47.

A mediados de mayo de 1943, los ejércitos alemán e italiano en el norte de África fueron derrotados; en julio, los aliados estaban preparados para invadir Sicilia. El plan aliado consistía en transportar sus tropas desde el norte de África a las costas del sur de Sicilia y atacar a ciento cincuenta kilómetros al norte, contra los doscientos cuarenta mil defensores del Eje, en el antiguo puerto de Mesina, situado en un estrecho canal en el rincón noreste de la isla. Los romanos les habían arrebatado Mesina a los cartagineses en la primera guerra púnica, que acabó en el 241 a. C. En la primera semana de julio de 1943, en su cuartel general cerca de Cartago, en el norte de África, el comandante aliado, el general Dwight D. Eisenhower, planeaba la conquista de la ciudad. (La importancia militar de Mesina, que tenía una población de más de cien mil personas, residía en su proximidad a la punta de la bota italiana. Conquistar Mesina era tener acceso a un canal de treinta y ocho kilómetros de largo, el estrecho de Mesina: en algunos lugares, apenas eran tres kilómetros los que separaban Sicilia de la península).

Entre los famosos oficiales americanos que estaban al mando de Eisenhower, el más conocido era el general George S. Patton; pero el más renombrado de todos los generales era el británico Bernard Montgomery, el hijo de un clérigo anglicano que, siendo comandante del Octavo Ejército inglés en el norte de África, en 1942 había derrotado al Afrika Korps del mariscal de campo Erwin Rommel en El Alamein. Posteriormente Rommel había sido destinado al norte de Europa, donde Hitler preveía una invasión aliada por el canal de la Mancha; la defensa de Sicilia fue confiada al Sexto Ejército italiano, al mando del general Alfredo Guzzoni, un corpulento militar de credenciales muy poco heroicas que llevaba una peluca negra. Pero una cuarta parte del contingente de doscientos cuarenta mil hombres del general Guzzoni lo constituían soldados alemanes muy bien entrenados, bien equipados y motivados, que eran los que más preocupaban a Eisenhower. Los aliados al principio se verían superados en número, pues la primera oleada de invasores solo la formaban ciento cincuenta mil hombres. Pero contarían con el apoyo de la artillería naval, que dispararía desde el mar Mediterráneo, detrás de ellos, y de un enjambre de bombarderos y cazas; la infantería aliada planeaba abrirse paso a través de la isla, y finalmente converger en Mesina desde distintas direcciones a la vez.

El ejército del mariscal de campo Montgomery, compuesto en gran medida por ingleses y canadienses, atacaría desde la punta suroriental de Sicilia y avanzaría hacia Mesina por el borde oriental de la isla, una ruta de hermosos paisajes a través de poblaciones al filo de acantilados, en las que abundaban las ruinas de la época clásica y los hoteles turísticos, ahora vacíos; pasaría por ciudades como Siracusa y Catania, y rebasaría el humeante cráter del volcán Etna, de más de tres mil metros de altura, cruzando la majestuosa y estética comunidad de Taormina (conocida en tiempos de paz por sus cultos viajeros internacionales y sus hermosos muchachos nativos) y la ciudad de Bronte, con la propiedad local que los agradecidos Borbones le habían concedido a Lord Nelson por sus esfuerzos contra Napoleón. Nelson y Lady Hamilton la habían utilizado como nido de amor.

El ejército del general Patton, a cuya mayoría estadounidense se unirían unidades multinacionales, entre ellas algunas de la Francia Libre, partiría de la costa meridional, al oeste del lugar de desembarco de Montgomery, y se dirigiría hacia Mesina a través de las zonas centrales y occidentales de Sicilia, por un paisaje menos pintoresco, más escarpado y muy reseco de pueblos descoloridos por el sol a los que rara vez acudía algún turista, y donde el mínimo gobierno existente a menudo estaba bajo control del crimen organizado. Y sin embargo, en esas zonas los agentes de inteligencia aliados predecían un considerable apoyo de la población civil; de hecho, en cuanto comenzaran los combates, los agentes esperaban un apoyo proamericano de prácticamente los cinco millones de habitantes de Sicilia. Los sicilianos, que habían recibido de Mussolini un trato a menudo brutal y condescendiente, característico de lo que los isleños habían acabado esperando de Roma, eran decididamente antifascistas, si no directamente antiitalianos. Con frecuencia habían hecho campaña en favor de la autonomía del Gobierno italiano; y durante la Segunda Guerra Mundial y el período de posguerra, los sentimientos separatistas sicilianos se mantendrían vigorosamente vivos gracias a un joven héroe del pueblo llamado Salvatore Giuliano, el emprendedor líder de un grupo de bandidos que robaban a los terratenientes y compartían el botín con los pobres, y que insistían en que Sicilia tenía que separarse de Italia y anexionarse a los Estados Unidos.

