30 de agosto de 1998
Cuando Raimundo comenzó su trabajo, todos los miembros del ala donde estaba ubicada la habitación de Abelardo le dieron, con una irónica sonrisa, la bienvenida. Antonio era el ATS que se había encargado del escritor desde que éste ingresó en el hospital. Él fue quien puso al día a Raimundo sobre el estado en el que se encontraba el paciente. Al entregarle el historial de Abelardo, hizo un comentario:
—Si quieres tener éxito con él, bastará con que le des lapiceros nuevos, adora los lapiceros. Pero no le menciones nunca nada relacionado con los dentistas, no se te ocurra hablarle ni tan siquiera de los dientes. Según él, está viudo. A su mujer la mató el diablo. No te dejes impresionar por sus palabras. Son tan extrañas que rozan la parapsicología. Pueden llegar a afectarte, quiero decir que las frases que a veces dice tienen sentido, pero tienen un significado espeluznante. Cuando te hable no te dejes impresionar, y si lo haces, recuerda que es un enfermo mental. ¡Es un consejo! La primera semana que le atendí tuve que solicitar medicación para poder dormir. Y aún ahora, aunque no lo creas, el día que me recibe con una de sus frases, antes de irme a dormir me tomo un valium.
—No creo que sea para tanto —dijo Raimundo sonriendo—. Yo conocí a Abelardo. He leído bastantes obras suyas. No creo que sea el asesino. Estoy convencido de que no está tan loco, de que todo se basa en una grave negligencia. Entiéndeme, no rebato el dictamen médico, sino la condena. Sólo hay que tener en cuenta un detalle, nunca había dado muestras de una conducta irregular; incluso antes del proceso su actitud era normal, como la de cualquier recluso. Su declive fue progresivo y muy rápido. Hay demasiados datos en relación con su comportamiento que no encajan. No debes preocuparte por mí, sé a lo que me expongo. Todo sea por mi tesis —contestó Raimundo.
—Tal vez tu tesis llegue a ser famosa. Nunca se sabe. El director está encantado de tenerte aquí; se habla de ti con mucha curiosidad en todo el hospital. La verdad es que eres digno de admiración. Yo estoy deseando largarme de aquí y tú estás deseando comenzar tu trabajo. ¡No sabes dónde te has metido!
—Te diré un secreto porque me has caído muy bien —dijo Raimundo acercándose a la oreja de Antonio—. En realidad soy un infiltrado de la Academia de Hollywood, mi misión es hacer un guión con las alucinaciones de Abelardo Rueda para vendérselo a un guionista que no es guionista, y él se lo venderá a un director con productora propia que hará una gran película, con una gran trama en la que los protagonistas seremos tú y yo, y seguramente ganará más de un Óscar, y después, cuando la veamos, nos daremos cuenta de que no se parece en nada a la realidad. Lo que hará que no volvamos a ver nunca más películas relacionadas con la psiquiatría sin morirnos de risa.
—¡Joder! —dijo Antonio riendo—. Sí que tienes imaginación y don de palabra.
—No creas. Tú me has despertado mi imaginación. La verdad es que no pienso dedicarme a la psiquiatría. Soy abogado. Quiero especializarme en criminología, y creo que esto me vendrá bien. Ahora estoy sin trabajo. Hasta que lo encuentre he pensado hacer la tesis. Es tan simple como eso.
—Si necesitas algo, no tienes más que pedirlo —dijo Antonio sonriendo.
Los dos hombres continuaron con su conversación camino de la habitación del escritor.
—¡Esperanza! La esperanza es lo que hace que el mundo se mueva —dijo Antonio.
—La avaricia, el ansia de poder y la necesidad. Eso es lo que hace que todo se mueva —contestó Raimundo.
—Eso dice él. Siempre lo ha dicho, no ha dejado de decirlo desde que ingresó.
—Y tiene razón; la verdad de los locos es una de las muchas verdades que ignoramos conscientemente, porque es la que más daño puede hacer a nuestra realidad, porque es la única que nos hace dudar de nuestro mundo, del mundo que vemos, el que hemos establecido como real y en el que se asienta la codicia como la gran reina. Si lo desvirtuamos, la codicia sería la primera en caer. ¿Has pensado alguna vez que quizá los locos son los que están en el mundo real y que tal vez los realmente locos somos nosotros? Sé que no es una idea muy original, pero pienso más de una vez en ella, como la mayoría de la gente…, lo que, si lo piensas, puede resultar preocupante.
