Ser italiano en París había sido una experiencia agradable y provechosa para Antonio Cristiani, pero en el otoño de 1937, durante la semana en que diversas muestras de sus confecciones se habían exhibido en la Exposición Internacional de París de Artes y Técnicas de la Vida Moderna, se mostraba insólitamente taciturno. Hacía poco había experimentado premoniciones de desastres: las leves brisas otoñales que azotaban las banderas en lo alto de muchos pabellones de la exposición traían una enigmática calma y le recordaban la atmósfera de Maida antes de un terremoto.
Esa misma semana había sentido dolores en el pecho y vértigo, y enseguida había ido al médico; este, tras examinarlo, afirmó que gozaba de buena salud para ser un hombre de cuarenta y tres años, lo cual le hizo sentir peor. O bien le afectaba una enfermedad que no se podía detectar, o, al igual que muchos de sus compatriotas italianos de los que se había burlado en el pasado, él también había caído víctima de la maldición del pesimismo meridional: esa costumbre consagrada por el tiempo de inventar enfermedades de las que quejarse.
Pero no había nada imaginario en sus pesadillas. Invadían sus horas de sueño y le impulsaban a levantarse de un salto de la cama, despertando no solo a su mujer, sino a sus tres hijos; y luego, por la mañana, era reacio a comentar con Adelina lo que le preocupaba, en parte porque no estaba del todo seguro, y en parte porque lo que le despertaba era demasiado alarmante para revelarlo.
En sus pesadillas ella siempre estaba muerta, junto con sus hijos y docenas de otras personas y animales, todos amontonados en una pirámide abarrotada de esqueletos, con unos cuantos brazos y manos que se retorcían en dirección al cielo; y Antonio siempre estaba separado de ellos, boca abajo, impotente, pero vivo. En su diario había intentado describirlo, pero siempre había tachado el intento; y de repente, una tarde, mientras recorría la exposición, se quedó estupefacto al encontrarse con su pesadilla en un cuadro. Reconoció y se identificó con la representación que había hecho el artista de un hombre al pie de una montaña de personas azotadas por la calamidad: el hombre caído tenía los brazos extendidos, los ojos y la boca abiertos, y en la mano derecha blandía una espada rota junto al casco de un caballo y cerca del pie descalzo de una figura que tropezaba, y cuya postura se parecía a uno de esos sangrantes penitentes que Antonio había visto décadas antes en Maida. Lo que veía era el Guernica de Pablo Picasso en el pabellón de la República Española, un cuadro que recibía el nombre de un pueblo vasco que hacía poco había sido bombardeado por los aviadores de Hitler en la guerra civil española. Hitler se había aliado con el dictador español, el general Francisco Franco, al igual que Mussolini; y algunos de los parientes de Antonio luchaban en España, entre ellos su primo Domenico Talese, de veintitrés años, el hermano menor de Joseph.
Al ser un ciudadano italiano en París, donde cada día había manifestaciones en las calles que protestaban contra la guerra y condenaban a Franco, Hitler y Mussolini, se sentía inquieto por su futuro, pero había conseguido reprimir esos temores hasta que los vio audazmente representados por Picasso. Antonio volvió a sentir el sudor y el terror de aquel largo día antes de que él y miles de personas huyeran de París en vísperas de la Gran Guerra; pero eso había sido en 1914, cuando era un joven soltero con pocas posesiones y pocas preocupaciones, aparte de su propio bienestar. Ahora era padre de tres hijos nacidos en París, el más pequeño de los cuales tenía cinco meses; y si se veían obligados a irse, tendría que dejar su espacioso apartamento, su negocio, y los muchos colegas y amigos que él y Adelina habían acumulado durante una década de vida de casados en París.
Aunque Antonio había sido francófilo durante más de veinte años, no renunciaría a la ciudadanía italiana, por mucho que estuviera en desacuerdo con algunas de las políticas de la Italia fascista. La opinión mundial había comenzado a ver con malos ojos a Italia después de que las tropas de Mussolini hubieran invadido Etiopía en 1935, pero la alianza de Mussolini con Hitler en 1937 había perjudicado aún más la relación de Italia con sus aliados de la Primera Guerra Mundial: Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos; y aunque estos países habían permanecido oficialmente neutrales durante la guerra civil española, sus ciudadanos sentían antipatía hacia el dictador español, el alemán y el italiano. En ningún lugar se notaba más que en París, donde las facciones izquierdistas se habían hecho valer dentro de los sindicatos y la burocracia nacional, y en los bulevares y calles secundarias de la ciudad, ondeando banderas rojas mientras denunciaban el triunvirato dictatorial y fomentaban las huelgas en protesta contra la resistencia del Gobierno francés a unirse a la lucha de España contra las fuerzas del nazismo y el fascismo.
