7

Un día después de la visita de Goyo, Adela se presentó en el centro penitenciario sin avisar. Abelardo no se negó a verla, tampoco dio muestras visibles de alegría o sorpresa. Sentado, miraba fijamente a su mujer. Sus ojos no parpadeaban, lo que hizo que Adela se estremeciera.

—¿No vas a decirme nada? —preguntó ella sin mirarle, con la cabeza gacha—. Tal vez no debería haber venido. Lo cierto es que sólo pretendo dejar las cosas claras, ser honesta contigo. Me lo debo a mí misma, no podría seguir así.

—Honestidad, qué gracioso, honestidad. No tienes ni idea de lo que es eso —respondió Abelardo cogiendo la mano de ella y apretándola con fuerza—. Tú hablas de honestidad. Cuando salga de aquí voy a demostrarte lo que es la honestidad.

—¡Suéltame! Me haces daño —exigió Adela soltándose de la mano de Abelardo—. No pienso discutir contigo. He venido para darte a conocer mi postura. No tendrás mi apoyo, me cuesta decirte esto, pero debo hacerlo. No creo en tu inocencia. Tengo dudas, demasiadas dudas de que no hayas intervenido en los crímenes. Hay muchas cosas que no encajan en tu conducta, demasiadas. He ido analizando punto por punto, uniendo tus ausencias a los días en que se cometieron los asesinatos y he llegado a la conclusión de que es evidente que algo tienes que ver en todo esto.

Abelardo la miraba cada vez más enfurecido; sin embargo, se controlaba, quería que su mujer expusiera sus intenciones, todas sus intenciones, para saber aún con más claridad a lo que se exponía. Por ello iba tragándose una a una sus palabras sin mostrar ningún tipo de emoción.

—No pienso declarar contra ti, de eso puedes estar seguro. Estoy convencida de que no estás bien, no sé qué motivos puedes tener para haber cometido semejantes barbaridades, pero no me importa. Sé que eres responsable de los homicidios. He repasado tus miedos, la obstinación en dejar de escribir novelas de suspense, el miedo a abandonar aquel miserable ático, lo mucho que te asustaste al ver a aquel ciego con el perro aquella noche… Te atemorizó un ciego y un perro lazarillo —dijo con tono de incredulidad—. Creo que te recordó a alguien. Sé que nunca reconocerás nada de lo que digo, pero no me importa. He decidido mantenerme al margen de todo, y has sido tú sobre todo, el que me ha llevado a tomar esta decisión. Le dijiste a Goyo que yo te había ayudado a ocultar pruebas, que yo fui la que insistí en destruir las novelas; me has acusado miserablemente, has hecho que Goyo dude de mi inocencia. Pues bien, ahora seré yo la que lo haga, porque tú, querido Abelardo, no tienes nada tuyo, ahora todo es mío, incluido tu futuro. No sé cómo has sido capaz de no tener en cuenta mi reacción, de no preverla. Nunca me fié de ti; en realidad, nunca me fío de nadie. Tantos años juntos y para ti soy una completa desconocida. Estás loco, nada de lo que le has dicho a tu reputado abogadillo es cierto, sólo forma parte de tu imaginación de escritor mediocre. Se te ha ido la cabeza de tanto imaginar, has confundido la realidad con la ficción. Sinceramente, creo que eres responsable de todos los crímenes y que debes ser recluido en un psiquiátrico. Haré todo lo posible para que así sea; es lo mejor para ti, mejor que pasarte treinta años en la cárcel… ¿No opinas lo mismo?

—¡Eres una hija de puta! —gritó Abelardo levantándose y abalanzándose sobre ella. Le agarró el cuello con las dos manos y empezó a apretar con fuerza.

Abelardo no esperaba una declaración de intenciones tan desgarradora. Pensó que Adela le diría que Arturo y ella mantenían una relación y que éste era el motivo por el que le dejaba, el motivo de su indiferencia. Pero sus acusaciones y la forma tan directa de hacerlas le hicieron perder el control. Se necesitó la ayuda de varios hombres para inmovilizarle. Adela fue trasladada al hospital donde permaneció varios días.