—Puedes imaginarte lo que he podido ver, oír y pensar desde que estoy aquí, y puedo asegurarte que Abelardo no es el tipo de enfermo que te hace dudar de si él es el cuerdo y tú el loco. Es un asesino, loco, pero un asesino. No debes olvidarlo. Hay muchos tipos de locura.
—Estoy de acuerdo. Pero puede que él no sea el asesino y que el hecho de que se haya dudado de su inocencia sea lo que le ha conducido al estado en el que está. Por eso yo estoy aquí, porque creo en su inocencia tanto como en su enfermedad mental, sólo que cambiando el ángulo de visión. Hace tiempo que los especialistas hemos perdido la independencia, la libertad de pensamiento. Creo que hay demasiados tratados, demasiados códices, nos limitamos a seguir las pautas establecidas, como hace cualquier profesional en su campo, pero la psiquiatría tiene pocos parámetros que seguir, la mente sigue siendo una gran desconocida y eso es lo que hemos olvidado, los estudios no sólo están inacabados, sino que no han empezado —contestó Raimundo.
—Tienes razón: la mayoría de los enfermos están encasillados en un diagnóstico que tiene muchos puntos negros. Cuando no se sabe con exactitud qué tipo de alteración padecen, se opta por la que más características comunes de comportamiento tiene con el enfermo. Siempre se busca un patrón que seguir, pero esto sucede en todos los campos de la medicina y no creo que sea una forma de actuar errónea. Se necesitan las guías; gracias a ellas se han podido curar muchas personas y el concepto de enfermo mental ha cambiado. Tantos años de estudio e investigación no pueden ser baldíos, no lo creo. Con respecto a Abelardo Rueda, puede que tengas razón. Siempre ha dicho que es inocente, pero también dice que él tuvo la culpa, que es el responsable de los crímenes y se llama a sí mismo maestro. Constantemente mira hacia la ventana enrejada diciendo que el diablo está allí, esperando a que él decida venderle el pedazo de su alma que aún está limpio. Está obsesionado con El Monasterio de El Escorial. Insiste una y otra vez en que se le deje visitar el monasterio. Quizá tengas razón y el eminente escritor no necesite un psiquiatra, sino un exorcista.
—No creo que debas burlarte. El señor Rueda es un historiador. Sus primeras obras son históricas y creo recordar que estaba escribiendo una que se desarrollaba en El Monasterio de El Escorial. No tienes ni idea de los misterios que encierra el templo, aparte de que su situación geográfica es excepcional. Felipe II también tenía un comportamiento anormal, extraño. Su obsesión por la alquimia, por coleccionar reliquias de santos, era enfermiza. Hoy se le consideraría un enfermo. ¿O tú no considerarías enfermo a un hombre que habiendo sido uno de los precursores de la Inquisición, siendo de sobra conocida su intolerancia religiosa, creó la mayor biblioteca de magia que existe, convirtiéndola en uno de los pocos lugares de Europa donde se podía estudiar e interpretar la Biblia? ¿No crees que más que una contradicción del monarca podía considerarse una conducta maniaco obsesiva? Hoy la mayoría de estos libros permanecen expuestos del revés, es decir, no nos muestran el lomo, sino el canto de las hojas. Es evidente que tratan de ocultar al público lo que esos libros encierran. Creo que la cultura, el exceso de cultura, nos vuelve un tanto paranoicos y excéntricos a todos. Hay que tener cuidado con la cantidad de conocimientos que se adquieren, porque es tan peligroso como la carencia de ellos. Algunas personas se convierten en hipocondríacas cuando adquieren demasiados conocimientos sobre las enfermedades… Podría demostrarte que en infinidad de casos es así. Saber demasiado es peligroso, pensar es un ejercicio peligroso. Tener demasiados conocimientos se convierte en un deporte de riesgo para el cerebro. Ya sabes: el sueño de la razón produce monstruos —dijo Raimundo con socarronería.
