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Jueves, 14 de febrero de 1998

Aquella noche Abelardo regresó a las cinco de la mañana. Su aspecto era descuidado, algo tan inhabitual en él como lo era la hora de su retorno. A pesar de la baja temperatura del exterior, sólo llevaba puesta la camisa; la cazadora descansaba sobre el hombro derecho, sujeta por su mano en un ademán despreocupado. Los vaqueros tenían pequeñas salpicaduras de sangre y los guantes de piel marrón que llevaba en una mano también tenían manchas rojas. Parecía nervioso, más desasosegado de lo que venía siendo habitual en él en esos últimos tiempos. Su mirada tenía una expresión entre iracunda y perdida.

Adela lo esperaba en el salón. Cuando lo vio entrar se sobresaltó:

—¡Por Dios! ¿Qué ha pasado? Sabía que había sucedido algo; nunca has estado fuera de casa hasta tan tarde —dijo acercándose a su marido con evidentes muestras de preocupación—. ¿Has tenido un accidente? ¿Qué ha pasado?

—No entiendo por qué te muestras tan preocupada cuando antes dijiste que me marchase, que te daba igual lo que yo hiciese… ¡Qué curioso! No dejas de sorprenderme —respondió dejando los guantes manchados sobre la mesita baja—. He estado en La Caña Vieja. ¿Adónde creías que iba a ir? Yo soy previsible, no como tú.

—Estaba asustada. Creo que es lógico que esté preocupada teniendo en cuenta lo que está sucediendo. Además, es la primera vez que te vas sin decirme adonde. Son las cinco de la madrugada, y llevo demasiado tiempo sin saber nada de ti, ¿no crees?

—¿Acaso ahora vuelvo a importarte?

—¿Me vas a decir qué te ha pasado? Tienes los vaqueros y los guantes manchados de sangre. ¿Qué ha ocurrido?

—Tranquila, tu coche está como nuevo. Imagino que es eso lo que de verdad te preocupa, tu espléndido descapotable. Pues está bien, a excepción del parabrisas que tiene un ligero color encarnado, todo está en su sitio.

—¡Abelardo! Ya está bien —gritó enfadada.

—Volví cruzando el campo. Me apetecía dar un rodeo, pensar, poner las cosas en orden, y un búho se me atravesó en el camino. Debieron desorientarlo las luces del coche. Lo cierto es que literalmente se estampó contra el cristal delantero. Tuve que quitarlo. Ni una triste gamuza, ni un maldito kleenex, no encontré nada para retirar al pájaro de los cojones del parabrisas. Eso es lo que ha pasado: me he cargado un búho que sangraba como un cerdo. Aún tengo el estómago hecho una mierda.

—A quién se le ocurre ir por un camino de tierra en plena noche. Podías haber tenido un accidente más grave. Estás demasiado nervioso, deberíamos hablar y aclarar las cosas de una vez.

—Cada día tenemos menos de que hablar —respondió Abelardo, y sin mirar a su mujer se dirigió a la cocina. Tiró los guantes al cubo de la basura, se quitó los vaqueros y los metió en el cesto de la ropa sucia. Adela permanecía en el salón, esperando a que su esposo regresara para hablar con él.

—¡Hasta mañana! ¡Qué descanses! —dijo él sin mirar hacia donde estaba su mujer, y acto seguido subió por la escalera para ir al dormitorio.

Aquella madrugada se recibió una llamada anónima en la redacción de un periódico de tirada nacional. Fue efectuada desde una cabina del Paseo de la Castellana de Madrid. Una voz masculina con acento sudamericano comunicó al personal el doble asesinato que se acababa de cometer en la editorial de Carlos; el desconocido hizo hincapié en que la muerte de una de las víctimas, a la que calificó de ladrón, había sido circunstancial. La policía de homicidios se personó en el lugar de los hechos quince minutos después de que el personal del periódico comunicase la recepción de la llamada.