La hostilidad de los franceses hacia Mussolini a veces se convertía en un antiitalianismo que preocupaba a Antonio y a otros residentes italianos de la capital, pues ponía en entredicho su lealtad, y los obligaba a tener que decidir entre dos naciones que amaban. Los clientes franceses que ahora evitaban la tienda de Antonio, y los veteranos de guerra franceses que se habían mostrado insólitamente fríos hacia sus excompañeros de trinchera italianos que los habían acompañado en las ceremonias conmemorativas en honor de las víctimas de la Gran Guerra, no eran, en opinión de Antonio, totalmente representativos de la amistad que una mayoría de franceses corrientes dispensaba a los italianos. Pero no podía evitar el hecho de que los fuertes vínculos italofranceses que se habían forjado en el frente ahora corrieran el peligro de quedar enterrados con sus camaradas de guerra, a no ser que los líderes de ambos países rápidamente cambiaran sus políticas y restauraran la armonía que había existido entre esas dos naciones católicas.
En la intimidad de sus probadores, Antonio diplomáticamente instaba a los estadistas franceses e italianos que formaban parte de su clientela a reforzar los vínculos cada vez más débiles entre los dos países; y en su papel de presidente de la Federación Económica Italiana de Francia y líder de la asociación de veteranos de guerra italianos que vivían en París, reiteraba este tema en presencia de los embajadores y ministros de las demás naciones con los que se relacionaba, al ser invitado habitual en cenas y recepciones oficiales. Antonio consideraba a Mussolini un hombre más ladrador que mordedor, un egotista con una necesidad quizá neurótica de llamar la atención; sin embargo, consideraba que se podía razonar con el Duce, que había que razonar con él antes de que se lanzara en brazos de Hitler como único y más fuerte aliado. Mussolini era un dictador, pero, creía Antonio, solo un dictador podía haber devuelto el orden a Italia durante una década asolada por las huelgas como la de 1920, quizá salvando al país del comunismo; y vilipendiar a Mussolini por invadir Etiopía, como estaban haciendo los franceses y los británicos, parecía un tanto hipócrita, considerando la historia colonial de ambos países. Y peor aún —por lo que se refería a las relaciones entre Francia e Italia— era que la desaprobación por parte de Francia del colonialismo italiano, en 1936, fuera acompañada de la retirada de su embajador en Roma, un individuo que había disfrutado de la amistad y la confianza de Mussolini, el conde Charles de Chambrun, que sería reemplazado por el conde René de Saint-Quentin, que en nombre de Francia rechazó la exigencia de Mussolini de reconocer a Víctor Manuel III como rey de Italia y emperador de Etiopía. Los franceses no estaban dispuestos a ello, pues equivaldría a un reconocimiento oficial de la reciente apropiación africana de Italia, y la consecuencia fue que Mussolini impidió el traslado de Saint-Quentin. Por tanto, desde octubre de 1936 hasta octubre de 1938, los años en que Mussolini y Hitler entablaron discusiones de política exterior que afectaron a Europa y el Mediterráneo, el Gobierno francés se vio privado de la ventaja de tener un embajador en Roma. No solo Antonio sino muchos franceses lo consideraban un grave error diplomático, que empeoró aún más cuando Mussolini también retiró su embajador de París en 1937.
