El control de Adolf Hitler sobre Francia desde la primavera de 1940 hasta el verano de 1944 implicó que Antonio Cristiani, como ciudadano italiano, pudiera cruzar libremente la frontera francoitaliana; y a menudo llegaba a Maida con montones de regalos que animaban la tristeza de la gente del pueblo, quienes a veces lo saludaban con vítores que, los mereciera o no, lo llenaban de satisfacción.
A cada visita a su pueblo aumentaba el número de personas que iban a recibirlo, sin duda a causa del indiscreto telegrafista de la estación, el cual, tras recibir de París el telegrama con la hora de la llegada de Antonio y trasladar el mensaje a los Cristiani de más edad mediante el burro exprés, compartía la información con los cocheros de la estación, que a su vez la hacían circular por el pueblo y convencían a un número cada vez mayor de dignatarios y burócratas (que buscaban los favores del hijo más distinguido de Maida) para que reservaran carruajes para ir a la estación a tiempo de dar la bienvenida a su potencial benefactor. Aunque Antonio carecía de recursos económicos e influencia política en París y en Roma para conseguir los deseos de sus conciudadanos, nunca rechazaba sus peticiones ni insinuaba que quedaban fuera de su alcance, pues se sentía obligado a alentar lo que sus paisanos más necesitaban: la idea de que todo era posible. Esa idea era fundamental para su fe religiosa, para sus creencias en los milagros, para su fuerza y estoicismo en épocas de desastres naturales y provocados por el hombre. El sur de Italia era una fuente de oscuras fantasías, agitación y esperanza.
Las esperanzas de los meridionales, sumergidas pero alcanzables si alguien las sondeaba de verdad, quedaban empañadas por la dura realidad de que la naturaleza avanzaba lentamente en esa parte de Italia, donde los plantadores de olivos nunca sobrevivían para ver los frutos de su labor, y donde la gente que buscaba favores en las altas instancias preveía una espera muy larga, pero el necesitado meridional medio hallaba consuelo en el proceso habitualmente lento mediante el cual todas las peticiones para un tratamiento especial eran transmitidas por aspirantes a benefactores a la jerarquía de burócratas y prominenti que vendían su influencia (gente no siempre corrupta, pero pocas veces incorruptible); y luego llegaban al nivel de los ministros y magistrados maquiavélicos conocidos por sus largas cavilaciones y vacilaciones, y por sus esperanzas de que por todos los favores que dispensaban recibirían otro a cambio; si no hoy, mañana; si no en la tierra, en el cielo.
Teniendo en cuenta el legado de promesas incumplidas en un pueblo en el que todo se recordaba y la demora era una tradición venerada, Antonio no se sentía tan reacio a mostrarse ante sus conciudadanos como alguien capaz de resolver problemas. En el sur era una vocación honorable, y él realmente no tenía que solucionar ningún problema, sino tan solo transmitir la impresión de que lo intentaba. El hecho de ser un sastre que había ascendido socialmente, versado en el arte de las apariencias, hacía de él un personaje ideal para ese papel; y cada vez que llegaba a la estación de ferrocarril de Maida fingía ser alguien con autoridad.
Apenas había abrazado a su madre y a su padre, y ya se volvía a las multitudes que se apretaban en torno a él: gente que le susurraba al oído, y a los que asentía con aire esperanzador; gente que le recordaba a gritos sus peticiones anteriores, que ahora él anotaba por primera vez en su libreta, deteniéndose para introducir unos cuantos billetes de cien liras en los bolsillos de otros mientras estos fingían no darse cuenta. Esos gestos de amabilidad y esperanza, repetidos cada vez que iba al pueblo, llevaban alegría a esa estación casi siempre invadida por la tristeza de trenes con cintas negras que transportaban ataúdes de víctimas de guerra y soldados heridos que regresaban de las aciagas campañas italianas en África, Grecia, o, más recientemente —pues Mussolini había respaldado el cambio de política de Hitler hacia su antiguo aliado Joseph Stalin—, en las estepas manchadas de sangre de Rusia. Menudo contraste suponía la llegada de Antonio para esa gente. Lo veían saltar al andén saludando con las dos manos tras haberse encasquetado su homburgo, con su traje sin ninguna arruga y las solapas de su chaqueta adornadas de escarapelas rojas; sus zapatos de cuero en dos tonos, blanco y tabaco, lustrados minutos antes con una servilleta que había sustraído la noche anterior del coche restaurante, tan relucientes como sus maletas de cuero lacadas, que transportaban dos mozos detrás de él, junto con los paquetes de regalos para su familia, sus amigos y unos cuantos burócratas y prominenti favorecidos. Después de tranquilizar a todos los presentes, y dedicar más líneas en su cuaderno a anotar sus ilusiones, Antonio era escoltado por el alcalde izquierdista y el monseñor derechista en el único vehículo a motor del pueblo: un turismo Fiat de cuatro puertas propiedad del ayuntamiento y utilizado solo en ocasiones especiales, como la procesión de la fiesta de San Francisco, los funerales y bodas más importantes, y las estancias trimestrales de Antonio en su pueblo natal. El conductor del vehículo era invariablemente el prefecto de la provincia, un hombre con uniforme azul y pelo blanco que portaba pistola y espada, y cuyo hijo mayor servía en la fuerza aérea italiana destinada en Albania. En una ocasión en que el prefecto se quejó del lejano destino de su hijo, Antonio insinuó que lo podía arreglar para que lo trasladaran más cerca de casa; a Cosenza, quizá, o mejor aún a Catanzaro. El prefecto sabía que eso era imposible, pues no había ninguna base aérea en ninguna de esas dos poblaciones; pero como apreciaba las buenas intenciones de Antonio, no lo mencionó. También esperaba poder utilizar la influencia de Antonio de alguna otra manera, pues había estudiado las fotografías y recortes de periódico que había en el escaparate de la sastrería de Francesco Cristiani, donde se relataban los muchos honores recibidos por Antonio, y entre las fotos había una en la que se le veía estrechando la mano del yerno del Duce, el conde Galeazzo Ciano.
