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Marzo de 1998

El uno de marzo Arturo Depoter se desplazó a Madrid. El motivo de su viaje era comprar dos clínicas de odontología en el sur de la capital. Sus ansias de monopolio habían traspasado el Mediterráneo. Sus planes iban adquiriendo forma. El deseo de poder de Arturo no se centraba únicamente en las posesiones materiales, sino que abarcaba todos los ámbitos de la vida. Fiel seguidor de los pasos de su antecesor, se había convertido en algo más que su alumno. Arturo era la fotocopia genética de su progenitor: sus pensamientos, sus deseos, su forma de actuar eran iguales a las de aquél. Cada nuevo triunfo, cada nueva adquisición, le hacía sentir una necesidad aterradora y enfermiza de más poder.

Por otra parte, su situación económica y social, su exquisita educación, su cuerpo atlético, sus facciones varoniles, además de su desfachatez a la hora de expresar sus deseos sin el más mínimo recato, le habían hecho irresistible para todas las mujeres que se habían cruzado en su camino.

Aquel primero de marzo llamó a Adela. Quería volver a estar con ella, instalarse en su alma, tomar posesión de su deseo carnal y hacer como había hecho con cada una de sus amantes, avivar su ansia de sexo para que le resultase imposible prescindir de él. El odontólogo sabía que aquella vez era diferente. Adela le había hecho sentir más placer que ninguna otra mujer. Ella no había quedado satisfecha, porque se asemejaba demasiado a él, y eso despertaba en Arturo una codicia desmesurada que nunca había sentido. Le henchía de necesidad. La carestía de su sexo se estaba convirtiendo en algo insoportable. Él era un cazador, pero esta vez la presa no se había dejado embaucar con el cebo. Adela se lo había comido y después había sonreído irónica y, al tiempo, sus ojos le habían dicho: «Espero que la próxima vez haya más y mejor carnada». Por primera vez, Arturo, había probado el sabor de la adrenalina durante una cacería furtiva. Esa posesión temporal, prohibida, le había creado una adicción que le provocaba una urgencia casi enfermiza de volver a sentirse el cazador. Una necesidad angustiosa y vital de satisfacer sus deseos libidinosos con Adela. Quería poseerla. Por ello, nada más llegar a Madrid la llamó.

—Acabo de llegar a Madrid. ¿Cómo estás?

—No muy bien.

—Lo imaginaba. Me enteré por la prensa y por Goyo de lo que había pasado, por eso, nada más bajar del avión, te he llamado. Aún estoy en la terminal. ¿Estás sola?

—Sí. Abelardo ha salido.

—Podrías venir a recogerme y después ir a comer juntos —sugirió Arturo.

—¿Ir al aeropuerto? No. ¡Ni hablar! Estoy demasiado lejos del aeropuerto. Desde el último asesinato no he ido sola a ningún sitio. ¡Tengo miedo!

—Quedemos, pues, en el centro.

—Mejor en Moncloa. En el intercambiador, ¿te parece? —dijo Adela.

—De acuerdo. ¿A las dos?

—Con una condición, debo estar de vuelta a las diez. Abelardo llegará sobre esa hora.

—Me gustaría estar más tiempo contigo. Déjale una nota. Dile que pasarás el día conmigo.

—No puedo decirle que estoy contigo; sabe que estuvimos juntos la noche de fin de año. No sé cómo se pudo enterar, pero lo sabe. Está seguro de ello.

—¿Y qué? ¡A nadie le importa lo que nosotros hagamos! A mí lo único que me importa es lo que tú pienses… ¿No te gustó?

—Por supuesto que me gustó. Pero yo estoy casada con él. Tú no eres mi marido. De mi relación dependen muchas cosas, deberías entenderlo. No me voy a jugar todo lo que tengo por una simple aventura.

—Sin embargo te gustó acostarte conmigo. Lo suficiente como para volver a repetirlo, lo bastante como para, en ese momento, jugártelo todo. De todas formas, no entiendo qué tiene de malo el que uno se deje llevar por sus instintos carnales. ¡No pienso renunciar a acostarme contigo! Aunque te negases a estar conmigo ahora, seguiría intentándolo. Si hoy nos vemos, haremos el amor, y me importa un carajo que Abelardo lo sepa.

