A lo largo del invierno de 1944, Joseph rezó varias veces al día en la sala de estar de su casa, arrodillado sobre el terciopelo rojo del reclinatorio situado bajo el retrato del santo, haciendo caso omiso de la campanilla de la tienda debajo y dejando casi todo el negocio en manos de su mujer. Lo hizo a sugerencia de Catherine, pues Joseph había estado hospitalizado después de las vacaciones de Navidad por culpa de una apendicitis, y tras regresar al trabajo comenzó a mostrarse tan insólitamente brusco con los clientes que comprendió que lo mejor para el negocio era que se ausentara de la tienda. Ahora un alto porcentaje de la clientela eran soldados americanos de permiso, jóvenes que exigían un servicio rápido, y que a menudo insistían en que les plancharan el uniforme o les cosieran sus galones recién obtenidos mientras esperaban; y entre esos clientes, muchos de los cuales habían regresado de su campaña triunfal en Sicilia e Italia, Joseph no siempre podía ocultar la humillación y la lealtad dividida que sentía como agente doble emocional.
Consciente de su deber, había asistido al servicio conmemorativo de la primera víctima de guerra de la ciudad —el teniente Edgar Ferguson, el hijo de un cliente que había muerto en Italia (Joseph apenas había vacilado un momento antes de acercarse a la familia de la víctima para expresar sus condolencias)—, y participaba puntualmente en sus tareas diarias patrullando el paseo marítimo, vigilando la aparición de submarinos alemanes con sus compañeros rotarios, hasta que su hospitalización interrumpió su cometido; pero desde que salió del hospital, a principios de febrero de 1944, había intentado aislarse de sus amigos y colegas de aquella isla que se iba haciendo cada vez más jingoísta a medida que parecía acercarse el final de la guerra y la victoria de los aliados se consideraba inevitable. Había dejado de ir a almorzar a su habitual restaurante de la esquina, cerca de la tienda, porque estaba harto de oír hablar de la guerra en la barra, y cansado de escuchar en la máquina de discos melodías como «Alaba al Señor y pasa la Munición». Había dejado de asistir a la misa de las diez y cuarto de los domingos por la mañana, que había cambiado por una más temprana, a las siete, menos concurrida y quince minutos más breve; no había sermón —ahora casi todos eran patrióticos—, ni las oraciones públicas del sacerdote, que limitaba su bendición solo a las tropas aliadas.
Joseph seguía manteniéndose al día de las noticias de la guerra en la prensa diaria, pero compraba los periódicos en un quiosco que quedaba fuera del distrito comercial, un trayecto de seis manzanas que sustituía al breve paseo hasta el estanco de la esquina, porque quería evitar que los comerciantes del barrio y demás conocidos que deambulaban por allí pudieran embarcarle en sus discusiones acerca de la guerra en Italia. La última vez que había paseado por esa zona, durante el verano, antes de su enfermedad, Mussolini dominaba los titulares (el rey de Italia acababa de encarcelarlo), y mientras Joseph salía con sus periódicos bajo el brazo, oyó una voz conocida que lo llamó desde el fondo de la tienda:
—Eh, Joe, ¿qué pasará ahora con tu amigo?
Joseph miró iracundo a los hombres reunidos junto al puesto de refrescos, y divisó a la persona que había formulado la pregunta: un hombre delgado y ya mayor llamado Pat Malloy, que llevaba una camisa blanca y una pajarita, y que durante años había trabajado tras la barra del restaurante de la esquina.
—¡No es amigo mío! —había gritado Joseph, sintiendo cómo se le acumulaba la cólera al salir a la calle y subir rápidamente la avenida con los periódicos doblados hacia dentro para que no se vieran los titulares y las fotografías del dictador carrilludo al que acababan de recluir.
Joseph procuraba evitar la mirada de los soldados y marineros que veía pasear, aunque era más difícil evitar las banderas americanas que ondeaban al otro lado de la acera, delante de todas las tiendas de Asbury Avenue, incluida la suya; y por las noches era imposible olvidarse de la guerra: la ciudad quedaba completamente a oscuras: todas las farolas estaban pintadas de negro; las persianas bajadas y las cortinas corridas ocultaban las habitaciones iluminadas dentro de las casas; y pocas personas iban en coche cuando había oscurecido, no solo por la escasez de gasolina, sino también porque el hecho de que hubiera que ir con los faros pintados de negro provocaba accidentes de automóvil y colisiones con los peatones y los perros vagabundos.