El funcionario francés que más se identificaba con la ruptura con Mussolini era un excliente de Antonio que, a primeros de junio de 1936, ascendió a primer ministro de Francia. Se trataba de Léon Blum. A sus sesenta y cuatro años, Blum se convirtió en el primer presidente de gobierno socialista y judío en la historia de Francia. Que dos meses después de la militarización del Rin por parte de Hitler —una época en que el pacifismo y la emancipación de la clase trabajadora parecía representar un objetivo político más importante en Francia que la insistente petición de más tanques por parte del coronel Charles de Gaulle— se eligiera a un intelectual judío izquierdista y no militarista enfureció a la derecha radical francesa; incluso algunos líderes judíos franceses se sentían incómodos por el triunfo de Blum. En su ascenso veían el riesgo de un posible aumento del antisemitismo francés, quizá hasta los niveles que había alcanzado en el siglo anterior durante y después del juicio de Alfred Dreyfus, en el que ese oficial judío del ejército francés había sido injustamente acusado de espiar para los alemanes. Un importante rabino de París instó a Blum a que declinara el honor de liderar el Gobierno francés, y las preocupaciones del rabino quizá se hicieron realidad cuando, el primer día de Blum como primer ministro, el diputado derechista Xavier Vallat declaró en la Asamblea Nacional: «Su toma de posesión, Monsieur le President du Conseil, es incontestablemente una fecha histórica. Por primera vez este antiguo país galo-romano será gobernado por un judío». Tras ser llamado de inmediato al orden por el presidente de la Cámara, Vallat no se calló. «Siento que es mi deber… —insistió— decir en voz alta lo que todo el mundo está pensando: que para gobernar esta nación de campesinos que es Francia es mejor tener a alguien cuyos orígenes, por modestos que sean, estén arraigados en nuestra tierra que tener a un sutil talmudista». De nuevo Vallat fue advertido por el presidente y otras personas de la Cámara, pero ninguno estaba más furioso que el propio Blum.
Ese mismo año Blum había tenido una experiencia mucho peor en París. A mediados de febrero, mientras iba en coche con los amigos socialistas por el bulevar Saint-Germain, en una semana en que él y los colegas de su partido habían celebrado mítines preelectorales con sus socios comunistas, Blum fue reconocido por un grupo de matones derechistas, los cuales, tras hacer añicos las ventanillas del coche, lo sacaron y le dieron tal paliza que hubo que llevarlo al hospital. Muchos creyeron que las fotografías del apaleado líder socialista que aparecieron en la prensa, y el clamor del público contra ese tipo de violencia, influyeron en numerosos votantes a la hora de cambiar su voto a la coalición socialista-comunista de Blum: el Frente Popular; pero la simpatía y preocupación por el bienestar de Blum remitió rápidamente después de que este ocupara el cargo de primer ministro en el Palacio Matignon.
La opinión que tenía Antonio Cristiani de Blum guardaba poca relación con la religión de este último (a pesar de los defectos que se podían atribuir a los italianos, su inherente individualismo parecía garantizar que el antisemitismo no prosperara en Italia); tenía más que ver con el hecho de que Blum ya no era su cliente. Por qué exactamente había dejado de encargarle sus trajes seguía siendo un misterio para Antonio, que recordaba los muchos cumplidos que Blum le había dirigido en años anteriores, y Antonio solo podía preguntarse, en la intimidad de su diario, si el desencanto de Blum con la política expansionista colonial del régimen derechista cada vez más agresivo de Italia podrían haber influido en su actitud hacia el sastre italiano. Antonio seguía enviando sus catálogos al primer ministro, pero no volvió a tener trato comercial con él.
En la época de la Depresión, cuando muchos acaudalados franceses sacaban su dinero del país —y cuando se esperaba que el franco, que había pasado de los quince a los veinte francos el dólar, siguiera bajando, junto con la producción industrial—, la coalición de socialistas, comunistas y burgueses radicales de Blum había mostrado una tolerancia sin precedentes con las huelgas y los paros en el trabajo. Se había comprometido a aumentar los salarios de los trabajadores una media del doce por ciento, a asegurar el derecho de negociación colectiva, y a limitar la semana de trabajo a cuarenta horas, cobrándose las horas extra. Ahora los trabajadores tenían derecho a dos semanas de vacaciones anuales con sueldo, y la coalición de Blum también permitiría que las empresas de más de diez trabajadores se sindicaran.
Antonio tenía nueve empleados en su taller, y debería contratar a dos más para que su tienda cayera bajo el control de un sindicato, con lo que sus empleados elegirían a un enlace sindical que se enfrentaría a Antonio si este deseaba echar o reprender a un sastre por llevar a cabo un trabajo de inferior calidad o insubordinarse. A Antonio no solo le preocupaba que eso disminuyera su autoridad sobre el personal, sino que rebajara el nivel del trabajo. ¿Cómo iba a insistir en que sus hombres se esforzaran al máximo en cada puntada y buscaran la perfección en cada traje, si sabía que carecía del poder de castigarlos por no cumplir sus instrucciones? Sería el enlace sindical, y no Antonio, quien impondría el criterio de calidad. Y si el enlace sindical apoyaba el deseo de los hombres de trabajar fundamentalmente con máquinas de coser, que permitían trabajar de manera más rápida y menos tediosa que a mano, ¿qué podría hacer Antonio? Si decía que no, podían imponerle una huelga o un paro, y posiblemente dejarlo sin clientes.