—He de reconocer que me has impresionado. No puedo quitarte la razón, entre otras cosas porque no tengo los conocimientos suficientes para refutar tus hipótesis. Y tienes razón, no debo burlarme de Abelardo Rueda, pero tú no debes compadecerte de él; como profesional tienes la obligación de no hacerlo, al menos en este caso, porque la compasión, cuando hablamos de un asesino, sí es un deporte de riesgo, y no te juegas sólo tu seguridad, te juegas la de los demás, y ése, en este caso concreto, es tu compromiso: cuidar de la seguridad de todos, no sólo de tus enfermos. Te recuerdo que fue juzgado y condenado, te recuerdo que ese señor se cargó a cinco personas.
—No lo he olvidado. No dejo de lado la posibilidad de que la condena sea la correcta, pero he venido a trabajar para demostrar su inocencia, porque estoy convencido de que es inocente. Sólo especulo. Es uno de los principios básicos para conocer el comportamiento humano. La reflexión desde ángulos diferentes te aporta visiones distintas de la misma cosa, que, por ser disímiles, no dejan de formar parte de lo que contemplas. Tampoco pierden su carácter de real, sólo es la perspectiva lo que las diferencia, pero siguen siendo las mismas cosas —contestó Raimundo.
—Entiéndeme, lo digo por tu seguridad. Estoy en la obligación de avisarte. Creo que tienes una idea errónea del estado en el que se encuentra este paciente. Creo que la información que has recopilado no es tan veraz como tú piensas.
—Te agradezco tu interés por mi seguridad, pero no debes preocuparte. Sé lo que hago —contestó Raimundo palmeando la espalda de Antonio.
El ATS abrió la puerta de la habitación de Abelardo y extendiendo la mano cedió el paso a Raimundo.
—Ahí lo tienes. Puede que sea tu premio al esfuerzo, a los años de estudio…
Raimundo, en un principio, no miró al escritor, ni tan siquiera le buscó. Momentos antes de que Antonio le señalase, su interés había sido absorbido por el volumen, la belleza y la perfección del trabajo que había expuesto en las paredes de la habitación. Las láminas, con dibujos a lápiz y carboncillo cubrían los muros. Cada una de ellas reflejaba uno de los pasos de La Pasión de Cristo; estaban en el tabique derecho. El lado izquierdo estaba decorado con otras de igual proporción y técnica que representaban todas las etapas por las que el escritor había pasado desde el primer asesinato hasta llegar al psiquiátrico, coincidiendo en número (catorce) con las Estaciones de La Cruz. Los dibujos eran realistas y estaban cuidados en todos sus detalles, proporciones, sombras, fondo… Su belleza, así como su tono desgarrador y sangriento, hacían que cualquiera que los contemplase se viera conmovido por el dolor reflejado en aquellas figuras que parecían vivas, atrapadas en el grafito. Había un detalle de especial y clara relevancia: todas las escenas de El Calvario de Jesucristo tenían su imagen gemela en la parte izquierda, donde el escritor se había retratado a sí mismo como si él fuese Cristo. Pero lo más impactante, lo que más llamó la atención de Raimundo, fue que Abelardo, en los dibujos que representaban su calvario personal, había sustituido la cruz por un libro abierto. Así, en la estación número dos, donde Jesucristo cargaba con la cruz, Abelardo se había pintado cargando un libro abierto sobre sus hombros, en cuyas hojas se podía apreciar la existencia de un texto escrito a plumilla. A pesar de que la distancia era demasiada para que el pasaje fuese legible, Raimundo supo al instante que allí, entre aquella amalgama de trazos y letras, encontraría lo que estaba buscando.