Aunque ningún submarino alemán había atacado la zona desde que un buque cisterna americano fue torpedeado a unos quince kilómetros al sur de Ocean City un año antes, el continuo apagón nocturno de la isla había causado nuevos problemas: pandillas de matones procedentes de la península saqueaban con regularidad las casas de veraneo vacías durante los meses de invierno; también existía un floreciente comercio de coches robados, pues había abundancia de vehículos aparcados donde elegir durante las horas nocturnas, cuando resultaba más difícil conducir un coche que robarlo.
Joseph cada noche cerraba sus furgonetas de la tintorería en un garaje, y encadenaba el parachoques de su Buick de 1941 a una pared de piedra del solar que había detrás de su tienda. Antes de coger el coche a menudo tenía que romper con un martillo el hielo del candado, pero aceptaba esas demoras como gajes de la guerra y el apagón nocturno, un apagón que, en su caso, se extendía mucho más allá de los límites de su isla. Hacía muchos meses que no podía comunicarse con su familia de Italia, y tampoco con su primo en París. La última carta de Antonio, recibida en la primavera de 1943, antes de que los aliados hubieran atacado Sicilia, describía cómo sus parientes de Maida mantenían el ánimo, pero que temían lo peor, y añadía que se rumoreaba que el marido de la hermana de Joseph, el prisionero de guerra (capturado por los británicos en el norte de África), podía haber muerto de un disparo mientras intentaba escapar; en cualquier caso, no había ningún comunicado oficial de su paradero. Tampoco estaba claro si el hermano de Joseph, Domenico, estaba vivo o muerto; llevaba más de un año sin tener noticias de él. Antonio le había informado de que Domenico posiblemente se encontraba en una división de infantería italiana bajo mando alemán cerca del frente ruso —había recibido información de un contacto en el Ministerio de Asuntos Exteriores italiano—, pero le había recalcado a Joseph que el informe no tenía ningún fundamento. Desde la llegada de la última carta de Antonio, había comenzado la invasión aliada del sur de Italia; Mussolini había sido rescatado de la cárcel por los alemanes y ahora era un títere de Hitler; y Joseph intentaba recuperarse en aquella isla donde había vivido perfectamente integrado durante casi veintidós años, pero en la que ahora se sentía más aislado que nunca.
Aunque ese retraimiento era voluntario, pues no había sido provocado por ningún flagrante desaire personal ni por ninguna expresión de ostracismo hacia su negocio, Joseph se sentía impotente a la hora de librarse de ese distanciamiento y de esa hostilidad que a menudo estallaban en su interior después de comentarios como el de Pat Malloy. Cabía la posibilidad de que el comentario de Malloy al referirse a Mussolini como su «amigo» no hubiera tenido más trascendencia, y se hubiera expresado sin mala intención. Después de todo, Joseph era el residente nacido en Italia más importante del pueblo, el que había pronunciado conferencias sobre la historia y la política de Italia ante miembros de la comunidad de la isla y la península; en la voz de Pat Malloy tampoco había asomado ningún tono desdeñoso, por no hablar de la cordial informalidad que siempre había mostrado hacia Joseph en el restaurante. Además, que te relacionaran con Mussolini en Ocean City no era nada necesariamente insultante, pues las políticas antisindicalistas y de acoso a los comunistas del Duce habían sido populares durante mucho tiempo entre los acérrimos republicanos que gobernaban la isla; e incluso en años recientes, cuando los regímenes nazi-fascistas cerraron filas, en los Estados Unidos a Mussolini se le identificaba como un personaje menos odioso y cruel que Hitler.
