En los Estados Unidos, la noticia de la declaración de guerra de Italia a Francia provocó la decepción y la indignación de la Casa Blanca, y cuando el presidente Franklin D. Roosevelt llegó a la Universidad de Virginia para pronunciar el discurso inaugural, proclamó ante el público: «En este décimo día de junio de 1940, la mano que sujetaba la daga la ha hundido en la espalda de su vecino». El presidente quedó muy frustrado al ver que sus llamamientos de los últimos meses al Gobierno de Roma y al papa Pío XII no habían conseguido impedir que el ejército italiano siguiera a las fuerzas de Hitler al interior de Francia, y su indignación contra el Duce fue aplaudida por los asistentes, y al día siguiente quedó reflejada en la página editorial de The New York Times:
Con el valor de un chacal que sigue los pasos de un animal de presa más audaz, Mussolini por fin ha salido de su emboscadura. Sus motivos para llevar a Italia a la guerra contra los aliados son más claros que el agua. Quiere compartir el botín con el que cree que se hará Hitler, y ha decidido entrar en la guerra justo en el momento en que considera que puede conseguirlo al menor coste y riesgo. Este es el final de tantas semanas de vacilación, de tanta ávida vigilancia, de tanto husmear cautamente el aire, de tanto espléndido valor mantenido a raya a la espera de alguna señal de debilidad de sus víctimas. El fascismo se pone en marcha cuando cree oler la carroña.
De repente aumentaron los signos de antiimperialismo en los Estados Unidos: «espagueti», «macarroni» e insultos parecidos se oían más a menudo en un país en el que habitaban cinco millones de residentes de ascendencia italiana; efigies del Duce fueron quemadas en muchas ciudades americanas; y los miembros italoamericanos de diversos clubs «italianos» del país cambiaron el nombre de sus organizaciones sociales por el de «Club Colón», buscando unir sus raíces mediterráneas a los laureles del almirante genovés del siglo XV.
Muchos diplomáticos y hombres de negocios americanos que en el pasado habían aceptado honores del Gobierno italiano devolvieron sus medallas y sus diplomas; y cuando al alcalde de Nueva York, La Guardia, se le preguntó si haría lo mismo con las medallas de combate que había recibido como aliado de Italia en la Primera Guerra Mundial, el exoficial de la fuerza aérea de los Estados Unidos negó con la cabeza y dijo que las guardaría para llevarlas durante las futuras misiones de bombardeo, dando a entender, por si cabía alguna duda, que si los Estados Unidos se unían a Francia y Gran Bretaña contra Mussolini y los nazis, él estaba dispuesto a atacar la patria de sus antepasados.
Esa era la postura pública de casi todos los políticos y celebridades italoamericanos después del discurso de Roosevelt; primero eran americanos, y luego italianos. Y sin embargo, en la intimidad de sus casas, lejos de los reporteros y de las tribunas de los desfiles del Día de Colón, muchos esperaban y rezaban por que los Estados Unidos permanecieran neutrales en ese conflicto europeo. No solo tenían parientes cercanos y amigos que vivían al otro lado, sino que en privado estaban menos desencantados con el Duce de lo que fingían en público. Mussolini había conseguido muchas cosas en Italia, y había despertado el orgullo nacional de los italianos en todo el mundo. En una nación de líderes políticos débiles y aduladores, él simbolizaba la audacia y la fuerza, y posaba con el pecho desnudo y musculoso en compañía de bañistas y pescadores en la playa, y saltaba sobre su caballo los setos de Villa Borghese, en Roma, y ayudaba a los campesinos, los albañiles y los herreros a hacer su trabajo (jactándose de que, al ser el hijo de un herrero, había sido un trabajador manual en su tierna juventud); y simultáneamente no mostraba ninguna humildad ante los estadistas con traje de raya diplomática de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, esas naciones desagradecidas que habían «mutilado» la participación de Italia en el botín de la Primera Guerra Mundial, y contra las cuales estaba dispuesto a movilizarse y también a negociar, pues como había escrito su mentor Maquiavelo, y a menudo citaba el Duce: «Los profetas armados vencieron y los desarmados perecieron». Al mismo tiempo, Mussolini había hecho las paces con la Iglesia, cosa que sus predecesores políticos no habían conseguido desde el Risorgimento; y había restaurado el orden y la seguridad pública en las antaño inseguras calles de la capital y otras ciudades importantes: tomando medidas enérgicas contra mendigos y ladrones, aplastando a los sindicatos huelguistas y a los comunistas alborotadores, y exiliando y encarcelando al subgobierno de la Mafia al darles carta blanca a quienes imponían la ley fascista, a quienes poco importaban los juicios justos.