—Sabía que reaccionarías así. Es sorprendente el trabajo que ha realizado. Creo que debería haberse dedicado a la pintura. Algunos de sus dibujos me recuerdan la mano mágica de Goya —dijo Antonio mirando a Raimundo que permanecía inmóvil en la entrada, mirando fijamente las láminas—. Estaba seguro de que te dejaría sin habla. No quise comentarte cómo estaba la habitación; preferí que lo comprobases por ti mismo. Es impactante…
Raimundo no contestó, se adelantó unos pasos sin detenerse a mirar a Abelardo y se colocó en el frontal de la habitación. Allí había otra pequeña exposición pictórica. En las láminas estaban representadas varias escenas que tenían un personaje en común: un hombre que parecía un indigente y que sujetaba a un perro negro atado a una gruesa cadena de eslabones de acero. Los dibujos situaban al hombre en Madrid. En el primero, éste aparecía en la puerta del ático, la primera residencia del escritor en la capital. Estaba de pie junto a un banco. El perro estaba sentado a su derecha, en actitud de espera, como si estuviese al acecho de una presa que su amo le hubiera preparado y que de seguro le sería entregada sin esfuerzo. La viveza de sus ojos era tan real que sobrecogía. En el segundo dibujo, el hombre estaba en la puerta de la nueva residencia del escritor y el can miraba las dos águilas reales que batían impotentes sus pétreas alas. Las rapaces parecían querer escapar, soltar sus garras adheridas al granito de los capiteles, mientras que el perro parecía disfrutar de su desesperación. En el tercer dibujo, el hombre caminaba de espaldas por los jardines de El Monasterio de El Escorial. El perro que iba a su lado ya no era como el anterior; éste tenía tres cabezas y proyectaba una sombra de proporciones irregulares, demasiado alargada. En el cuarto dibujo, el individuo estaba sentado cerca de un río; entre sus piernas tenía un libro abierto del que iba arrancando páginas que daba a comer al perro. Las babas del animal al caer al suelo formaban letras, con las que se podía componer, sin esfuerzo, la palabra «imaginación».
—¡Es increíble! Nunca había visto nada igual. Se ha crucificado sobre un libro, y en ésos —dijo Raimundo señalando los dibujos de la pared frontal— ha retratado al diablo.
—¿Al diablo? No es el diablo, es un mendigo. Parece un ciego con su perro lazarillo.
—No es un ciego, es el diablo. Mira. —Raimundo señaló el cuarto dibujo—. ¿No ves que tiene tres cabezas? El perro es Cancerbero, el guardián de la boca del infierno, y lo ha situado en el monasterio. Como te dije, existe la creencia de que allí se encuentra una de las entradas al infierno. El perro negro del monasterio, el famoso perro que atormentó a Felipe II hasta el mismo día de su muerte. Es éste, al menos eso es lo que en apariencia quiere dejar claro Abelardo en sus dibujos; incluso se ha tomado la molestia de alargar su sombra, ha querido dejar patente la similitud del dibujo con la del mítico personaje. Estos dibujos reflejan sufrimiento y demencia, pero también tienen una lógica, un fin, todos los dibujos persiguen un mismo fin. Creo que está arrepentido de algo, quizá de su obra, y por ello se ha dibujado crucificado sobre un libro abierto.
—No tengo ni idea. A mí lo que me impresiona es el realismo de los personajes. Mira éste —dijo Antonio señalando el quinto paso de La Pasión, cuando Jesús tiene su primera caída y Simón el Cirineo le ayuda a llevar la cruz—. ¿Ves?, en ésta él, como Jesús, se cae con el libro. ¿Sabes quién es el que coge el libro?, ¿sabes quién es éste, el que le ayuda a llevar el libro?
—No —respondió Raimundo intrigado.
—Pues es su abogado. Viene a verlo casi todas las semanas. Te garantizo que es exacto; hasta él mismo se impresionó cuando se vio en el dibujo.
Raimundo sonrió con ironía, había callado la mayor parte de la información que contenían los dibujos. En cada uno ellos había infinidad de detalles, símbolos que el escritor había ido dejando con premeditación. Todos ellos eran, sin lugar a dudas, el producto de los instantes en que la locura había dejado paso a la razón. Habían sido colocados en un orden que seguía un hilo conductor y que, poco a poco, permitía ir descifrando aquel jeroglífico de casualidades, aquella trampa tejida por el destino que había conducido al escritor a la cárcel y, posteriormente, al psiquiátrico. Todos estaban expuestos de forma obvia y parecían dejar claro que el escritor quería hacer partícipe de su descubrimiento a todos los que contemplasen su obra. Pero, su exposición, en apariencia clara, perceptible a simple vista, en vez de hacerlos notorios, en vez de resaltarlos, los había ocultado, convirtiéndolos en casi invisibles. El realismo y la crudeza del resto de las imágenes eran los responsables de que los que visitaban la celda sólo apreciaran el sufrimiento de los personajes retratados y no se dieran cuenta de la verdadera intención de los trabajos. Excepto Raimundo, que fue buscando aquellos instantes de lucidez que se dan en todos los enfermos mentales, nadie había visto más que el producto de las alucinaciones del escritor.