El equipo de psiquiatras del centro penitenciario vio confirmada su tesis. Abelardo no estaba en su sano juicio y era violento. Se le prohibieron las visitas a solas y se procedió a administrarle el tratamiento que los especialistas habían sugerido en su informe pericial antes del incidente.

Durante los días posteriores, a pesar del tratamiento, Abelardo no experimentó mejoría. Su agresividad, en vez de aminorar, se acentuó. Comenzó a sufrir trastornos de la personalidad importantes y de consecuencias cada vez más graves. Desde que empezaron a administrarle los sedantes, Goyo no había podido mantener una conversación con su defendido en las condiciones adecuadas, ya que Abelardo se encontraba demasiado aturdido. Por ello pidió que se le suspendiese el tratamiento, pero dada la gravedad de los síntomas se le siguió medicando. Goyo pidió entonces al juez que otro equipo de psiquiatras visitase al acusado para que comprobara si el diagnóstico de los médicos del centro penitenciario era correcto… El escritor siguió recibiendo la misma medicación, el diagnóstico fue el mismo.

Llegado el día del juicio, Goyo presentó un alegato basado en que a su cliente le resultaba imposible estar presente en la sala durante el litigio, así como en la incapacidad de ejercer una defensa justa debido a la situación mental en la que se encontraba. Ambas partes, acusación y defensa, estuvieron de acuerdo en aplazar el juicio. La fecha que se acordó para la reanudación de la vista fue el día 8 de mayo a las doce horas.

Abelardo recibió la visita de su abogado aquel mismo día. Se negó a salir de su celda. Ignorando a Goyo, preguntó varias veces al funcionario si la prensa había comunicado un nuevo asesinato.

—Ella será la próxima. Aún no ha escrito la «G» —murmuraba mirando el techo de la celda. Su risa era sarcástica y estruendosa. Las carcajadas incontroladas del escritor hicieron temblar a Goyo—. ¡Díganselo! No hará falta que yo la mate. Lo hará él.

El letrado miraba a su amigo sin reconocer al hombre que en un tiempo fue considerado por él como un auténtico arquitecto de la imaginación.

Abelardo, en apenas unos días, había perdido varios kilos. Su indumentaria, amplia en exceso, le hacía parecer más delgado. Tenía el pelo rapado casi al cero. Sus ojos aparentaban perderse dentro de las cavidades oculares. Llevados por movimientos incontrolados y nerviosos, parecían dos canicas extraviadas dentro de unas cuencas que no les pertenecían. Tenía los pómulos salientes y afilados, los músculos flácidos, casi colgantes, y sus labios intentaban esbozar el recuerdo de una sonrisa sin conseguirlo. La tentativa dejaba en su boca una especie de contracción enfermiza que se asemejaba a una mueca vacía de emoción racional.

El funcionario abrió la celda despacio, mientras el letrado permanecía a su derecha en silencio. Abelardo levantó la cabeza y, mirando fijamente al vigilante, dijo:

—¿Ya han detenido al asesino? ¿Viene usted a ponerme en libertad? No lo haga. Si lo hace, me cargaré a mi esposa nada más salir de aquí, sería una pérdida de tiempo y dinero para el Estado. Es mejor que me deje donde estoy, lo importante es que se demuestre que no soy culpable de esos crímenes, eso es lo importante, que se haga justicia, y que dejen de drogarme… Estoy drogado, no puedo escribir, y si no escribo no soy nadie, nadie.

—Don Abelardo, tiene usted visita. Es su abogado —dijo el guardia haciendo caso omiso a las palabras del escritor.

Abelardo miró a Goyo con expresión ausente y dijo:

—Abogado, ¿qué tal por la casita? ¿Aún se oye el mar? Mira, he escrito cómo mataron a Eugenia. Todos los detalles están aquí. ¿Ves?, será la mejor de mis obras. Se llamará El manuscrito que tocó el diablo. Así debí llamarla desde el primer momento. Sé que el diablo ha tocado mi novela, lo sé. ¿Por qué no ha vuelto a matar? ¿Tú lo sabes? Si lo supieras me lo dirías, ¿verdad que me lo dirías? Sé que está esperando que muera, entonces se llevará mi alma. He cometido un pecado, un pecado que no tiene perdón. Mi egoísmo, mi ambición, el no querer decir toda la verdad me ha llevado a ser partícipe de todos los asesinatos. He sido tan mezquino como ella, soy igual de culpable. La avaricia me ha hecho precipitarme al vacío. Abogado, debes leer esto porque tal vez no vuelvas a escuchar mi voz. Quizá mañana deje de hablar para siempre. Todo está escrito aquí, en este miserable folio. En él describo la muerte de Adela, porque ella aún está viva, pero morirá, será así porque le corresponde la letra «G». No lo olvides abogado.