—Lo sé, te conozco, pero a mí sí me importa, ¿entiendes? Si no lo entiendes, no nos volveremos a ver —dijo tajante Adela.

—Si tú no quieres que tu marido lo sepa, por mi parte puedes estar tranquila… Princesa, no traigas mucha ropa, con algo liviano será suficiente…

Adela estacionó el coche en el vial del Ministerio del Ejercito del Aire. Subió muy despacio las ruedas derechas sobre la acera, conectó las luces de avería y echó un vistazo desde dentro del vehículo a los alrededores. No vio a Arturo, así que inclinó el cuerpo, cogió un cigarrillo del bolso y lo encendió. «Me jodería tener que empezar a dar vueltas», pensó mientras veía cómo se aproximaba un coche patrulla. El automóvil pasó de largo.

—¡Gracias a Dios! —murmuró mientras se alejaban los municipales.

Conectó la radio y procedió a dar un toque de color a sus mejillas. Llevaba una camisa de seda rosa palo semitransparente que dejaba ver con claridad el fino sujetador de hilo blanco. Sus pechos se juntaban insinuantes. Entre el pequeño espacio de los dos senos un collar de pequeñas perlas se hundía una y otra vez llevado por sus movimientos. Su balanceo era tan erótico que el blanco collar parecía tener vida propia. El roce era tan sutil que el abalorio se sugería consciente y en cada movimiento parecía exhalar un pequeño sonido rebosante de placer. Sus piernas, largas y finas, estaban descubiertas hasta los muslos, y ella, consciente de su beldad, las juntaba y separaba con insistencia provocativa. Adela sacó el diminuto frasco de esencia en aerosol y, acercándolo a sus orejas, descargó sobre ellas unas ráfagas del perfume. Después bajó la mano hacia las piernas e inclinó el bote dentro de su falda, apretó dos veces el difusor, miró el reloj con insistencia y repasó una vez más su carmín. En ese momento alguien golpeó el cristal de la ventanilla derecha, la mujer giró la cabeza sonriente esperando ver al odontólogo tras el vidrio…

—¿Doña Adela? —preguntó el joven.

—Sí, soy yo.

—Don Arturo le manda este ramo de flores. ¿Sería tan amable de firmarme la nota de entrega?

—Por supuesto —dijo Adela, mientras miraba hacia atrás esperando ver aparecer a Arturo.

—¡Gracias, señora! ¡Qué sea usted muy feliz! —dijo el muchacho.

Adela miró el ramo de rosas naranjas y buscó la tarjeta que estaba prendida a un lazo verde oscuro, la arrancó y empezó a leer: «Siento tener que retrasar la cita hasta las veintiuna horas. Pero te diré que en compensación la mejor suite del Hotel Palace está esperándote. Sus sábanas son suaves y tienen el mismo color que estas rosas. Habitación doscientos cincuenta. Si nadie nos ve, nadie podrá decir que nos ha visto. Si tú no quieres que nadie lo sepa, nadie lo sabrá. Arturo».

Adela rompió la nota y la tiró fuera del coche, introdujo un CD en el aparato reproductor y subió el volumen. Ante el imprevisto cambio de horario, decidió pasar el resto del día en su peluquería habitual. Después comió en un restaurante cercano al hotel. Cuando llegó al Palace le dio las llaves al aparcacoches y entró en la recepción. Las miradas del personal se clavaron en ella. Adela cubrió sus pechos con el echarpe del mismo tono azulón que su escueta y ceñida falda y caminó despacio hacia Arturo. En su mano derecha llevaba el gran ramo de rosas. El pequeño bolso de mano colgaba de su antebrazo.

—¡Estás exquisita! El azulón te sienta bien. ¿Lo llevas todo del mismo color? —le susurró al oído.

—¡Tal vez no lleve nada! —contestó ella sonriendo.

