Madrid, Paseo de la Castellana.
Septiembre de 1997
Desde julio no llovía. La acumulación de partículas de monóxido de carbono en la atmósfera hacía que la luz del sol fuese tenue, apagada, tan carente de vida que su falta de brillo evocaba la luminiscencia de una bombilla de bajo consumo. El Paseo de la Castellana visto desde aquel ático se asemejaba a un gran hormiguero en el que los insectos eran de metal y ruedas de caucho. El ruido ensordecedor del tráfico era repelido hacia el exterior por los cristales de las regias ventanas del estudio que, clasistas, sólo dejaban entrar en el interior de la casa algún que otro rayo de sol que había conseguido escapar de la asquerosa contaminación.
Eran las nueve de la mañana cuando el camión de mudanzas llegó al ático. Abelardo Rueda daba un último vistazo al estudio que hacía ya cuatro años alquiló a través de una agencia inmobiliaria. Sus dedos acariciaban el marco de los ventanales, mientras sus pensamientos se perdían con el ir y venir constante y monótono de los vehículos que circulaban por la gran avenida. Aquel horizonte delimitado por los edificios que se asentaban como esfinges en todas las direcciones era la representación más exacta de la monotonía. Sin embargo, para él se había convertido en parte de su vida. Desde que la compra del chalé se llevó a cabo, supo que el día fatídico en el que tendría que abandonar su amado ático estaba cada vez más próximo. Durante los dos meses que precedieron a la firma del contrato de compraventa de la nueva residencia, deseó con ansia paranoica que aquel camión de mudanzas no llegase nunca a su destino. El escritor sentía que al abandonar aquel lugar su vida se vería sumergida en el abismo de lo desconocido. La sensación era equívoca y turbulenta, y le provocaba un desasosiego sólo comparable con el que causa el miedo a la muerte. La sapiencia del escritor estaba inspirada por la pluma inexistente del destino escrito, un destino que tras abandonar aquel lugar le llevaría a convertirse en el blanco perfecto de los deseos de un asesino.
Su género literario era la novela histórica, y en aquella pequeña residencia que se elevaba altiva sobre las calles y avenidas de Madrid, había creado diez obras magníficas. Sin embargo, con ellas sólo consiguió prestigio, un reconocimiento que carecía de la popularidad de un best seller y, en consecuencia, de los ingresos que ese tipo de literatura solía reportar al autor. La carestía económica fue el motivo por el que Adela, su mujer, un año antes, le sugirió la conveniencia de un cambio de tendencia en su carrera:
—No podemos seguir así. Debes hacer algo. Yo sólo puedo representarte. Es lo que he hecho toda mi vida desde que te conocí, y gracias a ello has llegado a publicar. Pero si esta situación persiste… he pensado en montar una agencia literaria —le dijo un año atrás.
—No sé hacer otra cosa, sólo escribir. Lo sabes, lo sabías cuando nos conocimos.
—No he dicho que dejes de escribir, ni tan siquiera lo he sugerido. Intento decirte, desde hace demasiado tiempo, que dejes la novela histórica. Tu último proyecto histórico sólo nos ha traído problemas. Tus crisis han sido casi insostenibles, no pienso permitir una nueva recaída. No quiero que vuelvas a tener que someterte a tratamiento psiquiátrico. No voy a consentirlo. Espero que toda la documentación sobre esa estúpida obra referente a El Monasterio de El Escorial desaparezca para siempre de tu vida, de nuestra vida. Debes, por tu salud, prescindir de ese tipo de investigaciones que sólo te traerán problemas. Además, tienes que reconocer que con ese tipo de literatura lo único que hemos hecho ha sido subsistir y recibir críticas de todos los estamentos religiosos. Podrías escribir algo más comercial. Algo que se pueda llevar a cualquier medio de difusión, que interese a un número mayor de personas. Estoy segura de que haciendo otro tipo de literatura tus obras estarían entre las más vendidas. Ello nos permitiría llevar una vida más cómoda, más desahogada. Tener nuestra propia casa.
—No sé a qué tipo de género te refieres. Soy catedrático de historia. Es de lo único que sé escribir con profesionalidad; me gusta lo que hago.
