8 de diciembre de 1997
Aquel día uno de los periódicos de mayor tirada nacional publicó en primera página parte de los datos del sumario del asesinato de Teresa:
Nuestros servicios de investigación han conseguido acceder al sumario sobre el asesinato de doña Teresa V., ama de llaves del reciente Premio Ediciones 97, don Abelardo Rueda. En dicho sumario se citan los siguientes hechos y conclusiones extraídos de las primeras investigaciones policiales:
El cuerpo de doña Teresa V. presentaba un corte en el cuello. Dicha incisión le seccionó la vena yugular, produciéndole con posterioridad la muerte. Fue efectuado con un arma blanca que no se encontró en el lugar de autos. La muerte ocurrió sobre las veintidós horas treinta minutos, hora peninsular. La víctima no fue objeto de abuso sexual. No existen indicios de forcejeo, por lo que se especula con la posibilidad de que conociese al agresor. La sangre encontrada pertenece al grupo cero Rh negativo.
Tras examinar los guantes que se encontraron junto al cadáver, en el tejido poroso de su parte interna, se halló secreción corporal. Ésta, al igual que la sangre, pertenecía a la víctima. Para que estas secreciones se produjeran ambas manos tuvieron que estar expuestas a un foco de calor de gran intensidad. La piel de las manos de la víctima no tenía quemaduras, ya que el material del que están confeccionados los guantes es ignífugo. Doña Teresa V. tenía marcas en las orejas que fueron producidas por algún objeto que le rodeó fuertemente el cráneo.
A tenor de los hechos descritos, el equipo de investigación llega a la conclusión de que no existen, por el momento, pruebas concluyentes que conduzcan a la detención de sospechoso alguno.
Nuestras fuentes de información nos comunicaron la omisión de una parte de los datos. Dicha falta es de obligado cumplimiento para el buen desarrollo de las investigaciones policiales. Decisión que este periódico respeta.
Tras leer la información, Adela, suspiró relajada:
—¡Gracias a Dios que han omitido detalles! Habría sido catastrófico. Y todo por tu negligencia. Si le hubieras pedido la novela a Carlos no tendríamos que preocuparnos de nada. Si hubieran publicado lo de la amputación de los dedos, todo se habría complicado. Habría sido un calco de la realidad.
—¿Qué realidad? —preguntó Abelardo.
—Sabes a lo que me refiero. Estoy hablando de tu novela, de qué si no.
—Mi novela no es ninguna realidad. Es una ficción literaria, ¿entiendes? No tiene que ver con nada ni con nadie. Sólo con mi imaginación —contestó Abelardo enojado.
—Tú sabes lo que he querido decir. Lo sabes. Me he expresado mal. ¡Perdona! Lo único que intento es ser útil. Lo único que quiero es que nadie te relacione. Sigo obsesionada con la posibilidad de que Carlos se dé cuenta de la coincidencia…, mejor dicho de la exactitud que tienen los hechos relacionados con el asesinato de Teresa con lo que narras en tu obra. ¡Perdóname!
—Las cosas hay que hacerlas bien. Para ello hay que actuar con calma —contestó Abelardo—. Deja que yo me encargue de ello. No quiero volver a hablar del tema. Ahora lo único que me preocupa es la vigilancia de la casa durante las veinticuatro horas del día. El agente de policía tiene razón, la casa está demasiado alejada de la entrada. Tú deberías encargarte de encontrar a una persona que ocupe el lugar de Teresa. Necesitamos volver a la normalidad. Búscame el teléfono del párroco del pueblo de Teresa. Tiene que haber alguna manera de saber si alguien conoce a ese tipo, si es cierto lo que dijo de su parentesco con ella.
—¿A qué tipo?
—El loco de la otra noche. Quiero saber si dijo la verdad. Si era su primo.
—¡Esto es increíble! ¡No has podido olvidarlo! Estás obsesionado. Sabes de sobra que Teresa no tenía familia. Es absurdo que investigues, absurdo y una imprudencia por tu parte. Olvídate de todo. No entiendes que es ridículo; ni sus amigas le conocían.