En los Estados Unidos había ahora dos millones de residentes con fuertes vínculos con Sicilia (un grupo en el que figuraba el cantante Frank Sinatra; el escritor, profesor y antifascista Jerre Mangione; y el futuro autor de El padrino, Mario Puzo); y aunque durante los años de la guerra no era un hecho conocido, los padrinos de Sicilia habían ofrecido sus servicios al ejército americano antes incluso de que este invadiera la isla. Aportando su competencia como intimidadores, asesinos, saboteadores y guías clandestinos para las patrullas de avanzadilla, los mafiosi sicilianos respetaban los deseos de un jefe de la Mafia nacido en Sicilia y que ahora vivía en los Estados Unidos, Charles «Lucky» Luciano. En 1943, Luciano cumplía una condena de treinta a cincuenta años de cárcel en el estado de Nueva York por aprovecharse de la industria de la prostitución; y aparte del patriotismo que podría haber motivado que apelara en secreto a sus amigos sicilianos a través de los agentes de inteligencia americanos, también creía que su cooperación con los aliados podía acortar su condena de cárcel; y acertaba. Después de la guerra, el gobernador de Nueva York, Thomas E. Dewey, conmutó la sentencia de Luciano; y en 1946, el deportado Luciano sería visto en un hotel de Palermo, junto con otros capos mafiosi, asistiendo a otro mitin separatista siciliano.

El que los gánsteres sicilianos colaboraran contra los soldados nazis y fascistas contribuyó de hecho al éxito militar americano en la isla, o esa fue al menos la conclusión del escritor Norman Lewis, que sirvió en la inteligencia británica durante la guerra, y que posteriormente escribiría un libro sobre el papel de la Mafia en Sicilia titulado La honorable sociedad. Tal como Lewis señalaba en el libro, la Mafia siciliana trabajó estrechamente con las unidades lideradas por los americanos, no por los ingleses; y, como consecuencia, las ofensivas del general Patton siguieron un camino más rápido y seguro que las de los hombres del general Montgomery, que tuvo que combatir sin apoyo de los gánsteres locales.

La invasión de Sicilia liderada por el general Patton comenzó el 9 de julio, y, tras una mínima oposición, parte de sus fuerzas habían establecido contacto con los mafiosi once días más tarde; a partir de entonces superaron la oposición nazi-fascista con asombrosa facilidad. Tal como Norman Lewis explicaría en su libro, algunas tropas de vanguardia del ejército de Patton, entre las que se contaba personal militar americano de ascendencia siciliana, llegaron el 20 de julio a la población de Villalba, lugar de residencia del principal jefe mafioso de la isla, Calogero Vizzini, de sesenta y seis años, conocido por sus colegas como don Calò. Seis días antes, un caza aliado con una bandera amarilla sobre la cabina de mando en la que se veía la letra L había sobrevolado en círculos la población de don Calò; y en el interior de un paquete arrojado por el piloto —que cayó cerca de la iglesia del pueblo y un aldeano llevó hasta la propiedad de don Calò— había una réplica más pequeña de esa misma bandera amarilla con la letra L.