Sin embargo, durante el invierno, Joseph habitó un estado de exilio, a la deriva entre las corrientes de dos naciones en guerra; leía el periódico durante el desayuno hasta casi las diez; sus hijos ya se habían ido a la escuela y su mujer había bajado a la tienda; a continuación, descendía por la escalera lateral del edificio y salía por la puerta de atrás, cubierto por un abrigo, su homburgo y una gruesa bufanda de lana en torno al cuello, tras lo cual cruzaba el solar hasta las vías del tren, para después atravesar el gueto negro hacia la bahía, en dirección opuesta al océano y a sus amigos y conocidos que buscaban submarinos con binoculares y que ahora formaban una fila, los pies apoyados en la barandilla inferior del paseo marítimo y los ojos entrecerrados en dirección al mar. Durante los meses de invierno, el barrio que daba a la bahía era el más desolado de la población; algunos negros paseaban por las calles flanqueadas de bungalós y casuchas, y por los campos poblados de maleza y de piezas de coches oxidadas y demás escombros; pero por allí no había más señal de humanidad, exceptuando los motoristas que conducían por Bay Avenue, y los trabajadores blancos que a veces rascaban el fondo de algún bote o un balandro tumbado boca arriba en el varadero, y reparaban los embarcaderos que había delante del club náutico, ahora vacío. Apenas se veían gaviotas en la bahía, donde las posibilidades de encontrar comida no se podían comparar con las que ofrecía el océano; y durante esas excursiones Joseph nunca se encontraba a alguien a quien conociera lo bastante como para sentirse obligado a pararse y hablar, ni a explicar por qué se había ido a pasear solo por las irregulares aceras de cemento y los campos helados de ese barrio negro y desolado. Su médico no le había sugerido que los paseos diarios fueran beneficiosos para recuperar la salud, aunque esa era la excusa que Joseph había puesto ante sus empleados para explicar sus idas y venidas de la tienda; y también era la excusa que su mujer ponía ante los clientes regulares que preguntaban por qué Joseph casi nunca estaba en la tienda; le veían a menudo cuando pasaban en coche por Bay Avenue. Joseph tenía absoluta confianza en la habilidad de Catherine para conseguir que todo lo que él hacía pareciera plausible y correcto, y mientras tanto ella llevaba el negocio sin él. La ayudaba su dependienta, y el viejo sastre jubilado de Filadelfia, que ahora trabajaba seis días a la semana en la isla; también contaba con el apoyo del responsable Mister Bossum, el diácono y contrabandista de licores negro que supervisaba la planta de lavado en seco y se encargaba de la puntualidad de los planchadores irresponsables, sobre todo ese que todos llamaban Jet, el exmúsico de jazz de pies planos y afectado de forúnculos que incluso en los días de nieve llegaba a trabajar calzado con sandalias y vistiendo camisas hawaianas de seda de manga corta.
Cada mañana Joseph pasaba cerca de la pensión de Jet camino de la bahía, y a veces sentía la tentación de pararse y ver si Jet ya se había ido a trabajar; pero Joseph se resistía, pues tenía preocupaciones más acuciantes. Durante esos paseos casi siempre pensaba en su madre, aunque más que rezar por ella se descubría reprendiéndola. Joseph se repetía una y otra vez que si hubiera seguido a su marido a América, ahora toda la familia estaría mejor. Vivirían con Joseph, o cerca de él, en algún lugar de los Estados Unidos, y le ahorraría su actual inquietud por el bienestar de ellos, y la obsesiva idea de que de algún modo los había abandonado. Creía que solo con que pudiera confirmar que su madre y el resto de la familia estaban vivos, que las tropas aliadas no habían combatido en Maida ni destruido el pueblo, ya no sería ese hombre recluido e irascible en que se había convertido.
Pero las noticias de la guerra procedentes del sur de Italia eran escasas y nada concluyentes por lo que se refería a Maida. Por los periódicos de Filadelfia y de Atlantic City que compraba cada mañana, y The New York Times, que recibía cada tarde por correo, a veces con dos días de retraso, lo único que sabía era que los aliados estaban haciendo retroceder a los alemanes en varios emplazamientos de las inmediaciones de Nápoles, pero Maida era demasiado pequeña o demasiado insignificante militarmente para merecer ninguna mención en las noticias; y cualquier daño que allí hubiera ocurrido, o estuviera ocurriendo, quedaba para la imaginación cada vez más sombría de Joseph.