—Lo sé. Pero podrías escribir novela de intriga. El género de suspense te iría muy bien. En el medievo hubo personajes de oscuras intenciones, asesinatos, infidelidades… No tienes más que proponértelo. Bastaría con adaptar alguna de aquellas historias al siglo XX. Sería fantástico. Es más, sé que Carlos estaría encantado. Ayer hablé con él. Estuvimos comentando el auge literario que han alcanzado las historias sobre asesinos en serie. Nos tomamos la libertad de especular sobre una posible novela enclavada en la época medieval, donde los personajes tuviesen comportamientos psicópatas similares a los de ahora. Es una idea muy buena, ¿no crees?
Adela no le dijo a su marido que se había comprometido con el editor. Que había dado su palabra a Carlos de que su marido escribiría una gran novela de intriga. Abelardo se sintió presionado; sin embargo, entendió su postura. Ella se había pasado media vida luchando por su carrera. Había sido la artífice de que la primera obra de Abelardo llegase a la editorial de Carlos. El escritor debía demasiado a su esposa, así aceptó escribir aquella obra, aun sabiendo que iba en contra de sus principios, de su voluntad.
La novela fue número uno en ventas y, en menos de un año, convirtió a Abelardo Rueda en uno de los escritores más rentables del mercado literario. Lo mismo ocurrió con las dos obras que la precedieron y que formaban parte de la trilogía. El éxito alcanzado fue lo que les permitió abandonar aquel ático y comprar una casa ubicada en la sierra noroeste de Madrid. Sin embargo, a pesar del positivo vuelco que había dado su vida profesional, a pesar de haber sido reconocido por todos como uno de los escritores de suspense más leídos, él seguía incómodo ejerciendo su profesión dentro de aquel género literario.
—¡Abelardo! ¡Ven! Los de la mudanza están abajo —dijo Adela irrumpiendo con su llamada en los pensamientos del escritor.
Mientras oía el ruido de la cinta adhesiva, imaginaba cómo su mujer iba cerrando las últimas cajas. El miedo, aquel extraño presentimiento que le perseguía desde que publicó la primera obra de suspense, le paralizaba, por eso, el escritor aún no había embalado las copias de los manuscritos. En sus manos tenía la cuarta obra de intriga, y a su juicio, la mejor de todas. Estaba terminada. Después del traslado la registraría y se la entregaría a su editor. Leyó el título en silencio, Epitafio de un asesino, pensando que aquélla sería la última obra de aquel género literario que escribiría. Estaba convencido de que con los beneficios que su venta le iba a reportar tendría para vivir holgadamente y acabar la obra sobre El Monasterio de El Escorial, lo único que en realidad pretendía.
—Abelardo, los de la mudanza están aquí. ¿Qué es lo que te pasa? Estás otra vez con la mirada perdida. ¡Hazme un favor y sé más positivo! No tiene por qué pasar nada. Todo va a ir bien. Sé optimista, ¿de acuerdo? Vamos, deja esa pipa en la caja, tengo que acabar de cerrarla. No querrás que alguno de los transportistas eche un vistazo y vea tu valiosa colección. Recuerda lo que siempre decía tu padre… ¡Ojos que no ven, tentación que te evitas!
—Tienes razón —contestó el escritor mientras depositaba un puñado de folios y varios manuscritos en una de las cajas.
Adela se inclinó poniéndose a su altura. Sus hermosos ojos negros se clavaron en los labios del escritor.
—¡Te quiero, Abelardo! No puedo evitarlo —le dijo acariciando sus mejillas.
Él sonrió y desviando la mirada dejó, una vez más, que los recuerdos calmaran la extraña sensación de inseguridad que sentía. Adela cogió la cinta de embalar y cerró la caja con un movimiento rápido y preciso.
—Se acabó, querido. Cuando quieras nos vamos. Teresa tiene todas las instrucciones. En el momento que acaben de cargar, nos llamarán al teléfono móvil.