Según Lewis, la L era una referencia a Lucky Luciano; y mientras los militares aliados nunca supieron lo que Luciano le había comunicado a don Calò, la llegada del mensaje para este puso en marcha una serie de acontecimientos que ayudaron a debilitar el dominio del Eje en Sicilia. Los soldados italianos comenzaron a desertar de sus unidades en un número cada vez mayor. Muchos presos de guerra italianos admitieron posteriormente que por las noches se infiltraban en sus filas unos mafiosi que los convencían de que la causa fascista estaba perdida, que los aliados los derrotarían completamente (de hecho, en aquel momento los aliados ya habían desembarcado cuatrocientos mil soldados en la isla); y esos mafiosi a menudo proporcionaban a los desertores italianos ropas de civiles, los ocultaban temporalmente en residencias privadas, y también sacaban a algunos de la isla de manera clandestina.

Mientras tanto, don Calò recorría Sicilia en un tanque americano, inspeccionando el frente con una contenida seguridad en sí mismo que era casi displicente. No le dirigía la palabra a la tripulación del tanque mientras observaba por la mirilla entrecerrando los ojos; y si algún obús explotaba cerca, mostraba muy poca emoción, y desde luego nada de miedo. Algunos soldados lo llamaban «general Mafia», y su aspecto era menos imponente que cómico: gordo y desgarbado, en mangas de camisa y tirantes tensos al máximo para sujetar sus voluminosos pantalones, don Calò había precisado de la ayuda de muchos hombres robustos para subirse al tanque que había ido a recogerlo cerca de su casa de Villalba el 20 de julio: un tanque que exhibía una bandera amarilla con la L en la torreta. Después de que el tanque y el resto del convoy americano salieran de Villalba, los conciudadanos de don Calò no volvieron a verlo en toda la semana. Pero fue durante esa semana —del 20 al 27 de julio— cuando los americanos parecieron avanzar sin detenerse a través de las ciudades y pueblos del centro y el oeste de Sicilia, donde la influencia de la Mafia tradicionalmente había sido más fuerte (lugares como Corleone, Castelvetrano, Termini Imerese y Cerda); y aunque don Calò no fue más allá de Cerda —era de presumir que allí comenzaba la jurisdicción de otro mafioso—, el hecho fue que el 27 de julio la moral del alto mando del Eje en Sicilia era más baja que al comienzo de la invasión, y el prestigio de la Mafia probablemente nunca había sido más alto.

Poco después de su regreso a Villalba, los aliados convertirían a don Calò en alcalde del pueblo. La ceremonia de su nombramiento tuvo lugar en el cuartel de Carabinieri, y esa misma noche el nuevo alcalde celebró una fiesta en honor de algunos de los oficiales aliados. Don Calò se puso americana para la ocasión, y parecía un tanto incómodo al oír los gritos de la multitud: «¡Vivan los aliados! ¡Viva la Mafia!». Lacónico como siempre de palabra y obra, don Calò era un hombre tremendamente sensible y despierto —sus ojos, escribió Norman Lewis, «se movían como lagartos»—, y en aquel momento fue lo bastante oportunista no solo para hacerse con el poder político, sino para convencer a los aliados de que nombraran a sus amigos mafiosos alcaldes y administradores de otras ciudades y pueblos sicilianos. Sus amigos eran fervientes antifascistas, razonó don Calò con gran seriedad, añadiendo que muchos habían pasado años en oscuras prisiones y mazmorras por orden del Duce, olvidando mencionar que muchos anteriormente habían sido condenados acusados de haber cometido alguna matanza.

Sin embargo, los oficiales americanos refrendaron casi todos los nombramientos de don Calò; y la Mafia, que Mussolini había aplastado durante más de veinte años, de repente, en cuestión de días, se vengó del líder fascista. Solo que en aquella época Mussolini ya no era el líder. El 26 de julio de 1943 llegó a Sicilia la noticia de que Mussolini había sido destituido de su cargo de primer ministro por el rey italiano Víctor Manuel III. El día anterior —y unos días después de que Roma hubiera sido bombardeada por primera vez por los aviones aliados— se había reunido el Gran Consejo Fascista, que había expresado su escasa confianza en la capacidad de Mussolini para dirigir el ejército y la economía del país. Entre los que votaron contra él se encontraba su yerno, el conde Galeazzo Ciano.

