Real Monasterio de El Escorial.
Julio de 1997
El prior caminaba apresurado por los pasillos; a su lado uno de los cofrades se persignaba reiteradamente, repitiendo una jaculatoria inaudible pero perceptible por el movimiento constante de sus labios.
—No debimos dejarlo solo. ¡Dios nos perdone por ello! Con su muerte se han desvanecido las esperanzas y será casi imposible saber en manos de quién está. Tendremos que pedir ayuda a su hermano, ese vaquero ateo y ambicioso. Nos costará muy caro hacer que todo parezca lo que no es. ¡Dios nos perdone! Debemos intentar recuperarlo íntegro. Nunca debió salir de aquí. Hemos cometido un error incalificable que de seguro sólo traerá infortunios al mundo y a la cofradía.
—Hermano —dijo el otro monje—, sería conveniente no perder de vista al escritor. Quizá él sepa algo de todo esto. Creo que se vieron hace unos días.
—Estoy seguro de que él no tiene nada que ver. Sé los libros que utilizaba para su investigación y no guardan ninguna relación. Sólo estaba interesado en lo concerniente a la colección de herméticos de Juan de Herrera. Si en realidad supiese algo iría muy desencaminado. No, no lo creo. De seguro que hablaron de lo de siempre, todos preguntan por lo mismo; exclusivamente se interesan por los libros que no figuran en los registros. Creo que el hermano Jonás dijo la verdad. Sólo hay un hombre implicado y lo quiere para su uso personal, no para darlo a conocer al resto del mundo. Eso, aunque parezca menos peligroso, es lo preocupante. Es más difícil dar con una persona que con una comunidad. Nos costará mucho más encontrarlo. Para mayor inri, según confesó el hermano Jonás, ¡que Dios lo tenga en su gloria! —dijo parándose en seco y mirando hacia arriba—, no pertenece a ninguna religión. Es ateo. Su custodia es lo único que me preocupa, lo único. Da igual qué religión la profese, lo importante es que siga oculto. Nadie debe saber que existe. Nadie. Aún no estamos preparados para ello.
—Quizá sea la voluntad de Dios. Tal vez estemos equivocados y debamos darlo a conocer —dijo el agustino temeroso, mirando de soslayo al prior.
—¡No blasfeme! Eso es una auténtica blasfemia. El Altísimo nos lo encomendó, ¡cómo va a querer que lo dejemos en las manos de cualquiera! Le ordeno que pida perdón a Dios por lo que ha pensado y dicho.
El eclesiástico inclinó la cabeza y siguió andando en silencio.
—¿Dónde está? —preguntó el prior frente a la celda.
—Ahí —respondió señalando el interior otro de los frailes.
—¡Dios mío! Hay que ponerse en contacto con su hermano inmediatamente.
Debemos hablar con él antes que con la policía. Debe saber en las condiciones que se encuentra el cuerpo. Sólo cuando conozcamos si está dispuesto a prestarnos ayuda, sabremos qué decisión tomar. Dios nos asista…