Las huelgas y los paros habían proliferado por todo el país; se habían declarado revueltas contra la dirección por parte de los metalúrgicos franceses, los empleados de los servicios públicos, los repartidores de gasoil, los peones agrícolas, los panaderos, y los empleados de los hoteles, los grandes almacenes, los restaurantes y los cafés. Más de un millón de franceses se habían declarado en huelga a principios de junio de 1936, y la reacción de Léon Blum fue ver con buenos ojos sus demandas, aprobar la apropiación por la fuerza de algunas fábricas como parte de la lucha de clases, como paso hacia una sociedad igualitaria, dando la impresión de que creía en público, aunque no lo creyera en privado, que iguales derechos y oportunidades producirían iguales resultados. Antonio se decía que si Léon Blum era tan cándido como para pensar tal cosa, le habría ido bien conocer al viejo Domenico Talese de Maida, que creía que algunas de las criaturas de Dios eran incorregiblemente perezosas, y que la mejor manera de despertar por la mañana era utilizando su método: haciendo restallar su látigo contra las paredes de los dormitorios de sus empleados. Antonio no estaba realmente seguro de que, en privado, Léon Blum fuera más democrático que su abuelo Domenico, tal como observó en su diario.
Léon Blum es un rico descendiente de una familia de comerciantes de sedas. Le conocí a él y a sus hermanos en la época en que comencé a confeccionar sus trajes en Damien’s, y posteriormente en Larsen’s. Léon Blum se convirtió en el socialista de la familia. Le encantaba pronunciar discursos a favor de los derechos de los trabajadores y de un aumento de sueldos. Pero yo sabía que en su casa era inflexible con sus criados. Los hacía trabajar mucho y les pagaba poco. Recuerdo que el chico de los recados que solía entregar sus trajes decía que Léon Blum parecía cambiar de cocinero, camarero y demás sirvientes casi cada semana.
No fue finalmente Blum, sino su colega comunista Maurice Thorez, quien consiguió convencer a los huelguistas franceses de que evacuaran casi todas las fábricas que habían tomado durante la primavera y principios de verano de 1936 y aceptaran las mejoras que el Frente Popular había negociado a cambio de restaurar la paz laboral y de que los obreros volvieran al trabajo. Durante las celebraciones del Día de la Bastilla de 1936, en el segundo mes de la presidencia de Blum, Antonio presenció a multitudes parisinas en las calles cantando «La Internacional» tan a menudo como «La Marsellesa», y ondeando lo que parecían ser tantas banderas rojas como tricolores de la República Francesa. Antonio se encontraba entre los espectadores cuando el primer ministro Blum respondió a los saludos de los manifestantes y a sus pancartas, en las que se leía «Vive Blum!» y «Vive le Front Populaire!», y por primera vez se tomó en serio la influencia comunista en la ciudad.
Antonio había seguido pensando en París en esos términos durante la guerra civil española, que comenzó cuatro días después de la celebración del Día de la Bastilla, y duró hasta la caída de Barcelona a manos de las tropas de Franco en enero de 1939; y mientras la guerra tenía lugar en el lado español de los Pirineos, a centenares de kilómetros de París, cada día sus ramificaciones rodeaban a Antonio en la capital francesa. Había puestos de reclutamiento con banderas rojas y carteles que instaban a los hombres a enrolarse en las filas izquierdistas de los republicanos españoles; se celebraban incontables eventos para recaudar dinero y suministros para asistirlos; se convocaban manifestaciones y nuevas huelgas de protesta porque el Gobierno francés no entraba en guerra y no ayudaba a sus confrères del Frente Popular español contra los generales amotinados y sus amigos fascistas y nazis de Italia y Alemania. En 1937, un paro entre los conductores de autobús de París y los trabajadores del metro junto con una huelga en la fábrica de neumáticos Goodrich fueron algunas de las acciones emprendidas por los líderes sindicales comunistas de París, que se sentían traicionados por los escrúpulos de los líderes del Frente Popular a la hora de enfrentarse al reto de salvar España de los militantes derechistas.