Su sustituto fue el mariscal Pietro Badoglio, un oficial de carrera que tenía reputación de responsable, y de atrevido en el campo de batalla. Se disolvió el Partido Fascista, y se restauró la monarquía constitucional con la promesa de una democracia parlamentaria. Pero la guerra contra los aliados continuaría, según un comunicado de Badoglio, e Italia mantendría su alianza con la Alemania nazi.

Benito Mussolini, estupefacto e indignado por la decisión del rey de destituirle, fue acompañado hasta la salida de Roma por guardias armados y transportado a la isla de Ponza, ante la costa norte de Nápoles, y luego embarcado hasta la isla de La Magdalena, cerca de la punta norte de Cerdeña, junto a la isla privada donde Garibaldi se había retirado y fallecido medio siglo antes tan desilusionado como famoso. En La Magdalena, el 29 de junio, Mussolini celebró su sesenta cumpleaños, al que no asistieron su esposa, sus hijos ni su amante, Clara Pettaci, una mujer a la que doblaba la edad, y con la que llevaba liado en secreto casi una década. Con algo de retraso, Mussolini recibió un regalo de cumpleaños de Hitler, acompañado de una afectuosa dedicatoria del Führer: una edición especial de las obras de Nietzsche en veinticuatro volúmenes, que formaría parte de las lecturas de verano de Mussolini, junto con un libro sobre la vida de Cristo, que le conmovió enormemente. Le hizo saber que se podía identificar perfectamente con un salvador rodeado de indignos apóstoles.

El pueblo de Italia protestó muy poco por la destitución del hombre que los había liderado majestuosamente durante casi veintiún años, y que había recibido sus atronadores aplausos cada vez que aparecía ante ellos. Ni los cuatro millones de miembros del Partido Fascista, ni los incontables líderes de grupos juveniles que solían honrarle saludándolo con el brazo en alto expresaron sus condolencias por su defunción política, ni tampoco se identificaron con su caída, ni se reprimieron a la hora de quemar sus camisas negras. Muchos de sus antiguos fieles de hecho hasta felicitaron a su sucesor, Badoglio, y le ofrecieron sus servicios. Badoglio, que no ignoraba que así se había escrito la historia política italiana, tampoco se sorprendió demasiado; y siempre que consideró que esas personas podían serle de utilidad, no se mostró remiso a la hora de aprovechar su consejo y su compañía. El periódico de Mussolini en Milán, Il Popolo d’Italia, aceptó la salida del Duce sin pesar editorial. El nombre de Mussolini fue eliminado de la cabecera, y donde antes había aparecido su fotografía, ahora se veía una del mariscal Pietro Badoglio.

En los Estados Unidos, en julio de 1943 la destitución de Mussolini arrancó una clamorosa ovación de los aficionados al béisbol cuando, durante un partido en el Yankee Stadium, el sistema de megafonía difundió la noticia; y cuando esta llegó al público de una velada musical en un estudio de la NBC en el Centro Rockefeller de Nueva York, interrumpiendo un concierto de las obras de Verdi dirigido por Arturo Toscanini, el público se puso en pie y aplaudió, y al día siguiente The New York Times afirmó que el maestro «se llevó las manos a la cabeza y dirigió la mirada al cielo, como si sus oraciones hubieran sido atendidas». El alcalde de la ciudad, La Guardia, aprovechó la ocasión para denunciar a Mussolini como «un traidor a Italia», mientras que el exdictador era calificado de «César de serrín» por The Washington Post. El New York Herald Tribune alabó que se hubiera desinflado el «egoísmo napoleónico» de Mussolini, y The Christian Science Monitor dio la bienvenida al final de su «bravuconería de balcón».

Pero el periodista del New York Post Samuel Grafton, que también trabajaba en programas de radio para la Oficina de Información de Guerra, recordó a sus oyentes que tampoco había tanto de qué alegrarse; Italia seguía en guerra, y «ese reyezuelo idiota, que se ha ocultado tras la espalda de Mussolini durante veintiún años, ha dado un pasito adelante. Esto es un minueto político, y no la revolución que hemos estado esperando. No cambia nada, pues nada puede cambiar en Italia hasta que no se restaure la democracia».