»El diablo no es lo que la gente piensa. Yo le he visto. Camina con Cancerbero atado a una cadena de eslabones de acero… Ese perro, ¿recuerdas?, no es un lazarillo, es el mismísimo Cancerbero que pasea con su dueño. Dijiste que vivía en El Monasterio de El Escorial, tú lo dijiste. Dijiste: “Vive cerca de El Escorial, por eso lo has visto en tu casa”. Allí, letrado, debajo del monasterio se dice que está una de las entradas al infierno, la boca del infierno. Estoy seguro de que no lo sabías —dijo sonriendo al ver la expresión de desconcierto del abogado—. Hasta Felipe II perdió los nervios con el perro y lo mandó colgar vivo dejando que el cadáver se pudriese a la vista de todos, pero Cancerbero volvió al monasterio, lo hizo el día de su muerte… Estoy seguro de que es el mismo y vendrá a buscarme. El ciego, créeme, letrado, es el mismísimo diablo. Sabe elegir a sus devotos, lo hace en la sombra. Felipe II quería ser alquimista, era avaricioso, perseguía la riqueza material, y se pasó media vida intentándolo, rodeándose de gente que conocía la magia, la alquimia. Llenando de libros de magia las paredes del monasterio, libros ocultos para el público común. Ambos somos parecidos, demasiado parecidos. El ansia de poder me llevó cerca del monasterio… A él le sucedió lo mismo. Buscó ese enclave —la mano derecha de Abelardo sujetaba un montón de folios que oscilaban con insistencia, por las convulsiones incontroladas que afectaban a sus brazos. Goyo miraba los folios. La angustia le hacía permanecer mudo e inmóvil frente a su defendido mientras éste seguía hablando de los misterios del monasterio—. Se ayudó de un montón de gente para encontrar el lugar propicio donde erigir el templo, pero debajo de él, está la boca del infierno. El bien y el mal siempre están unidos. Él olvidó esto…, yo también. Están tan unidos que sólo unos pocos logran seguir la senda correcta sin contaminarse de la parte oscura de la vida… ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué no coges los folios? —gritó de repente, como recobrando la cordura, con la mano extendida hacia Goyo—. Es mi pulso, no te asustes. ¿Estás asustado? No debes temer nada. Desde que me metieron aquí no he conseguido dominar mis manos —dijo, mientras se agarraba la mano derecha con la izquierda intentando, sin conseguirlo, que el temblor fuese menos perceptible.

—No estoy asustado, sólo estoy preocupado —contestó Goyo—. No entiendo muy bien a qué viene toda esa historia. No sé qué tiene que ver el ciego con Felipe II… Me preocupas, sólo es eso, preocupación… Dame los folios, los leeré.

El letrado cogió los folios e intentó leerlos. Parte de su contenido estaba escrito en latín y parte en castellano antiguo. Goyo procuró disimular, pero su angustia se acrecentó a medida que iba leyendo. La letra cada vez era más ilegible y las líneas descendían juntándose unas con otras. Dentro de una misma oración había verbos en latín y en castellano, faltaban sustantivos en todas las frases y no había signos de entonación. El texto no tenía sentido. Goyo colocó bien los folios con el fin de ganar algo de tiempo para calmarse un poco. Abelardo permanecía junto a él, casi adherido al hombro izquierdo del letrado y le miraba con una fijeza enfermiza. La cara del escritor estaba tan próxima a la suya que sentía el aire exhalado por Abelardo en sus mejillas.

