4

5 de diciembre de 1997

Desde el momento en que la noticia se dio a conocer a través de los medios de comunicación, el teléfono de la residencia del matrimonio Rueda no paró de sonar. Los telegramas de pésame se sucedían uno tras otro, en intervalos tan cortos que Adela creyó no poder soportarlo y a punto estuvo de desconectar el portero automático.

—Abelardo, tengo en el móvil a Carlos —dijo Adela—, te lo paso. ¡Mantén la calma!

—¡Bien! Dame.

—Abelardo, lo siento. Susana me ha dicho que habéis llamado a la oficina a primera hora. Deberíais haberme llamado anoche, a casa. ¿Cómo estáis?

—Destrozados. Hemos pensado vender la casa. No puedo acercarme a la parte trasera. Aún no hemos entrado en el salón; ya sabes que desde el porche se ve la casita de madera. ¡Ha sido horrible!

—Tenéis idea de por qué. ¿Sabéis quién puede haber sido?

—No. Tú sabes cómo era Teresa. Su vida éramos nosotros. Apenas se relacionaba con nadie, a excepción del grupo de amigas de la urbanización; esas pobres cuatro mujeres. La policía las ha interrogado a primera hora de la mañana. Ayer, sobre las ocho, estuvieron juntas en la cafetería del centro comercial. Cenaron unos sándwiches y se marcharon como siempre en un taxi pagado a medias. El taxista alarmado por la noticia se ha presentado en comisaría. La policía nos ha dicho que su declaración coincide con la de las amigas de Teresa. Ella fue la primera en bajarse. Su actitud era normal. De lo único que hablaba era de mi galardón. Estaba muy orgullosa. Creo que la persona que la asesinó la conocía; estoy seguro. No creo que sea producto de una coincidencia. Teresa era muy desconfiada y no habría dejado entrar a un extraño. Tenía que conocerle.

—¿Le has dicho eso a la policía? —preguntó Carlos.

—Por supuesto, pero parece ser que deben tener pruebas que nosotros desconocemos. Creen que el asesino estaba en la casa cuando Teresa volvió.

—¿Por qué se habla de un psicópata? No lo entiendo. ¿Cómo la mataron? —preguntó Carlos.

—¡Horrible, salvaje! Le seccionaron la yugular.

Adela escuchaba con atención cada una de las palabras de Abelardo. El miedo le hacía pensar que su marido, llevado por el cansancio y la preocupación, podría desvelar algún detalle que les comprometiese. Todavía contaban con la ventaja del secreto sumarial, por lo que, si Carlos daba comienzo a la lectura de la novela, el editor aún no tendría datos suficientes para relacionar la última obra de Abelardo con el asesinato de Teresa. Debían guardar silencio, un silencio sepulcral, Por ello, en el instante en que Abelardo le contó a Carlos cómo había muerto el ama de llaves, Adela le dio un manotazo a su marido y el teléfono cayó al suelo. El escritor miró a su mujer con gesto de desaprobación, sin entender qué era lo que pasaba. Ella murmuró:

—Abelardo. ¡Estás gilipollas! Dile que no puedes contarle nada porque es secreto de sumario. ¡Recuerda que tiene la copia de tu novela! —Acto seguido se agachó y recogió el teléfono del suelo y, alargando la mano con un gesto de exigencia, se lo devolvió.

—Carlos, perdona. Se me ha caído el teléfono. Los nervios. Tengo la tensión arterial por las nubes. ¿Qué me habías preguntado?

—Nada, déjalo. Perdóname. Creo que me he excedido. No tengo que decirte que si necesitas algo me llames. Todo el personal de la editorial te manda sus condolencias. Espero me comuniquéis la fecha de las exequias. Dale un abrazo a tu mujer. Pospondremos todo hasta que te encuentres mejor.

Adela vocalizaba con insistencia: «Pídele la novela, pídele la novela…».