En agosto de 1943, Mussolini fue trasladado desde La Magdalena hasta un lugar que, creía Badoglio, garantizaría mejor su aislamiento: un hotel vacío en una estación de esquí situada a dos mil cien metros de altura en el Gran Sasso d’Italia, una cordillera de los Apeninos, al noroeste de Roma. A Mussolini se le permitía seguir los informes de guerra en la radio y leer los periódicos, que llegaban con los suministros que cada día subían en un teleférico desde los acantilados rodeados por la niebla. Un día oyó que Milán había sido fuertemente bombardeada, incluyendo la iglesia de Santa Maria delle Grazie y su refectorio. Solo una pared de este había resistido los ataques aéreos, una pared en la que estaba pintada La última cena de Leonardo da Vinci. Mussolini estaba desmoralizado, angustiado, y sufría por su dolencia hepática y sus úlceras de estómago. Últimamente había perdido mucho peso, y le faltaba energía. Temiendo que lo envenenaran, había comido muy poco desde su confinamiento.

A las dos de la tarde del 12 de septiembre de 1943, domingo, Mussolini oyó el sonoro zumbido de varios aviones sobrevolando el hotel, y le sorprendió ver unos planeadores deslizándose hacia la montaña; finalmente aterrizaron con suavidad en un pastizal, a unos cien metros de donde se encontraba. De repente, un coronel alemán, un comando de origen austríaco llamado Otto Skorzeny, apareció ante él, lo saludó y le explicó que obedecía órdenes directas de Hitler de liberar al Duce. Mussolini le estrechó la mano y dijo cordialmente: «Desde el principio estaba convencido de que el Führer me probaría su amistad».

Lo condujeron a Roma en avión, y luego con otro más grande hasta Viena. Al día siguiente, en Múnich, fue recibido por su mujer, Rachele, y por sus dos hijos más pequeños, Romano y Anna Maria. «Creía que no volvería a verte», dijo Mussolini cuando recibió a su mujer. Su hija de treinta y tres años, Edda, la esposa de Ciano —los alemanes habían impedido que ambos escaparan a Sudamérica— no formaba parte del comité de bienvenida del Duce; ni tampoco el hijo mayor de Mussolini, Vittorio, un piloto militar de veintisiete años. (El otro hijo piloto de la pareja, Bruno, nacido dos años antes que Vittorio, había muerto en 1941 en Italia en un accidente aéreo). Pero Vittorio Mussolini aparecería para saludar al Duce en el cuartel general de Hitler, cerca de Rastenburg, al este de Prusia. Allí el Duce no solamente abrazó a Vittorio, sino también a Hitler, con el que posó para unas fotografías e hizo algunos comentarios cordiales a la prensa controlada por el Eje. También pasó algunas horas en privado con Hitler en el refugio subterráneo de este último, intercambiando opiniones en alemán sin la presencia de intérpretes o estenógrafos; Mussolini saldría de ese prolongado diálogo con una expresión huraña, reflejo de las condiciones bajo las cuales se vería obligado a vivir desde entonces. Volvería a ser el líder fascista de su país —Hitler pensaba que ejercería un efecto estabilizador en la población italiana—, pero de hecho sería un títere del Führer en Italia.

Lo que quedaba del ejército fascista, y las posteriores adiciones procedentes del norte y el centro de Italia, estaba supeditado a la autoridad alemana. La sede del Gobierno de Mussolini se desplazó desde Roma a la población septentrional italiana de Saló, a orillas del lago de Garda, junto a altas cumbres y pistas de esquí; y allí, durante el invierno de 1943-1944, no hizo ningún movimiento sin contar con las órdenes o la supervisión de Alemania.