Antonio y otros comerciantes de París —pocos de los cuales creían que Francia tuviera algo que ganar involucrándose en la crisis española, a pesar de que no lo manifestaran en público (en París abundaban los espías, los que escuchaban a escondidas, los militantes que no se lo pensaban dos veces a la hora de romper los escaparates de las ventanas)— seguían con sus deberes y recados cada día, procurando ocultar sus sentimientos acerca de los estridentes discursos que escuchaban por todas partes: de la izquierda contra los fascistas, de la derecha contra los comunistas, y a veces la voz más aprensiva de alguien del centro que interrumpía para preguntar (antes de que lo abuchearan): ¿acaso Francia no ha derramado ya bastante sangre en la Gran Guerra? ¿No debería concentrarse en defender sus fronteras orientales o en construir más tanques, como había sugerido De Gaulle? Enérgicamente representados dentro de las manifestaciones derechistas estaban los católicos de clase media, que detestaron a Blum desde el principio, y que veían a los líderes del Frente Popular como los hijos bastardos de Robespierre y otros impíos revolucionarios que habían intentado arrancar el corazón de la Iglesia del cuerpo de la nación; ahora, en la década de 1930, esos líderes habían desencadenado un reino de terror impuesto por los trabajadores y una crisis económica, y prácticamente habían entregado la nación francesa en brazos de la Rusia soviética. Enfrentados a tener que elegir entre una España gobernada por los comunistas o por los fascistas, los católicos estaban abrumadoramente a favor de estos últimos. Algunos incluso iban más lejos, como evidenciaban las pancartas que esgrimían en los mítines derechistas y que proclamaban: «¡Mejor Hitler que Blum!».
Antonio no tenía ni idea de cuál era la auténtica relación de Mussolini con Hitler durante 1937 y 1938, puesto que casi cada día leía opiniones encontradas sobre el tema en la prensa italiana y francesa. Pero de sus visitas regulares a la embajada italiana en París, y de sus frecuentes viajes a Roma (donde seguía recibiendo reconocimientos y medallas del Gobierno italiano como emigrante que había conseguido triunfar), Antonio deducía que Mussolini como mucho estaba flirteando con Hitler, aunque a veces parecía estar más bien emulándolo. Antonio se preocupó cuando, en noviembre de 1938, Mussolini dirigió a la nación un discurso en el que expresaba el deseo fascista de expandir el Imperio italiano hasta Túnez, Córcega y Niza a expensas de Francia. Pero en una recepción de la embajada italiana en París, para celebrar el regreso del embajador italiano tras un año de ausencia, este último tranquilizó en privado a Antonio y otros hombres de negocios afirmando que Mussolini no hablaba en serio, que solo desahogaba parte de su frustración con los socialistas franceses y la prensa de París por no haber reconocido lo suficiente su contribución a la paz dos meses antes en la conferencia de Múnich.
El embajador recordó a sus invitados que el Duce había estado magnífico en Múnich; Mussolini había convencido al Führer para que se conformara con un pequeño fragmento de Checoslovaquia, casi toda ella germanohablante, a cambio de su promesa de cesar sus agresiones en Europa. En septiembre, el representante francés en Múnich, que acompañaba a Hitler, Mussolini y el primer ministro británico Neville Chamberlain, era Édouard Daladier, una figura del Frente Popular que había ocupado el puesto de primer ministro después de que el segundo gabinete de Blum hubiera caído en abril de 1938. Cuando Daladier regresó de Múnich fue recibido de manera entusiasta por casi todos los franceses por sus esfuerzos por mantener la paz mundial. Entre las voces optimistas se encontraba la de Blum, el cual, ignorando la participación de Mussolini, comentó: «No existe ni un hombre ni una mujer que niegue a los señores Neville Chamberlain y Édouard Daladier su justo tributo de gratitud. La guerra se ha evitado».
Antonio no acababa de compartir el optimismo de Blum, y mucho menos cuando en los meses siguientes, mientras Mussolini se mostraba ostensiblemente más beligerante, provocaba de manera innecesaria la cólera de París con observaciones como esta: «Los franceses solo respetan a quienes los han derrotado». Cuando Chamberlain visitó a Mussolini en enero de 1939, sin duda para intentar convencer al Duce de que Italia podía tener otros amigos que no fueran los alemanes (Hitler había visitado Roma la primavera anterior), Antonio se encontraba en Roma con su esposa, de regreso a París después de haber pasado las Navidades con la familia de Adelina en Bovalino. Habían decidido dejar a sus tres hijos al cuidado de la familia de Adelina, en el sur de Italia, pues no tenían muy claro por cuánto tiempo París seguiría siendo un lugar seguro.