—Bien. Cuanto antes salgamos mejor. No creo que soporte ver cómo vacían las habitaciones. Pero no creas que la sensación que tengo se me pasará. Es más, creo que se está acentuando. Me planteo si puedo ser víctima de una paranoia. Si no es así, estoy seguro de que cuando dejemos esta casa algo nos sucederá. Tal vez no pueda volver a escribir. ¿Sabes…?, este ático está tan impregnado de mí como yo lo estoy de él. Tengo la convicción de que uno sin el otro no somos nada; es como si en sus paredes estuviese atrapado el futuro, el futuro que en realidad había escrito para nosotros. Creo que este traslado cambiará nuestro destino.
—¡Abelardo, te lo suplico! Olvídate de todo, déjalo estar. No pasará nada. Es de estúpidos. Sería de estúpidos no vivir mejor cuando nuestras condiciones económicas nos lo permiten. No tiene por qué pasar nada, créeme. Lo único real es tu miedo, un temor que está justificado por tu situación privilegiada, un temor que siente mucha gente cuando las cosas comienzan a irles bien. Cuando estemos instalados, tu miedo desaparecerá como han desaparecido nuestros problemas económicos.
Adela salió del piso sin volver la cabeza ni prestar atención a la entrada del personal de la empresa de mudanzas. Él se quedó rezagado, paseando sus pensamientos por los recovecos de cada una de las habitaciones. Se paró frente a la entrada del estudio y miró el rodapié de madera, arqueado por los cambios de temperatura y el paso del tiempo, rememorando aquellos instantes de vacío en los que las ideas dejaban de precipitarse, en los que las historias se paraban bruscamente y los personajes de sus obras enmudecían. Recordó cómo colocaba entre el rodapié y la pared los folios, uno tras otro, como cuadros a la espera de un comprador, para después tumbarse sobre el parqué sin pulir y contemplar ensimismado el enjambre de palabras. Así, amparado como un torero antes de la corrida por sus santos, él se dejaba llevar por el negro de la tinta y los espacios en blanco del papel le sugerían cómo debía continuar la historia. Tras unos minutos, la voz de Adela llamándole desde el interior del ascensor le obligó a salir precipitadamente del apartamento.
Teresa corría de un lado a otro llevada por una hiperactividad inusual. A las cinco de la tarde uno de los mozos bajaba los dos últimos paquetes. Cuando el muchacho se disponía a cerrar el ascensor, la voz del ama de llaves se oyó imperativa desde el interior del piso:
—¡Oiga, oiga! Se dejan ustedes las dos cajas del señor. Estamos aviados. Si se quedan aquí sus pipas, al señor le da un desmayo.
—¿Dónde están las cajas? —preguntó el joven desde el ascensor.
—En el último cuarto, al lado del armario. Le dejo la puerta abierta mientras yo voy a entregarle las llaves a Genaro, el portero; él se encargará de cerrar.
—En cuanto deje esto en el camión subo a por ellas. ¡Muchas gracias, señora!
Minutos después, aprovechando la ausencia de Teresa, el mozo subió al estudio y antes de recoger las cajas rajó la cinta de embalar de una de ellas. Al ver la colección de pipas talladas en marfil, las sacó y fue introduciéndolas en una bolsa pequeña de tela. Después cogió varios manuscritos. Tras un breve vistazo los depositó en el suelo cerca del armario. Miró el contenido de la otra caja y no encontrándolo de su interés la cerró. Se metió en el mono la bolsa donde había depositado las pipas y enganchó el cordón que la fruncía a la cintura de sus calzoncillos. Al salir se despidió del portero:
—¿Ya han acabado? —preguntó Genaro.
—Sí, señor. Ya está todo.
—¡Perdone! Teresa me dijo que quedaban dos cajas por bajar. Usted sólo lleva una. ¿No se dejará nada arriba?
—No señor, llevo las dos. Mire, llevo una sobre la otra —contestó el muchacho señalando la caja superior.
—Cada día veo peor… Hay que ver la fuerza que tienen ustedes. Yo no sería capaz ni de coger una. Claro que ahora ando un poco cascado. En mi juventud era un buen mozo, bueno y bien mandao. Pues nada, joven, ¡vaya usted con Dios!