—¿Qué importancia tiene eso? ¿Qué fiabilidad tienen sus amigas? Tal vez se veía con él a escondidas. ¡Quiero saber quién es! Necesito saberlo.
—No pienso buscarte ningún teléfono. Y tú tampoco lo harás. No entiendo por qué no te olvidas de ese imbécil. Porque hay que ser imbécil para ir a la casa de la víctima, dar todo tipo de explicaciones de quién eres y después amenazar de muerte. ¿No lo entiendes? Debe ser un tarado. Es imposible que sea una persona normal…
Diez días después del asesinato, la vida de Abelardo Rueda y su mujer recobró la normalidad. La habitación de Teresa fue vaciada y sus efectos personales enviados a su pueblo natal. El dormitorio se pintó y se volvió a decorar. Adela contrató a una persona para hacerse cargo de la casa. Tuvo problemas para encontrarla ya que ninguna mujer quería permanecer allí después de lo sucedido, por lo que el puesto fue ocupado por un hombre. Abelardo contrató los servicios de una empresa de seguridad que le proporcionó un vigilante las veinticuatro horas del día. El caso fue momentáneamente archivado por la ausencia de pruebas. Adela comenzó con su rutina haciéndose cargo de la agenda de su marido. El escritor volvió a recluirse en su estudio para dar comienzo a las rectificaciones de la obra. Quería ser convincente el día que le pidiese la copia de la novela a Carlos.
Como acostumbraba, mientras desarrollaba sus obras, Abelardo Rueda haría una visita a La Caña Vieja, un bar frecuentado por pescadores de agua dulce que estaba enclavado en un pequeño pueblo de la sierra noroeste:
—Adela, tengo que seguir con las rectificaciones.
—Me parece estupendo —contestó ella.
—Mañana subiré a La Caña Vieja. Tengo que seguir con las rectificaciones. ¡Debo recuperar la copia!
—No creo que mañana sea el día más adecuado. Esta noche será larga, volveremos tarde. ¿Crees que serás capaz de levantarte mañana por la mañana y coger el coche después de lo que nos espera hoy en la cena? De todas formas, si acabamos tarde pero sigues empeñado en ir, yo puedo acercarte.
—No. Ya sabes que me gusta ir solo. En soledad pienso mejor.
Adela miraba con desconfianza a su marido mientras tiraba de la falda entallada hacia abajo.
—Mira que eres excéntrico. Como quieras, pero ahora espabila. Si no salimos ya, vamos a llegar a las mil. Ya sabes cómo es Carlos para esto de la puntualidad. ¡Cualquiera diría que es anglosajón! —dijo mientras se calzaba.
—Pues algo sí que tiene de inglés. Su madre era inglesa. La filóloga que estuvo en Madrid después de mudarnos, no sé si la recuerdas, era una amiga de la infancia de Carlos. Estudiaron juntos en un colegio londinense.
—No lo sabía.
—Casi nadie lo sabe, como otras muchas cosas. ¿Ves cómo tú no lo sabes todo? —dijo Abelardo sujetando el abrigo de Adela.
Cuando llegaron a su cita, Carlos y María esperaban con gesto de preocupación en la puerta del restaurante.
—Abelardo, ¡tenemos que hablar! —dijo Carlos mientras el escritor entregaba las llaves al aparcacoches del restaurante.
—¿Qué ocurre? —preguntó el escritor alarmado.
—Ya sabes que María tiene bastante conexión con el periodismo sensacionalista, aunque es evidente que no es su círculo. El mundo de la prensa amarilla y el de los sucesos tienen elementos en común. Pues bien, hace media hora ha llamado a casa el redactor jefe de la revista Confesiones desde la Cárcel… —El editor hizo una pausa—. ¿Conoces la publicación?
—Sí, pero ¿qué tiene que ver lo que se publica en esa revista con nosotros? Sus artículos sólo hablan de asesinos.