Abelardo estaba de espadas a ellos, mirando por la ventana, ajeno a la presencia de los hombres que contemplaban extasiados los dibujos. Su descalcez dejaba al descubierto la semejanza de sus pies, luengos y esqueléticos, con los de las imágenes que él había reproducido de Jesucristo clavado en la cruz. Sus manos, huesudas y blanquecinas, sujetaban un montón de folios escritos por ambas caras que hojeaba sin descanso, llevado por la necesidad de encontrar algo en ellos que parecía resistírsele, haber desaparecido. Sobre la pequeña mesa de madera, situada a la derecha de la entrada, había cuatro montones de folios en blanco. En un bote de metal, al borde de su capacidad, estaban almacenados todos los lapiceros que habían perdido su tamaño sobre las cuartillas del escritor. Todos eran parvos, casi inservibles, pero se negaba a desprenderse de ninguno, y los iba almacenando como trofeos, dentro del cilindro metálico. Una copia de un grabado de Gustav Doré que representaba a Jesucristo en El Monte de los Olivos permanecía a modo de cojín sobre la almohada de la cama. El suelo de la habitación estaba cubierto de folios agrupados por igualdad de tamaños.
Las pilas de papel bordeaban el perímetro de la habitación, se levantaban blanqueando los bajos de las paredes, acordonando el escaso mobiliario, recorrían de lado a lado el dormitorio.
Abelardo seguía ajeno, ausente a todo lo que sucedía a su alrededor, ni tan siquiera había percibido el caminar sosegado de Raimundo y Antonio, que iban de lado a lado contemplando todo su trabajo. Igual de indiferente que en los momentos anteriores, como si allí no hubiera nadie, se retiró de la ventana, dejó los folios sobre la cama, se arrodilló y sacó de su pantalón un lapicero diminuto. Abstraído, comenzó a escribir en una hoja en blanco que había en el suelo.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Raimundo mirando al escritor.
—Como ya sabes, escribe una novela, y como ves, de dimensiones un tanto desproporcionadas. Insiste en que ya fue escrita. Dice que el asesino se la robó y comenzó a cometer los asesinatos. Que lo hizo siguiendo su obra al pie de la letra. La mayor parte de la obra no tiene sentido, incluso hay párrafos escritos en castellano antiguo. Lo cierto es que hay pasajes que sí son legibles, pero pertenecen a obras que tiene publicadas; no son exactos a lo que publicó, pero en esencia dicen lo mismo. Lo sé porque me tomé la molestia de comprobarlo. Lo que me ha parecido curioso es que hay una frase que repite constantemente. Está en todos los folios, por ambas caras. —Antonio se aproximó a la mesa y cogió una de las hojas. Abelardo permanecía en la misma posición. Seguía sin dar muestras de haberse dado cuenta de la presencia de los dos hombres. El enfermero buscó la frase y señalando con el dedo el texto se lo acercó a Raimundo. Éste lo leyó: «¡Me avergüenzo de tu creación!».
—¡Es terrible! —exclamó Raimundo—. ¿Por qué no usa otro lápiz? El que utiliza es demasiado pequeño. No sé cómo puede sostenerlo si apenas se ve.
—Se lo hemos sugerido varias veces, pero insiste en apurarlos. Después los deja en esa caja de zapatos o en el bote que hay sobre la mesa. Dice que su obra es muy extensa, que tiene que aprovechar el material, porque quizás acabemos negándonos a suministrarle más.
—¿Crees que nos ha visto?
—No. Se abstrae tanto cuando escribe que no oye ni ve nada. Habrá que llamarle —dijo Antonio acercándose al escritor y procedió a darle una palmada en la espalda con sumo cuidado mientras le ofrecía un lápiz nuevo.
—¡Ya era hora! —gritó Abelardo desencajado, al tiempo que le arrebataba con violencia el lápiz al enfermero—. ¿Has estado hablando con él? Él te ha dicho que no me des lapiceros. Está desesperado, ¿verdad que lo está? Sabe que no podrá detenerme. Yo haré que todos sepan quién es. Llevo esperando material desde la semana pasada. Tengo las yemas de los dedos llenas de ampollas, el roce con el papel me está destrozando la piel, pero a vosotros os da igual… Sois unos miserables.