Arturo le besó la mano y los dos se dirigieron al ascensor. La subida a la habitación fue tranquila y silenciosa. Adela le miraba sonriendo mientras con su mano derecha se colocaba el echarpe y, discretamente, rozaba sus pechos con un movimiento insinuante. Arturo seguía placentero el juego dejando que los movimientos de su mano le excitasen.

Cuando entraron en la habitación Adela dejó caer el ramo de rosas en el suelo, bajó los brazos y el chal se desprendió de sus hombros y cayó a sus pies, junto al bolso. La cama estaba abierta. Las sábanas eran de raso naranja. El odontólogo la llevó de la mano hasta el baño y, allí, despacio, sin decir ni una sola palabra, la desnudó. Adela se dejó hacer. Con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás, sentía cómo Arturo la iba despojando lentamente de la ropa. Él estaba situado detrás de ella y sus brazos la rodeaban sin rozar su cuerpo. Primero le quitó la blusa de seda, después el sujetador y, finalmente, comenzó a acariciar con sutileza sus pechos, haciendo más profundo el roce cuando sus manos cubrían los pezones. Adela respiraba profundamente, el deseo comenzaba a despertarse en ella ansioso, enfermizo.

Arturo bajó la cremallera de la angosta falda y se agachó tirando al mismo tiempo de la prenda hacia abajo. Guiada por él, ella, sin abrir los ojos, levantó primero un pie y luego el otro para que él pudiera quitarle los zapatos. Arturo comenzó entonces a deslizar sus manos por las delgadas piernas en un movimiento ascendente, hasta llegar a la ropa interior. Entonces sus dedos tomaron posesión del pubis. Sus caricias lentas y experimentadas hicieron que Adela sintiese un placer inconmensurable. Ella, todavía con los ojos cerrados, se tumbó despacio y en silencio en el suelo del baño. Arturo siguió acariciando su empeine. El movimiento llegaba al clítoris y descendía hasta la vagina. Adela se estremecía, su cabeza giraba de izquierda a derecha sobre las frías y duras losetas del suelo. Tras unos minutos jadeó con insistencia al tiempo que apretaba la mano de él contra su cuerpo. Entonces Arturo se desnudó…

A las diez llamaron a la puerta.

—¡La cena, señor! —dijo el camarero desde el exterior.

—¿La cena? —exclamó Adela—. Pero ¿qué hora es?

—Son las diez —contestó Arturo que permanecía desnudo en la cama al lado de ella, mientras que con su mano pasaba una de las rosas entre las piernas desnudas de Adela.

—Debería estar en casa. Abelardo habrá llegado.

Arturo se puso el batín y se dirigió a abrir al camarero.

—Llámale. Invéntate una coartada… Lo de la coartada lo digo por ti no por mí —dijo irónico.

Adela se echó a reír.

Mientras cenaban, ella pensaba en la explicación que le daría a su marido; Arturo sonreía excitado ante la situación. Entonces Adela dijo:

—¡Ya está! ¡Ya lo tengo!

—¿Sabes lo que le vas a decir?

—Por supuesto.

—¿A qué lo adivino? Si lo hago, ¿qué me darás a cambio?

—Nada, porque es imposible que lo adivines —dijo ella desafiante.

—¿Me darás más sexo, pero cómo y cuándo yo quiera? Si lo adivino, ¿serás por unas horas mi concubina?

—Ya lo soy. ¿Qué más quieres? Pareces un chiquillo.

—No lo parezco, lo soy. Para mí es muy importante que me respondas… Dime, si lo adivino, ¿harás lo que yo te diga aunque lo que te pida no suponga ningún placer para ti? Eso es lo que quiero. Tener la posesión de tus deseos, obligarte a reprimirlos. ¿Te parece poco atractivo?

—No entiendo muy bien qué es lo que te propones.

—Poder, el poder absoluto sobre ti es lo que quiero. Quiero sentir placer sin que tú lo sientas… Si lo adivino, harás que me excite, pero no te dejaré hacer nada con lo que tú puedas disfrutar; sólo te permitiré la contemplación de mi éxtasis. Tendrás que reprimirte.