—Deja que me los lleve. Debo estudiarlo con calma —dijo apartándose de su amigo. Éste dio un palmetazo a los folios y los tiró al suelo diciendo:

—¡No! De aquí no sacas nada. Sé que se los enseñarás a ella. No quiero que vuelva a ver nada de lo que yo escribo. ¡Vete! Te prohíbo que le cuentes cómo estoy. Pronto moriré, lo sé. Moriré sin que se sepa que no soy un asesino. Sin que se sepa que yo no fui quien mató a toda esa pobre gente. He visto la muerte, he estado en su puerta. ¿Y sabes, abogadillo?, no había nada. Eso es la muerte, la muerte es la nada. Cuando muera me quedaré allí, en la nada, esperando a que Adela llegue. Se la entregaré al diablo. ¡Vete, letrado! No vengas más. No quiero que veas cómo muero. No quiero que seas testigo de mi fin; eres demasiado débil y no lo soportarías.

Goyo no se movió. Tampoco dijo nada. Su expresión era de pánico. Abelardo se acercó a la oreja derecha del abogado y le dijo en un susurró amenazante:

—Debes obedecerme, yo te pago para que lo hagas. ¡Vete! —Goyo seguía inmóvil. Entonces Abelardo perdió la calma y comenzó a empujar al abogado contra las rejas. Los guardias entraron y sujetaron al escritor que gritaba a Goyo—: ¡Recuerda, nadie está a salvo de las garras del mal! No olvides mis ojos. Mis ojos están hundidos porque él, el maestro del mal, estuvo anoche en mi celda.

Uno de los vigilantes intentó hacer callar a Abelardo, pero Goyo, que ya estaba en el pasillo, levantó la mano indicando que le dejasen continuar. El guardia salió de la celda y Goyo se aproximó a los barrotes con expresión compasiva. Abelardo bajó el tono de voz y mirando fijamente al abogado dijo en tono más pausado:

—Los ojos de Satán son verdes y no tienen pupilas. Recuérdalo. El diablo no tiene pupilas. Es ciego. Apareció y se llevó mi luz, la luminaria de mis ojos. Ahora él tiene mis pupilas, ahora puede caminar por la Tierra sin ser descubierto. Ahora no le hace daño la luz del sol. Goyo, ten cuidado, ¡ten mucho cuidado! No dejes que te lleve con él. Debes ser fiel a la verdad. ¡Es la única forma de ser libre! En la verdad está el sentido de la vida, en la verdad está la luz; él no soporta la luz porque le ciega. Debes hacerme caso y olvidarte de todo.

—Abelardo, estás enfermo. Te sacaré de aquí y te recuperarás. Cuando estés bien demostraremos que eres inocente. No puedo olvidarme de ti. Nunca me olvidaré de ti. Eres mi amigo. Siempre he creído en ti. ¡Te conozco! No te abandonaré.

—Querido Goyo, fiel lector de textos legislativos, amante de códigos que dan lugar a interpretaciones que casi siempre son subjetivas y como tales imperfectas, de injusta exégesis llamada jurisprudencia, debiste estudiar lengua antes que leyes. Todos los abogados deberían hacerlo, todos deberíais estudiar el lenguaje antes de emprender una carrera tan penosa. Deberíais intentar comprender la esencia del ser humano. Entonces, sólo entonces, comprenderíais que las leyes únicamente son palabras, y que las palabras sólo son eso, símbolos que se combinan unos con otros, que se cambian, que se pueden reemplazar sin más. Deberíais tener en cuenta que el ser humano fue quien lo inventó. Inventó todos y cada uno de los códigos. En ese momento comprenderías que donde yo pongo una metáfora quizá tú sólo veas una bella oración y entiendas la alegoría de diferente forma, con diferente contenido al que yo le he dado. Tus leyes son símbolos demasiado rígidos para la torcida, quebradiza, volátil e imperfecta esencia del ser humano. Tus códigos no me dejarán salir de aquí, sencillamente porque son simples palabras colocadas unas detrás de las otras, que no dicen nada de mí. Si tu código estuviera bien escrito, yo no te necesitaría, porque soy inocente. Tus leyes sólo sirven para los culpables. Su interpretación es demasiado libre, tanto que me obliga a demostrar mi inocencia, ¿no crees que es absurdo? ¡Vete! ¡Olvídate de mí!… ¿Te dije que Carlos nos regaló unos preciosos cachorros? Ayer le comenté a Adela tu ofrecimiento, le encantó la idea. Iremos a Ibiza. Pasaremos allí las navidades…

Goyo escuchaba con atención. Estaba impresionado por su correcta oratoria, al tiempo que sumamente entristecido por la evidente pérdida de conciencia de su amigo. Sin decir palabra sacó del maletín unos folios y un bolígrafo y se los entregó a Abelardo diciéndole:

—Debes calmarte. No pienso abandonarte. Esto es para que escribas todo lo que me has dicho. Intenta expresar lo que sientes. Olvídate de esa maldita novela.