Aunque Mussolini no había conseguido que todos los trenes italianos llegaran a la hora, sin duda había mejorado el sistema ferroviario, que anteriormente había funcionado a conveniencia de los revisores; y otro logro de su política interna habían sido sus vastos programas de rescate de tierras: su conversión de zonas como las Lagunas Pontinas del sur de Roma, infestadas de malaria, en nuevas poblaciones habitables como Littoria. En una ceremonia celebrada al completarse el proyecto, anunció: «Antes, para encontrar trabajo había que cruzar los Alpes o el océano. Hoy en día la tierra está aquí, solo a media hora de Roma. Aquí es donde hemos conquistado una nueva provincia». Encabezando una columna de quinientos automóviles que iban de Turín a Milán, Mussolini inauguró la autostrada. Montado a caballo en Roma, por una calle flanqueada de pinos y de las ruinas de los césares, Mussolini inauguró la Via dell’Impero. Ese mismo día ya había presidido la apertura de un complejo deportivo con un estadio rodeado de sesenta estatuas de mármol de atletas, y un obelisco de diecisiete metros de altura rematado en oro.
A los chavales campesinos semianalfabetos y a los indigentes urbanos incapaces de eludir el servicio militar, y cuya falta de lealtad a nada que no fuera su familia había contribuido durante tanto tiempo a que Italia gozara de la dudosa reputación de producir los peores soldados del mundo, Mussolini les pronunció discursos apasionados, exhortándolos a emular a los guerreros romanos, a olvidar lo que pudieran haber oído de Caporetto, y a concentrarse en los constructores de monumentos que habían transformado la piedra en mármol y habían fundado un imperio que los fascistas estaban dispuestos a revivir siguiendo la máxima del Duce: Credere, Obbedire, Combattere!: «¡Creer, Obedecer, Luchar!». Estas palabras las pronunció en cuarteles militares y centros de reclutamiento de todo el país, y se grabaron en edificios públicos grandes y pequeños, en ciudades y poblaciones de Milán a Maida; y Mussolini proclamó la invasión de Etiopía en 1935 como el primer paso hacia la restauración del antaño gran Imperio italiano. Las parejas casadas de Italia y los Estados Unidos donaban sus alianzas de oro al Duce para ayudar a sufragar el costo de su conquista, y un mitin italoamericano en el Madison Square Garden de Nueva York en apoyo de la invasión de Etiopía atrajo a una multitud de más de veinte mil personas, entre ellas italoamericanos tan prominentes como el alcalde La Guardia. Eso fue cinco años antes del discurso de la-puñalada-en-la-espalda de Roosevelt, y en los Estados Unidos, en aquella época, la popularidad de Mussolini (con la salvedad de los negros y las organizaciones izquierdistas que se oponían a la entrada de Italia en África) era alta no solo entre los votantes italoamericanos de La Guardia —con lo que resultaba políticamente oportuno que los acompañara en el Madison Square Garden—, sino entre americanos medios de todo el país. El nombre del Duce, de hecho, había aparecido en un éxito de Cole Porter de 1934: «Eres lo más, eres Muss-o-li-ni…».