El edificio permaneció precintado hasta última hora de la tarde. Los alrededores, así como las calles adyacentes, estuvieron invadidos por fisgones y un gran número de personal de los medios de comunicación, los cuales intentaban con ahínco hacerse con más información del suceso. Un coche patrulla se desplazó al domicilio del editor. Carlos fue requerido por la policía en el lugar de los hechos. Dos horas después, el editor telefoneaba a su domicilio y le pedía a su mujer, aún impresionado por lo que acababa de ver, que se pusiese en contacto con Abelardo. María así lo hizo:

—Adela, soy María —dijo la mujer del editor sollozando.

—¿Qué te pasa? —preguntó Adela.

—Tengo que hablar con Abelardo. Carlos me ha pedido que le llame.

Adela, alarmada, llamó a su marido.

—María, ¿estás llorando? —preguntó Abelardo.

—Sí. ¡Es horrible! ¡Horrible!

—¿Qué ha pasado? ¿Carlos está bien?

—Sí, está bien. Han matado a Cosme. Le asesinaron de madrugada. El forense certificó la hora del fallecimiento sobre las cuatro de la madrugada.

—Pero ¿qué dices? ¿Ha sido un robo?

—Le han matado igual que mataron a Teresa y a Eugenia; le han seccionado la yugular. —Abelardo enmudeció—. Y eso no es todo. Hay otro cadáver, es el de un joven que al parecer, en esos momentos, estaba robando en el edificio. Aún no se le ha identificado.

—¡Dios mío! —exclamó Abelardo asustado.

—Carlos me ha dicho que te pongas en contacto con el inspector que lleva el caso de Teresa y de Eugenia. Quiere que tengáis cuidado. Cree que el asesino de Cosme es el mismo que el de Teresa y Eugenia. Está bastante preocupado por vosotros, tanto que a pesar de que la policía le ha exigido que no diga nada, me ha pedido que os llamara inmediatamente.

—María, no sabes lo que te lo agradezco. ¿Necesitas que vayamos a tu casa?

—No. He llamado a mi madre, debe estar a punto de llegar. Gracias. Tened cuidado, mucho cuidado —dijo María.

—No debes preocuparte por nosotros. Si necesitáis algo, lo que sea, no tienes más que decirlo. Estamos a tu disposición…

Adela observaba a su marido intentando adivinar qué había sucedido. En el mismo instante en que Abelardo colgó el teléfono le preguntó inquieta:

—¿Qué ha pasado?

—Han matado a Cosme.

—¿Al vigilante de la editorial? ¿Por qué? ¿Cómo?

—Nadie lo sabe. Como nadie sabe por qué mataron a Teresa y a Eugenia —contestó Abelardo sentándose en la cama—. Le han matado del mismo modo que a ellas, exactamente igual.

—¡Imposible! Tiene que ser un malentendido. El asesino es Constantino y está detenido.

—¿Tú crees? Pues según lo que me ha contado María, parece que el crimen ha sido cometido por la misma persona; las circunstancias son las mismas… Y eso no es todo. Hay una segunda víctima. Un joven que estaba robando en la editorial y que aún no ha sido identificado. —Abelardo hizo una pausa y miró fijamente a su mujer.

—No. ¡No puede ser! —exclamó Adela llevándose las manos a la cabeza.

—Creo que sí. Creo que ese ladrón es el mismo al que tú pagaste para cambiar la copia de la obra. Creo que por algún motivo no pudo hacerlo el día que le dijiste y lo hizo anoche, con tan mala suerte que se ha encontrado con el criminal.

—¡No puede ser!

—Lo es… Ahora la obra está en el escenario del crimen, y la policía científica nos relacionará con los asesinatos sin ningún esfuerzo. Hemos vuelto a equivocarnos. Todo se complica cada vez más, como en la peor de las pesadillas.

—Te estás precipitando. Cosme puede haber sido víctima de un atraco. Lo más probable es que esto no tenga nada que ver con los crímenes anteriores; aún no conoces las circunstancias reales. Sólo sabes lo que Carlos le ha dicho a María. ¡Nada más!

