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4 de diciembre de 1997

Aquel día Carlos llamó a la residencia del escritor para comunicarle que su nombre estaba entre los candidatos que se barajaban como merecedores del premio al escritor más fecundo del año; el Premio Ediciones. El cuatro de diciembre tuvo lugar la entrega del galardón, que finalmente le fue concedido. Durante la cena que precedió a la entrega del premio, Adela estuvo sentada junto a su marido. Su actitud era de triunfo personal. Orgullosa y prepotente, sólo se separó de él lo estrictamente necesario. Sobre las dos de la madrugada todo había terminado. Carlos acompañó a Abelardo al coche; el escritor tenía en el maletero una de las cinco copias que había hecho de su última obra.

—Abelardo —dijo Carlos mientras caminaban—, no hay ninguna prisa. Ahora nuestro trabajo se centrará en las reediciones de todas tus obras de suspense. Incluso hemos creído que sería interesante reeditar las anteriores. Es más, tu agenda está completa, las entrevistas te desbordarán. ¿Sabes?, el mundo de la literatura ha cambiado mucho. Ahora los intelectuales estáis obligados a relacionaros, a dejaros ver. Hay un debate previsto, en una cadena privada de televisión, sobre la relación entre la esquizofrenia y la parapsicología, y tú eres uno de los invitados. He de decirte que considero necesario y beneficioso para tu carrera que asistas.

—No creo que lo haga. Estoy cansado de tanto suspense. Esta última novela será el punto y final dentro de este género. Cuanto antes esté en máquinas, más rápido me habré desvinculado de ella.

Abelardo abrió el maletero y sacó el sobre donde estaba guardado el ejemplar. Carlos le observaba sin decir palabra. La decisión del escritor le pareció una locura. Pensó decírselo, pero guardó silencio. Intentó no darle importancia a las palabras de Abelardo, dando por hecho que su reacción era debida a la presión que el literato había soportado los últimos días.

—¿No me digas que el premio te ha sentado mal? No serías tú el primero. Nadie es el primero en nada. ¿Lo sabías? —dijo dando una palmada cariñosa en su espalda—. Les pasa a muchos, entre los cuales me incluyo. Nos pasamos media vida esperando un reconocimiento y cuando llega no sabemos qué hacer con él. ¿Sabes lo que te recomiendo? Que te relajes. Déjalo todo en mis manos y en las de Adela. Descansa. No pienses en esta novela. Cuando toda la explosión del premio haya pasado, cuando las reediciones lleven en la calle el tiempo suficiente y los medios de comunicación dejen de hablar de ti, entonces sacaremos a la luz esta nueva obra. ¿De acuerdo?

—Como quieras —contestó entregándole el sobre con el ejemplar al editor.

Adela y la mujer de Carlos, María, comentaban con entusiasmo las anécdotas acontecidas durante la cena sin prestar atención a la conversación de los dos hombres.

—Adela, ¿nos vamos? —preguntó Abelardo.

—Voy enseguida —contestó ella mientras se despedía de María.

—Hasta mañana, ¡qué descanséis! —dijo el editor levantando la mano.

El camino de vuelta se hizo rápido. La carretera Nacional VI a la altura de Torrelodones estaba cubierta por una densa niebla que no les abandonó en todo el recorrido. A la entrada de la finca, justo en el comienzo del sendero de tierra que conducía a la casa, Abelardo y Adela comenzaron a oír los ladridos de los perros. A medida que el coche se iba aproximando a la entrada, los animales aumentaban la intensidad de sus aullidos. Adela esperaba ansiosa ver los dos cachorros que les regaló Carlos el día que se instalaron en la nueva residencia. Se quitó el cinturón de seguridad para acercarse un poco más al cristal delantero y así observar los saltos de alegría con que los animales les obsequiaban a su llegada. Cuando el coche estuvo a un palmo de la puerta, Adela exclamó:

—¡Abelardo, mira! ¿Ves cómo está Tonka?