Entre los que asistieron a la concentración del Madison Square Garden de 1935 se encontraba Joseph Talese. Había llevado a su esposa, Catherine, y a su hijo de tres años a visitar a la familia de esta en Brooklyn durante unos días, y aquella noche partió solo para coger el metro hasta Manhattan. Cuando les dijo a los padres de su mujer adónde iba, entre la numerosa familia reunida a la mesa de los Di Paola surgieron algunos reparos, no solo del padre de Catherine, Rosso, que era apolítico, sino del cuñado de Catherine, el músico nacido en Maida Nicholas Pileggi. Cuando eran jóvenes y vivían en el pueblo, Joseph y Nicholas se habían manifestado juntos como miembros de las Juventudes Socialistas; pero desde la llegada de Joseph a Estados Unidos, y su integración en la comunidad conservadora de Ocean City, había abandonado cualquier resabio de socialismo. Pileggi, al contrario, en los Estados Unidos se había comprometido todavía más con el socialismo: en su sindicato de músicos de Nueva York había solicitado ayuda económica y reclutado seguidores para el líder socialista Norman Thomas; y como empleado habitual en la fábrica de zapatos Empire Shoe de Brooklyn (donde Pileggi y otros músicos italoamericanos se ganaban la vida entre bolo y bolo con la banda), había formado un grupo de trabajadores antifascistas pequeño pero activo que asistía a discursos y distribuía panfletos y periódicos izquierdosos de uno de los archienemigos de Mussolini en América, el editor y anarquista italiano Carlo Tresca.
Tresca, un intelectual alto y de barba gris, había nacido en el seno de una destacada familia de Sulmona, una población del centro de Italia, a unos ciento veinte kilómetros al este de Roma. De niño, su madre lo envió al seminario, de donde Tresca salió (al igual que su héroe Garibaldi décadas antes) con un odio hacia los sacerdotes que perduraría toda su vida. Cuando posteriormente Tresca se convirtió en editor de periódico, fue su inquina contra los curas, más que sus posturas políticas radicales, la causa de sus conflictos con la ley en Italia. No solo creía que muchos sacerdotes estaban obsesionados con el sexo, sino que también se creía con derecho a publicar los nombres de esos clérigos y las pruebas incriminatorias que sustentaban su opinión, un servicio periodístico que le granjeó suficientes pleitos por libelo y penas de cárcel como para decidirle a emigrar a los Estados Unidos.
Primero como director de Il Proletario y posteriormente como editor de Il Martello, Tresca pretendía que sus palabras de advertencia e indignación hicieran reaccionar a los barrios italianos de América. Sus editoriales condenando la hipocresía moral de la Iglesia, la venalidad del sistema de los padrone, el veredicto tendencioso en el juicio de Sacco y Vanzetti, la brutalidad de los rompehuelgas que se enfrentaron a los trabajadores del ferrocarril en el Medio Oeste y en las abusivas fábricas del este, se convirtieron en el manifiesto de un nuevo Risorgimento italoamericano para lectores como Nicholas Pileggi. Después de escuchar hablar a Tresca en un mitin antifascista en la Union Square de Manhattan, a principios de la década de 1930, Pileggi se convirtió en su devoto seguidor, y en un fastidio para su primo Joseph cada vez que se reunían a la mesa de los Di Paola en Navidad y en otras reuniones familiares. Allí, hasta el amanecer, entre botellas de vino y cuenco llenos de cáscaras de nueces vacías, esos hijos nativos del sur de Italia y sus parientes y amigos debatían los méritos y deméritos de Mussolini, como ocurría en otras mesas a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Mussolini había dividido a los inmigrantes italianos, al igual que sus escarpados pueblos y ciudades del otro lado del mar habían estado siglos divididos, uniéndose solo durante los terremotos y otros desastres. Pileggi argüía que Mussolini era el nuevo desastre de Italia, mientras que su primo afirmaba que era demasiado pronto para decirlo. Avergonzado por el escaso reconocimiento social que tenían los italianos en América, Joseph había encontrado consuelo en la identificación del Duce con la antigua Roma, y con la preeminencia de Italia en la música clásica, la poesía y el arte.
