lo que acompañaba el imprevisible desenlace.

Raimundo pidió que se le dejase preparar el cuerpo de Abelardo para el entierro y así fue. Después de que el forense diese permiso, Raimundo y Antonio lavaron y vistieron al escritor para su posterior sepelio.

Adela tuvo conocimiento de la defunción de su marido horas más tarde. Su actitud no cambió. Pasó por el centro y arregló los trámites con la empresa funeraria. La administración del hospital, así como la dirección, le hicieron entrega de las cosas de Abelardo, pero ella se negó a llevárselas, manifestando que no quería tener nada que le hiciese recordar una época que había sido funesta.

Raimundo solicitó que le dejaran estudiar los escritos de Abelardo, alegando que serían de gran ayuda para concluir su tesis, pero su petición fue denegada. Sin embargo, Antonio consiguió hacerse con los dos últimos dibujos y se los entregó a Raimundo diciendo:

—Sé que has estado sacando parte del trabajo de Abelardo. No te he dicho nada hasta ahora porque he podido comprobar que tal vez estés en lo cierto. Creo que en todo esto hay algo que no encaja y no quiero cargar con ello en mi conciencia. Sus palabras aún me persiguen. No puedo dejar de pensar en que quizás Abelardo fuese inocente. Creo que estas láminas te servirán. Es lo único que he podido sacar. Si te fijas, verás que la figura que representa a María Magdalena tiene los rasgos de su mujer. Su sonrisa —dijo señalando el dibujo—, más que maliciosa, es demoníaca. Y aquí abajo, si lo miras con una lupa, verás que hay una escena en miniatura en la que hay un hombre que coge un libro. El título del ejemplar es… —Antonio no pudo concluir.

—Es Epitafio de un asesino. La novela que decía haber escrito, en la que el criminal se estaba inspirando para cometer los asesinatos.

—Y un número; también hay escrito un número.

—El doscientos cincuenta —dijo Raimundo adelantándose una vez más a las palabras de Antonio.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó impresionado el enfermero.

—Llevó siguiendo su caso desde el primer asesinato. La prensa parecía tener más información que los jueces; suele pasar. Sólo hay que tomarse la molestia de ir cotejando datos, uniendo las informaciones de todos los medios de comunicación. El número corresponde al edificio donde vivían en Madrid.

—¿Has encontrado más dibujos ocultos como éste? —preguntó Antonio intrigado.

—Todas las láminas tienen una escena en miniatura. Te sorprenderías si vieses lo que ha dejado impreso.

—Espero que saques provecho, que todo esto sirva para demostrar su inocencia, en el caso de que fuese inocente. Aunque el expediente está cerrado y él ha muerto… De todas formas, lo más llamativo es que el asesino no ha vuelto a matar desde que Abelardo fue detenido. Eso fue una de las cosas que más llamó mi atención. Creo que la de todos.

—Es posible que todo haya sido una encerrona. Un asesino en serie suele desaparecer, mata con regularidad durante un tiempo y luego deja de hacerlo de la misma manera que comenzó, sin justificación alguna. Quizá sólo esté disfrutando con la ineptitud de la policía, o no sea tal asesino en serie. Tal vez todo haya sido una trampa que alguien planeó con precisión para dejar a Abelardo fuera de juego. De lo que sí estoy seguro es que Abelardo no era culpable y de que su demencia fue provocada por las acusaciones tan aberrantes de las que fue objeto.

—¿Seguirás en contacto conmigo? Me gustaría saber adónde te lleva todo esto.

—Lo cierto es que si somos realistas, esto sólo me servirá para mi tesis. No creo que nadie, en el ámbito policial o judicial, dé credibilidad a mis palabras, no creo que mis conclusiones sirvan para reabrir el caso. Tampoco ése ha sido mi objetivo…