—No, no veo nada y no sé cómo tú puedes ver algo con esta niebla —contestó el escritor pasando la mano por la superficie del cristal.

Abelardo sacó el mando de la guantera del coche y pulsó el botón. La puerta de metal negro con remaches dorados se abrió. Los dos perros guardianes salieron a su encuentro.

—Pero… ¡si están empapados! —exclamó Abelardo.

—¡Es horrible! ¿Es sangre? Dime que no lo es. ¡Dios mío que no sea sangre!

El escritor se estremeció. Por el histerismo que manifestaba, era evidente que Adela había pensado lo mismo que él al ver a los dos cachorros saltando contra el morro del coche. La chapa del capó del BMW de color blanco estaba cubierta casi en su totalidad por las huellas rojas que los animales iban dejando en cada uno de sus saltos.

—¡Cálmate, Adela! No te pongas histérica, lo más seguro es que hayan organizado alguna en la cocina y Teresa no les haya limpiado. Ya sabes que no le hacen mucha gracia los perros. ¿Qué te parece si salimos del coche? —dijo intentando que su mujer recobrase la calma—. Aunque no lo tengo muy claro… Estás preciosa, y no me haría ninguna gracia que los perros te pusieran perdida de tomate, porque estoy seguro de que simplemente están manchados de tomate frito. Ya sabes la cantidad de colorantes que le ponen…

—No —contestó Adela presa del pánico—. Esto me resulta demasiado familiar. ¡No abras la puerta! ¡Por favor, no lo hagas!

—¡Está bien! Como quieras, haré sonar el claxon. Teresa no tardará en salir.

Abelardo deslizó con suavidad la mano sobre el claxon. Tras una breve espera miró a su mujer encogiéndose de hombros. Adela hizo un gesto indicándole que lo volviese a intentar. Abelardo, una vez más, volvió a presionar el claxon. A pesar de su insistencia y de los ladridos estridentes y constantes de los perros, Teresa no salió de la casa.

—¿Ves? —dijo ella con la mirada perdida en el jardín—. Ves como no contesta. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Ha pasado algo! —exclamó temblorosa.

—Es probable que no haya salido porque esté en el baño. No lo habrá oído. ¡Llamemos! Dame el teléfono móvil; le diré que salga con las correas. Por el bien de tu vestuario, será mejor que ate a los perros.

Abelardo marcó con expresión de seguridad el número de teléfono de la residencia. La señal indicaba que la línea estaba ocupada, por lo que volvió a intentarlo dos veces más sin conseguir contactar. Miró a su mujer y soltó el aparato.

—Ya está bien. Parecemos dos tontos en apuros, sin que haya ningún apuro evidente —dijo irritado—. No tiene por qué haber pasado nada. Llevaré el coche hasta el porche y saldré; después le diré a Teresa que cuelgue bien el teléfono. Estoy seguro de que está mal colgado. No sería la primera vez que sucede. ¿O sí?

Adela no contestó, permanecía en silencio mirando fijamente a su marido. Su inmovilidad y su falta de respuesta reflejaban el miedo que sentía. Su mirada perdida dejaba al descubierto las terribles imágenes que copaban sus pensamientos. La mujer estaba recordando una parte de la novela, de la última novela que su marido había escrito y que aquella misma noche había entregado a Carlos. Sus pensamientos, llevados por la semejanza de los hechos, se sumergían en la escena del primer asesinato que se describía en la obra. En ella, los perros que protegían la casa de la víctima salían al encuentro de los dueños empapados de sangre.

Abelardo metió la primera marcha y despacio, sin soltar el embrague, fue acelerando. Cuando el coche estuvo pegado a la puerta principal dijo:

—¡Curioso! No me había dado cuenta de que todas las luces están encendidas. Voy a ver. Tú no te muevas.