La primera vez que el barón de la familia Bianchi vio esa fotografía, se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar su esperanza, años antes, de tener a Antonio por yerno, cosa que quizá habría ocurrido si la hermosa hija del barón, Olympia, no hubiera sido demasiado narcisista para cortejar y sí lo bastante lista para no acabar en Argentina de propietaria de una boutique en bancarrota. Como señal de su permanente estima por Antonio, el barón siempre se presentaba en la estación a saludarlo, sin esperar otra cosa a cambio que Antonio cenara de vez en cuando en su palacio medio en ruinas y obsequiara a la chocheante baronesa y a él con historias y comentarios divertidos acerca de la vida moderna más allá de las montañas que los rodeaban.
Otro de los habituales en la estación cada vez que llegaba Antonio era el líder local del Partido Fascista, cementero de oficio, nacido de madre siciliana, y por tanto visto con graves recelos por los líderes del partido del norte; creía que Antonio podía conseguir, a través de la influencia del yerno del Duce, que le concedieran un lucrativo contrato para construir una carretera en la costa de Maida. Cuando el cementero buscó la intercesión de Antonio en este asunto, este último le dio unos golpecitos en la espalda y le concedió una sonrisa cordial, y dijo que vería qué se podía hacer, sabiendo perfectamente que no haría absolutamente nada. Como Antonio recordaba a la perfección, la última vez que había intentado utilizar su influencia con el yerno del Duce, el antipático conde Ciano había reaccionado enviándole tres esbirros fascistas para que le intimidaran en su tienda de París. Uno de mis amigos de la embajada italiana me ha confiado que en la oficina de Ciano me consideran profrancés, y por tanto enemigo de Italia, escribió Antonio en su diario durante la primavera de 1942. Pero en París muchos franceses creen que soy demasiado proitaliano, y naturalmente un fascista… En estos días tengo que ser muy muy cauto, muy cauto… Y siguió siendo muy cauto durante todo el año. Mientras Ciano siguiera siendo el yerno de Mussolini, y mientras este fuera el Duce, la imagen de Antonio en Maida como alguien cercano a la familia que gobernaba Italia continuaría siendo un mito que él ni afirmaba ni negaba.
La orden local de los frailes mendicantes, con quienes algunas personas guardaban las distancias debido a que los frailes casi nunca se bañaban, también formaba parte del habitual comité de recepción de Antonio. Esperaban con impaciencia el día en que él les ayudara a recaudar fondos…, si llegaba el día en que la gente de Maida llegara a disponer de fondo alguno. El pueblo llevaba años subsistiendo a base del trueque; y con las leyes de racionamiento de la guerra, que lo restringían todo excepto lo que se comerciaba en secreto en el floreciente mercado negro de Italia, las órdenes mendicantes aducían que prácticamente se morían de hambre, aunque casi nunca se veía a ningún fraile que no anduviera bastante sobrado de peso. En Maida era casi imposible morirse de hambre, pues allí las frutas y las verduras brotaban milagrosamente de las rocas cada vez que había el menor asomo de hambruna, y la señal inequívoca eran las primeras batallas aéreas entre buitres. Pero también es cierto que, salvo lo justo para comer, pocas personas tenían lo suficiente de todo lo demás.
La gasolina para que funcionara el Fiat del ayuntamiento había que traerla periódicamente en el ferry que desembarcaba en un puerto donde el prefecto tenía unas nefastas relaciones. Y el carbón que quemaba en los braseros de las casas del pueblo procedía en su mayoría del ferrocarril estatal, que ignoraba la generosidad del jefe de estación del pueblo. Puesto que toda la lana y demás telas habían sido requisadas por el ejército para fabricar uniformes, tiendas de campaña y artículos para el ejército, el padre de Antonio, Francesco, habría carecido de material para confeccionar trajes, en caso de que los clientes hubieran dispuesto del dinero o de alguna mercancía canjeable para poder permitírselos. Francesco, que ahora rondaba los setenta y cinco, se dedicaba prácticamente a remendar ropas gastadas, o a hacer intercambios con los sastres de pueblos lejanos e intentar revender en el pueblo las prendas de los clientes que habían muerto antes de probárselas, o que se las habían probado, se las habían llevado a casa, y habían muerto poco después, dejando a sus allegados el triste pero tradicional deber de retornar el guardarropa a «la habitación de los muertos» que existía en cada sastrería. Incluso en la década de 1940, mientras los alemanes inventaban las bombas volantes que surcaban sin pilotos los cielos de Inglaterra, se consideraba peligroso e irrespetuoso que un aldeano se pusiera las ropas de los muertos, cuyos espíritus eternos y omnipresentes seguramente vengarían esos insultos. También se consideraba irrespetuoso sacar provecho de las ropas de los muertos, ya fuera mediante la venta o el trueque.