—Lo que me pides es imposible. Sabes que sólo con mirarte me excito. No podría soportar tener que reprimir mis deseos.

—Precisamente por eso me gusta. Quiero ver cómo te mueres de ganas, cómo suplicas un orgasmo. ¿Jugamos? Acepta el reto. Si no aceptas, pensaré que eres una cobarde.

—Está bien, pero con una condición. Si no lo adivinas, seré yo quien te exija a ti.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Arturo entusiasmado.

—Si no lo adivinas, tú harás que yo estalle de placer haciendo todo lo que te pida, pero yo no te dejaré que sientas nada hasta que me lo supliques.

—Es justo. Acepto. Dame los folios —dijo Arturo señalando el escritorio. Adela se levantó y cogió dos folios y un bolígrafo con el anagrama del hotel—. ¿Quién escribe primero?

—Yo —contestó Adela, y escribió en el papel: «Reservaré una habitación aquí, suponiendo que haya alguna libre. Si no la hay, haré una reserva en otro hotel. Llamaré a casa y le diré a Abelardo que venga y, evidentemente, haremos el amor».

Adela dobló el folio y le tendió el bolígrafo a Arturo, él lo cogió y escribió: «Le dirás que estás con alguna amiga y que te has retrasado».

—Ya está. Y bien… ¿quién lo lee primero? —inquirió Arturo levantándose de la mesa mientras se ponía detrás de la mujer y le acariciaba los pechos.

—Hagámoslo los dos a la vez. ¡Toma! —dijo Adela extendiendo su nota hacia Arturo al tiempo que él le daba la suya. Ella leyó lo que él había escrito y se echó a reír.

—¡Estás loca! Creía que tenías muy claro que no querías que se enterase de lo nuestro.

—Y no lo hará.

—¿Piensas acostarte con él esta noche?

—¡Por supuesto! —contestó Adela cogiendo el teléfono—. No olvides que me debes unas horas de deseo egoísta. Es una pena, hoy debo aplazar el cobro de tu deuda.

Adela habló con recepción e hizo la reserva de una habitación a su nombre. Arturo la observaba desnudo con una copa llena de cava rozando sus labios, sorprendido una vez más por la frialdad de ella, una frialdad que le parecía enormemente atractiva. Adela colgó el teléfono y marcó el número de su casa.

—Abelardo, cariño…

—¿Dónde estás? Llevo en casa desde las nueve. Estaba asustado. He preguntado a los de seguridad y me han dicho que saliste por la mañana. ¿Dónde andas? —Él miraba la pantalla del teléfono digital sin reconocer el número de origen de la llamada—. ¿Dónde estás? —volvió a preguntar.

—Estoy en el Hotel Palace. He reservado una habitación. Quiero pasar la noche aquí, contigo. Hace tanto que no estamos solos fuera de casa. ¡Coge el coche y ven!

—¿Qué has hecho durante todo el día? No me digas que has estado en el hotel.

—He ido de compras. Comí y después me compré un ramo de rosas naranjas… Ven, quiero hacer el amor contigo… La habitación está reservada para dos días. Necesitaba cambiar de aires, ambos lo necesitamos.

—Está bien, salgo ahora mismo. ¿Qué número de habitación tenemos?

—La doscientos cincuenta. Voy a intentar que nos sirvan la cena a las once y media… ¿Crees que para entonces habrás llegado?

—A las doce estoy allí. Antes, aprovechando que bajo a Madrid, haré una gestión que tenía pendiente.

Adela colgó el teléfono y se inclinó sobre el pecho de Arturo, mientras metía uno de sus dedos en la copa de cava para después introducirlo en su boca.

—¿Cómo puedes decir que no quieres que Abelardo sepa con quién estás si en realidad él no te importa lo más mínimo? —dijo Arturo.

—Me importa muchísimo —contestó Adela levantándose de la cama.

—¿De verdad piensas hacer el amor con él?