—Exactamente. Pues bien, el redactor jefe habló con María. Como colegas, ya sabes… Ella a veces le pasa información privilegiada sobre algunos famosos que consumen drogas, etc., y él a su vez, cuando ha tenido acceso a algún tipo de información interesante para ella, como esas «casualidades» que surgen en los aeropuertos, pues se la ha pasado… Resumiendo, que de vez en cuando se echan una mano, y esta vez ha sucedido lo mismo. Ese señor sabe que yo soy tu editor y por eso ha llamado… Mañana, en su revista, en primera página, sale el novio de Teresa acusándote de asesinato.
—¡Eso es ridículo! —contestó Abelardo con brusquedad—. Teresa no tenía novio. Ese individuo tiene que ser el mismo que estuvo en mi casa, el mismo que nos amenazó. Tiene antecedentes, tiene problemas psicológicos. La policía me dio la información y me garantizó que no volvería a saber de él, que nunca más volvería a molestarme. ¡No lo entiendo! ¡No puedo entenderlo!
—Supuse que conocías su existencia. ¿Sabías que es primo cuarto de Teresa? Dice que tuvo que reclamar sus objetos personales por vía judicial, porque tú te negaste a mandárselos.
—Eso es falso. Esto es increíble. Enviamos todos los objetos personales de Teresa al párroco de su pueblo porque nadie los había reclamado. Mañana mismo me encargaré de poner las cosas en orden.
—María y yo hemos creído que deberíais saberlo antes de la cena. Es posible que alguno de los periodistas que asisten tenga conocimiento de esa entrevista. Pensamos que sería prudente que estuvierais preparados. De todas formas, sea quien sea ese sujeto, creo que sería conveniente que mañana dieras una rueda de prensa. He pensado que la podríamos programar para las doce de la mañana. Si estás de acuerdo, sobre las ocho te mando a Guillermo y la preparáis. María se encargará de hablar con alguna cadena de televisión privada para que te reserven un espacio. No creo que haya ningún problema, ya sabes que estas cosas gozan de una gran audiencia. Podríamos intentar que la rueda de prensa apareciera en alguno de esos magazines que se hacen en directo. ¿Qué te parece? Hay que contestar a cualquier acusación por muy absurda que sea, de lo contrario la gente llega a sus propias conclusiones, que por norma suelen ser negativas. No debes dar tiempo a la opinión pública a que pueda especular.
—¡Gracias, Carlos! ¡Muchas gracias, María! No sabéis cuánto os lo agradezco.
Las dos mujeres habían permanecido durante toda la conversación al lado de sus maridos sin decir palabra. Adela sonrió a María y dijo:
—María, Abelardo y yo os estaremos eternamente agradecidos. ¡Muchas gracias por ayudarnos!
—¡De nada, querida! Creo que es una injusticia. No se puede consentir una cosa así después de todo lo que habéis pasado. La verdad, no os lo merecéis —contestó María.
Abelardo se acercó a Carlos y le susurró al oído:
—Querido amigo, ¿me harías el favor de acompañar a mi mujer hasta el restaurante? Tengo que hacer una llamada a mi abogado y no quiero que se preocupe.
—Lo que me pides no es un favor, ¡es un placer!
El escritor llamó al aparcacoches y le pidió las llaves de su vehículo. Abrió la puerta, subió al coche y cogió el teléfono. Marcó. Tras dos tonos alguien contestó:
—¿Sí?
—Soy yo, Abe.
—Dime. ¿Hay algún problema?
—Sí, no puedo ir mañana a La Caña Vieja. No me esperes. Tengo que solucionar un tema que tiene que ver con la muerte de Teresa. Creo que tengo verdaderos problemas. No pienso desistir de mi actitud, pero creo que esto va en serio.
—No te preocupes. Quizá todo se solucione antes de lo previsto. No adelantemos acontecimientos. Cuando podamos vernos me llamas. Si necesitas ayuda no tienes más que decírmelo.