Pero ahora que la tela era tan escasa que incluso los espantapájaros iban desnudos, muchos sastres no sentían ningún reparo en vender o intercambiar las ropas a medida de los muertos, aunque los sastres procuraban vender tan solo ropas de hombres enterrados muy lejos. La expresión «muy lejos», en el montañoso sur, generalmente significaba cualquier distancia de más de treinta kilómetros.
Antonio agarró uno de los paquetes del montón que le llevaba el mozo de estación y se lo entregó a un fraile diciendo: «Toma, te he traído un regalo de París». Pero antes de que el fraile pudiera darle las gracias, Antonio permitió que los que le apretaban por detrás lo empujaran hacia delante, una multitud que incluía al alcalde, monseñor y el prefecto, todos ellos impacientes por subirse al Fiat y dirigirse hacia el pueblo. Si Antonio le había entregado al fraile el regalo correcto —y rezaba por que así fuera—, este encontraría en el paquete el hábito de un monje franciscano que había muerto hacía poco en París, y que había ejercido de capellán en la asociación de veteranos de Antonio. El regalo del alcalde, que el prefecto acababa de colocar en el maletero, junto a los demás paquetes, era un traje nuevo que Antonio había confeccionado tres años antes para un subsecretario francés que había huido de París el día antes de la invasión alemana de 1940. El subsecretario no había pagado el traje ni tampoco había escrito a Antonio pidiéndole que se lo guardara, y Antonio suponía que se había unido a las demás figuras políticas francesas que habían huido a Vichy, la ciudad de la Francia central anteriormente conocida por su balneario y sus terapéuticas aguas, y ahora famosa por ser el refugio del derrocado Gobierno francés, liderado por el mariscal Pétain y otros colaboracionistas. Muchas de esas personas habían dejado en la tienda de Antonio no solo trajes y abrigos nuevos, sino también prendas que le habían llevado para arreglar o remodelar. Después de mantenerlas almacenadas mucho tiempo sin tener noticia de sus propietarios, Antonio estaba bastante seguro de que nunca se las reclamarían. Antes de la Navidad de 1942 quedó doblemente convencido de ello, pues los alemanes —que hasta entonces se habían limitado a ocupar el centro del norte de Francia y las zonas costeras del océano Atlántico y el canal de la Mancha— de repente ordenaron a sus tropas que se extendieran por la parte central y sur del país, con lo que ocuparon toda Francia, Vichy incluido. Como no le veía ningún futuro a la ropa olvidada por aquellos franceses que abarrotaba su tienda, Antonio empaquetaba gran parte de las ropas nuevas y usadas y las llevaba a Maida para distribuir entre la gente del pueblo.
Cuando el Fiat que transportaba a Antonio se detuvo al borde de la Piazza Garibaldi, ya había comenzado la passeggiata de la tarde. Eran las cuatro de un día suave y casi sin viento, impropio de la época, en el que el sol pendía como una naranja bajo los árboles que llegaban hasta los acantilados y sombreaban el valle. Sonaban las campanas de la iglesia, y la banda del pueblo, sentada junto a la base de piedra de la fuente, interpretó un aria del Rigoletto de Verdi. Un gran grupo de personas que avanzaba lentamente, casi todos ellos ancianos —algunos acompañados de jóvenes viudas de soldados (pocas viudas blancas había ahora en Maida)—, se detuvieron y miraron al otro lado de la plaza cuando divisaron el Fiat; a continuación asintieron respetuosamente al reconocer a monseñor, al alcalde y a Antonio apeándose de él. Antonio saludó con la mano y levantó el sombrero en dirección a ellos, y también hacia la baronesa, a la que divisó observando desde detrás de las cortinas de su palacio; pero permaneció cerca del coche, esperando a que la procesión de carruajes tirados por caballos que le había seguido desde la estación subiera por la sinuosa carretera adoquinada. En lo alto de los portaequipajes de los coches, asegurados por correas de cuero o cuerdas de cáñamo, estaban los regalos que Antonio había traído de París. Nunca había traído tantos como en aquella ocasión, y en la estación los mozos habían tardado quince minutos (habían recibido una propina de cuatro cajetillas de cigarrillos turcos) en descargarlos del vagón de equipajes y entregarlos, bajo la supervisión de Antonio, a los cocheros que habían transportado a los pasajeros cuyos nombres estaban anotados en las cajas.