Pronunció pocos discursos en público, y cuando lo hizo, incluso sus partidarios italianos observaron que a su voz le faltaba timbre. Sus cualidades como actor declinaron junto con sus poderes vocales, y aunque su salud mejoró gracias a los doctores alemanes que Hitler le mandó expresamente, su mandíbula y su pecho, antaño robustos, menguaron en tamaño, y todas las medallas que colgaban de sus uniformes recién confeccionados no consiguieron resucitar su antigua imagen de Duce. Algunos fascistas de su círculo sugirieron que Mussolini, casi desesperado por parecer decidido, compartía un grado de crueldad que no sentía realmente. Edda, la favorita de sus cinco hijos, en esa época apeló repetidamente a su padre para que perdonara al padre de sus tres hijos, Ciano, por haber coincidido con el Gran Consejo Fascista que lo había depuesto el verano anterior, por diecinueve votos contra siete, para devolver al rey y al Parlamento el poder y las prerrogativas que durante tanto tiempo había asumido el Duce.

El Gran Consejo, que no había criticado al Duce llamándolo por su nombre, y que tenía perfecto derecho legal a proponer mociones y responder a ellas, no había cometido ningún acto de traición contra Benito Mussolini, en opinión de su hija, y no había ninguna razón por la que su marido tuviera que ser detenido por el nuevo régimen fascista como prisionero de Italia. Casi todos los demás miembros del Gran Consejo ahora estaban escondidos o habían huido del país; cinco permanecían en una cárcel de Verona a la espera de juicio, y uno de ellos era Ciano. Debido a sus lazos con la familia de Mussolini, casi todos los italianos creían que finalmente sería perdonado, aun cuando Rachele Mussolini y su hijo Vittorio no respaldaban la petición de perdón de Edda; para ellos, Ciano era un traidor de la especie más desagradecida imaginable, por no hablar de su supuesta acumulación de riqueza ilícita durante su época en el gobierno. Pero Edda se mostró infatigable y amenazadora en presencia de su padre; le advirtió que si algo malo le pasaba a su marido, se encargaría de que se hicieran públicos sus diarios, dejando claro que había en ellos muchos fragmentos políticamente vergonzosos y dañinos para Mussolini.

El 10 de enero de 1944, el Duce recibió una amenaza parecida de Edda por escrito. La carta venía de Suiza, adonde había huido con sus hijos. Su marido no había sido perdonado, ni tampoco los otros cuatro miembros del Gran Consejo encarcelados; todos habían sido condenados por traición por un tribunal de Verona. Mussolini se indignó al leer la carta, y ante su secretario admitió que la publicación del diario de Ciano podía acarrear «consecuencias irreparables». Pero no hizo más de lo que había hecho en el pasado por liberar a su yerno.

La mañana del 11 de enero, Ciano y los otros cuatro fueron llevados delante de un pelotón de ejecución y fusilados. Mussolini envió a su secretario a presenciar la ejecución.

Los alemanes intentaron defender el sur de Italia, pero los aliados gradualmente los derrotaron por tierra, por aire, y desde los barcos que, pegados a la costa, bombardeaban los puertos de mar y pueblos ocupados por los alemanes, lugares que conocían la guerra desde hacía siglos. En la costa occidental, los bombarderos aliados se lanzaban en picado contra las divisiones Panzer cuando estas cruzaban los viaductos romanos o se refugiaban detrás de los muros normandos y los contrafuertes del siglo XIII construidos por el último rey alemán de Italia, Federico II. En la costa este, los aliados tenían como objetivo la antigua y antaño temible ciudad de Crotona, que en el año 510 a. C. había invadido, incendiado y enterrado para siempre a su vecina ciudad de Sibaris. Los batallones anfibios aliados hicieron retroceder las ametralladoras nazis en la playa de Pizzo, donde en 1815 Joachim Murat había tropezado con una red de pesca y había acabado ante un pelotón de fusilamiento Borbón; e incontables pueblos y ciudades italianos que habían quedado despoblados por culpa de la emigración ahora quedaban todavía más despoblados por culpa de las armas aliadas, disparadas muchas veces por los hijos y nietos de los emigrantes. Los italoamericanos que servían en las unidades aliadas habían conquistado las poblaciones de los antepasados de familias americanas llamadas Iacocca y Cuomo, Ferraro y D’Amato y Auletta, y de una futura cantante de rock apellidada Ciccone que sería conocida como Madonna. El lugar de nacimiento del padre del alcalde La Guardia fue bombardeado por tierra y por aire, mientras la hermana del alcalde, Gemma Gluck, que al principio de la guerra vivía en Budapest con su marido, un empleado de banca judío, ahora estaba encarcelada en un campo de concentración nazi. Ella sobrevivió a la guerra; su marido, no.