Cuando regresaba de su paseo, a mediodía, si no antes, abría la puerta de atrás de la cara norte del edificio y subía al apartamento por la escalera interior sin que nadie de la tienda lo viera. A continuación, apretaba el timbre de la pared que había cerca de la puerta de la sala de estar, para indicarle a su mujer, que estaba en su escritorio de abajo, que ya había vuelto; y generalmente, a los pocos segundos ella respondía a su mensaje apretando su timbre, dos veces si quería que cogiera la extensión del teléfono para comentar algo que, en su opinión, él debería saber antes de que ella cerrara la tienda, a las cinco y media, y subiera a cenar. Solo en raras ocasiones Catherine apretaba el timbre dos veces, pues pocas cosas había en el negocio que no pudiera manejar al menos tan bien como él, un hecho del que ambos eran conscientes, pero que tampoco comentaban. Catherine se mostraba muy sensible a los estados de ánimo de Joseph y a su vulnerabilidad, sobre todo en ese momento de la guerra, y después de su enfermedad. Tras haber vivido bajo el mismo techo prácticamente cada hora durante sus casi quince años de matrimonio, con la salvedad de las dos semanas que Joseph había pasado en el hospital, ella creía conocer los puntos fuertes y débiles de Joseph, y su rutina diaria, quizá mejor de lo que conocía los suyos propios. Catherine sabía que cuando regresaba de su paseo por la bahía, lo primero que hacía era colgar el abrigo y el sombrero en el armario del dormitorio que había en la parte de atrás del apartamento, y luego recorrer el pasillo hasta la sala de estar para arrodillarse un momento en el reclinatorio. A continuación, almorzaba rápidamente en la cocina, invariablemente una tortilla francesa con pan crujiente sin mantequilla, y una taza de café recalentado que había sobrado del desayuno. Durante el día comía poco y prefería hacerlo solo. Lavaba y secaba los platos, pero nunca los recogía, una tarea que dejaba a su hija, Marian, cuando esta volvía del colegio.
Catherine no salía de la tienda a la hora de comer; la dependienta, que almorzaba en la cafetería de la esquina, le traía un batido de leche. Si a mediodía había pocos clientes, como ocurría casi siempre en invierno, Catherine oía a su marido recorrer el pasillo después del almuerzo hasta la consola de la radio Stromberg-Carlson que había en la otra punta de la sala, cerca de su colección de discos. Por entonces ella ya había apagado las dos luces de neón de la fachada de la tienda, que provocaban casi toda la electricidad estática de la radio; y si ella no le oía dar vueltas por la sala mientras escuchaba las noticias de la guerra, asumía que Joseph estaba sentado en la descolorida butaca de terciopelo junto al aparato, inclinado hacia delante mientras daba vueltas a sus gafas de montura de acero. Generalmente cambiaba de emisora cada tres o cuatro minutos, haciendo girar lenta y cautelosamente el gran dial marrón de amianto como si temiera lo que pudiera decirle la siguiente emisora. Por las noches, Catherine a menudo observaba la intensidad con que Joseph escuchaba las noticias; esperaba cada boletín del frente con la cara tan pegada a la radio que su enternecedora expresión variaba de color a medida que el «ojo» verde del receptor parpadeaba con el cambio de frecuencia. A esa hora los niños ya dormían, pues esas crónicas nocturnas solían emitirse después de medianoche; la propia Catherine acostumbraba a retirarse poco después de cerrar las puertas de los dormitorios de los niños, tras haberlos ayudado con los deberes. Pero en la cama permanecía despierta durante horas, inquieta, no por el susurro de la radio, que seguía absorbiendo la atención de su marido en la sala, ni por la luz rosada de la lámpara del pasillo que se reflejaba a casi quince metros, en el techo, sobre la mampara de cristal por un lado, en forma de L y de tres metros de alto, que ocultaba el dormitorio conyugal. Lo que le molestaba eran los pasos de su marido por la sala después de haber apagado la radio, pasos que continuaban a veces hasta el amanecer, y solo terminaban cuando se quedaba dormido en el sofá, totalmente vestido. Por la mañana, procurando no despertarlo, Catherine con un susurro despertaba a los niños para ir al colegio; pero él siempre se levantaba antes de que hubieran terminado de desayunar, y antes de afeitarse entraba en la cocina con su traje arrugado para saludar muy serio a los niños y a continuación dirigirse con más dulzura a su mujer, hablando generalmente en italiano para que los niños no los entendieran.