Estaba seguro de que su padre quedaría complacido cuando desenvolviera su regalo. Era un rollo de una excelente tela inglesa de espiguilla que Antonio había comprado en el mercado negro francés, y con la cual habría resultado imprudente confeccionarse un traje o un abrigo para él y lucirlo en el país ocupado por los nazis. Antonio le había llevado a su madre un vestido negro que había adquirido en las Galeries Lafayette, una prenda sencilla pero bien hecha, parecida a las otras que le había regalado durante años, desde la repentina muerte de su casi centenario padre; el asombro con que había reaccionado ante la muerte de este sugería que había asumido que Domenico viviría para siempre. Ahora su madre frisaba los setenta, y se recogía sus cabellos largos y blancos en un moño que cubría con un velo de seda color ébano que le asomaba por debajo de la mantilla negra de encaje. Maria Talese Cristiani pasaba casi todas las horas del día rezando en el cementerio o en la iglesia, una rutina que variaba tan solo cuando acompañaba a su marido a la estación para recibir a Antonio. Este a menudo le ofrecía llevarla al pueblo en el Fiat, pero ella siempre se negaba. Parecía saber que el Fiat funcionaba con una gasolina de origen dudoso.
Después de ayudar a su madre a bajar del carruaje en la Piazza Garibaldi, los acompañó a ella y a su padre hacia la multitud, ahora congregada en torno a la fuente. El alcalde ya esgrimía un megáfono. Monseñor estaba a su lado dispuesto a impartir la bendición. El prefecto permanecía en el Fiat, vigilando el vehículo y también los paquetes que no habían cabido en el maletero y habían tenido que atar en el techo. Un grupo de adolescentes, demasiado jóvenes para ir a filas, estaba de pie junto a la carretera, y uno de ellos sujetaba la cadena atada al collar de cuero de una cabra. Unas cuantas ovejas escuálidas deambulaban por el borde de la plaza, tras haber obtenido una completa independencia desde la muerte del pastor del pueblo, Guardacielo, sin que nadie lo sucediera.
Cuando la banda dejó de tocar, y monseñor hubo ofrecido una oración por el regreso sano y salvo de los italianos que estaban en el frente, el alcalde, un hombre bajito y con bigote que llevaba una levita francesa que Antonio le había regalado el año anterior, se subió a la caja de madera del director de la banda y comenzó a hablar por el megáfono. Había casi trescientas personas reunidas en la plaza y en los balcones que la rodeaban, entre ellas los últimos que habían llegado de la estación: el barón, el cementero fascista y el prior de la orden mendicante. Tarde o temprano el alcalde presentaría a Antonio, pero ahora, con el megáfono a la altura de su sombrero negro de copa plana, estaba como hipnotizado, incapaz de apartarse de la boca aquel cono largo como un trombón, aun cuando parecía hacerse más pesado a cada tópico que soltaba, con lo que tenía que pasárselo constantemente de una mano a otra.
Antonio no comprendía gran cosa de lo que decía el alcalde, pues estaba justo detrás de él y casi todo lo que oía eran ruidos que llegaban de los edificios cercanos, interrumpidos de vez en cuando por los empleados municipales, que aplaudían en la primera fila. Antonio utilizó esos minutos para apaciguar a su madre, que, después de saludarlo, se había molestado porque Antonio se había presentado en Maida sin su mujer ni sus hijos.
Desde que los alemanes habían invadido Francia, Antonio había preferido que Adelina y los niños permanecieran en Bovalino, en casa de los padres de ella, que quedaba bastante al sur de Maida, en la costa del mar Jónico, frente a las orillas de Grecia, un lugar, según Antonio, en el que las probabilidades de una invasión militar eran menores que en esa parte de la punta de la bota que prácticamente tocaba Sicilia, y sobre todo que en esa parte más estrecha de la punta en la que sobresalía Maida. En el último año, él y su madre habían discutido a menudo, pues Antonio insistía en que en el mundo había lugares más seguros que Maida, a pesar del convencimiento de su madre de que se encontraba bajo la protección constante y personal de San Francisco. Lo que Antonio no tenía valor para decirle a su madre en aquella época, un día antes de su marcha a Bovalino, era que planeaba sacar a su esposa y a sus hijos de Italia y llevárselos con él de vuelta a París. Si las fuerzas del Eje no conseguían detener a los aliados en el norte de África, lo más razonable era suponer que estos pronto cruzarían el Mediterráneo y entrarían en Sicilia, para acabar invadiendo el sur de Italia. Con todo el debido respeto a San Francisco, Antonio prefería París.
Mientras el alcalde seguía perorando detrás de su megáfono, la atención de Antonio se desvió hacia las personas de la multitud que miraban a su alrededor, hablaban entre ellas y a veces bostezaban. Más de unos pocos llevaban prendas que anteriormente habían permanecido en la habitación de los muertos de su padre; y Antonio comenzó a fijarse en algunas prendas que él mismo había traído anteriormente de París, y que ahora parecían, en su mayor parte, bastante pasadas de moda. La levita que llevaba el alcalde, y que ahora Antonio estudiaba, se remontaba a la Primera Guerra Mundial, y perfectamente la habría podido llevar un diplomático que hubiera asistido a la firma del Tratado de Versalles. Pero entonces Antonio razonó que nada pasaba realmente de moda en Maida, un pueblo que había permanecido fuera de la moda durante siglos, y que casi había creado una moda de su intemporalidad. Los antiguos palacios que daban a la plaza —esos anticuados dominios en los que, de muchacho, durante las vacaciones de Navidad, se había dado un festín con gentes como las que ahora le hacían de público, en las veladas musicales abiertas que los aristócratas solían patrocinar— habían albergado recepciones de gente vinculadas a un pasado lejano y a las modas descoloridas de los Borbones barrocos, los almirantes de Lord Nelson y el esplendoroso reinado de Joachim Murat. Pero también había señales del Nuevo Mundo en las espaldas de aquellas personas reunidas en torno al quiosco de música, ropas que Antonio reconocía como claramente confeccionadas en América, sin duda enviadas a Maida por su primo Joseph. En los hombros de uno de los tíos de Joseph de la familia Rocchino, deportados de Ambler durante la Depresión, Antonio reconoció un raglán de tweed con solapas extranjeras que el propio Joseph llevaba en una instantánea que le había mandado a Antonio a París. Divisó a una de las sobrinas de los Rocchino, una soltera de treinta y pocos años que lucía un abrigo de pieles que Antonio no había visto nunca; pero probablemente también se lo había mandado Joseph, que hacía poco le había escrito que se estaba deshaciendo de ropa abandonada de su almacén de pieles de Ocean City, y mandaba algunas prendas de piel a Maida. En concreto, ese abrigo era de piel de leopardo.