«Los italianos trajeron el arte y la cultura al mundo cuando los malditos anglosajones todavía vivían en cuevas como salvajes y se pintaban la cara de azul», gritó Joseph una noche, furioso porque su primo y uno de sus amigos anarquistas pretendían ridiculizar a Italia mientras ensalzaban los logros culturales del Imperio británico, que no se veía constreñido por las represiones del catolicismo y el Estado fascista. Los ingleses eran la nación que menos le gustaba a Joseph. Los culpaba de haber engañado a los italianos en el Tratado de Versalles de 1919; a ellos y a su pariente anglosajón de la Casa Blanca, Woodrow Wilson (que en una ocasión se había referido a los italianos de Estados Unidos como «una maldita chusma»); y ahora, mientras Mussolini se expandía hacia Etiopía, eran los ingleses, de entre todas las naciones, quienes censuraban el colonialismo al tiempo que recibían al majestuoso Haile Selassie en Londres como si fuera un héroe depuesto.
Naturalmente, Joseph se guardaba esos pensamientos cuando estaba en Ocean City, donde quizá no fueran muy apreciados por su clientela anglosajona. Pero durante esas discusiones nocturnas en Brooklyn, después de que Rosso y Angelina se hubieran ido a la cama, y mientras las esposas más jóvenes lavaban los platos en la cocina con sus hijos amodorrados en sus tronas, sobre los restos de fruta y tarta que habían tirado al suelo, Joseph defendía a Mussolini con vehemencia y sin ayuda de nadie frente al grupito izquierdoso de Nicholas, todos ellos descontentos músicos sindicalistas con las uñas ennegrecidas de tanto trabajar en la fábrica de zapatos, y todos ellos apóstoles del ateo y anarquista Carlo Tresca, el cual, en opinión de Joseph, probablemente no era menos fascista que ese otro producto del periodismo apasionado, Benito Mussolini. Fueran de extrema izquierda o extrema derecha, esos dos líderes pretendían lo mismo: el control de las masas. Joseph no era partidario, ni tampoco una autoridad, del movimiento fascista italiano, pues había abandonado el país dos años antes de que Mussolini se hiciera con el poder en 1922; pero dudaba que, en el ínterin, Italia pudiera haber llegado a ser peor de lo que había sido antes. En cualquier caso, debido al orgullo que sentía Joseph y a su actitud a la defensiva acerca de sus orígenes italianos, se sentía incómodo cuando oía que alguien ridiculizaba a Italia, la cual, al fin y al cabo, ahora intentaba dejar atrás su reputación de país poco militarista y de malos soldados, de cobardes, imboscati, siempre eludiendo sus obligaciones. Qué alivio tener un líder que invadía otros países para variar, en lugar de quedarse en casa y esconderse en las colinas a la espera de entregarse a otro conquistador del suelo italiano. Aunque Joseph no era en el fondo fascista, su primo y otros italianos chaqueteros hacían que lo pareciera cada vez que iba a Brooklyn.