—¡Lo haré! —contestó el escritor, después cortó la comunicación. Acto seguido borró la llamada del teléfono y marcó el número de su abogado:
—Te entiendo. Pero no creo que sea conveniente que hagas ningún tipo de declaración sin antes hablar con la policía —le aconsejó el letrado—. De todas formas, si prefieres dar la rueda de prensa porque así te quedas más tranquilo, quiero que antes revisemos juntos lo que vas a decir y las posibles preguntas que te pueden llegar a hacer los periodistas. En principio, sólo en principio, no tienes por qué tener ningún problema, porque evidentemente el día de los hechos tú estabas con demasiada gente, y además el evento al que asistías se estaba televisando en directo por la cadena pública y fue grabado por varias privadas. Pero caben mil conjeturas que siempre descubre el que menos te esperas. Todo esto no es más que una treta de ese tipo para sacar un buen pellizco, pero aun así debes andarte con cuidado. Creo que debemos cursar una demanda por calumnia contra ese individuo. Ése ha de ser el primer paso que demos inmediatamente después de que sus declaraciones salgan a la luz. Más tarde, pediremos daños y perjuicios por haber puesto en tela de juicio tu integridad y exigiremos una indemnización por las pérdidas personales que todo esto conlleva, ya que es obvio que tú te estás viendo muy afectado por una imputación tan aberrante y tan injusta, que, además, es un delito. Y por si fuera poco, vas a tener que dejar de trabajar para ocuparte de tu defensa. Cuando hayamos hecho todo esto, el sujeto en cuestión se declarará insolvente, algo que no dudo que sea. Ese tipo tiene que estar sin un duro. Es evidente que sólo busca dinero. Cuando tu inocencia esté debidamente demostrada, nos querellaremos contra esa basura de revista.
—Haré lo que tú digas —respondió Abelardo.
—Entonces hablamos mañana. Te llamo sobre las nueve. Piensa en la posibilidad de hablar con la policía.
—Perdona, Goyo, no te lo dije, pero ya lo hice en su momento. Concretamente, el mismo día que ese tipo estuvo en mi casa. Después, al no recibir ninguna noticia más de la comisaría, pasé un día por el departamento de homicidios y hablé con el inspector que lleva el caso de Teresa. Él me informó de que estaban al tanto de los hechos. Ese hombre había sido detenido en alguna ocasión. Tiene antecedentes por desacato y desorden público, y la policía cuenta con varios informes psiquiátricos que avalan que es un paranoico. Cree que todo el mundo es un asesino. Me dijeron que no le diese la más mínima importancia. Que era probable que saliese de mi vida como había entrado. Desde aquel momento no he tenido noticias de él, hasta esta noche. Creía que todo se había acabado, me refiero al asesinato de Teresa. Pero nunca se sabe por dónde va a salir el jabalí.
—Debiste contármelo todo. A pesar de no haberlo hecho, hiciste bien en hablar con la policía. Es evidente que ese sujeto lo único que quiere es dar rienda suelta a su paranoia. Algo que un periodista que cubre este tipo de informaciones sabe aprovechar con rapidez. Seguro que la cantidad que le han pagado por el reportaje y las declaraciones es irrisoria en comparación con los beneficios que a los de la revista les reportará la tirada del número. Es vergonzoso, pero ante todo ilegal. Lo mires por donde lo mires… No tienen nada que hacer. Ganaremos el pleito. Lo peor de todo es que dañen tu imagen. Eso es lo que debemos evitar a toda costa.
—Eso es lo que constantemente dice Adela.
—Bien, no te preocupes. Mañana hablamos. Da recuerdos a los comunes, y un fuerte abrazo para Adela.
—Lo haré de tu parte. Hasta mañana.
La cena trascurrió con absoluta normalidad. Nadie hizo mención a nada relacionado con el asesinato de Teresa, ni con el supuesto primo-novio de ésta. Cuando salían del restaurante, el aparcacoches se dirigió a Abelardo:
—Perdone, don Abelardo. Me he tomado la libertad de coger un ejemplar de esta revista —dijo el joven haciendo una pausa y ofreciéndole el ejemplar al escritor—. Verá usted, señor, me acerqué, como siempre, aquí al lado —dijo levantando la mano y señalando una cafetería cercana— a tomar un café como hago todas las noches. Siempre compro la prensa de la mañana. Aquí, señor, es uno de los primeros sitios donde se pone a la venta. Hojeando las revistas comprobé que su nombre estaba en titulares en ésta… —El muchacho calló.