—No me hace falta saber nada más. Estoy seguro de que lo ha hecho la misma persona. María me ha dicho que a Cosme le han seccionado la yugular. Además, estoy convencido de que si Carlos le ha dicho a su mujer que nos llamara, es porque el vigilante tiene los dedos amputados. Yo le comenté que el asesino les había cortado los dedos a Teresa y a Eugenia

—¿Le dijiste lo de los dedos? ¡Estás loco! Has revelado datos del sumario que no han sido dados a conocer ni por la prensa. Espero y confío en que no le dijeses nada de la novela.

—Tú eres la menos indicada para censurarme. ¿Recuerdas? Te falla la memoria, se te olvida que has ocultado pruebas, que desde el primer momento te has opuesto a dar la novela a la policía, y que eso fue lo que nos convirtió en cómplices de un asesino en serie. Todo eso sin tener en cuenta que contrataste a un ladrón que seguramente ha perdido la vida por doscientas mil pesetas de mierda. Los dos hemos cometido varios delitos. Nos hemos vendido al diablo. Si la policía encuentra la copia de la novela estaremos perdidos. El asesino no ha hecho más que empezar. ¡Créeme! Está siguiendo al pie de la letra la maldita novela. Ha matado al vigilante de la editorial; en mi obra el asesino mata al vigilante de la facultad. Es terrible que ese hombre siga libre. Ni la policía, ni nosotros tenemos idea de quién puede ser… Y eso no es eso todo. Lo peor, lo que más me preocupa, es que la próxima víctima puedes ser tú —dijo Abelardo mirando fijamente a su mujer.

Adela sintió un escalofrió.

—¿Por qué dices eso? —preguntó asustada.

—Porque ése es uno de los datos que cambié primero. Mi asesino tiene un cómplice al que convierte en su cuarta víctima, y el cómplice del asesino de mi obra era la mujer del catedrático, el hombre al que quería destruir. Tú, querida, eres mi mujer y yo soy el principal objetivo del asesino de esta historia infernal que estamos viviendo…

—Abelardo, yo soy tu mujer, pero no soy cómplice del asesino. ¿Acaso estás volviendo a acusarme? —dijo Adela.

—Ahora no sirven las lamentaciones. Deberíamos haberlo pensado antes. Ya es demasiado tarde. Ambos somos cómplices, aunamos nuestros esfuerzos para ocultar la existencia de la obra… Pero eso ya no importa, ahora es demasiado tarde para dar marcha atrás, ¿no crees?

—¡Has perdido la cabeza! ¡No entiendo lo que dices! ¡No entiendo nada!

—Es sencillo. La persona que está cometiendo estas aberraciones cuenta con alguien que le está ayudando en la sombra y esa persona eres tú. Le has ayudado desde el primer crimen y has hecho todo lo posible para protegerlo. Has estado borrando las huellas del camino, borrando su rastro… y lo has hecho a conciencia, sabedora de todas y cada una de las consecuencias y él se ha aprovechado bien de tus intervenciones. Nunca nadie hubiera imaginado una cómplice tan perfecta como tú.

En ese instante Adela recordó que su marido había regresado a casa una hora antes de que llamase María. Abelardo seguía mirándola fijamente mientras ella, en silencio, con la cabeza gacha, relacionaba los acontecimientos.

Abelardo se había marchado sin decirle a donde iba, algo que nunca había hecho. Recordó la sangre en los vaqueros, los guantes manchados, su mirada iracunda, el burdo vocabulario que había utilizado para explicarle lo que le había sucedido y su exagerado nerviosismo ante lo que había sido un simple percance. Abelardo era un hombre de hábitos, que medía sus actos, que controlaba su temperamento y sus impulsos. El orden era la base de su vida, por ello no acostumbraba a salirse de la rutina. Del mismo modo, siempre era muy prudente cuando iba al volante, por lo que cuando a su regreso le dijo que había tomado un camino de tierra para volver a casa, Adela se extrañó, pero pensó que lo habría hecho debido a su estado de alteración por la discusión que habían mantenido. Pero ahora, al tratar de relacionar todo lo que había sucedido, pensó que tal vez su marido le había mentido sobre el accidente con el búho, y que quizá tuviera razón y ella estuviera facilitando el camino al asesino, puesto que…, sopesó la posibilidad, el asesino podía ser él, Abelardo.