Menos cuando los castigaba, aquel difícil invierno Joseph prestó una mínima atención a sus hijos. Cada uno de ellos tenía asignadas unas tareas diarias, tanto en el apartamento como en la tienda. Incluso cuando las tareas se llevaban a cabo con puntualidad y competencia, Joseph encontraba algo que criticar. Sus quejas se expresaban con el mismo tono autoritario tanto si se dirigía a Marian, de ocho años, como a Gay, de doce. De los dos, solo Marian era lo bastante atrevida como para defenderse de sus acusaciones; solo ella tenía valor para desafiarlo. Aunque Marian llevaba de buena gana la lista de la compra de su madre a la tienda de comestibles del barrio, donde le cargaban el importe en su cuenta —de hecho, se trataba de un acuerdo de trueque que se remontaba a los años de la Depresión, cuando su padre y el tendero comenzaron a intercambiar bienes y servicios, compensando la diferencia con regalos en Navidad después de haber pasado cuentas anualmente—, Marian se mostraba mucho menos cooperativa en la tienda de sus padres. Quitaba el polvo de las vitrinas de manera descuidada, barría el suelo de los probadores a regañadientes, cuando lo hacía, y reaccionaba a las reprimendas de su padre a veces tirando la escoba o el recogedor al suelo y saliendo de la tienda hecha una furia, sin hacer caso de las amenazas de castigo de su padre.
—Eres más terca que mi madre —le gritó en una ocasión a Marian, a la que había llamado así en honor de su madre, aunque físicamente ella tiraba mucho más hacia el lado de su mujer.
Marian tenía la tez clara de su madre y el pelo rojo del padre de su madre, Rosso. No parecía hermana de ese muchacho de pelo oscuro y tez olivácea, el cual, aunque más tratable y menos desafiante que ella, era más hábil a la hora de ocultarse de la vigilancia de su padre. Solo durante la enfermedad de Joseph y el autoimpuesto exilio de este de la tienda, entraba Gay en ella sin sentirse tenso y aprehensivo, y después de la escuela regresaba sin temor a llegar tarde, pues su madre no era una maniática de la puntualidad; y así, en el invierno de 1944, comenzó a llegar más tarde a casa cada día, parándose primero en la panadería Russell de Asbury Avenue, donde un amigo, el nieto del panadero, le llevaba unos cuantos palos de nata al callejón que se convertían en una merienda deliciosa y consumida rápidamente, y luego jugaban unos minutos a tirarse la pelota de goma que Gay llevaba siempre en la cartera.
Más tarde, en la sala de planchado, después de entregarle a Jet y al otro planchador, Al, perchas con guardas suficientes para satisfacer sus necesidades durante al menos media hora, Gay tenía la opción de salir por la puerta de atrás a través del vapor producido por los planchadores, y practicar el lanzamiento en el solar que había detrás de la tienda, arrojando la pelota de goma contra el muro de ladrillo del anexo de la ferretería vecina, y a veces dejándola rebotar contra el techo del Buick encadenado de su padre antes de atraparla. Sabía que su padre pasaba las tardes en el apartamento, de rodillas, o sentado en la sala de estar escuchando óperas o noticiarios, por lo que se quedó estupefacto cuando una tarde oyó que a los golpes de su pelota se superponían los imperiosos golpes de los nudillos de su padre contra la ventana de atrás que daba al solar.
Gay regresó corriendo a la seguridad del vapor de los planchadores y rápidamente reanudó la tarea de añadir las guardas a los colgadores; también tenía que lijar y enderezar las perchas oxidadas y torcidas que los clientes habían entregado en respuesta al anuncio de la tienda, que prometía pagar medio penique por cada colgador de alambre, escasos ahora por la enorme demanda de metal del ejército. Mientras trabajaba, temía la aparición de su padre y algún castigo que pudiera llegar con cierto retraso. En las últimas semanas, tras los exámenes de mitad de trimestre había llevado varios suspensos en su boletín de notas; y su padre le había advertido repetidamente que dejara de construir sus preciadas maquetas de aviones, pues el pegamento que se utilizaba para unir las partes provocaba un olor hipnótico y posiblemente tóxico en todo el apartamento. Además, su padre había añadido que el pegamento probablemente era la causa de que su hijo se pasara el día embobado y le costara tanto aprobar, y de una escasez de conocimientos que la madre superiora, en términos más amables, había observado al pie del boletín recibido recientemente.
Gay trabajaba en los colgadores lleno de angustia, todavía esperando la llegada de su padre en el taller, y sabiendo que ni Mister Bossum, ni Jet, ni Al, el viejo sastre, podrían protegerle. Pero los minutos siguieron pasando en el reloj de esfera empañada que colgaba en la pared del taller, y él continuaba lijando un colgador tras otro sin interrupción, y perdió la noción del tiempo hasta que vio delante de él los zapatos de tacón alto de su madre y oyó su consoladora voz sugiriendo que estaba trabajando demasiado. Además, era hora de cerrar, dijo, mientras le tendía una mano para ayudarlo a levantarse de su posición agachada.