—Creo que sería mejor llamar a la policía —dijo Adela.

—¿Cómo no se me habrá ocurrido antes? Tienes razón; debemos llamar inmediatamente a la policía —contestó Abelardo intentando darle a la situación un tono más despreocupado—. ¡Cuéntame! ¿Qué les decimos…? ¡Ah, claro! Eso es; les diremos la verdad. ¡Qué estupidez la mía! Diremos que nuestros perros están manchados de algo rojo, que a simple vista puede ser tomate o sangre de algún pobre gato entrometido. Les diremos que ésta no es la primera vez que se dan un festín con algún siamés despistado. Explicaremos que nuestro teléfono comunica, y que este detalle es algo muy preocupante porque jamás lo dejamos descolgado. Para añadir más dramatismo, les contaremos que nuestra ama de llaves está un poco sorda, y que acostumbra a tomar un baño antes de irse a dormir. Cariño, no entiendes que es estúpido. No podemos llamar a la policía. No debemos porque a simple vista no ha pasado nada. ¡Tranquilízate!

Adela no escuchaba. No podía controlar sus pensamientos. Su imaginación la desbordaba. Tenía la certeza de que algo horrible había sucedido. Abelardo descendió del coche y acarició a los perros que saltaban a su alrededor. Cuando sus manos tomaron contacto con el pelo de los animales comprobó que éste estaba impregnado de sangre. A pesar de la sensación de angustia que le produjo el reconocimiento de la sustancia y el contacto con ella, no lo exteriorizó. Intentó guardar las apariencias para evitar intranquilizar, más de lo que ya lo estaba, a su mujer. Sabiendo que Adela no le perdía de vista, se frotó las manos con despreocupación sin volver la cabeza. Subió despacio por las escaleras de madera del porche. Antes de abrir la puerta extrajo con los dedos índice y pulgar de su mano derecha un pañuelo de papel del bolsillo interior de su chaqueta y, con disimulo, como quien se limpia las manos después de un copioso almuerzo, se limpió los restos de sangre que aún tenía en las manos. La puerta estaba entreabierta. Abelardo entró en el vestíbulo y llamó al ama de llaves:

—¡Teresa! ¡Teresa! —gritó mientras caminaba en dirección a la cocina.

Teresa no respondió. Recorrió la planta baja. Todo estaba en orden. La radio sintonizada en el dial de música clásica al que el ama de llaves les tenía acostumbrados. En el salón, el candelabro judío tenía todas las velas encendidas y su luz iluminaba el pequeño espacio destinado para escuchar música. Más tranquilo, se dirigió a la cocina, mientras imaginaba a Teresa hablando por teléfono con alguna de sus amigas. Entró en el habitáculo con una amplia sonrisa. En la mesa había dos tazas de chocolate y una bandeja con pastas. Una de las tazas estaba vacía, la otra parecía no haber sido utilizada. Miró despreocupado alrededor y se dirigió al fregadero, donde se lavó las manos. Después cogió una de las pastas y se la comió. «Teresa ha tenido visita», pensó. Volvió a llamarla.

—¡Teresa! ¿Está usted ahí?

Miró hacia el dormitorio. La puerta estaba en uno de los frontales del office; la golpeó con los nudillos y esperó unos instantes. Nadie contestó, por lo que entró en la habitación. La cama estaba abierta. Todo indicaba que Teresa estaba acostada cuando algo la obligó a levantarse. El libro de cabecera que estaba leyendo permanecía junto a la almohada. Abelardo entró en el baño y miró detrás de la puerta del aseo, sonriendo al comprobar que la bata no estaba colgada en el perchero. Una vez más, respiró aliviado pensando que, sin duda, la mujer estaba en alguna de las estancias. Subió a la segunda planta. Recorrió todas las habitaciones buscando el supletorio que suponía descolgado, hasta que logró localizarlo. Entre el auricular y la clavija del teléfono del dormitorio principal estaba el lápiz negro con el que Adela se perfilaba el contorno de los ojos. Éste impedía que la conexión se cerrase. Levantó el aparato para comprobar si aún permanecía conectado, pero no había línea. Lo colgó. Todo parecía ser el producto de una cadena de casualidades.