Él seguía mirándola, esperando una respuesta, una reacción de su esposa, pero Adela no levantaba la cabeza, permanecía con la mirada fija en el suelo, ausente, asustada, preguntándose qué debía hacer, qué debía decir.

—¿Qué piensas? —le preguntó Abelardo—. ¿No vas a decir nada? Sabes que tengo razón. Aunque te pese, la tengo. Desde el primer momento la tuve. Estamos en un agujero oscuro, muy oscuro.

—¿Dónde has estado? —preguntó Adela.

—¿A qué viene esa pregunta? No estamos hablando de dónde he estado.

—¿Dónde has estado? —volvió a preguntar Adela.

—Ya te lo dije cuando volví; en La Caña Vieja.

—Sólo vas allí cuando piensas escribir. Y ahora no estás preparando nada.

—No, claro que no. Desde que decidiste que había que robar la copia, dejé de preocuparme de unas rectificaciones que no eran necesarias. Pero has de saber que también voy cuando necesito evadirme de todas las estupideces e imprudencias que me rodean. Esta vez lo necesitaba. Puedes explicarme adonde quieres llegar, porque no entiendo nada.

—Puede que tu salida de esta noche no sea una simple coincidencia. Afirmas con demasiada seguridad que yo seré la próxima víctima. Antes de irnos a Ibiza también fuiste a La Caña Vieja. Desde el primer momento has dicho con demasiada seguridad que Constantino no era el asesino; sin embargo, no dudaste en implicarle. Estoy segura de que tú también tienes algo que ocultar, algo importante, que Constantino sabe, de no ser así no habrías consentido que le señalásemos como el culpable. Y no sólo eso, a pesar de no estar de acuerdo conmigo, has aceptado mis decisiones, aunque es verdad, como has dicho muchas veces, que no siempre parecían muy coherentes. Tú no eres tan dócil, tan manejable, no lo has sido nunca, no en cosas como éstas, tus principios te pueden…

»Sé que me ocultas algo, que mientes, lo sé porque también te dejas llevar por los intereses, en el fondo somos iguales. Si no tuvieses algún interés importante en todo esto, no habrías movido un solo dedo. Eres igual de ambicioso que yo, pero entre los dos hay un gran abismo que nos separa. Tú no has sido sincero y yo lo he sido desde el principio. Lo único que he hecho ha sido ponerte a salvo. Proteger nuestros intereses —dijo Adela dirigiéndose a la puerta.

—¿Me estás acusando de asesinato? ¿Estás insinuando que puedo ser el que ha matado a todas esas personas? ¡Esto es increíble! ¿Cómo puedes pensar que soy el asesino?

—Creo que eres capaz de todo, como cualquier persona. Nadie conoce a nadie. Has podido matar a Cosme y al ladrón y pagar para que matasen a Teresa y a Eugenia. Es posible que te hayas vuelto loco, o que persigas más popularidad, no lo sé. El morbo hoy en día funciona mejor que cualquier campaña publicitaria. Tal vez vayas buscando más popularidad, y no digo que hayas escogido el camino más idóneo, pero desde luego sí el más rápido. Te permites dudar de mi inocencia, pero aquí no se salva nadie. Nadie, querido. Nunca olvides que no te pierdo de vista ni un solo segundo, que cuando tú vienes yo ya he ido y he vuelto varias veces. No vayas a pesar que no tengo una salvaguarda para todos mis actos, incluso para lo que tú puedas estar planeando, no lo olvides —dijo Adela histérica.

—Me has interpretado mal… Siempre te pierdes en tus conjeturas. Sólo pretendo ponerte a salvo; no quiero que te ocurra nada. Pero si desconfías de mí hasta esos extremos, si estás tan segura de lo que has dicho, ¡llamemos a la policía! No tengo ningún problema en entregarme, lo único que quiero es que estés a salvo. Debes salir de aquí. Estoy seguro de que estás en el punto de mira del asesino —dijo Abelardo mientras tomaba el auricular del teléfono y se lo ofrecía a su mujer.