Por fin el alcalde dejó de hablar y se volvió para entregarle el megáfono a Antonio. Este lo rechazó, como hacía siempre, pues la multitud se le acercaba mucho cada vez que hablaba, y todos sabían que tenía la clemencia de ser breve.
—Gracias por vuestra cálida bienvenida —comenzó a decir, asintiendo mientras todos aplaudían—, y quiero que sepáis que hago todo lo que puedo para seguir siendo digno de vuestra confianza. Cuando miro a mi alrededor, veo que algunos me habéis hecho el honor de llevar las prendas que os he proporcionado. Y como probablemente sabéis, hoy traigo muchas más cosas de París. Existe un límite a lo que se me permite llevar en tren, así que, por favor, perdonad si no he podido traer para todos. La próxima vez, os lo aseguro, procuraré hacerlo…
A continuación, Antonio le dio las gracias al alcalde por su generosa introducción, a monseñor por la bendición, y al prefecto por garantizar que se entregaran personalmente los paquetes a esas personas que no estaban entre el gentío. Acto seguido ofreció un último saludo con la mano y se marchó apresuradamente con sus padres por una angosta calle que había detrás de la fuente, antes de que la majestuosa cabeza del fraile mendicante pudiera atraparlos.
Aquella noche, en el hogar del difunto Domenico Talese, Antonio cenó con sus numerosos parientes de Maida. La madre de Joseph, Marian, estaba presente, y también sus hermanos deportados de Ambler, así como el segundo hermano pequeño de Joseph, Nicola. Este era ahora un hombre de treinta y pico años, esbelto, enjuto, de rasgos finos, enormemente parecido a Joseph, hasta el punto de que Antonio (que en los últimos años había visto muy poco a Nicola, pues había estado en el ejército, y a Joseph solo en foto) al principio había creído que era el propio Joseph el que estaba esperando para saludarlo detrás de la tambaleante verja de la propiedad de su abuelo. El pelo oscuro y ondulado de Nicola comenzaba a platearse en los mismos lugares que el de Joseph, y además de unos ojos oscuros y profundamente engastados y una postura erguida, ambos hermanos se enorgullecían por igual de su aspecto: Antonio observó que Nicola, que había estado podando las enredaderas de los muros cuando Antonio llegó a la verja, llevaba americana, corbata y guantes blancos, supuestamente para protegerse las manos de los arañazos. Pero Antonio se fijó sobre todo en la mesurada manera de saludar de Nicola, su tacto vacilante mientras abrazaba a Antonio, ese beso que le dio en cada mejilla, tan suave que apenas lo percibió. Esa sensación de sentirse forastero incluso dentro de su propia familia era una de las características de Joseph que Antonio recordaba perfectamente, y que siempre había aceptado como parte de su precaria educación, con un padre ausente y una madre cuyo favorito era su hijo Sebastian. Antonio no tenía explicación que ofrecer al carácter de Nicola, que solo tenía seis años cuando Antonio se marchó a París. Y durante las posteriores visitas de este a Maida, le había parecido que Nicola siempre estaba en otra parte, sirviendo en el ejército en el norte de Italia, en África o en Albania. Y si se hallaba en Maida durante las visitas de Antonio, por alguna razón se mantenía a distancia de él, al igual que había hecho ese mismo día, pues no había acudido a la estación ni a la plaza, y al parecer no se sentía obligado a explicar por qué.
—Vamos —había dicho Nicola, cogiendo suavemente a Antonio del brazo tras dejar sus tijeras de podar y los guantes sobre el saliente del muro—. Todos esperan dentro.
A Antonio le hubiera gustado hablar un poco en privado con Nicola en el exterior, pero estaba claro que su primo no compartía ese deseo. Un tanto preocupado, Antonio dejó que Nicola lo guiara al interior de la casa.