Cada vez que llegaba, parecía que su primo había llenado el comedor de un número aún mayor de socialistas y anarquistas de uñas sucias dispuestos a acallar con sus gritos cada afirmación proitaliana de Joseph. Ser proitaliano en aquella época, por desgracia, se consideraba equivalente a ser profascista, pero Joseph expresaba con firmeza lo que sentía. A veces se preguntaba cómo era posible que él y Nicholas hubieran acabado siendo tan distintos políticamente. Aunque nacido y criado en el mismo lugar que Joseph, y bajo la misma luz orientadora de San Francisco, Nicholas se había vuelto ateo, se había negado a bautizar a su hijo recién nacido, y lamentaba haberse casado por la Iglesia con Susan di Paola. Últimamente lo había admitido delante de Joseph, que se había quedado escandalizado y sin saber qué decir; y Joseph sabía que Nicholas nunca reconocería su boda católica ante sus amigos judíos y protestantes de Union Square, los defensores de Emma Goldman, John Reed, Norman Thomas y otros que se sumaban a Tresca a la hora de denigrar a Mussolini y a los italianos, y que sin duda contribuían al odio hacia sí mismos que en aquella época sentían muchos italianos como su primo. Joseph nunca se lo diría a Nicholas a la cara, pero lo creía de verdad. Y si los italoamericanos seguían siendo el grupo de inmigrantes más indeseable de los Estados Unidos, como había proclamado hacía poco un sondeo de opinión, Joseph culpaba a sus compatriotas. En lugar de apoyarse mutuamente como las demás minorías —que para combatir los prejuicios canalizaban sus energías creando poderosas organizaciones nacionales como B’nai B’rith o la NAACP[4]—, los italoamericanos se peleaban entre ellos; y cuando formaban organizaciones, creaban tantas —los clubs Garibaldi, los clubs Mazzini, los clubs Colón, las logias de los Hijos de Italia, y muchos más, cada uno encabezado por un líder que envidiaba a los demás— que los italianos de los Estados Unidos parecían prácticamente incapaces de ponerse de acuerdo ni en las reglas para jugar a bocce. ¿Qué se podía hacer con esa gente? En Italia, Mussolini intentaba hacerlos entrar en razón a base de palos, organizarlos en fasces como habían hecho los grandes césares: elevarlos, educarlos en el esplendor de su pasado. Si era parte integral del credo fascista, Joseph no veía razón para oponerse. Siempre había sido sensible a los constructores de monumentos, a quienes obraban milagros en el cielo, a los líderes fuertes en la tierra. Joseph, al igual que muchos hombres que habían crecido lejos de sus padres, tenía tendencia a crear ídolos.
Sin embargo, el discurso de Roosevelt de 1940 llevó a Joseph a ser más cauto a la hora de defender abiertamente a Italia. Llevaba más de una década siendo ciudadano americano, y no era responsable de la situación en Italia. Desde que abandonara su tierra natal en 1920, nunca había deseado volver, ni de visita…, contrariamente a lo que afirmaba en las cartas a su madre. Cada mes había enviado dinero y provisiones a Maida. Había enviado dinero suficiente al sacerdote de su antigua parroquia para que se acordara de su familia en la misa dominical. Había llorado a lágrima viva la defunción de sus abuelos Ippolita y Domenico, que habían muerto de viejos, y de su profesor de historia don Achille, que había muerto en un desprendimiento de piedras que había aplastado su carruaje y matado a su caballo. Joseph enviaba regalos de boda, de bautizo, subvenciones y préstamos en respuesta a cada anuncio y petición del extranjero. Pensaba constantemente en Maida. Pero en cuanto hubo desembarcado en América, allí fue donde quiso quedarse. En sus pesadillas, a menudo se veía como un hombre de mediana edad en Maida, incapaz de regresar a América, encerrado en el pueblo por alguna infracción inconcreta, postrado en la cama junto a Sebastian. Si Mussolini y Roosevelt iban camino de colisionar, lo cual, por desgracia, parecía ser el caso, Joseph sabía cuál era su lugar; de hecho, ya lo había declarado cuando se convirtió en ciudadano americano. Sin embargo, por dentro lo atormentaba un gran sentimiento de culpa por el giro de los acontecimientos. Ahora inventaba excusas para evitar ir a Brooklyn, pues no deseaba enfrentarse a la —imaginaba— petulancia y soberbia de su primo y los demás italianos cuando le espetaran te-lo-advertimos. Joseph despreciaba a Roosevelt por haber provocado una mayor animosidad contra los italianos de Estados Unidos, y juró que nunca volvería a votarle. En noviembre de 1940, Joseph se pasó para siempre al Partido Republicano, respaldando a Wendell L. Willkie en la carrera presidencial.