—No pienso llamar a nadie; antes voy a buscar la copia de la obra. Voy a entregar a los de homicidios la novela. Estoy convencida de que ocultas algo y ya todo me da igual. Tengo miedo… Creo que ya no puedo confiar en ti.

—¿Qué novela? —preguntó Abelardo irónico, riéndose entre dientes.

—Tu novela.

—No hay novela. Quemaste todas las copias en la chimenea, y la única que quedaba era la del despacho de Carlos. Tenías razón cuando me recriminabas mi forma obsoleta de trabajar. Si hubiera utilizado un ordenador, si no trabajara sólo con máquina de escribir, ahora podría tener una copia, pero ya ves; entre mi manera arcaica de trabajar y tu forma visceral de actuar, estamos atrapados. Ahora no sabemos si la única copia que quedaba continúa en el despacho de Carlos. Gracias a ti la novela ya no existe, ¡jamás se escribió! No podemos decir nada de ella porque nadie nos creerá, ni a ti ni a mí. Si ahora le dices a la policía lo que hará el asesino, serás culpable, porque él hará exactamente lo que estaba escrito y la policía pensará que tú eres quien está pagando a alguien para que cometa los asesinatos. Nos convertiremos en sospechosos. No entiendes que este hijo de puta, gracias a ti y a mi estupidez al hacerte caso, nos ha metido en un callejón sin salida. ¡Ahora estamos solos! Lo único que podemos hacer es cuidarnos mutuamente. Lo único que podemos hacer es todo lo contrario de lo que tú has dicho. Sólo nos queda rezar para que la novela no estuviera en las manos del ladrón cuando la policía entró en la editorial.

»Por otro lado, yo también podría dudar de ti y acusarte de los asesinatos, igual que lo has hecho tú conmigo, porque tú has estado sola toda esta noche y estuviste de compras todo un día antes del viaje a Ibiza. Hace tiempo que dudo de tu inocencia, ¡es cierto! Tu interés en no dar a conocer la existencia de la obra siempre me ha parecido demasiado obsesivo. Nunca hubiera imaginado que tu ambición llegase a esos extremos. Pero ahora es lo que menos me preocupa. Ese maldito ha vuelto a matar; sigue llevando a la realidad la trama de la novela… y estoy asustado. Tengo la certeza de que intentará matarte, créeme, sé que lo intentará. Está jugando con nosotros, está jugando con la policía, estoy convencido que todo esto sólo es un divertimento para él. Tenemos que buscar una solución. Tenemos que protegernos mutuamente, salir de esta jaula lo antes posible. Estamos atrapados; de una forma u otra saldremos perjudicados. Hay que buscar una salida; tiene que haber una salida que permita que todo esto nos salpique lo menos posible.

Adela se acercó a su marido y situándose frente a él dijo:

—Cuando has dicho que la próxima víctima sería yo, he sentido mucho miedo. ¡Me has asustado! He perdido la confianza en ti. Es cierto. Te comportas de una forma demasiado agresiva. A veces me pareces un desconocido. No puedo evitarlo.

Abelardo se levantó y abrazo a su esposa.

—Ese asesino ha conseguido involucrarnos en sus crímenes —dijo acariciando la cabeza de su mujer—. Ya no podemos hacer nada; únicamente rezar para que no vuelva a matar, para que ninguno de los dos sea su próxima víctima. Ahora, más que nunca, debemos guardar silencio. No debemos hablar con nadie de Epitafio de un asesino. Ahora, Adela, es cuando no podemos decir que existe. Sería la mayor locura que podríamos cometer. Sería nuestra condena, seguro que arruinaría nuestra vida. Ahora tenemos que luchar contra el asesino, jugar a su mismo juego, y hacerlo juntos; si consigue separarnos habrá ganado, créeme, por una vez en tu vida haz caso de lo que te digo.

—¿Qué haremos si el ladrón que ha aparecido muerto es Tomás? ¿Qué haremos si llevaba encima la novela cuando le mataron? ¿Qué haremos si la policía ha encontrado tu obra? —preguntó Adela.