Los padres de Antonio ya estaban con los demás invitados. Francesco hablaba con uno de los tíos mayores de Antonio, que había venido de la población vecina de Nicastro, y que permanecía de pie con la ayuda de un bastón, mientras que la madre de Antonio, tras haberse quitado el velo y los guantes negros, se encontraba en la cocina con las demás mujeres, preparando la cena, y entre estas estaban la madre de Joseph y su única hermana. Ippolita, que ahora tenía treinta y cuatro años, y cuyo marido era prisionero de guerra de los ingleses en el norte de África, se veía tan joven y guapa como la recordaba Antonio; vivía en una casa cercana con sus tres hijos, y a menudo acompañaba a la madre de Antonio a la misa de primera hora de la mañana. La madre de Antonio le había escrito muchas veces a París instándolo a que hiciera lo que pudiera por el soldado capturado, que se llamaba Francisco Pileggi (era primo lejano del músico de Brooklyn, Nicholas Pileggi), y en las cartas de respuesta que Antonio mandaba a su madre y a Ippolita les decía que estaba haciendo todo lo posible y que se mantenía en contacto con el ministro de Asuntos Exteriores italiano. Lo que no les contaba en sus cartas era que, según un informe sin confirmar del ministerio, el cabo Francisco Pileggi había muerto.
Cuando oyó pronunciar su nombre a su anciano tío y a otros que lo habían visto en compañía de Nicola, Antonio se apresuró hacia ellos y los abrazó; y durante los minutos siguientes avanzó lentamente por la sala, saludando a personas cuyos apellidos eran casi todos Cristiani o Talese, Rocchino o Pileggi, y cuyos nombres de pila recordaba sin dificultad, salvo los casos de algunos niños, que permanecían tímidamente al fondo, o corrían alegremente alrededor de sus tolerantes mayores. Los invitados se mantenían cerca de la chimenea, donde había un buen fuego, y en la que ahora Nicola colocaba más troncos; o se sentaban sobre las viejas sillas de brocado deshilachado, en la otra punta de esa antesala, que se encontraba entre el comedor y la puerta abierta de la cocina, donde flotaba el vapor que surgía de los calderos de hierro forjado que desprendían un aroma a salsas y hierbas, y que constituían un agradable contraste con las ráfagas húmedas y gélidas que barrían aquella casa de piedra llena de corrientes de aire. A Antonio le pareció que, a pesar del calor de la cocina y de la chimenea, hacía la misma temperatura dentro que a la intemperie; de hecho, casi todos los invitados llevaban puesto el abrigo, la capa y, en el caso de la parlanchina solterona de la familia Rocchino, el abrigo de piel de leopardo de los Estados Unidos.
Pero la incomodidad del lugar era comprensible; excepto esporádicas reuniones sociales como esa, la casa casi nunca se utilizaba, y era evidente que nadie se encargaba de mantenerla desde la muerte de sus últimos ocupantes a tiempo completo: los abuelos de Antonio, Domenico e Ippolita Talese. No era tan solo la falta de materiales y mano de obra lo que causaba el deterioro, sino también que parte de la familia se mostraba reacia a tocar o cambiar poco o nada de aquello que había aportado alegría y una sensación de familiaridad a la difunta pareja. Y así, con excepción del polvo cada vez más espeso que se posaba sobre los objetos artísticos de Ippolita que había en los estantes, o en sus cortinas color malva, y en el cuadro de la pared, que antaño había sido identificado claramente como la mansión junto al acantilado construida en Vibo Valentia por los antepasados de Ippolita de la familia Gagliardi, Antonio veía que ese lugar no había cambiado nada desde que lo visitaba de niño, cuando de vez en cuando se escapaba de los adultos y se dedicaba a curiosear en el piso de arriba, en el dormitorio con su cama con dosel y la estatuilla de San Francisco que movía los ojos, alojada en el interior de una hornacina iluminada por velas sobre el escritorio de su abuelo. Durante la última visita de Antonio a Maida, se había asomado al dormitorio para ver si los ojos del santo seguían moviéndose, pero estaban tan cubiertos de polvo que era imposible saberlo. Lleno de curiosidad, avanzó hacia la estatuilla con el pañuelo en la mano, y luego se detuvo mientras recordaba las advertencias de su madre cuando él era niño para que no tocara ese objeto sagrado —ni cualquier otro, sagrado o no, de esa casa—. Ella había crecido allí, y sin duda había recibido las mismas advertencias de su devoto y dictatorial padre. Aunque, de hecho, había algo que habían tocado e incluso eliminado de la casa desde la muerte de los abuelos. Era el decorativo joyero de bronce que Antonio siempre veía sobre la cómoda de su abuela, el que contenía las joyas de los Gagliardi que recordaba de la historia de Domenico y las gitanas. El padre de Antonio le había contado la historia por primera vez cuando este era aprendiz en Maida, y a Antonio le encantaba contársela a sus amigos de París; pero después de la muerte del abuelo, la madre de Antonio le suplicó que dejara de divulgarla, pues al espíritu de Domenico no le haría gracia que se recordara la codicia de ese devoto cristiano. Y el día después de la muerte de Domenico, la madre de Antonio se llevó el joyero y, sin abrirlo, lo regaló a la Iglesia.