Había otros italoamericanos igual de molestos con Roosevelt, como resultaba evidente en la prensa, en la que algunos prominenti acusaban al presidente de ser antiitaliano; pero el consuelo que eso pudiera aportarle a Joseph se perdía en su tristeza e incluso amargura por la caída en desgracia del hombre con el que contaba para restaurar el poder y el orgullo del pueblo italiano. Ahora que al Duce no se le consideraba mejor que Hitler, ¿a quién podía admirar entre los italianos contemporáneos? A Joseph se le ocurrían muy pocos, y esos pocos, con muchas reservas.
A lo mejor eso explicaba por qué los italianos, de manera colectiva, solo podían admirar a la gente que llevaba muerta varios siglos. Solo los santos sobrevivían al escrutinio y los celos de los italianos. Solo cuando mencionaban a sus santos los italianos eran el pueblo más generoso y magnánimo de la tierra. Joseph se sentía avergonzado y decepcionado al admitir que los italianos que más admiraba en el mundo habían nacido, de manera invariable, en el norte de Italia. ¿Por qué seguía siendo así en 1940, medio siglo después de la emigración en masa de meridionales a los Estados Unidos? ¿Acaso sus compatriotas del sur eran realmente tan estúpidos y poco ambiciosos como para prosperar rápidamente en América, como no fuera a través de la Mafia? ¿O quizá los meridionales honestos y serios se encontraban con el obstáculo de los anglosajones llenos de prejuicios, que controlaban el país y que veían con mejores ojos a los inmigrantes de Piamonte y la Toscana, generalmente de piel más clara? En Argentina, por ejemplo, los inmigrantes del sur habían obtenido un poder legítimo al cabo de una sola generación. Por no hablar de lo que había progresado su primo Antonio en París. Pero en los Estados Unidos, donde la abrumadora mayoría de los cinco millones de pobladores italianos eran refugiados del viejo reino Borbón que se extendía entre Nápoles y Palermo —un número que habría sido mucho mayor de contarse los numerosos meridionales que disimulaban su origen cambiando su nombre, o mintiendo u ocultándolo a los encuestadores del censo—, seguía siendo innegable el hecho de que cuando Joseph quería confirmar la valía de los italianos de Estados Unidos, tenía que volverse hacia una pequeña fracción de septentrionales.
El más importante entre estos era el financiero radicado en California Amadeo P. Giannini, que había comenzado siendo un pequeño banquero del barrio italiano de San Francisco para acabar fundando en 1930 el poderoso Bank of America, que pronto tendría sucursales por todo el país. Los antepasados de Giannini eran de Génova, un lugar con el que ningún italoamericano meridional en busca de una identidad regional que le enorgulleciera podía identificarse; pero, igual que en el caso de Cristóbal Colón, Joseph se conformaba con lo que encontraba. La Orquesta Sinfónica de la NBC estaba dirigida por otro septentrional al que Joseph admiraba: Arturo Toscanini, nacido en Parma, al sureste de Milán; pero Toscanini, en 1940, había colocado como primer flautista a un italiano del sur, un futuro compositor y director llamado Carmine Coppola. Coppola tuvo un hijo que en Hollywood se convertiría en director de películas como El padrino. Pero, igual que en el caso de Coppola hijo —al que le habían puesto de nombre Francis Ford Coppola porque había nacido en Detroit—, los hijos famosos del reino Borbón (entre los que se incluían la candidata a la vicepresidencia de las elecciones de 1984 Geraldine Ferraro, el senador por Nueva York Alfonse D’Amato, el arquitecto Robert Venturi, el artista Frank Stella y la líder feminista Eleanor Cutri Smeal) aún tardarían una generación en triunfar y ser reconocidos. Los italoamericanos más típicos del sur durante la época de entreguerras eran figuras tan discretas como Nicola Iacocca, que había trabajado de zapatero, cocinero en locales de comida rápida y vendedor de neumáticos de automóvil en Allentown, Pensilvania (su hijo Lee se convertiría en presidente de la Ford Motor Company en 1970); y Andrea Cuomo, que cavaba alcantarillas al norte de Nueva Jersey (su hijo Mario sería elegido gobernador de Nueva York en 1982). En 1940 el único nombre italiano famoso en la política estadounidense era naturalmente el alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, y si al popular político no le molestaba que se mencionaran los orígenes de su padre, Achille, director de una banda de música (nacido en la población meridional de Foggia), diferente era su actitud con los orígenes de su madre judía nacida en Trieste, Irene. Cuando ese detalle fue revelado en un periódico yiddish de Nueva York durante su primer mandato como alcalde, La Guardia al principio se negó a comentarlo.