Abelardo dejó el lápiz con la veintena que había en la mesa y miró a Antonio.
—¡Alma de Dios! —dijo—. Lo que aguantáis en estos sitios, con lo bien que se está en la calle. Cuando salga de aquí debes recordarme lo bueno que has sido cuidándome. Te aseguro que no olvidaré lo que estás haciendo por mí. ¿Sabes?, tú eres el único que tiene la certeza de que no estoy loco. Mi dolencia es física, está en el corazón; en realidad soy un enfermo cardíaco al que le han destrozado el alma. Es evidente que algo no funciona bien en mi organismo, pero mi cerebro y sus ramificaciones nerviosas están perfectos. El verdadero problema es que razono demasiado. Veo con absoluta claridad y eso hace que parezca un loco. Es peligroso para mí y para los demás —dijo carcajeándose—. Por eso sé que tú no me consideras un demente pero sí un asesino. Eso será tu lacra, te perseguirá durante toda tu vida, lo hará. Soy inocente y tú, como los demás, me has condenado. Por ello, yo me tomo la libertad de condenarte. Nunca me iré de tus pensamientos, mi inocencia te perseguirá incluso después de que haya muerto. Sé que eso es lo que te hace sentir miedo. Mis palabras te aterrorizan. Sí, enfermerito, estás literalmente acojonado, lo estás porque sabes que esos medicamentos que me das me hacen perder el contacto con la realidad. ¡No queréis que piense! Es más placentero, economía laboral, menos trabajo, menos desgaste, menos personal. ¡Qué! ¿Otra vez tu conciencia? No sé cómo puedes dormir, cómo puedes consentir esta injusticia —dijo ignorando la presencia de Raimundo, y arrodillándose sin esperar una respuesta a sus palabras, continuó escribiendo.
—A esto es a lo que me refería, a sus momentos de lucidez entre comillas. Te hace plantearte todo, incluso tu responsabilidad en su reclusión. Es cruel, sabe hurgar dentro, muy dentro, tanto que hace herida. Me descoloca, me hace dudar. A veces me preguntó si no tendrá razón —dijo Antonio mirando a Raimundo que permanecía mudo.
—Es algo común en el perfil de estos enfermos. La mayoría son muy inteligentes, o lo fueron antes de que la enfermedad se manifestara. Piensa que la inteligencia no está desligada de la locura, al contrario. Ya te dije que, para mí, los locos son más inteligentes que el resto de los que nos consideramos normales. Ser loco no quiere decir ser tonto. Creo que uno de los factores de riesgo de las enfermedades mentales es el exceso de actividad cerebral, el tener una gran capacidad de compresión de todos los procesos de la vida, de todos sus misterios. Lo que para nosotros es una incógnita, para ellos, de repente, un buen día, con motivo o sin él, deja de serlo. Ese conocimiento, esa toma de conciencia, perdura; lo hace por encima del estado anímico, por encima de sus crisis, de su demencia, y es cuando sus ojos se convierten en escrutadores de almas, sus miradas aprenden a examinar el interior de los otros y a localizar sin esfuerzo sus rincones oscuros. Desarrollan un sexto sentido. No debes tenerle miedo, ni a él ni a sus palabras. No olvides que sabe lo que debe decir para impresionarte, para que tiembles de miedo, y disfruta ante tu perturbación. Ahora soy yo el que te da un consejo: deja de tomar valium, sólo conseguirás hacerle un agujero a tu hígado. Él seguirá hablándote del mismo modo, arañando tus pensamientos, despertando imágenes descarnadas en tu cerebro; lo seguirá haciendo con valium o sin él.
—Tú lo ves todo muy fácil. Ya veremos cuando lleves tratando con él unos días, ya me dirás, ya me lo dirás —contestó Antonio agachándose y rozando el hombro de Abelardo para llamar su atención—. Abelardo, este señor se llama Raimundo y desde hoy va a cuidar de ti. Debes tratarle bien. ¡Abelardo! ¿Quieres mirar? Recuerda que el doctor dijo que si no colaborabas te quitaría los folios y los lapiceros —concluyó Antonio amenazante.