En aquel momento Antonio vio a su madre salir de la cocina, seguida de su tía Marian, que señalaba la mesa alargada del comedor donde todos estaban sentados. Cuando la hija de Marian, Ippolita, y su nuera Angela, la esposa de Nicola, sacaron los platos de pasta y verduras, Marian insistió en que todos comieran inmediatamente antes de que se les enfriara. Marian era una mujer menuda y atractiva que ya rondaba los setenta; tenía el pelo gris, tupido y brillante, y lo llevaba en una trenza poco apretada; con su chal granate sobre los hombros y los brazos en jarras, esculpía una pose que Antonio veía como femenina y dominante a la vez. Iba tan erguida como sus hijos, a quienes había impuesto esa postura; y en todos los años que Antonio había estado en su presencia, nunca la había visto más serena y segura de sí misma. Naturalmente, la responsabilidad de criar una familia que había recaído sobre ella en su juventud como viuda blanca, y los años posteriores como viuda propiamente dicha, había desarrollado su capacidad para tomar decisiones; pero incluso así, Antonio quedó especialmente impresionado por ella cuando ocupó el lugar de honor en la cabecera de la mesa, desde donde vio cómo su tía se sentaba en la otra punta, en la silla de respaldo alto siempre reservada para Domenico.
La cena duró hasta medianoche, y la conversación se centró en la guerra, un tema que causaba una creciente angustia, cuando no miedo. Antonio intentó asegurar a su familia que el sur de Italia no sería uno de los principales campos de batalla, argumentando que carecía de centros industriales y objetivos militares clave que justificaran la penetración de los aliados en las montañas ahora controladas por la artillería del Eje. Los hermanos Rocchino disintieron, pues opinaban que los aliados comenzarían su invasión por las indefendibles costas del sur, y que la artillería del Eje instalada en lo alto de los acantilados pronto quedaría aniquilada por la aviación aliada, que ya sobrevolaba libremente Sicilia y gran parte del Mediterráneo. En una ocasión, la madre de Antonio interrumpió la discusión para preguntar por el marido de Ippolita, que se encontraba en un campo de prisioneros de África, y por el hijo pequeño de Marian, Domenico, de veintiocho años, que se creía que formaba parte de las fuerzas nazi-fascistas del frente ruso. Y a continuación, el menor de los hermanos Rocchino interpuso una oración por el bienestar de sus sobrinos en el ejército americano. Los dos sobrinos, ambos nacidos en Ambler, habían alcanzado la edad militar y habían sido llamados a filas.
El hijo mayor de Marian, veterano de la Primera Guerra Mundial de casi cuarenta y cuatro años, no estaba presente en la cena. Aunque dependiente de su madre, Sebastian a veces imponía su voluntad, y aquella noche, explicó su madre a los demás, no saldría de la cama. Sebastian ahora vivía en la casa de su madre, contigua a donde cenaban, y ocupaba una habitación de la planta baja que daba a un patio donde pacían unos pocos animales de la granja, algunos de ellos descendientes de los que Sebastian había cuidado cuando, de adolescente, era capataz en la granja de Domenico. Sebastian se encontraba ya lo bastante recuperado como para pasear solo por el pueblo, aunque muchos aldeanos, que a menudo no conseguían comprender su habla embrollada, pensaban que estaba loco, que era víctima sin remedio de la neurosis de guerra y el gas venenoso. Pero en anteriores visitas, Antonio le había encontrado bastante lúcido mientras hablaban de las experiencias infantiles que habían compartido. Sin embargo, Sebastian no hablaba de la guerra, y pasaba muchas horas a solas tallando en madera figuras delicadas, no siempre separadas, de animales y humanos. Había veces en que Antonio se preguntaba si la posible locura de Sebastian no le había liberado de trabajar como un esclavo toda la vida y otorgado la oportunidad de utilizar un don que de otro modo no habría descubierto.
Ahora que Nicola había regresado a Maida, Marian tenía a alguien que le ayudara a cuidar de Sebastian. Nicola, que se mostraba más cordial y cómodo con Antonio a medida que avanzaba la velada —continuamente le llenaba el vaso de vino a Antonio, y se sentó a su lado después de que la madre de este hubiera dejado libre su silla para ayudar en la cocina—, le preguntó si creía que Joseph regresaría a Maida después de la guerra. Joseph no había insinuado ni una vez su intención de hacerlo en las cartas que escribía regularmente a Antonio, aunque su correspondencia últimamente se había visto interrumpida por la guerra; y aunque Joseph enviaba ropas de su tienda a Maida, Antonio no creía que su presencia llegara a hacerse sentir de otra manera.
El padre de Joseph había abandonado Maida hacía más de cincuenta años, y aunque los huesos de Gaetano reposaban en el cementerio cercano, jamás había tenido intención de permanecer en Italia. En una ocasión, Joseph le había escrito a Antonio que ojalá su madre hubiera seguido a Gaetano a ese maravilloso país; Antonio sabía que ese deseo solo se lo había expresado a él. Y también sabía que Joseph quería que su hermano Nicola fuera a vivir con él a Estados Unidos; pero Nicola estaba destinado a ser víctima de la inoportunidad. Justo cuando era lo bastante mayor para comenzar a viajar solo, las restricciones migratorias de los Estados Unidos se volvieron casi insuperables. En 1925, Nicola fue llamado a filas por los fascistas, y no lo licenciaron hasta 1940, cuando ya era padre de cuatro hijos. El matrimonio de Nicola con Angela Paone, cuya familia en el valle estaba emparentada con los Rocchino, había sido concertado por la madre de aquel durante uno de los permisos en que volvió a casa. Marian quería arraigarlo en el valle, y que ocupara la posición del cabeza de familia, pues Sebastian era incapaz de asumirla. Mientras Antonio escuchaba a Nicola expresar su alivio por encontrarse lejos del campo de batalla, pensaba con tristeza en que su primo probablemente no sabía lo que le esperaba; y mientras la cena terminaba, los aliados probablemente se preparaban para cruzar el Mediterráneo y llevar la guerra a la tierra natal de Nicola y el resto de su familia.