Y aunque los italianos de los Estados Unidos parecían mostrarse inseguros y divididos —sobre todo después del discurso de la-puñalada-en-la-espalda de Roosevelt en 1940—, había un político que creía poder aprovechar la situación y hacer que muchos italianos descontentos se pasaran a su bando. Era el candidato republicano a presidente, Wendell L. Willkie. Y durante su campaña en contra de Roosevelt, a menudo retaba al presidente a que volviera a referirse a los italianos como gente que te apuñalaba por la espalda. Pero Roosevelt evitó hacerlo. Aunque los dos iban muy igualados —Willkie ganaba en casi todos los barrios de mayoría italoamericana—, Roosevelt consiguió un tercer mandato con un voto popular sin precedentes de veintisiete millones de votos contra los veintidós de Willkie. Después de eso, por lo que se refería a los italianos de Estados Unidos, las cosas solo empeoraron.
La declaración de guerra de Roosevelt contra Japón después del ataque aéreo por sorpresa a la base naval americana de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, implicaba que los aliados de Japón en el Eje, Italia y Alemania, se veían obligados a tomar partido contra los Estados Unidos, con lo que los americanos de ascendencia italiana ahora estaban oficialmente en guerra contra sus familias de Italia. La situación de Joseph era típica: aunque hacía ostentación de patriotismo ofreciéndose voluntario para patrullar por el paseo marítimo con los demás miembros del Rotary Club, sus hermanos y otros parientes de ultramar llevaban el uniforme fascista y se pavoneaban al paso de la oca que Mussolini había introducido con la esperanza de que sus soldados parecieran y actuaran de manera más belicosa que las tropas nazis, que el Duce envidiaba y reverenciaba.
Pero, por desgracia para el Duce, no podía convertir a los italianos en alemanes; desde el principio de la guerra, el desempeño en el campo de batalla de sus compatriotas a menudo le avergonzaba. En 1940 sus fuerzas apenas habían obtenido alguna ventaja merecedora de armisticio contra los debilitados franceses —la rendición de Francia a Italia tuvo más que ver con los fuertes deseos de Hitler que con los tímidos invasores de Mussolini—, y el ejército italiano fue igualmente incapaz en su ataque a Grecia de 1940 (en el que los italianos volvieron a necesitar la ayuda alemana). E Italia no se mostró más perseverante en las campañas africanas que siguieron, desde 1941 hasta la totalidad de 1943; todos los avances italianos en el desierto venían seguidos de errores y reveses militares, incluyendo el que tuvo lugar en Etiopía, que permitió a los británicos devolver a su palacio y a su trono al depuesto emperador, Haile Selassie. Mientras que el exasperado Mussolini solo podía concluir que los generales y los soldados italianos eran indignos de su liderazgo, una explicación más plausible la ofreció quizá el corresponsal en Roma de The Christian Science Monitor, Saville R. Davis, que observó: «En las batallas actuales no es posible combatir con un ejército de objetores de conciencia».