—Si es así, no nos quedará más remedio que confiar en que la policía nos crea y, por supuesto, nunca y bajo ningún concepto debemos desvelar que tú destruiste pruebas; que te deshiciste del bisturí, del martillo, que quemamos las copias de la obra y menos aún que contrataste a ese hombre para que robase el ejemplar. Es la única copia del manuscrito que existe. Que la policía establezca paralelismos entre los crímenes de la novela y lo que está sucediendo, es otro tema. Quizás en ese caso el perjudicado sería Carlos, al ser él quien tiene el ejemplar desde que se cometió el primer homicidio. La policía podría considerarlo sospechoso. Y lo cierto es que yo en alguna ocasión he pensado en él como posible asesino; lo hice hasta que me di cuenta de que faltaba una de las copias. Si el manuscrito está aún en la mesa de Carlos, yo me encargaré de recuperarlo. Se lo pediré. Después de la llamada de María tengo que ir a la editorial, aunque ella diga que no necesitan nada, debo ir.

—¿Cómo puedes haber dudado de Carlos? —preguntó Adela contrariada—. No puedo entenderlo.

—Tú lo has dicho hace unos minutos: nadie está a salvo. Sé que no es capaz de semejante barbaridad, pero todo este asunto es demasiado grave y hace que nos sintamos inseguros y dudemos unos de otros. He ido descartando posibles sospechosos, y Carlos era uno de ellos. Sé que es deshonesto por mi parte, pero tienes que entenderlo. ¿Acaso no has dudado tú de mí?

—Sí, pero no es lo mismo. Cuando asesinaron a Teresa, Carlos ni siquiera había tenido tiempo de hojear la novela, incluso aunque hubiera pensado hacerlo. Además, él es incapaz de semejante atrocidad.

Abelardo miró de soslayo a su mujer. Le parecía exagerada la forma en que defendía la inocencia del editor, teniendo en cuenta que tan sólo hacía unos instantes había dudado de él, que era su marido. A ella le parecía que Carlos, su editor, era más de fiar que su propio esposo. Las dudas volvieron a surgir, pero esta vez se las guardó para sí.

—No adelantemos acontecimientos —dijo cambiando de conversación—, debemos esperar a ver qué pasa. Cuando estemos seguros de dónde está esa copia, veremos lo que hay que hacer. Ahora he de marcharme. Creo que es mi deber estar con Carlos en estos momentos…

Abelardo se puso en marcha, no sin antes dar instrucciones, muy concretas, al personal de seguridad de la finca para que nadie entrase en el domicilio sin ser previamente identificado. En el momento en que abandonó la finca Adela se acercó al garaje. Quería comprobar que las explicaciones que le había dado Abelardo eran ciertas; pero contrariamente a lo que acostumbraba a hacer, se había vuelto a llevar el descapotable cuando solía utilizar el todoterreno. Adela una vez más repasó la sucesión de los hechos, cuán extraño había sido el comportamiento de su esposo en las últimas horas… Volvió a la casa y se dirigió al cesto de la ropa sucia, sacó los pantalones y revisó los bolsillos. Miró con detenimiento las gotas de sangre y buscó algún rastro de plumaje que diese verosimilitud a la explicación que Abelardo le había dado, a fin de acabar con sus dudas, pero no encontró nada en los vaqueros que pudiera confirmar que el accidente con el búho había ocurrido, y tampoco halló nada, aparte de sangre, en los guantes que su marido había tirado a la basura.

Su desconfianza iba en aumento. Asustada por las palabras que momentos antes había pronunciado su esposo, llegó a sopesar la conveniencia de analizar los restos de sangre que había en la ropa, pero la descartó. Ningún laboratorio haría tal cosa sin informar de ello a la policía. Sin embargo, como solía ser habitual en ella, no dejó ningún cabo suelto. Guardó los vaqueros y los guantes en una bolsa de plástico y los escondió en un lugar seguro.

Nadie sabía lo que podía acontecer y tal vez aquello fuese un seguro de vida.