Entre las tripulaciones de los bombarderos aliados con órdenes de atacar Maida, que por entonces estaba rodeada de unidades de tanques alemanes e infantería, se encontraba un italoamericano de Ambler, Pensilvania, cuyo padre había trabajado para la Keasbey & Mattison, pero cuyo abuelo y otros parientes todavía residían en Maida. Para mayor seguridad, los parientes de los bombarderos de Maida se habían trasladado hacía poco a los campos abiertos del valle, colina abajo, y vivían en tiendas de campaña localizadas lo más lejos posible del fuego cruzado entre los soldados de las tierras altas. En las planicies del valle se había formado una extensa ciudad de tiendas de campaña: centenares de familias de Maida, prácticamente todo el pueblo, habían sido reubicadas allí, entre ellas la madre de Joseph y el resto de su familia. Al principio, su hermano Sebastian se había negado a abandonar el pueblo.

—Me quedo aquí —había insistido mientras dos de sus tíos y su hermano Nicola llegaban con una camilla a su habitación de la planta baja, que daba al patio con los animales.

—Vamos, Sebastian —le había suplicado Nicola—, los aviones pueden llegar en cualquier momento.

—Me quedo —repetía aquel veterano de Caporetto de pelo gris, el cual, quizá por todo lo que había perdido en la primera guerra, pensaba que en la segunda tenía muy poco que perder.

Pero uno de los Rocchino agarró a Sebastian por sus delgados brazos e intentó trasladarlo a la camilla, lo que provocó los gritos de Sebastian. Su madre entró corriendo en la habitación, acarreando su ropa acabada de lavar y el abrigo que Joseph le había mandado de América.

—¡Aléjate de Sebastian y espérame fuera! —ordenó. Cuando los tres se volvieron para marcharse, añadió—: Y llévate esa camilla.

Diez minutos más tarde, completamente vestido y perfectamente peinado, Sebastian salió lentamente de la casa rumbo a los carruajes, apoyándose en su madre.

La familia durmió más de una semana fuera de casa, en tal proximidad de sus convecinos que siempre estaban rodeados de voces reconocibles, de los olores familiares de la comida de sus vecinos y los sonidos de la passeggiata que seguía teniendo lugar durante el día en los pastos bordeados de trigales y olivares. Por la noche, en el valle resonaba el susurro de las letanías conducidas por los sacerdotes, de rodillas delante de altares que ahora se transportaban sobre ruedas; y de las iglesias de las colinas llegaba el sonido de las campanas, sin que las interrumpiera el lejano zumbido de los aviones y el esporádico tronar de la artillería. Muchos valientes feligreses habían permanecido en las iglesias, donde se turnaban en los campanarios, hacían sonar las campanas de las horas señaladas y transportaban la estatua de San Francisco por las calles desiertas, rezando para que salvara el pueblo de la destrucción. El jefe de policía de Maida y su barón, junto con el alcalde y su megáfono, también se quedaron; y tres veces al día, después del ángelus, el alcalde se colocaba junto al borde del muro normando y vociferaba mensajes de calma a sus electores del valle. Pero las nubes flotaban bajas, y aquellos días hubo tanta niebla que el alcalde no podía ver mucho más allá de su megáfono, y en ningún momento hubo luz suficiente para que nadie del valle pudiera distinguir el perfil del pueblo. Los pilotos de los bombarderos aliados tampoco podían ver Maida desde el cielo, y estaban tan frustrados por las nubes que rodeaban las cumbres montañosas que no se atrevían a descender por miedo a que esas rocosas tierras altas se convirtieran en su tumba.

Durante tres días y tres noches, mientras las campanas sonaban y las letanías continuaban, las nubes envolvieron la ciudad en un manto opaco, y los alemanes aprovecharon para desplazar sus defensas más al norte, trasladando el foco de la batalla más cerca de Nápoles.