—¿Y qué? —preguntó con curiosidad Abelardo, mientras Adela miraba asombrada al aparcacoches.
—Pues que yo he leído todas sus obras. Soy un gran admirador de su narrativa y esto me parece una injusticia. No creo nada de lo que aquí se dice. Por ello he pensado que debía traerle un ejemplar para que usted se enterase. Porque es evidente que usted no sabe nada.
Abelardo extendió la mano y cogió la revista, la acercó a la farola térmica temiéndose lo peor y empezó a leer:
EL ESCRITOR ABELARDO RUEDA
ACUSADO DE HOMICIDIO
El recientemente galardonado Premio Ediciones 97, Abelardo Rueda, principal sospechoso del asesinato de su ama de llaves. En declaraciones hechas en exclusiva a esta publicación, don Constantino S F., primo cuarto de la víctima, dice tener pruebas irrefutables de que el escritor mandó asesinar a su prima porque ésta conocía la existencia de una relación extra-conyugal del literato. Más información en las páginas 6-8.
Abelardo, con entereza y sangre fría, le dio las gracias al muchacho, intentando disimular su desasosiego dijo:
—Gracias, joven. Es usted muy amable. ¿Cómo se llama?
—¿Yo, señor? —preguntó el muchacho.
—Sí —contestó Abelardo.
—Juan Expósito Alcántara, estudiante de ciencias de la información para todo lo que usted pueda necesitar, señor.
—Bien Juan, se lo agradezco muchísimo. Y ahora le voy a pedir un favor, no me llame más señor, me recuerda usted a las películas de marines americanos.
El muchacho sonrió. Abelardo le dio una palmada en la espalda y dijo:
—En agradecimiento al interés que ha demostrado hacia mi literatura, si me acerca el coche, le haré entrega de un ejemplar de una de mis obras y se lo dedicaré…
El camino de regreso fue para Abelardo un via crucis. Adela le obligó a parar varias veces, exigiéndole que jurase que la afirmación de Constantino era un infundio.
—Adela, escúchame. No pienso seguir hablando más de esto. No entiendes que me estás sometiendo a un interrogatorio falto de sentido. Estás dando más credibilidad a las declaraciones de un esquizofrénico que a mí.
—No es un esquizofrénico —contestó Adela—. La policía dijo que era un paranoico. ¡Hay una gran diferencia!
—Me da igual la diferencia que haya entre un término u otro. Para mí ese hombre es un loco. Eso, o un oportunista con muy mala leche al que me voy a encargar de meter en la cárcel de por vida aunque me cueste la mía entera hacerlo. A ti lo único que te importa es si yo me estoy acostando con alguien. El resto te es indiferente. ¡Posición!, sólo te importa el qué dirán…
—¡Por supuesto! ¡No pensarás que si te estás acostando con otra te voy a perdonar! —dijo Adela gritando—. ¿Piensas que me hace gracia ser el hazmerreír de todos nuestros amigos? Lo cierto es que tu insistencia en saber quién era ese hombre, tu insistencia en localizarlo, no era normal. Creo, ya lo creí en su momento, que ocultabas algo.
—Te lo suplico. Dejemos el tema. Estoy convencido de que por mucho que te diga no me vas a creer. Pero te lo diré por última vez, desde que estoy contigo no he estado con nadie más, ¡con nadie!
Adela rompió a llorar.
—No te lo perdonaré nunca. Si me has sido infiel, si me ocultas algo, no podré perdonarte nunca, no lo soportaría, no sería capaz de soportar un ridículo semejante —dijo entre sollozos cargados de rabia e impotencia, mientras se limpiaba concienzudamente las lágrimas, evitando que el maquillaje se fuese con ellas.
El escritor se metió en el arcén y paró el coche.
—No llores. Sabía que ese miserable nos traería problemas, pero nunca pude imaginar que se decantaría por una vertiente tan vulgar. Sé que todo pasará; las cosas tienen que ir a mejor. Te quiero y tú lo sabes; eso es lo que importa, lo único que debe importarnos.