—Ya te he dicho que sí. Es mi marido. Eso no quita que me guste probar cosas diferentes de vez en cuando —contestó mientras se vestía.

—Por eso te acuestas conmigo, porque soy diferente.

—Me acuesto contigo porque me das placer. Me acuesto contigo, igual que lo haces tú. Nuestras necesidades son las mismas, nos satisfacemos mutuamente, sin más —dijo Adela tirando las bragas a la papelera con un ademán despectivo. Después acarició con sus labios el pene del hombre—. Si vuelves a Madrid, llámame. Éste es mi número de teléfono móvil. No llames a casa… Ha sido fantástico. No olvides que quedamos emplazados. Te gané la apuesta.

Adela formalizó la reserva de la habitación contigua a la de Arturo. Cogió las llaves y miró el reloj. Eran las once. Cuando subió a la habitación se encontró con Arturo en el pasillo.

—¿Te vas? —le preguntó.

—No. Iba a buscarte a recepción. He recibido una llamada de mi padre. En el edificio que tiene en La Castellana han encontrado el cadáver de una mujer. Creen que es el de una inquilina de uno de los pisos. Me ha pedido que vaya allí. Él está en Caracas y no puede venir.

Adela escuchaba estupefacta las palabras de Arturo.

—¿Qué ha ocurrido?, ¿un accidente? —preguntó Adela.

—No. Creo que se trata de un asesinato.

—¿Qué número es? —preguntó Adela.

—El doscientos cincuenta. Si no recuerdo mal, tu marido me dijo, cuando estuvisteis en Ibiza, que vosotros vivíais en La Castellana antes de comprar la finca, en el edificio de mi padre. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí. Lo alquilamos en su inmobiliaria. Carlos nos llevó a ella. No sabíamos que era de tu padre.

—¡Lo que es el destino! —contestó Arturo—. Vosotros viviendo en el edificio de mi padre y yo sin saberlo, con la de descuentos que os podría haber hecho, y visitas, sobre todo visitas… —dijo sonriendo con ironía mientras rozaba con sus dedos los labios de la mujer.

—¡Vete a la mierda! —contestó Adela retirando la mano del odontólogo de sus labios.

—Aún no me conoces. Qué poco sabes de mí. Te has molestado por una simple broma. No era mi intención incomodarte. Me voy. Espero que todo esto acabe pronto. ¿Sabes?, nunca he soportado ver a un muerto.

—Arturo, ¿en qué piso ha pasado? Me refiero a que si sabes dónde vivía la víctima.

—Era una inquilina reciente; creo que llevaba viviendo un mes en el edificio. ¿Por qué?

—No sé por qué me han venido a la cabeza los asesinatos de Eugenia y Teresa…

—¿No creerás que tiene algo que ver? Éstos no son los únicos crímenes que se cometen en Madrid. No te vuelvas una paranoica. A ver si ahora vas a pensar que todos los crímenes que se comenten tienen relación entre sí. Sería insensato por tu parte, una estupidez. Sólo conseguirías incrementar tu estado de ansiedad. Sabes que, desgraciadamente, se cometen muchos asesinatos todos los días. La mayoría no salen a la luz pública porque la prensa no les da relevancia. Éste será uno más de tantos; que haya sucedido en el mismo edificio donde vosotros vivíais no tiene nada de peculiar. Espera para ver de qué se trata. Yo sólo sé lo que me ha dicho mi padre, y él tampoco estaba en el lugar del suceso. ¡Cálmate!

—Lo sé. Es sólo que me ha parecido demasiada coincidencia que sea en el mismo edificio… ¿De verdad no sabes el piso?

—Adela, te repito que no creo que tenga que ver con vosotros. Ha ocurrido en un ático.

—¡Un ático! —exclamó horrorizada—. El nuestro era un ático; vivíamos en uno de los áticos.

—Adela, cálmate. Estás empezado a preocuparme. En el edificio hay varios áticos. Si sigues así de alterada, me quedaré contigo hasta que venga Abelardo.