Debo tomar todas las precauciones, escribió Antonio en su diario el 26 de enero, poco después de regresar a París. No me gusta lo que está pasando. No confío en ninguno de estos gobernantes. No confío en Mussolini, ni en Hitler, ni en Chamberlain, ni en Daladier, ni en Blum, ni en ningún otro. No confío en las multitudes que los rodean. En las calles de Roma, la multitud le ofreció una tremenda recepción a Chamberlain. Me dicen que harían lo mismo con Hitler. Recuerdo haberlos oído vitorear al presidente Poincaré mientras este saludaba desde su carruaje después de regresar de Rusia en 1914. Nunca hay que confiar en la gente cuando es demasiado entusiasta.
A mediados de marzo de 1939, incumpliendo las promesas hechas en Múnich, Adolf Hitler invadió y conquistó toda Checoslovaquia, mientras los demás países protestaban pero se mostraban militarmente inoperantes. El ejército nazi se desplegaba sin que nadie se le opusiera; y Benito Mussolini, como si envidiara el éxito que había tenido Hitler como agresor, un mes más tarde envió soldados italianos a una mal defendida Albania. Satisfecho con ese fácil triunfo, en mayo de 1939 Mussolini firmó un acuerdo de cooperación con Hitler; Antonio lo consideró una señal de que Italia ya no iba a dejarse cortejar por los aliados.
Poco después, abandonó París durante dos semanas, confiando su tienda, como hacía siempre que se marchaba, a su sastre más veterano, y acompañó a Adelina de vuelta a Italia para que se reuniera con sus hijos. A pesar de las llorosas y persistentes lágrimas de su esposa, Antonio se negó a quedarse con ellos en Bovalino, y regresó a París a principios de junio. No estaba dispuesto a abandonar todo lo que había construido y poseía en la capital francesa. París había estado extrañamente festivo durante toda la primavera, abarrotado de turistas y gente bien vestida que se apiñaba en los vestíbulos del hotel y en las aceras de los cafés, que hablaba diversos idiomas y no parecía preocuparse por lo que durante mucho tiempo había atormentado a Antonio. Los periódicos franceses y extranjeros ya no hablaban de Checoslovaquia ni de Albania en sus titulares; y la guerra civil española no solo había llegado a su fin, sino que el Gobierno francés rápidamente reconoció al régimen fascista de Franco y nombró como embajador en España al general más famoso y respetado de toda Francia, Philippe Pétain, de ochenta y dos años y héroe de Verdún. Aunque por la noche Antonio estaba solo en su gran apartamento y no disfrutaba de comer en restaurantes y bistrós, le animó el renacer del comercio y la energía de la ciudad, y el hecho de que acababa de recibir un pedido para confeccionar cincuenta esmóquines para el Folies-Bergère.
Tengo que poner fin a esta preocupación obsesiva, se recordó en su diario a principios de julio de 1939, impaciente por cerrar su tienda y pasar dos semanas de agosto con su familia en una casa junto al mar, en el estrecho de Mesina, propiedad de uno de los parientes de su mujer. Debo aceptar el hecho de que la vida sigue, de que lo que parece tan malo hoy podría cambiar mañana. ¡Recuerda que nadie ha declarado la guerra! Toda esta histeria que me ha poseído podría ser el exceso de actividad de mi imaginación cuando no tengo nada que hacer por la noche. Pero incluso a la luz del día veo cosas que hacen que me preocupe por el futuro. Veo que los funcionarios fascistas, con sus camisas negras y su arrogancia, ahora ocupan el consulado italiano. No estoy seguro de que eso sea bueno. ¿Quieren agravar nuestra relación con los franceses, que desean la paz? He leído en la prensa italiana que bandas antifascistas francesas extorsionan y hostigan a los hombres de negocios italianos de París, pero sé que es mentira. Los fascistas simplemente intentan crear nuevos problemas entre el pueblo francés y el italiano, y debo ponerme en contacto con Ciano y protestar ante él en nombre de nuestra federación.
El conde Galeazzo Ciano era el ministro de Asuntos Exteriores italiano, y aunque solo tenía treinta y seis años y relativamente poca experiencia en asuntos internacionales, era tremendamente influyente, pues estaba casado con una hija de Mussolini, Edda, su favorita. Antonio se había visto con Ciano en algunas ocasiones en París y Roma, la primera de ellas cuando Ciano se le acercó para saludarlo en 1935, a raíz de la concesión del título de Gran Oficial de la Corona de Italia por la calidad de su trabajo y su liderazgo cívico. Tras consultar con sus compañeros de dirección de la Federación Económica Italiana a mediados de julio de 1939, Antonio redactó el borrador de un comunicado para Ciano y se lo telegrafió enseguida.