—Gracias Carlos. Te ruego que por el momento te olvides de mi nueva obra. Después de lo sucedido no tengo ánimo de publicar una novela cuyo argumento está basado en la vida de un criminal.

—Ya hablaremos. Sé que ahora no es el momento —contestó el editor.

—Gracias por tu apoyo y comprensión. Todo esto me ha llevado a pensar en hacerle algunos cambios a la trama. Te ruego que pospongas la lectura de la obra. Cuando nos veamos, si no tienes inconveniente, me devuelves el ejemplar. Ya sabes que no me gusta que leas nada que esté sujeto a modificaciones.

—No leeré la novela. ¡Te doy mi palabra! Tengo el sobre en mis manos. Aún no lo he abierto y, si tú no quieres que lo haga, no lo haré. Sabes que respeto tus decisiones, las de todos mis escritores. Ahora lo más importante es que Adela y tú os recuperéis. ¡Olvídate del trabajo!

—Lo intentaré, aunque no sé qué es mejor, quizás el trabajo me evada. Te llamo. Da un abrazo a tu mujer y a los pequeños de mi parte.

—¡Un fuerte abrazo, querido Abelardo!

—Has estado genial, digno de admiración. Y bien, ¿cuándo te devuelve el texto?

—No ha dicho nada de devolvérmelo. Precisamente ha dicho lo contrario. Ha dado a entender que se quedará con él hasta que le entregue el nuevo; pero me ha prometido que no leerá la copia. Confío en él. Carlos es un hombre de palabra, al menos eso es lo que siempre ha demostrado.

—Puedes decirle que necesitas consultar algo —dijo Adela pensativa.

—¡Cómo voy a decirle esa estupidez! Yo siempre hago copia de mis obras, como todo el mundo, y él sabe que siempre me quedo con el original y una copia más. Es una estupidez. Eso sí que sería un error.

—Debemos pensar algo. Debemos solucionar este problema cuanto antes, ¡cuanto antes, querido!

—Lo sé. Pero también sé que quizás el hecho de encontrarnos a Teresa como nos la encontramos nos ha impresionado demasiado, tanto que hemos confundido la realidad con la ficción. Quizá su muerte no tenga que ver nada con mi obra. Quizá sea pura coincidencia, o una especie de pensamiento paralelo. He leído sobre ello.

—¿Hablas en serio? Dime que sólo intentas bromear. No puedo creer que ahora, así, de repente, hayas dejado de ser tan escéptico sobre esos temas. ¡No me lo puedo creer!

—Es posible que sea una coincidencia, es posible que al escribir el primer asesinato tuviese una premonición. Sea como sea, esté en lo cierto o no lo esté, quiero pensar que ha sido simplemente eso: una coincidencia. Nadie puede tener conocimiento de mi novela. Nadie. Absolutamente nadie. Estoy convencido de que no debemos preocuparnos.

—De lo único que estoy segura es de que todo ha sucedido demasiado rápido. Es posible que nos hayamos precipitado, pero no está de más tomar precauciones. Esta vez tendré que darte la razón y hacer lo que dices… Hablando de otra cosa, con todo lo que ha pasado olvidé decirte que las pipas han aparecido.

—¿Dónde estaban? —inquirió con asombro Abelardo.

—Di mejor «¿quién las tenía?» —replicó la mujer.

—¿Quién las tenía? —dijo entonces él.

—Uno de los mozos. Le sorprendieron con ellas en una bolsa que llevaba anudada a sus calzoncillos. La empresa de mudanzas está esperando. Quieren saber si interpondremos una denuncia.

—¿Hay que hacer la denuncia para que nos devuelvan las pipas? —preguntó el escritor.

—Pues no lo sé.

—¿Cuándo te han llamado?