Adela no respondió, bajó la visera y mirándose en el espejo se limpió indiferente los ojos. El escritor giró la llave de contacto sin mirarla, consciente de que aquel silencio era producto de la difidencia. Sabedor de que la desconfianza de su mujer seguía latente, emprendió el camino en el más absoluto mutismo, sin dejar escapar una sola expresión que evidenciara su inquietud. Una inquietud que iba más allá de las conjeturas de su esposa y de las declaraciones de Constantino; declaraciones que podían cambiar la línea de investigación policial, algo que no podía permitir.
Cuando el coche se aproximó a la entrada de la mansión, las dos águilas reales, esculpidas en granito y asentadas sobre los capiteles de las columnas que sujetaban la puerta de entrada, parecieron moverse. Abelardo percibió el batir imposible de sus alas; fue de soslayo. También de refilón vio la sombra que las extremidades torácicas de las rapaces, en su aleteo ilusorio, proyectaban sobre la tierra del camino. Miró sobrecogido a su mujer, pero ésta mantenía la vista fija en un tríptico literario que le habían dado durante la cena. Inquieto soltó el pie del embrague y el coche, tras un rápido vaivén, se paró en seco. Adela no se movió, permanecía ausente, abstraída por la lectura del tríptico que hablaba del famoso perro negro que atemorizó a Felipe II durante sus últimos días de vida en El Monasterio de El Escorial. Abelardo miraba las esculturas intentando buscar una explicación lógica a lo sucedido hasta que el viento racheado hizo que las ramas del gran chopo que había en la entrada se agitaran con brusquedad, proyectando su sombra alada en el capó del vehículo. Entonces suspiró tranquilo. Miró de nuevo a su esposa que seguía abstraída y ella, como si el coche no se hubiese detenido, dijo:
—Debería visitar El Monasterio, creo que tienes razón. Aunque se conozca su historia, no hay nada mejor que ir a los sitios para saber todo acerca de ellos. La historia del perro que creyeron que era Cancerbero es interesantísima. Dicen que se le ve cuando hay luna llena, como hoy —dijo mirando el cielo.
Tras ellos un hombre vestido de negro paseaba a un perro atado con una cadena de gruesos eslabones de metal. El animal, al pasar junto al coche, lanzó un aullido agudo y corto que les hizo mirar hacia atrás. Abelardo no pudo contener su espanto al ver el can y los ojos verdes del hombre que lo sujetaba.
—¿Has visto? —exclamó mirando a su mujer—. Tiene una mirada impactante, demasiado extraña, todo es demasiado extraño, incluso este repentino viento —siguió diciendo, mientras arrancaba con precipitación el coche.
—¿Qué te pasa? No ves que no es más que un ciego con su perro lazarillo. Escritor, tu imaginación te juega malas pasadas. No se puede ni tan siquiera mentar el monasterio en tu presencia —contestó Adela sonriendo divertida.
Abelardo no contestó, metió la primera marcha y miró cómo el hombre se alejaba indiferente.
Al día siguiente Abelardo dio la rueda de prensa y presentó junto a su abogado la denuncia en los juzgados de la Plaza de Castilla.
—Bien —dijo el letrado cuando salían—, ahora no cabe más que esperar, las cosas irán despacio. Déjalo estar, todo seguirá su curso. Te aconsejo que no vuelvas a hablar con nadie del tema y menos con los medios de comunicación. Cuando te hagan alguna pregunta al respecto evítala. Bastará con que digas que todo está en manos de tu abogado. Así me harás famoso —dijo en tono de broma.