—¡No! Márchate. Se me pasará. Tienes razón. Todo esto es una estupidez. No sé lo que me pasa, no sé por qué lo he relacionado todo; ha sido como un fogonazo, como una premonición.

—¿Estás segura de que no quieres que me quede? —insistió.

—Segurísima. Y no olvides que no hemos estado juntos; no olvides lo que te he dicho: nadie debe saber que nos vemos, nadie.

Adela entró desconcertada en la habitación. Le parecía demasiada casualidad el lugar donde había sucedido el crimen. Se sentó sobre el escabel aturdida y dejó que el tiempo transcurriera. A las doce, Abelardo llamó a la puerta y ella fue a abrir semidesnuda. Adela besó a su marido y le llevó hasta la cama, mientras le iba desabrochando la hebilla del cinturón hasta que la cinturilla de los pantalones se aflojó y éstos cayeron sobre sus zapatos impidiéndole seguir andando. Entonces se inclinó y comenzó a besar las piernas desnudas de su mujer. Minutos más tarde alguien golpeó a la puerta de la habitación.

—Sí, ¿quién es? —preguntó Abelardo.

—Soy el botones, señor. Traigo un ramo de rosas que su mujer se ha dejado en recepción.

En ese instante Adela recordó que ella no había sacado las rosas de la habitación de Arturo. Era evidente que el mismo Arturo se las había entregado al botones y le había dicho que dijese que ella las había olvidado en recepción. Tembló pensando en la posibilidad de que el odontólogo le hubiese preparado alguna trampa en venganza por la frialdad con que lo había tratado al final.

—Son tus rosas. ¿Cómo es posible que estuvieran en recepción? Dijiste que llamabas desde la habitación.

—Te llamé desde recepción. Entenderías que lo hice desde aquí.

—¡Es posible! —contestó él pensativo mientras se dirigía, con gesto de desconfianza, hacia la puerta.

—Aquí tiene, caballero —dijo el botones entregándole el ramo de rosas a Abelardo, que lo contemplaba estupefacto.

—¡Gracias!

Abelardo se dirigió hacia el interior del dormitorio con el inmenso ramo de flores en sus manos. Cuando Adela lo vio, se quedó pálida e intentando disimular dijo:

—Tengo la memoria fatal. Olvidé pedir un juego de sábanas de más. Ya da igual, queden como queden, dormiremos igual de bien… ¡Ven! Pon las rosas aquí, sobre la cama; hagamos el amor encima de ellas… —dijo insinuante, al tiempo que se quitaba la poca ropa que llevaba encima.

—Un momento, un momento. Tú dijiste que habías comprado rosas naranjas, éstas son rojas. Tan rojas que parecen estar sangrando.

—Abelardo, ¿cómo iba a decirte que eran naranjas? Compré rosas rojas. Rosas de invernadero, sin espinas en su tallo. Las que siempre compro. Creo que estabas tan preocupado por mi ausencia que no te enteraste de nada. Menos mal que entendiste bien el nombre del hotel y el número de la habitación.

—Adela, recuerdo bien lo que me dijiste. Lo recuerdo porque me chocó el color de las rosas. Es más, pienso que el ramo es excesivamente grande. Esto te tiene que haber costado una fortuna, casi no puedo con él.

—Nunca has controlado mis gastos. Se me ocurrió llenar la cama de flores y hacer el amor sobre los pétalos húmedos. Pero… tú como siempre fastidiándolo todo —dijo gimoteando—. Parece mentira que seas escritor. Tu imaginación sólo funciona cuando te pones frente a esa vieja, antiestética y ruidosa máquina de escribir, nada más. Sin tus teclas eres como todos: vulgar, muy vulgar.

Abelardo quitó el papel transparente del ramo y desprendió las ramitas de panícula que lo bordeaban. Extendió las flores por la base de la cama; después secó las lágrimas que caían de los ojos de Adela con sus dedos y comenzó a besarla. Ella se dejó llevar por las caricias de su marido mientras pensaba: «Este hijo de puta de Arturo me las va a pagar ¡Me las pagará!».