Abelardo cogió el bolígrafo que le ofrecía Goyo y lo lanzó contra la pared de la celda, después comenzó a dar golpes contra los barrotes gritando desaforado:

—¡Vete! Él te matará. En mi novela el abogado del catedrático muere; le matan con una catana. ¡Maldita sea, vete! Mi novela no es una ficción es una predicción. Predije lo que iba a suceder y está sucediendo…

Aquél fue el último día que Goyo habló con Abelardo. Una semana más tarde, debido al empeoramiento de su salud mental, el escritor fue trasladado a un centro psiquiátrico de la Comunidad de Madrid.

Ninguna de las pruebas que se encontraron en el lugar de los homicidios demostró que Abelardo Rueda fuese el autor de los crímenes. Sin embargo, y a pesar de las alegaciones que Goyo presentó ante el juez, el litigio se llevó a cabo. La mañana del 8 de mayo comenzó la vista oral y pública sobre las acusaciones que se formulaban contra el escritor. La declaración de Adela que debía ser exculpatoria se convirtió en lo que menos esperaba Goyo. A pesar de la insistencia del letrado durante el transcurso de la semana anterior al juicio, Adela se negó a declarar en favor de su marido, aludiendo que estaba bajo juramento y que ella sólo estaba obligada a decir lo que sabía. No pensaba incurrir en delito. Minutos antes de que comenzara la vista oral, Adela le dijo a Goyo:

—Abelardo está loco. No quiero que vuelvas a insistir más en mi declaración; diré la verdad. Nadie me obligará a mentir y menos después de lo sucedido. Intentó matarme. Si no le he denunciado es porque sé que se ha vuelto loco y difícilmente se recuperará algún día. Ahora tengo la completa seguridad de que él ha matado a toda esa gente. La mejor solución es que siga donde está, internado. Lo único que conseguirás si le declaran inocente es que vuelva a matar. De todas formas su carrera está acabada, el declive comenzó nada más morir Teresa. Abelardo sin sus libros no es nadie, sólo lo que es ahora, ¡un ser vacío!

—Nunca pensé que te oiría decir esto —contestó Goyo indignado—. Sabes de sobra por lo que está pasando. Tengo la certeza de que ocultas algo al respecto. Lo que estás haciendo no tiene perdón, para mí es imperdonable. Si me necesitas para algo, no me llames. Te agradecería que nunca más te dirigieras a mí.

—Descuida, no lo haré —contestó Adela indiferente.

—¡Adela! —la llamó Goyo cuando ella se encaminaba soberbia hacia la sala. Al oírle se dio la vuelta y sonriendo sarcástica exclamó:

—Dime, querido letrado. ¿Necesitas algún favor que se te haya olvidado pedirme?

—Sé lo del bisturí y el martillo. Sé que estuviste con Arturo. Sé que es todo cierto, que la novela existió y que tú decidiste destruir todas las copias. Creo que estás metida hasta las cejas en esto, lo sé y lo demostraré. Y si no es así, debes tener cuidado porque tu marido no es el asesino, y tal vez Abelardo, dentro de su locura, esté en posesión de la verdad. Es posible que el asesino acabe llevando a la realidad toda la obra de tu marido, y entonces, querida Adela, tu muerte, como dice Abelardo, está escrita. Quizá algún día te veas en la necesidad de pedirme un favor, pero yo te recordaré que soy fiel a la verdad, como tú dices serlo ahora.

—¡Olvídame! No entiendes que todo lo que crees saber sólo es producto de las alucinaciones que Abelardo te ha contado. Mi marido, por el momento aún mi marido, está loco, ha perdido el juicio. Creo que es algo evidente a simple vista. Lo único que hice fue ayudarle creyendo que él no tenía nada que ver con todas esas muertes. Fue lo único que hice. Me equivoqué, pero no pienso volver a repetir mi error…