13

Aquel sábado del mes de febrero un hombre vestido con traje negro y sombrero de piel marrón depositaba un sobre rojo en uno de los buzones de Plaza Castilla. El martes siguiente el mayordomo de la finca de Abelardo Rueda recogía la correspondencia del buzón y se la entregaba a Adela.

—Señora, ¿le dejo la correspondencia en el salón?

—No, ¡deme! La iré clasificando mientras acabo el desayuno.

Adela comenzó a separar las cartas. Cuando pasó las tres primeras, el sobre que quedó ante sus ojos hizo que se paralizase. Sin parpadear, ni retirar la vista de aquella carta dirigida a su marido, en la que el nombre del destinatario y la dirección estaban rotulados en negro con una exquisita perfección y elegancia, cogió el cuchillo de la mermelada y, después de limpiarlo con la servilleta, rasgó la solapa. Sacó el folio y lo extendió para leerlo. Las palabras que había escritas decían:

Génesis 6

El Diluvio

Al ver Dios que era muy grande la maldad del hombre en la Tierra y que todos los pensamientos de su corazón tendían siempre al mal, se arrepintió de haber creado al hombre en la Tierra…

Padre, ¿también te arrepientes de Tu creación?

Las piernas de Adela golpearon la superficie interior de la mesa y el vaso con el zumo de naranja cayó al suelo, pero ella ni tan siquiera se movió. Seguía con la mirada fija en las palabras que había escritas en el papel, releyendo una y otra vez el texto. Claramente alterada llamó a gritos a su marido, por lo que el mayordomo salió de la cocina para ver qué sucedía.

—¿Le ocurre algo?

—No; gracias, Juan. Es que se me ha caído el zumo. ¿Sabe dónde está mi esposo? Parece no oírme.

—Está en el jardín; si quiere voy a buscarle.

—No se moleste, ya voy yo.

Adela recorrió el jardín hasta llegar al viejo olivo. Apoyado en su tronco estaba Abelardo haciendo un boceto a lápiz de las montañas.

—¿Qué te pasa? —preguntó alarmado al ver la expresión tensa de Adela.

Ella no dijo nada, extendió su mano temblorosa y le dio el papel. Después se sentó y mirándole a los ojos esperó su respuesta.

—Sólo el diablo juega con los pensamientos y la imaginación de las personas. ¡Quiere destruirme! Estaba en lo cierto. Tiene la copia, y sabe que intentamos recuperarla. El anónimo no puede ser más claro. Va a por mí, y no parará hasta conseguir su propósito —dijo Abelardo tras leer el texto.

—Es evidente —contestó Adela—, pero imagino que no le dejarás jugar contigo. Debes ser fuerte. Sólo intenta impresionarnos; está claro lo que quiere. Su único fin al mandar este texto es aterrorizarnos y lo ha conseguido, pero no debe saberlo, no debe saber que estamos asustados.

—Estoy más asustado de lo que estaba… Estoy obsesionado con él —contestó Abelardo abatido.

—Debemos darle el anónimo a la policía, como hicimos con los anteriores. El texto no nos compromete, al contrario, nos beneficia. Nos protegerán, porque este anónimo nos hace menos sospechosos aún ya que demuestra de una manera más clara y directa que ese asesino nos tiene en su punto de mira. No pierdas el control. Yo también estoy impresionada, muerta de miedo, pero veámoslo desde el ángulo más favorecedor —dijo Adela.

—¿Sabes una cosa? Estoy seguro de que se saltará una letra.

—¿Por qué? ¿También cambiaste eso?

—Sí. Ya te dije que en mi obra el asesino cuenta con un cómplice, la mujer del catedrático. A ella le corresponde la letra «G». Imagino que el psicópata que nos está haciendo la vida imposible, tendría pensado formar esa letra con el pulgar y el índice de su víctima, tal como describo en mi obra, haciendo un único corte con los dos dedos unidos. Pero el caso es que el asesino de la novela se lía con la mujer del catedrático para después matarla. Así pues, como es evidente que ese tipo está siguiendo la obra al pie de la letra, estoy seguro de que tú estás fuera de peligro, porque no tienes ni has tenido ninguna relación con él. Por tanto, no habrá dedos que formen la letra «G», porque no tendrá la víctima adecuada para ello. Además, si hubiese querido escribir esa letra, lo habría hecho con los dedos de Tomás. Es algo a lo que llevo dándole vueltas desde ayer. Tomás le habría venido como anillo al dedo. Habría matado dos pájaros de un tiro y formado dos letras más; hubiese sido perfecto, pero no, no lo hizo porque está siguiendo la obra concienzudamente. Intenta que sus crímenes sean iguales a los de la novela; ése es su principal objetivo. Sabe que así acabará volviéndome loco, haciéndome sentir el responsable de sus macabros asesinatos, porque, tal vez, si yo no hubiese escrito Epitafio, nada de esto estaría sucediendo… Es impresionante cómo está jugando conmigo. Me asusta… —dijo Abelardo llevándose las manos a la cabeza.