A Gay le sorprendió comprobar que el sastre y los planchadores ya se habían marchado; ahora solo le llegaba el leve crepitar de las válvulas de las máquinas. Marian también esperaba con un pequeño paquete de comestibles en la bolsa de lona que su madre le había confeccionado debido a la escasez de papel. Gay subió la escalera interior detrás de su madre y su hermana, y a continuación entró en la sala y vio a su padre sentado cerca de la radio, de espaldas, inclinado hacia delante con la cabeza entre las manos. La radio estaba apagada. Pudo oír a su padre llorando en voz baja.
Su hermana, que al parecer no se había dado cuenta, se dirigió hacia la cocina con la compra. Gay la siguió. Catherine se apresuró hacia su marido y le colocó una mano en el hombro. Durante varios minutos se les oyó hablar italiano en voz baja. A continuación, Catherine volvió a la cocina para preparar la cena de los niños; les explicó que su padre se sentía peor de lo habitual, y añadió que cuando acabaran de cenar se dirigieran a sus habitaciones y cerraran la puerta, y que, siempre y cuando no subieran mucho el volumen, podían escuchar la radio que cada uno tenía en su habitación. No había deberes. Era viernes por la noche. Les esperaba un día de ocio, el siempre bienvenido sábado sin autobús escolar y sin tareas en la tienda hasta pasadas las diez de la mañana.
Joseph pasó la noche del viernes en el sofá, después de haber tocado apenas la cena que Catherine, sobre una bandeja, le había dejado en la mesa baja. Ella le hizo compañía hasta medianoche, y siguieron hablando italiano. Solo se oyó hablar inglés cuando Catherine fue a advertirle a Marian que tenía la radio demasiado alta, y le recordó que debía apagar pronto la lamparilla porque a la mañana siguiente la recogerían los padres de una de sus compañeras de clase, con la cual asistiría a una fiesta de cumpleaños en la península.
El sábado por la mañana, después de las nueve, cuando Gay se levantó, vio que su hermana ya se había marchado. La puerta de su cuarto se encontraba abierta, y su cama sin hacer. La puerta del dormitorio de sus padres estaba cerrada, como siempre, pero sabía que su madre se encontraba abajo, abriendo la tienda, pues los sábados había mucha clientela. Oía la campanilla cuando un cliente abría y cerraba la puerta principal de la tienda, que daba a Asbury Avenue. Era un sonido que relacionaba con los sábados, y que siempre encontraba tranquilizador, señal de la estabilidad económica de su familia. En la cocina, mientras se servía un poco de zumo de naranja, se fijó en que sobre la mesa había unos periódicos que no había visto la noche anterior. Regresó a la parte delantera del apartamento y no vio rastro de su padre. Le pareció raro estar solo en la casa, y el poder caminar libre y a solas, sin tener que responder ante nadie, le provocó una euforia incomparable. Al acercarse al mueble de la radio, se fijó en que su exterior de caoba, generalmente reluciente, mostraba manchas de dedos. A continuación, vio el albornoz de su padre tirado en el suelo, detrás del sofá, y el cenicero lleno de colillas, y que algunas páginas del periódico, arrugadas y arrojadas a un rincón, habían acabado cerca del piano. Puesto que su padre siempre había sido el paladín del orden y la pulcritud, Gay ni siquiera se aventuró a imaginar qué le había impulsado a romper esa norma.
De nuevo en la cocina, sentado ante un cuenco de cereales sin leche que su madre le había dejado, observó los titulares y fotografías de las primeras páginas de los diarios. Uno era un periódico en italiano que naturalmente no pudo leer; otro era The New York Times, que se negaba a leer porque no tenía tiras cómicas. Pero aquel día le atrajeron las primeras páginas de esos y otros periódicos, porque casi todos ellos mostraban fotografías de la devastación producida por recientes ataques aéreos: salía humo de un gran edificio situado sobre una colina italiana que los bombarderos americanos habían atacado y destruido completamente. Los titulares identificaban las ruinas como la abadía de Montecasino, situada en el sur de Italia, al noroeste de Nápoles. Los artículos afirmaban que la abadía era muy antigua, que se remontaba al siglo VI. Señalaban que había sido una cuna del saber durante la Edad Media, un centro erudito de los monjes benedictinos, que lo habían ocupado durante catorce siglos; se ubicaba en la cúspide de una colina que los soldados nazis habían tomado durante el invierno de 1943-1944. En el ataque del 15 de febrero de 1944 habían participado más de ciento cuarenta de los bombarderos de más capacidad de los Estados Unidos, las Fortalezas Volantes B-17; estos, junto con otros bombarderos de tamaño medio que los seguían, soltaron casi seiscientas toneladas de bombas sobre la abadía y sus alrededores. Era la primera vez que los aliados convertían un edificio religioso en objetivo militar.