«Tal vez —pensó— la sangre sea de algún gato. ¡Seguro! Seguro que es de otro gato de la urbanización. Acabaremos teniendo problemas. Si es así, Teresa estará en la casita. Espero que no sea la nueva mascota de los Ruiz. ¡Pobre Teresa!, con lo mal que lo pasó la última vez».

Salió de la casa y se dirigió al coche.

—Todo está en su sitio. He atado a los perros para que no te manchen. Creo que Teresa está en la casita de madera. Voy a buscarla.

Adela se bajó del coche. Sin soltar el teléfono móvil, sin quitarse el abrigo de piel, sosteniendo con su mano izquierda el chal de seda y en silencio se sentó en el pequeño sofá que había en la entrada. Mientras, el escritor bordeaba el jardín hasta llegar al camino que conducía a la casa de madera. Al comienzo del sendero observó que la superficie de las losetas que rodeaban la piscina estaba cubierta de las huellas que en su recorrido habían dejado los dos canes. Para no pisar sobre las manchas de sangre continuó andando por el césped. Después de sobrepasar el gran abeto que impedía la vista de la casita de madera, la luz del farolillo interior de la caseta le hizo sonreír. A medida que se aproximaba, el ruido de agua corriendo se volvió más perceptible. Cuando estaba a un metro de la entrada gritó:

—¡Teresa! ¿Está usted ahí?

Nadie le contestó. Siguió andando y entró con decisión. Al instante de traspasar el umbral, apoyó su mano derecha en el marco de la puerta, asiéndose a él con fuerza para atenuar el vértigo que sintió. Se tambaleó. Sin soltar el apoyo, giró la cabeza hacia afuera y comenzó a vomitar convulsivamente…

Teresa estaba, como Abelardo había supuesto, en el interior de la casita de madera. Su cuerpo reposaba inerte sobre el suelo de tarima. Tenía un corte en el cuello que le había producido una profusa hemorragia y le habían amputado los dedos de la mano derecha. Éstos habían sido expuestos de una forma macabra en la pared, frente a la entrada, formando la letra «I». Alrededor de las heridas no había manchas de sangre. En el suelo, junto al cadáver, se apreciaban los huecos donde se habían sentado los perros durante la agonía de la víctima, en lo que parecía un intento frustrado de auxiliarla. La sangre que le había salido del cuello había sido lamida por los animales, por lo que en su garganta no quedaba ni rastro de ella, a excepción de las salpicaduras que le produjo el corte momentos antes de caer al suelo. Dentro de la pila había unos guantes de goma negros, y sobre ellos caía el agua del grifo salpicando con fuerza la pequeña encimera.

Abelardo no volvió a mirar. Sacó un pañuelo de papel de su chaqueta y se limpió los labios. Abatido se dirigió hasta la piscina e introdujo las manos. Llenó las palmas con el agua verdosa y se mojó la frente intentando retomar la calma. Tras unos instantes comenzó a caminar hacia la casa. Adela permanecía tal como él la había dejado: inmóvil, con la mirada perdida en el horizonte del jardín empequeñecido por la densa niebla. Carmina Burana sonaba en el interior de la mansión. El escritor entró en el vestíbulo. Pálido, sin mediar palabra, se agachó. Cuando tuvo las rodillas apoyadas en el suelo, inclinó la cabeza y la apoyó como un chiquillo en el regazo de su mujer. La expresión de Adela no cambió; su mano soltó el chal que cayó con lentitud al suelo. Con la mirada perdida y en silencio acarició la cabeza de su marido.

—¡Tenía razón! ¡Dios mío! Abelardo, por favor, dime lo que ha pasado.