—No lo había pensado. No me había parado a pensarlo. Tienes razón, Tomás fue asesinado de forma diferente; es cierto.

—Estoy tan arrepentido de haber escrito esa maldita obra. Ese hombre es el diablo. Estoy convencido de que lo es.

—Debemos llevar el anónimo a la policía, pero antes debes calmarte un poco. Piensa que llegarán más cartas como ésta o puede que peores. El asesino está demostrando que es muy inteligente. Tenemos que estar preparados para lo que está por venir. Sin embargo, sigo estando segura de que nuestra mejor manera de defendernos de él es impedir que sepa que ha conseguido atemorizarnos. No debe saber cómo y de qué manera nos afectan sus demoníacas palabras.

—Nunca volveré a estar en paz conmigo mismo. ¡Nunca más lo estaré! —dijo el escritor mientras se levantaba y descolgaba el teléfono para llamar a la policía.

Los días restantes de aquel nefasto mes de febrero pasaron sin más incidentes, a excepción de la desconfianza que iba incrementándose entre ambos. Aquello no sólo había variado su modo de vida, no sólo les había puesto en la cuerda floja al haber cometido graves delitos, también había afectado mucho a su relación. Ambos estaban sufriendo en su interior una oscura y silenciosa metamorfosis, una transformación irregular, antinatural… En su interior el gusano no daba lugar a la mariposa, sino que de la mariposa surgía el gusano, y éste no formaba seda, sino desconfianza y putrefacción, impregnando todos sus pensamientos de la podredumbre y el hedor que la suspicacia genera. La difidencia entre ambos era una constante; ninguno podía controlar sus recelos. Las sospechas surgían en cualquier momento, alimentadas por el más pequeño de los detalles. La figura del asesino estaba presente en cada uno de sus pensamientos, diurnos y nocturnos. Sin domicilio, sin nombre, sin cara, sin gestos, sin olor, sin coordenadas que seguir, todo en él estaba desdibujado, como una sombra. Y ninguno de los dos soportaba seguir ignorando la identidad del asesino, porque ello les hacía dudar del otro profundamente… Él criminal parecía conocerlos a la perfección, tanto que podría ser cualquiera de ellos dos.

Adela intentó recobrar el orden que siempre había imperado en su vida sin olvidar ni por un momento que Abelardo era su cómplice y eso tenía una relevancia extrema para ella: no lo olvidaría y no tendría reparos en utilizarlo en caso de necesidad. Para Adela el fin justificaba los medios. Consideraba que su actitud no había sido irresponsable; sólo a efectos legales, sólo en el caso de que alguien diese a conocer su implicación, sería sometida a un juicio de valor, del que estaba segura saldría indemne.

Abelardo, por el contrario, estaba cada día más obsesionado. Intentaba, pero no podía, librarse de la lacra que le suponía su participación en los hechos. Se consideraba tanto o más culpable que su esposa. Sólo él conocía los verdaderos motivos que le habían llevado a actuar así. Sólo él sabía por qué se había dejado llevar por Adela, las verdaderas razones por las que, en apariencia, ella parecía dominarle. Llegado a este punto comprendió que si él había sido capaz de mantener a salvo su secreto, su mujer podía estar jugando al mismo juego. Comenzó a tomar notas, a generar hipótesis sobre la posible implicación de Adela en los asesinatos y los motivos que pudiera tener para engañarle. Volvió al punto de partida y se encerró aún más en sí mismo. Sin embargo, la quietud de las últimas semanas le hizo albergar esperanzas de que tal vez todo hubiese terminado. A pesar de su aparente calma, del sosiego que exteriorizaba, se negó a asistir a ningún acto público.

Una vez que el editor dejó de ser requerido por la policía, Carlos y María se marcharon a Galicia.