—Teresa les telefoneó la semana pasada. Cuando después de desembalar las últimas cajas comprobó que allí tampoco estaban, me lo comunicó y decidimos reclamar. El viernes llamaron para decir que habían encontrado las pipas entre un montón de objetos que esa misma persona había robado. No sabían que eran nuestras. Cogieron al tipo el mismo día que realizó nuestra mudanza, pero él se ha negado a decir a quién pertenece todo de lo que se le ha incautado.

—¿No nos falta nada más a nosotros? —preguntó Abelardo

—No que yo sepa.

—Entonces que nos devuelvan las pipas y que ellos se entiendan con el ladrón. Mañana les llamas y que te las manden.

Aquella noche, sobre las doce, sonó el timbre exterior de la mansión. Abelardo se levantó de la mesa del estudio y se dirigió hacia el video-portero instalado aquella misma mañana. De camino pensó en la necesidad de contratar a una persona que se hiciese cargo de inmediato del trabajo que desempeñaba Teresa. Adela estaba en el jacuzzi.

—Abelardo, ¿has oído? ¿Quién es? —gritó su mujer desde el baño.

—No sé quién es. Aún no he llegado a la puerta. Será la policía. Creo que no nos van a dejar tranquilos durante bastante tiempo… Está claro que esto acaba de empezar. O quizá sea algún periodista. ¡Yo qué sé!

La pantalla del videoportero emitía la imagen de un hombre de mediana estatura. Llevaba un abrigo oscuro con las solapas levantadas. Un sombrero de piel negro de ala ancha cubría parte de los rasgos del individuo, ensombreciendo su prominente y puntiaguda barbilla. Su mano izquierda estaba apoyada en la verja negra y tenía la cabeza inclinada a la altura del micrófono. Un cigarrillo pegado a su labio inferior dejaba escapar un hilo de humo que rozaba el objetivo de la cámara impidiendo que la transmisión fuese del todo nítida.

—Sí. ¿Quién es? —preguntó Abelardo.

—Soy el novio de Teresa —respondió el hombre.

—¡Perdone! Creo que no le he oído bien. ¿Quién ha dicho que es? —volvió a preguntar Abelardo.

—El novio de Teresa. Vengo a decirles lo que llevo intentando que sepan desde que los medios de comunicación informaron de la muerte de Teresa. Les he llamado varias veces, pero ustedes no cogen el teléfono. La próxima víctima será su mujer. Usted mató a la que iba a ser la mía y yo mataré a la suya.

—¡Pero, oiga! ¿Quién se cree usted que es? —exclamó Abelardo desconcertado—. Voy a llamar inmediatamente a la policía.

—No se moleste. Yo mismo hablaré con ellos. Ya no tengo nada que perder. Todos los medios de comunicación sabrán quién es usted. Sabrán que usted es el asesino. Teresa no sólo era mi novia, éramos familia, lejana, pero familia. Soy su primo cuarto.

El hombre se alejó sin levantar la cabeza. Arrastrando los pies con despreocupación y parsimonia fue desapareciendo en la oscuridad del camino de tierra, mientras los perros ladraban desaforados frente a la puerta. Abelardo miraba estupefacto la pequeña pantalla que emitía en blanco y negro. Adela vociferaba desde el baño:

—¡Querido! ¡Abelardo! ¿No me oyes? Hazme el favor de traer una toalla grande, las que hay son demasiado pequeñas.

Abelardo, confuso, se dirigió al baño. Adela estaba desnuda. Una toalla de lavabo envolvía su pelo. Tenía la cabeza inclinada, pegada a la superficie del espejo que ocupaba toda la pared frontal. Su mano derecha sujetaba unas pinzas de depilar doradas con las que intentaba extraer un diminuto pelo de su entrecejo. Abelardo no reparó en lo que le había pedido momentos antes su esposa; sin decir palabra se sentó en la butaca de mimbre y la contempló con detenimiento, recordando, aterrorizado, la amenaza.

—¿Qué te pasa? ¡Abelardo! ¿Qué ocurre? ¡Por Dios reacciona! —exclamó Adela sujetando a su marido por los hombros.