Le transmito los saludos de la Federación Económica Italiana de Francia, de la cual soy presidente, y también mi saludo personal (…) y asimismo me gustaría aportar mi granito de arena para mejorar la relación italofrancesa, que en este momento se ve dificultada por algunos malentendidos.
Llevo la mayor parte de los últimos treinta años viviendo y trabajando en Francia, y me siento cualificado para interpretar la consideración de casi todos los comerciantes, artesanos e industriales hacia la nación italiana (…) y puedo asegurarle, por ejemplo, que no es cierto que los funcionarios ni los ciudadanos franceses hostiguen a los italianos ni los traten de manera descortés. A los italianos que viven honestamente en Francia y que respetan, como ha ordenado el Duce, las leyes de Francia, se les permite continuar igual que siempre, en el espíritu de un entendimiento y respeto mutuos. Confío en que comparta mi esperanza de que no se haga nada, ni se informe falsamente de que se hace nada, para interrumpir estos muchos años de magníficas relaciones entre el pueblo italiano y francés.
Aquella comunicación quedó sin respuesta. A las tres semanas, Antonio comenzó a preocuparse, pues las respuestas de sus anteriores cables al conde siempre habían llegado de manera pronta y cordial. Quizá el conde se había tomado unas breves vacaciones, se dijo, y el asunto prácticamente se le terminó yendo de la cabeza; pero al final de la segunda semana de agosto, días antes de marcharse de vacaciones a Italia, en la tienda de Antonio entraron un coronel con camisa negra y dos civiles italianos que afirmaron ser miembros del Ministerio de Asuntos Exteriores y estar investigando unos informes según los cuales Antonio había sido amenazado por unos matones antifascistas franceses a los que se había negado a entregar una gran suma de dinero.
Un empleado fue a buscar a Antonio a los probadores, donde dejó a un importante banquero francés que llevaba años siendo cliente. Antonio se quedó mirando a sus visitantes por un momento, la cara enrojecida y preguntándose qué había realmente detrás de aquella supuesta investigación. El coronel era un hombre erguido de hombros anchos y cuarenta y pocos años que llevaba una gorra calada hasta las cejas, y sobre el pecho de su americana de gabardina entallada, una hilera de distintivos y el medallón de alas doradas de una unidad de la fuerza aérea. Escoltaban al coronel un hombre recio de treinta y tantos, que llevaba un traje beige y un sombrero de paja, y otro más joven y delgado, que vestía una camisa blanca y una corbata de seda marrón, con un pelo abundante que llevaba muy engominado y peinado hacia atrás, al estilo de Rodolfo Valentino, la difunta estrella de cine.
—El informe es falso —dijo Antonio por fin, colocando las manos sobre el mostrador, junto a un cenicero y una cajetilla de sus cigarrillos turcos.
—Pero viene de buena fuente —dijo el coronel, dirigiéndose a Antonio con un acento italiano cultivado pero aspirado que este identificó como florentino.
—Por favor, créame, coronel, esto es falso —repitió Antonio.
Ahora mantenía los brazos cruzados sobre el pecho, cubierto por su bata plisada de sastre color tabaco; lucía una pequeña rosa en el ojal de la solapa izquierda, mientras en el resto de la solapa parpadeaban los reflejos de docenas de agujas y alfileres.
—¿Esta es su tienda? —preguntó el coronel.
—Sí.
—¿Y es usted ciudadano italiano?
—Sí —contestó Antonio con cierta brusquedad, observando que el civil tocado con el sombrero de paja había extraído de su americana una pluma y un bloc y estaba tomando notas. Volviéndose hacia este último, dijo—: Supongo que sabe que toda esta información sobre mí, y mucho más, está documentada en sus archivos.
El hombre levantó la cabeza y no dijo nada, mientras el coronel carraspeaba. Antonio sintió la tentación de preguntar si esos hombres actuaban siguiendo órdenes directas de Ciano, pero decidió callar hasta saber exactamente qué ocurría.
—No pretendemos alarmarle —dijo el coronel, intentando parecer amable por primera vez.
El hombre del sombrero de paja seguía escribiendo en su bloc, y el joven que se parecía a Valentino paseaba la mirada por la tienda, estudiando las telas de las estanterías y al resto de los presentes. Ya había cogido un par de las tarjetas de Antonio que se amontonaban sobre una bandeja de plata, en el mostrador, y se las había metido en el bolsillo interior de la americana.