El escritor levantó la cabeza desafiante y miró a Raimundo. Sus ojos se clavaron en él. Soltó el lápiz y sin dejar de mirarle dijo:
—¡Cuánto me alegro de verte! ¿Por qué no me han dicho que estabas aquí? ¿Por qué no me has hecho saber que venías? Llevo demasiado tiempo esperando una respuesta a mi escrito. Pensé que tú también me habías abandonado… Si me hubiesen dicho que tenías pensado visitarme, te habría preparado un buen recibimiento. Debes explicarme lo que ha sucedido, debes contármelo todo. Adela no quiere saber nada de mí. Dice estar convencida de mi implicación en los crímenes, como todos. Todos me creen culpable, pero no lo soy. Ella, ella es la que está metida de pleno. En realidad, estoy mejor sin ella. Ahora hago lo que quiero. Estoy escribiendo lo que me gusta, haciendo lo que siempre he querido. Sé que la soledad es buena, necesaria, pero no hasta estos extremos. Estoy solo, completamente solo y no puedo soportarlo, pero ahora estás tú aquí y todo cambiará. Como en los viejos tiempos.
—Por supuesto, Abelardo. No debes preocuparte, todo cambiará. Encontraremos al culpable, pero para ello debes colaborar conmigo. A cambio te daré todos los lápices que quieras. Curaremos esas úlceras de los dedos. Debes dejar de escribir con esos lapiceros tan diminutos. Tienes que empezar a cuidarte. Sé que no estás loco, que eres inocente, pero para demostrarlo tienes que colaborar.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Antonio—. Nadie diría que es tu primer paciente —dijo observando cómo el escritor escuchaba sosegado a Raimundo mientras éste le miraba los dedos.
—¿Qué te crees? Piensas que soy imbécil. Tú también tienes tus intereses, todos tenemos intereses, todos. No pienses ni por un momento que me fío de ti. No te perderé de vista. Has tardado demasiado tiempo en venir a verme, demasiado. Tal vez tú también estés implicado. Mi trabajo no saldrá de esta habitación, mis lapiceros no los tocará nadie. Nadie le pondrá la mano encima a mi material.
—No voy a tocar nada, sólo quiero ayudarte. Si tú quieres me iré, no tienes más que decírmelo. Hay más enfermos en el hospital de los que me puedo encargar —respondió Raimundo soltando la mano de Abelardo.
—No he querido decir eso. No quiero que te vayas. Estoy harto de este enfermero de pacotilla. Es aburrido, demasiado aburrido. Lleva siempre la misma indumentaria. No se cambia de ropa. ¿Te has dado cuenta? Me trata como a un asesino, como a un enfermo mental y tiene miedo…, miedo de mí —dijo carcajeándose, pegando su boca a la oreja derecha de Antonio, que dio un paso hacia atrás.
—Antonio sólo quiere tu bienestar. Se limita a cumplir con su trabajo lo mejor que puede y tú eres brusco con él, intentas atemorizarle.
—Ayer vi al ciego con el perro. Lo vi paseando por la calle y se detuvo frente a la puerta… Viene a por mí. Dudo que sea un personaje real. Es la única cosa que no encaja. El ciego es lo único que me hace dudar de mi cordura. Quiero que me dejen visitar El Monasterio de El Escorial. Sé que él estará allí esperándome. Tendría que haber escrito la novela sobre el monasterio; tendría que haber seguido con mis obras históricas. Me vendí, me vendí al diablo igual que lo hizo ella, y ahora ya es tarde. Él ha salido a buscarme.
—Puedes escribirla ahora, nunca es tarde. Intentaré que puedas visitar el monasterio, pero debes colaborar. Tus láminas son muy interesantes. Me gustaría que me dejaras alguna.
—Te he dicho que de aquí no sale nada. Mi trabajo no merece la pena. No hay nada en esos dibujos que pueda interesar a alguien. Están hechos por un asesino. Son la obra de un asesino arrepentido, ¿o no? —dijo aproximándose de nuevo al enfermero. Antonio no respondió—. Si no fuera por lo que nos une, te habría delatado, pero te aprecio y sé que eres inocente. Aunque tal vez me equivoque, lo sucedido me hace dudar incluso de mí mismo… y por qué no dudar de ti, de todos. Dime, ¿me he equivocado también contigo? ¡Respóndeme! ¿Me equivoco contigo igual que lo hice con Adela? ¡Dímelo! —gritó.