—No vas a creértelo… —respondió él haciendo una pausa—, era el novio de Teresa.

—¿Quién era el novio de Teresa?

—El hombre que ha llamado hace un momento. Dijo que era el novio de Teresa.

—Te han tomado el pelo. Teresa no tuvo novio en su vida. Es más, creo que si ha habido una mujer virgen a la que ni siquiera alguien había rozado una sola vez, ésa era Teresa. Si hubiera tenido novio, nos lo hubiera dicho. ¿No crees? ¡Qué estupidez! A su edad. No entiendo por qué te has asustado. ¿No me negarás que estás acojonado? Deberías haberte reído. Deberías haberle invitado a tomar algo.

El escritor, absorto en sus pensamientos, no escuchaba nada de lo que Adela decía.

—Cariño, despierta. La muerte de Teresa te está afectando más de lo que yo imaginaba. Anda, acércame del armario la toalla, estoy empezando a tener síntomas de congelación.

Abelardo vocalizó algo en un murmullo casi imperceptible que Adela no consiguió entender.

—¿Qué dices? —preguntó enfadada— ¡No te oigo! ¡Habla más alto! —gritó.

—Digo que voy a llamar a la policía ahora mismo.

—¿Que vas a llamar a la policía? ¡No digas tonterías!

—No digo ninguna tontería. Ese hombre te ha amenazado de muerte. ¿Entiendes? No sé si dijo la verdad o es un loco. Lo que menos me importa es si es el novio de Teresa, un primo lejano…, me da igual. Lo que me preocupa es que sea un loco, un psicópata, cualquier persona que sea capaz de cumplir su amenaza. Incluso puede ser el asesino. ¡Cualquiera puede serlo! Debemos tener cuidado, ¡mucho cuidado! Voy a llamar inmediatamente a la policía.

Abelardo llamó a la comisaría local. Un coche patrulla salió hacia la finca. Los agentes inspeccionaron la zona sin éxito. Uno de los policías tomó nota de todos los detalles que le dio el escritor y le aconsejó que no le diese al suceso más importancia de la que a simple vista tenía:

—Mire usted, esto es normal. No debería ser así, pero lo es. Hay gente para todo, créame. Incluso para culparse de un asesinato que no ha cometido. Hay mucho loco suelto. Seguro que no vuelve a saber nada más de ese individuo. No se preocupe. Pasaremos la información al departamento que lleva el caso del asesinato de su ama de llaves. Si vuelve a molestarles no tienen más que llamarnos. Si quiere sentirse más seguro le aconsejamos que contrate un servicio permanente de vigilancia. La casa está un poco alejada de la carretera principal de la urbanización; hay demasiado campo hasta llegar a la zona habitada. Estas fincas de tanta extensión son un blanco fácil para los curiosos y los delincuentes. Seguramente si la entrada hubiese estado a unos metros del videoportero, el desaprensivo que le ha dado el susto habría salido corriendo. ¡Créame! No es probable que vuelva. Mi consejo después de todo lo sucedido es que contraten un servicio de seguridad. Yo en su lugar lo haría.

—Lo hemos pensado. Debimos haberlo hecho cuando nos trasladamos. Ha sido usted muy amable. ¡Muchas gracias!

—No hay de qué. A su disposición —contestó el agente cuadrándose frente al escritor—. ¡Buenas noches!

—¿Estás más tranquilo? —preguntó Adela—. ¿Has visto? Yo tenía razón. La policía, experta en estos casos, lo ha confirmado. Seguro que es un loco impertinente, nada peligroso. Debes tener en cuenta que, desde el crimen, eres de sobra conocido. La gente que no te conocía por tu profesión, ahora te conoce por las noticias de sucesos. Desgraciadamente es así. Cualquiera puede hacerse pasar por el novio de Teresa —dijo Adela mientras depositaba una taza de café en la gran mesa rectangular de la cocina…