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Los testigos de la acusación fueron llamados a declarar. El taxista fue el primero que prestó declaración. Cuando Goyo procedió a enseñarle una foto del coche de Abelardo, el hombre exclamó sorprendido:

—¡Éste no es el coche! Yo describí el vehículo con exactitud. ¡Dios me perdone si no lo hice así!

—¿Quiere explicarnos lo que está diciendo? ¿A qué se refiere? ¿Insinúa que este coche no es el que usted vio? —preguntó Goyo.

—Es de la misma marca, del mismo modelo. Pero no era blanco, era azul metalizado y sus luces eran de Xenón. Se reconocen con facilidad. Estoy seguro de que éste no es el coche. ¡Dios nos perdone!

Adela aseguró ante el jurado estar convencida de la dolencia que su marido padecía, y agradeció al equipo de psiquiatras que le atendían sus esfuerzos. Pidió perdón a los familiares de las víctimas por el daño que su marido había causado, y prometió donar parte de los derechos de autor de las reediciones de las obras de Abelardo a las familias afectadas, intentando con ello, en la medida de lo posible, calmar su dolor. Adela estaba convencida de la culpabilidad de Abelardo, y así lo ratificó en su declaración. Afirmó haber estado presionada por él. Dijo que había sentido miedo en varias ocasiones. Manifestó tener sospechas de su infidelidad el día que él compró el cuadro a Isabel, sospechas que, según su declaración, fueron ratificadas cuando él le enseñó el boceto de la obra que la joven le había regalado. Afirmó que había intentado en varias ocasiones que su marido se sometiese a tratamiento psiquiátrico. Con lágrimas en los ojos y un vaso de agua en la mano derecha dijo:

—Señores, Dios sabe que lo que digo es verdad. Él lo sabe todo. El amor que he sentido y aún siento por mi marido, el único hombre al que he querido, me cegó. No quise creer lo que estaba pasando, lo que sospechaba. Yo le adoraba, siempre le he adorado. Pido a Dios que me perdone por ello, pido que todos ustedes me perdonen porque me siento tan culpable como él. Y suplico a todos que permitan que mi marido pueda ser curado, con el único fin de que sea consciente del mal que ha hecho, pues sólo así podrá pedir perdón a Dios y no condenar su alma. No puedo pedir su libertad, no puedo hacerlo porque no es justo… Además sé lo enfermo que está, y yo soy una víctima más de su agresividad —concluyó tocándose el cuello y agachando la cabeza angustiada.

El público se mostró emocionado con las palabras de Adela. La prensa publicó íntegra su declaración, dando un protagonismo espectacular a las palabras de la mujer, tanto que los medios de comunicación presentaban a Adela como el único testigo de relevancia.

Adela había estudiado su declaración con calma. Llegando, incluso, a redactar las posibles preguntas a las que podía ser sometida. Se puso en contacto con un abogado criminalista y juntos estudiaron la posibilidad de que ella fuese acusada por su marido. Su única preocupación era mantener su estatus social, quería rehacer su vida, su avaricia seguía dominándola. Desde el momento en que su marido fue llevado a prisión intentó desvincularse de él. Ocultó a los psiquiatras la intolerancia que el escritor tenía desde su nacimiento a los psicotrópicos, omitió conscientemente los daños que la medicación podía ocasionar en su sistema nervioso y la posibilidad de que le produjera alteraciones neurológicas. Algo que ya le había sucedido años atrás. Adela había ocultado los perjuicios que el tratamiento estaba causando a su esposo, lo había hecho conscientemente. Abelardo ya no le importaba, hacía tiempo que no formaba parte de su vida. Lo único que le importaba era cuidar de su propia seguridad.

El equipo de psiquiatras manifestó que Abelardo Rueda daba muestras evidentes de sufrir esquizofrenia. Que no era una persona responsable de sus actos y que desde luego era incapaz de valorar las consecuencias de los mismos. Los especialistas señalaron el evidente trastorno de personalidad que sufría el escritor y el carácter violento que poco a poco iba adoptando como conducta ordinaria. Aseguraron que se trataba de enfermo mental peligroso e irrecuperable.

Las declaraciones del resto de los testigos coincidieron con las prestadas con anterioridad al juicio. Los informes psiquiátricos, junto con la declaración de Adela, fueron decisivos y, finalmente, se consideró a Abelardo Rueda culpable de los cinco asesinatos. Lo irracional de la condena sorprendió a más de una persona, pero nadie a excepción de Goyo dijo nada. El abogado comenzó a preparar el recurso que interpondría.

Dado su estado mental, el escritor no tuvo conocimiento de la vista, ni le fue leída la sentencia que el jurado dictó contra él. Tres meses después del juicio, permanecía recluido en el psiquiátrico sin recibir más visitas que las de sus dos amigos: Carlos y Goyo.

El abogado intentaba, con desesperación, buscar en los ojos de Abelardo algún resquicio del genial escritor que había sido en otro tiempo. A pesar de que el caso había sido cerrado y archivado, el letrado siguió investigando. Centró sus indagaciones en Adela. Para Goyo había piezas que seguían sin encajar. El asesino, una vez encarcelado Abelardo, no había vuelto a cometer más crímenes, lo que daba más solidez a la sentencia que emitió el jurado; sin embargo, el letrado seguía creyendo en la inocencia de su cliente.

La reacción brutal, fría y bien meditada que tuvo Adela cuando él solicitó su ayuda para la defensa de su marido le había hecho sospechar aún más de la honestidad de la mujer. Adela no le negó su participación en la ocultación del bisturí y el martillo, en ningún momento le dijo que ella no había ocultado los objetos, al contrario, había dicho que su intención había sido ayudar a su marido cuando aún le creía inocente, y si le creía inocente, ¿por qué había ocultado pruebas? Estas palabras de ella, antes de entrar a juicio, confirmaban lo que Abelardo le había dicho: que Adela había mentido llevada por sus intereses personales. Y si Adela no estaba directamente implicada en los asesinatos, como Abelardo afirmaba, y en verdad ocultó las pruebas para ayudar a su marido, que en aquel momento consideraba inocente, arrepintiéndose después de haberlo hecho. Si en realidad era así: si Adela no tenía nada que ver, si no tenía más interés que mantener su estatus, entonces, si no estaba relacionada con las muertes como afirmaba Abelardo, el asesino podría situarla tarde o temprano en su punto de mira.

Goyo creía en su amigo. Era cierto que había perdido la cordura, pero él estaba seguro de que Abelardo no había matado a nadie, y se lo debía, le había jurado que demostraría su inocencia. Por ello, a pesar de que el caso estaba cerrado, emprendió nuevas investigaciones en torno a la mujer del escritor, convencido de que Adela era la pieza clave que le llevaría hasta el verdadero culpable. De una forma u otra lo haría.