Después de desayunar, mientras se lavaba los dientes en el cuarto de baño, vestido y a punto de bajar a la tienda, Gay oyó unos extraños ruidos en el apartamento, unos golpes en las paredes y una colérica voz masculina soltando palabrotas. Cuando abrió la puerta, vio a su padre, con abrigo y sombrero, soltando manotazos a las maquetas de aviones suspendidas del techo del dormitorio de Gay por unos hilos casi invisibles.
—¡Basta, son míos! —gritó Gay, horrorizado al ver cómo sus bombarderos y cazas americanos, montados con tanto esmero, construidos con madera de balsa y cubiertos de papel de seda, quedaban hechos trizas por los manotazos de su padre—. ¡Basta, basta, basta! ¡Son míos, sal de mi habitación, vete!
Joseph parecía no oírle, y siguió moviendo alocadamente las manos hasta que hubo derribado y aplastado con los pies todos los aviones que su hijo, durante más de un año, había tardado incontables horas en construir. Ascendían a dos docenas, réplicas exactas de los más famosos bombarderos y cazas de los Estados Unidos: la Fortaleza Volante B-17, el B-26 Marauder, el B-25 Mitchell, el caza Bell P-39 Airacobra, el P-38 Lockheed Lightning, el P-40 Kittyhawk; los renombrados Spitfire, Hurricane y Lancaster británicos; y otros modelos aliados que hasta ese momento habían sido lo que más había llenado de orgullo la infancia de Gay.
—¡Te odio, te odio! —le gritó a su padre antes de salir corriendo del apartamento y bajar la escalera hasta el primer descansillo, donde agarró sus patines—. ¡Te odio! —volvió a gritar, levantando la mirada hacia la puerta de la sala, pero sin ver a su padre.
Llorando, llegó al pie de la escalera y salió a la avenida, e introdujo los zapatos dentro de los patines sin molestarse en ajustarlos; y lo más deprisa que pudo, comenzó a subir Asbury Avenue, sacudiendo los brazos a través del frío viento y sollozando mientras ganaba velocidad entre varias personas perplejas que se apartaron al verlo. Cuando pasó por delante de la panadería Russell, perdió el equilibrio y se desvió hacia el escaparate de cristal cilindrado. La gente hacía cola delante del mostrador de la pastelería, y dos mujeres chillaron al ver cómo el chico, con los brazos extendidos, chocaba contra el escaparate y a continuación caía sangrando y con una cascada de cristal sobre la cabeza.
Inconsciente hasta que llegó la ambulancia, y entonces avergonzado al ver el gentío que lo miraba en silencio tras la cuerda con la que la policía había rodeado los cristales rotos de la panadería, se volvió hacia su padre, que ahora lo abrazaba con unas toallas empapadas en sangre, mientras lloraba y decía algo en italiano que el chico no entendió.
—Non ti spagnare —decía Joseph una y otra vez (no tengas miedo), utilizando el viejo dialecto de los italianos del sur que habían vivido en el temor a la monarquía española—. Non ti spagnare —siguió diciendo Joseph; apretaba la cabeza de su hijo con las manos ensangrentadas, y cerraba los ojos mientras oía repetir a Gay, con los suyos llenos de lágrimas:
—Te odio.
Entonces Joseph se quedó en silencio, mirando cómo los ocupantes de la ambulancia llegaban con una camilla, mientras la policía ordenaba a la gente que se mantuviera a distancia. Cuando Joseph volvió a hablar, lo hizo en inglés, aunque su hijo encontró sus palabras no menos desconcertantes que antes, incluso cuando su padre las repitió:
—Quien bien te quiere te hará llorar…