Abelardo no sonrió. Estaba realmente preocupado, y deseaba que todo aquello acabase. Sabía que las cosas podían ir más lejos de lo que en un principio había sospechado, que la aparición de Constantino no era una casualidad: él no creía en las casualidades. Su entrada en escena podía cambiar la línea de investigación y traerle complicaciones que pondrían en tela de juicio su integridad. Miró la gran avenida, el ir y venir precipitado y autómata de los vehículos; el ruido de los neumáticos sobre el asfalto le recordó aquel presentimiento nefasto que le había avisado, que le había dicho de una forma irracional que no abandonara el ático. Ante ellos la gente caminaba rauda, como si el tiempo hubiese dejado de ser medido por el hombre, como si el hombre hubiera perdido el conocimiento de que su medición había sido impuesta por él y, por tanto, tenía plenas facultades para variarla. Los semáforos agrupaban a decenas de personas inquietas que esperaban para cruzar. En uno de los grupos, un hombre sujetaba una cadena de eslabones gruesos de acero, que caía sobre los adoquines desiguales de la acera, arrastrándose por encima de ellos. Nadie pareció percatarse de su presencia, de su extravagancia, de su monólogo estridente. A nadie le pareció extraño que el individuo arrastrase una cadena a la que nada se asía. Sólo Abelardo parecía verlo. Inmóvil, sin perderle de vista, intentó escuchar lo que decía, pero no lo consiguió. El semáforo cambio de color y el peculiar individuo siguió caminando sin dejar de hablar hasta llegar al otro lado de La Castellana.
—¿Abelardo me estás escuchando? —preguntó el abogado al ver que el escritor no le prestaba la menor atención.
—Perdona… Creo que no me encuentro muy bien. Me ha parecido ver a una persona que anoche estaba cerca de la finca. Aquél —dijo señalando el lado opuesto de la calle.
—¡Ah! El ciego. Es un trashumante. Camina por Madrid y sus alrededores como lo hacían antaño los pastores. Va con su perro a todas partes, y mantiene una constante conversación con él, como si en vez de un perro fuese la Marianela de Galdós. ¿Te imaginas?… Es extraordinario; tendrías que escucharle para entender lo que te digo. Una mañana tuve la ocasión de hablar con él. Es una persona interesante, muy culta, conoce historias de Madrid, pero no de este Madrid. El suyo es otro Madrid, donde lo que sucede es tan interesante como insólito y desconocido. Creo que vive cerca del Monasterio de El Escorial, tal vez por eso le vieras cerca de tu casa. Es normal que te haya llamado la atención. Se sale de lo habitual, no está estereotipado como lo estamos todos; se hace notar, y eso que no has hablado con él… —dijo reflejando ironía en su mirada.
Abelardo buscó al hombre con la vista y comprobó sorprendido que, efectivamente, como había dicho Carlos, el perro lazarillo iba sujeto de la cadena.
—Creo que los acontecimientos me sobrepasan. Estoy obsesionado —dijo frotándose los párpados—. Siento inseguridad. Necesito que todo esto acabe. Tengo alucinaciones. Había visto la cadena pero no al perro. Puede que me esté volviendo un paranoico.
—Es probable que lo tapase la gente que estaba al lado. Los perros como ése suelen sentarse hasta que oyen las señales acústicas de cruce… y la cadena es demasiado larga. No debes preocuparte. Es evidente que estás estresado. No ha pasado nada, nada que no pueda solucionar la justicia —dijo el abogado intentando cambiar de conversación—. Constantino está bien asesorado, no me cabe duda. Los intereses económicos que hay detrás del asunto son grandes. Ya sabes que en este mundo material lo que mueve montañas no es la fe sino el dinero. Hasta que no consiga todos los beneficios que ha previsto, hasta que no le saque todo el jugo a la historia, seguirá haciendo declaraciones. Lo que debes hacer es no ocultarme nada, es la única forma de que todo salga bien. Con ello me refiero a la acusación que ha hecho este sujeto, a tus posibles relaciones extramatrimoniales.
—¡Goyo, por favor! —contestó indignado Abelardo—. ¿Cómo puedes pensar que te voy a ocultar semejante estupidez? No tengo ningún lío, y si lo tuviese no tendría objeción en hacértelo saber.
—No te ofendas, tenía que preguntártelo. Cabía la posibilidad, y en ese caso era posible que Constantino conociese a la supuesta tercera persona y nosotros estuviésemos en desventaja, ya que entonces no me sería posible ejercer la acusación como quiero. Hoy es muy común que la gente tenga relaciones extramatrimoniales.
—Lo sé, y desde luego Adela también. Anoche se ofuscó, estoy seguro de que desconfía de mí, de que no me cree.