—Teresa está muerta. Ha sido asesinada.

—¡Dios mío! ¡Qué horror!

—¿Por qué dijiste, cuando entrábamos en casa, que esto te recordaba a algo?

Los ojos de Adela volvieron a perderse en el jardín.

—¿Por qué quieres saberlo? ¿Acaso hay algo más que te haya hecho pensar que estaba en lo cierto? Si es así, dímelo —exigió Adela.

—¿A qué te recordaban las condiciones en que hemos encontrado a los perros?

—Por desgracia, creo que a lo mismo que te recuerdan a ti. Al primer asesinato de tu última novela. ¿Cierto? —preguntó Adela mirando fijamente los ojos de Abelardo.

—¿Cómo lo supiste? ¿Cómo pudiste saberlo? —preguntó él con expresión de desconcierto.

—No lo sé. Vi la escena, la vi tal como la imaginé el día que leí tu obra. Todo era exacto. Pero… ¡por Dios!, dime que solamente ha sido una coincidencia. Dime que a pesar de la desgracia de la muerte de Teresa no hay nada más que agrave lo sucedido.

—Sí, creo que sí lo hay. Tiene los dedos de la mano derecha seccionados.

—¡Dios mío! ¡No puede ser! ¡Es imposible! —gritaba Adela tapándose los ojos con las manos.

—Y no es lo único. El asesino los ha clavado en la pared formando la letra…

Adela interrumpió a su marido.

—La ese.

—No. Es la letra «I». El asesino ha utilizado tres de sus dedos para hacerlo. Ha escrito la letra en un folio y lo ha clavado al lado de sus dedos. Imagino que con ello ha pretendido que no hubiese dudas al respecto. Es evidente que quería dejar claro el significado de una acción tan cruel. Desgraciadamente el que la letra no coincida no importa. Lo más preocupante es que todo lo demás es exacto. La escena que he presenciado es un calco de mi obra. Tenemos que llamar a la policía —pensó recordando la amenaza que había recibido días antes y de la que no le había hablado a nadie.

—No. Por el momento no podemos hacerlo. ¡Es una locura! Inmediatamente seríamos sospechosos de algo que no hemos hecho. ¿Sabes lo que supondría para ti que se te considerase sospechoso de un asesinato? ¡El fin de tu carrera!

—Lo sé, ¿cómo no voy a saberlo? Pero no entiendo lo que quieres decir. No hemos hecho nada. No tengo por qué ocultarme. Debemos dar a conocer la coincidencia, la exactitud de los hechos con los de mi obra. Nuestra información ayudaría a dar con el asesino.

—Lo que estás diciendo es más que una locura: es una irresponsabilidad. Confías demasiado en la justicia. Es cierto que la policía tendría una línea de investigación más clara y que los datos podrían acortar la búsqueda, pero no olvides que estás hablando de un texto que has escrito tú, un texto que se ha convertido en realidad, que ha sido utilizado para matar. Quizá las pesquisas policiales nunca lleguen a buen puerto, y mientras el asesinato se aclara, tú irás perdiéndolo todo. Mientras se busca al culpable, la gente comenzará a hacer hipótesis, y la gente no perdona. La mayoría de las veces no importa si el detenido es el culpable, el autor material de los hechos. La mayoría de las veces simplemente se quiere, se exige, un culpable, y si éste resulta ser alguien con una vida modélica, mejor. Si es un personaje público, perfecto. Así el drama da para más. Las especulaciones sobre los motivos son más amplias, los coloquios más extensos, los reportajes más retrospectivos, los medios de comunicación tienen material para más horas de audiencia. La muerte de la pobre Teresa pasaría inadvertida si hubiese sido la asistenta de cualquier persona sin relevancia pública. ¡Pero no nos engañemos! Era el ama de llaves del Premio Ediciones de este año. Su asesinato será portada en todos los periódicos. Será noticia en todos los informativos de mañana. Imagina, piensa por un momento en qué ocurriría si aparte de la carnaza que les ha dado el asesino al matar a la sirvienta de un personaje público recién galardonado, de un afamado escritor de suspense, la opinión pública se enterase de que el crimen es un plagio de tu obra. Piénsalo. Una entelequia convertida en realidad… ¡Sería el fin! Por otra parte, no dudes que la policía te situará en su primera línea de investigación. Lo hará en el mismo momento en que les digas que todo es un calco de tu obra; aunque no lo sepas, aunque no te lo comuniquen, estarás en su primer punto de mira.