—Creo que estás confundiéndome con alguien —respondió Raimundo, sacando otro lapicero del bolsillo de su bata y ofreciéndoselo.
—Es posible, a veces me falla la memoria. Pero no es culpa mía. Todos los médicos sois iguales, unos ineptos. La psiquiatría es la ciencia más inexacta que hay.
—Creo que deberíamos dejarlo por hoy —le susurró Antonio a Raimundo—. Se está alterando demasiado.
—No olvides traerme más lapiceros —dijo Abelardo indiferente dirigiéndose hacia la mesa.
—¿Lo hice bien? —preguntó sonriente Raimundo.
—¡Excelente! Aún me pregunto cómo has podido guardar la calma, cómo has podido seguirle la corriente con esa familiaridad. Tienes razón, parece que le has recordado a alguien.
—Sí. Espero que sea a alguien que se portó bien con él, aunque en apariencia su actitud será la misma. Intentaré averiguar de quién se trata. Será interesante.
Antes de abandonar la habitación Raimundo introdujo su mano en el bolsillo derecho de la bata y dijo:
—¡Espera, Antonio! Voy a regalarle otro lápiz. —Raimundo se acercó al literato y le dio el lápiz diciendo—: ¡Hasta mañana, Abe!
Desde que Raimundo se hizo cargo de Abelardo, éste se mostró mucho más sociable y tranquilo. El joven psiquiatra, poco a poco, fue recopilando los datos que debían dar solidez a su tesis doctoral. La confianza que adquirió con el enfermo hizo posible que Raimundo fuese llevándose una a una las láminas que decoraban las paredes de la habitación. Abelardo parecía más consciente de sus actos, pero no conseguía desligarse del sentimiento de abandono, de la obsesión por demostrar que su mujer era la culpable de los homicidios. El daño que había sufrido parecía irreparable. Poco a poco se le fue disminuyendo la medicación y al mismo tiempo Abelardo comenzó a mostrarse menos agresivo, contrariamente a lo que se esperaba. Sin embargo, sus momentos de lucidez eran muy esporádicos; por lo general, permanecía fuera de la realidad, como si habitara en un mundo fantasma donde lo único que tenía sentido era la injusticia de la que había sido objeto. Su obsesión por encontrar al criminal, por saber que el verdadero responsable había sido recluido, era lo único que le importaba y lo que le hacía reincidir en nuevas crisis. El odio que le provocaba la indiferencia que su mujer mostraba hacia él cada vez era mayor y más obsesivo, lo que quedaba reflejado en los nuevos dibujos con los que volvió a empapelar de escenas de dolor las paredes de la habitación.
Raimundo seguía manteniendo que su paciente era inocente, que su patología no se correspondía con el diagnóstico, pero el director del centro se limitaba a decirle que lo reflejase en su tesis doctoral. La permanencia del psiquiatra en el centro se hizo poco a poco imprescindible para Abelardo, y Raimundo, a su vez, cada día se sumergía más en sus investigaciones, que tomaban unos derroteros irregulares. Sus actos carecían de asepsia profesional.
Raimundo había ido recopilando folios de entre las pilas amontonadas de la habitación de Abelardo para estudiarlos en profundidad. Había subrayado párrafos completos, como si dentro de aquel desorden buscase un orden particular, que aparentemente iba encontrando. Después de un mes de permanencia en el centro al cuidado de Abelardo, le había cogido a su paciente dos centenares de planas; todas ellas habían salido del hospital mezcladas con sus apuntes. Las numeraba y las grapaba junto los dibujos, cuando ambas cosas, texto y dibujo, formaban parte de un mensaje concreto que él había logrado interpretar. El psiquiatra iba encontrando las ilustraciones que correspondían a cada texto, y de esta forma iba encontrando las explicaciones a todo lo que había ocurrido. El subconsciente de Abelardo había dejado en aquellos trabajos la solución al jeroglífico y él se disponía a dar con ella. Su misión, en apariencia, era fundamentar la inocencia del escritor, refutar el diagnóstico y la condena de su paciente. Quería demostrar que Abelardo Rueda no era un enfermo mental, sino que los acontecimientos le hicieron enfermar y justificar con ello su inocencia.