—Es lógico. Piensa que, aparte de lo sucedido en tu caso, es muy fácil tener dudas. Nadie pasa las veinticuatro horas con su pareja. Hoy en día no resulta difícil ser infiel, sobre todo si sólo se trata de una historia de sexo. La imaginación traspasa todas las barreras, pero la desconfianza la gana; nadie confía plenamente en nadie. Es algo que siempre deberías tener presente y que tú también deberías practicar. Eres muy confiado, y eso es algo poco corriente en la actualidad; lo que hoy en día prima es la desconfianza. Yo, en vuestro lugar, me tomaría unas vacaciones. Si queréis, podéis iros a nuestra casa en Ibiza. Este año Ana quiere pasar las navidades en Madrid. Si os decidís, la casa es vuestra. Las navidades allí son especiales. Eugenia es nuestra ama de llaves… Bueno, en realidad es más que eso, es parte de la familia y de la casa, porque desde que enviudó se instaló en ella. Se encarga de todo. Una maravilla, créeme. No tengo más que llamar por teléfono y todo estará preparado para cuando lleguéis. Y eso no es todo: tenemos un grupo de amigos que viven en Santa Eulalia y que son expertos en no dejarte tiempo libre para pensar, justo lo que creo que necesitas, lo que ambos necesitáis. No pensar en nada, querido amigo, en nada.
Abelardo sonrió.
—Tal vez tengas razón. Quizá te tome la palabra. Esta noche lo comentaré con Adela. Si se anima está hecho.
—Si queréis, puedo daros las llaves esta misma tarde. Os las mando con un mensajero. Ahora que recuerdo, creo que en el coche llevó unas fotos de la casa.
Goyo abrió la puerta derecha de su escarabajo blanco y sacó de la guantera un sobre. Después extrajo del interior unas fotos y se las enseñó a Abelardo.
—Mira, son éstas. Sería una buena idea que se las enseñases a tu mujer. Estoy seguro de que no se negará a ir. Aquí detrás, ¿ves? —dijo el abogado dando la vuelta a una de ellas—, aquí está la dirección. Se la pusimos a un amigo arquitecto que nos hizo unas reformas en el interior. Instalamos un jacuzzi y una sauna, casi no los hemos utilizado…
La posibilidad de viajar a Ibiza fue acogida con agrado por Adela. Su entusiasmo fue tal que Abelardo se dejó influir y decidió que retomaría la escritura en el ambiente apacible de la isla, pero antes de salir de Madrid debía hacer su acostumbrada visita a La Caña Vieja.
—¡Qué manías tienes! —exclamó Adela—. Mira que no poder irte a Ibiza sin antes pasar por La Caña Vieja. Eres como los toreros, que visitan la capilla antes de enfrentarse al trance; tú en cambio, tienes que ir a ese viejo bar, ese pequeño antro de madera carcomida y caracoles mal guisados.
—Los caracoles están exquisitos. Lo que más me gusta de ese sitio es lo bien que tiran la cerveza, sin menospreciar a mi musa, la suave corriente del riachuelo que atraviesa la finca, el mismo que envejece las maderas del porche con su humedad.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué exquisito te pones! Sólo el nombre del bar hace estragos en tu léxico. ¿Has pensado ya en cuándo vas a hacer las rectificaciones de la obra? Porque a juzgar por tu forma de hablar, yo diría que será una de esas narrativas llenas de estúpidos rodeos y reiteraciones absurdas que no aportan más beneficios que la riqueza del lenguaje. Eso en el mejor de los casos, porque en la mayoría ni tan siquiera existe el lenguaje —dijo Adela irónica.
—Debo comenzar el trabajo cuanto antes. Tengo que darle algo a Carlos para conseguir que crea que le pido el ejemplar por un motivo de peso. Piensa que tendré que devolverle la obra rectificada y que antes de ello me hará preguntas sobre los cambios, aunque no haya leído el libro, tal como le he pedido. Carlos es muy respetuoso, pero no es tonto. Estaré de vuelta para el almuerzo, ¡espérame!
—No lo dudes, aquí estaré. ¡No te pierdas!