Antonio regresó a París a mediados de enero de 1943, con Adelina y sus tres hijos; a los niños los matriculó en una escuela italiana, y a su mujer la metió en su negocio, utilizando sus virtudes como contable, aparte de ser la única persona de la ciudad en la que podía confiar plenamente. París era ahora una ciudad de intrigas y engaños, y allí donde iba Antonio supuestamente estaba rodeado de espías y agentes dobles. Los oficiales nazis entraban en su tienda más para curiosear que para comprar, y algunos civiles que Antonio no había visto nunca a menudo parecían escuchar las conversaciones de los alemanes junto a su mostrador. Los cafés estaban llenos de oficiales del ejército que hablaban alemán con mujeres de pelo rubio, quizá sus esposas o amantes, aunque sin esa actitud de informalidad turística; hablaban de manera solemne, casi nunca reían, y no decían absolutamente nada cuando los camareros estaban cerca. Pero por lo que yo puedo decir, todavía hay franceses a quienes no les importa que los alemanes estén aquí, escribió Antonio en su diario. Algunos franceses todavía hacen hincapié en las cosas buenas que los alemanes supuestamente han traído a París durante los años de la ocupación. Por ejemplo, los alemanes han prohibido fumar en los cines, que solían estar llenos de humo. A los guardias de tráfico, que solían ir stracciati [harapientos] les han dado uniformes más nuevos, y han puesto en vigor normas y regulaciones de carretera. Por la noche hay menos agresiones y robos en las calles. Muchos delincuentes han emigrado. El conserje de nuestro edificio de la Rue de la Paix, que antes odiaba a los alemanes —y que me odiaba a mí, porque soy italiano, a pesar de todo lo que he hecho por él—, ahora parece un propagandista alemán. Lo mismo se puede decir del conserje de nuestro apartamento en la Avenue Rachel. Solía maldecir a los alemanes, pero ahora habla de sus impecables uniformes y de cómo han limpiado la ciudad. Las calles están más decentes. No hay huelgas…
Algunos dirigentes del Gobierno francés de antes de la guerra, entre ellos el exprimer ministro Léon Blum, habían pasado algunos meses encerrados como prisioneros del Estado francés. Aunque el Gobierno de Vichy había intentado condenarlo por traición en un juicio que había terminado sin veredicto en 1942, hacía poco había entregado al socialista de setenta años a los alemanes (bajo cuya custodia apenas sobreviviría a la guerra en los campos de Buchenwald y Dachau). Los colaboracionistas de Vichy, un grupo cuyo ciudadano más distinguido era el mariscal Pétain, habían instituido una versión francesa de la Gestapo durante el invierno de 1943; se denominaba la Milice, y bajo la dirección de Joseph Darnand inmediatamente puso en marcha una campaña antisemita que rivalizaba con la de sus amos nazis. Numerosos judíos franceses fueron detenidos con falsas acusaciones y entregados a los alemanes, que los transportaron a lejanos campos de trabajo y a menudo al exterminio. El movimiento de resistencia antialemán en Francia aumentó enormemente gracias a los judíos que se escondían de la Milice, y que se unieron a los comunistas clandestinos que habían estado cada vez más activos desde que Hitler traicionara a Stalin en 1941, una traición que Rusia vengaría en febrero de 1943 derrotando al ejército alemán en Stalingrado. Sin embargo, los aliados de los nazis y los colaboracionistas de París no cuestionaban abiertamente la convicción de que Alemania ganaría la guerra, y si Antonio comenzaba a tener dudas, como así ocurría, el embajador italiano que lo convocó en la primavera de 1946 recalcó enérgicamente la inevitabilidad del triunfo de Hitler. El embajador se mostró hostil conmigo desde el primer momento, escribió Antonio. Mi nombre figuraba en una lista de antifascistas, y me advirtió que yo tenía importantes enemigos en Francia, y que más me valía andar con cuidado. Dijo que en ningún momento debía dudar de la victoria de Hitler y Mussolini, y que lo que tenía que hacer era creer en ella y obedecer. Creo que le incomodó ser tan grosero conmigo, pero le di las gracias por su advertencia. Cuando salí del edificio estaba indignado y mortificado. Los guardias, que siempre me saludaban afablemente, ahora me miraban de manera distinta. Soy sospechoso de algo… Sí, debo andarme con cuidado. Pero ya no puedo ir con más cuidado. Toda la ciudad está nerviosa. Todo el mundo sospecha de todo el mundo. A los oficiales alemanes que entran en la tienda ya no se les ve tan seguros ni relajados. La guerra en Rusia no ha contribuido al prestigio alemán. Y los Estados Unidos están ayudando a Rusia, en otro caso de extrañas alianzas en tiempos de guerra. Los Estados Unidos entraron en la Primera Guerra Mundial para aniquilar el imperialismo alemán. Pero después de la guerra, los Estados Unidos y Gran Bretaña ayudaron a Alemania a recuperarse. ¿De qué sirvió esa guerra que se cobró tantas víctimas? ¿Puede ocurrir lo mismo otra vez?