El carácter nacional italiano, individualista en extremo, simplemente no permitía que Mussolini (y puede que ningún otro) lo transformara en una máquina de guerra. Y en ese momento de su historia, el pueblo italiano no estaba para disciplinas. Cualquiera que lo dudara tan solo tenía que ver cómo marchaban los soldados italianos en un desfile: casi nunca iban al paso. El soldado italiano medio no tenía ninguna razón para combatir en la Segunda Guerra Mundial. En la Primera al menos había existido esa antigua animosidad contra Austria, que se remontaba a una época anterior al Risorgimento. Pero en la Segunda Guerra Mundial, ¿cómo iban a convencerlos de que odiaran a alguien, después de lo poco que habían obtenido tras el costoso triunfo de la Primera? El pueblo italiano no tenía ninguna disputa real con los franceses, ni con los británicos, cuyo país desde mucho tiempo atrás había enriquecido a Italia con amistosos turistas y escritores viajeros que la admiraban; y mucho menos tenían ninguna cuenta pendiente con los Estados Unidos, donde habían surgido numerosísimas Pequeñas Italias que generaban los ingresos que impedían que multitud de italianos murieran de hambre. También era cierto que los hombres italianos, por su mismísima naturaleza, eran reacios a matar de una manera impersonal, que era lo que se esperaba que hiciera un soldado, y a lo que los reclutas de casi todos los países se adaptaban fácilmente. Pero aunque el italiano medio pudiera ser de gatillo fácil al vengar una afrenta personal —que otro hombre le guiñara el ojo a su novia; que sedujera a su mujer; que le robara las ovejas: tres ofensas que muchos italianos impetuosos castigaban con igual vigor—, ese mismo hombre, de manera instintiva, retrocedía ante el derramamiento de sangre impersonal que era endémico en los campos de batalla ocupados por una infantería en lucha cuerpo a cuerpo, por tanques y ametralladoras. Si algo se sabía de la historia de Italia, era que el enemigo de hoy sería el amigo de mañana; y que en los conflictos librados a instancias de los reyes, de dictadores o políticos, había muy poco por lo que valiera la pena morir.
Había sin duda italianos que eran excepciones a la norma, y muchos de ellos trabajaban para la Mafia, en la que quizá se alistaban casi todos los italianos que habían nacido para «soldados», y en la que todavía existía el residuo de la sangre depredadora que había fluido siglos atrás por las venas de los guerreros romanos. Los mafiosi eran, si no otra cosa, los italianos más capaces de matar de manera «impersonal»: si hacía falta provocaban la muerte de absolutos desconocidos para cumplir la orden de un capo mafioso, que la transmitía desde arriba de manera rutinaria. Muchos de los mejores soldados de la Mafia habían emigrado a América después de ver restringidos sus derechos civiles, en Sicilia y en el sur de Italia, por las frecuentes e ilegales redadas de los agentes del orden fascistas. Pero cuando Mussolini necesitó a un pistolero fiable, como le ocurrió en 1943, irónicamente se vio obligado a contratar, a través de un diputado fascista, a un carísimo asesino que estaba a sueldo de un jefe de la Mafia de Brooklyn nacido en Sicilia, a quien los agentes de la ley del Duce habían expulsado de Italia por indeseable. Poco después de que el jefe mafioso hubiera recibido el contrato y una lucrativa paga y señal, aprobó la orden y la transmitió a sus soldados para que la cumpliera uno de ellos, un magnífico tirador de origen siciliano llamado Carmine Galante, que hizo su trabajo de manera eficaz. Después de seguir durante días al hombre a quien Mussolini había acabado aborreciendo como su archienemigo político en los Estados Unidos, hasta el punto de querer eliminarlo, el mafioso Galante finalmente se enfrentó con el hombre en una oscura calle del sur de Manhattan y le alojó varias balas en uno de sus pulmones y en el cerebro.
Carlo Tresca murió casi en el acto.