—Es cierto —contestó Abelardo aturdido por las palabras de su mujer, sopesando que aquel asesinato se correspondiese con lo que él pensaba, algo que había jurado no desvelar nunca—. Tienes razón. Tenemos que buscar una solución.

—Por supuesto. Yo ya la tengo. No sé quién será el degenerado que ha asesinado a Teresa, pero está claro que si no damos a conocer la existencia de la novela sólo habrá dos líneas de investigación y nosotros estamos fuera de ellas. Pensarán que es una venganza o el acto de un depravado, de un psicópata. Algo que es evidente. Pero si no damos a conocer la existencia de tu texto, nuestra vinculación es cero. No hay que buscar ninguna solución. Al menos por el momento.

—No entiendo qué quieres decir.

—Quiero decir que las circunstancias en las que está envuelta la muerte de Teresa no dejan de ser una coincidencia, tal vez el asesino ni tan siquiera tenga constancia de la existencia de tu obra. Tu obra aún no existe porque nadie a excepción de nosotros conoce el texto.

—Nosotros y Carlos. No olvides que le he dado una copia.

—¡El registro!, ¡nos olvidábamos del registro! —contestó Adela horrorizada.

—No está registrada. Aún no lo he hecho.

—Es la primera vez que entregas una novela sin registrar. Es una suerte, una puerta abierta. Con ello se reducen las posibilidades de que se conozca su existencia. Respecto a Carlos, te dije que esperases para entregársela. Pero tú, como siempre, hiciste lo que te dio la gana. Debes pedírsela. Dile que has cambiado de opinión y que quieres rectificar algunos capítulos. Cuando la noticia salga a la luz nadie debe vincular tu obra con el crimen, y lo más importante, la policía no debe saber nada. Si alguien estableciese cualquier relación, si alguien advirtiera alguna coincidencia, sería el fin de tu carrera, el fin de nuestra vida. No te quepa duda de que serías el primer sospechoso.

Abelardo encendió un cigarrillo y lo acercó a los labios de su mujer. Después cogió otro para él y exhalando el humo pensativo dijo:

—Tienes razón. No podemos hacer nada por Teresa. Es una desgracia, pero no somos responsables. Es cierto que el conocimiento de la obra me colocaría entre los sospechosos. Triste pero cierto. Nadie sabe de su existencia, nadie excepto Carlos, y creo que eso es relativo, ya que no creo que haya abierto el sobre. Sin embargo, tu idea está descartada; no puedo llamarle y decirle que me devuelva la obra. Sé que le extrañaría, que le parecería muy raro. Además, le dije que no escribiría más novelas de intriga.

—¿Hiciste eso? —interrumpió indignada—. ¡Estás loco!

—Hablaremos más tarde de cómo recuperar el ejemplar. Encontraré alguna excusa más convincente, algo que no despierte su curiosidad.

—No creo que ahora se plantee nada. Pensará que vas a cambiar algo. Además, ya sabes que te considera un excéntrico. Debes llamarle cuanto antes. ¡Hazme caso! Tienes que pedirle la copia. No podemos arriesgarnos.

—¡Quizá tengas razón! Llamemos a la policía; llevamos demasiado tiempo en casa sin hacer nada —concluyó el escritor levantando el auricular del teléfono.