—Pero tiene que comprender —añadió el coronel— que estamos obligados a investigar estos informes, aun cuando usted crea que carecen de fundamento.
—Nadie me ha amenazado —repitió—, y solo intento comprender qué quieren de mí.
—Su cooperación —dijo el coronel.
—Se la estoy ofreciendo —dijo Antonio.
—¿Cuándo se marcha de París? —preguntó el del sombrero de paja, hablando por primera vez.
Tenía un fuerte acento milanés, y ahora a Antonio le molestaba tanto el acento de su interrogador como el hecho de que esas personas conocieran sus planes de viaje. Con la mirada fija en los ojos de su interlocutor, y mientras sentía el sudor que le corría por el cuerpo, Antonio supo que definitivamente nada tenía que ver con la Italia de esos intrusos milaneses y florentinos: la Italia de la dinastía piamontesa, la Italia de los banqueros y los industriales del norte que habían financiado el Risorgimento, la Italia de ese exdirector de periódicos milaneses que era ahora el Duce. Antonio había huido del empobrecimiento cada vez peor que los del norte habían provocado en el sur, ¡y ahora tenían la desfachatez de acosarlo en París e irle con exigencias!
—¿Quién le ha dicho que me voy de París? —preguntó, casi gritando.
Demasiado tarde comprendió que había perdido el control, pero ya no le importaba. Vio que el coronel y los dos hombres de repente miraban a su alrededor mientras las demás personas de la tienda parecían dirigirles su atención. Tres clientes (entre ellos el banquero francés) asomaron la cabeza por las cortinas de terciopelo de los probadores; cuatro sastres se acercaron a Antonio y permanecieron no lejos del mostrador; y los aprendices salieron del taller. El coronel levantó la mano en un gesto de conciliación y dijo:
—No pretendía ofenderle.
—Creo que por hoy ya he oído suficientes preguntas impertinentes —añadió Antonio acaloradamente—. Y ahora, con su permiso, me gustaría regresar a mi trabajo.
—Muy bien —dijo el coronel, asintiendo comprensivo en dirección a él y a los demás presentes—. Nos vamos. Puede que tenga que solicitar su ayuda en el futuro, aunque mientras tanto deje que exprese nuestro agradecimiento por el tiempo que nos ha concedido.
Mientras los veía marcharse, Antonio todavía temblaba de cólera; pero aquella noche, al volver a casa, solo sintió tristeza. Le mandó un telegrama a su mujer, que ahora se encontraba en Bovalino, explicándole que tenía que posponer la visita. Le echó la culpa al negocio, a un pedido lucrativo por parte de una persona muy importante que tenía que entregar al cabo de un mes. Pero en su diario escribió: No es momento de vacaciones. No puedo dejar la tienda ni el apartamento sin vigilancia. Una vez más, me siento como un soldado.
Antonio permaneció en París durante el verano y el otoño de 1939, con la aprehensión de que cada día podía ser el último, y de que en cualquier momento sonaría la alarma y el Gobierno anunciaría (como había ocurrido al final del verano de 1914) que todos los civiles extranjeros tenían que regresar inmediatamente a su patria y dejar a los franceses la tarea de librar una guerra. Antonio siempre recordaría el valor de aquellos parisinos que se unieron para salvar la ciudad: los de más edad procurando que la ciudad siguiera funcionando, los más jóvenes dirigiéndose al frente en vehículos militares, autobuses municipales e incluso taxis. La palabra camaraderie jamás fue definida de manera más noble que durante el verano y otoño de 1914; y entonces Antonio abandonó París con todo el amor y el pesar que sentía ahora, veinticinco años más tarde, ante la idea de tener que dejar una vez más el lugar donde había escogido vivir en un momento de peligro. Pero también percibía que se daba una considerable diferencia entre los sentimientos imperantes en la capital en aquel momento y los de 1914. Entonces en la ciudad abundaba el sonido de los tambores del patriotismo y el entusiasmo por desafiar al káiser; ahora, París estaba dividida en facciones que se enfrentaban entre ellas, e incluso cuando la mano de Hitler, que ya se había cerrado en torno a Austria y Checoslovaquia, ahora se extendía hacia Polonia, las voces de los mítines pacifistas delante del Arco de Triunfo preguntaban: «¿Por qué morir por Dánzig?».
El 3 de septiembre de 1939, los gobiernos francés y británico declararon la guerra a Alemania, dos días después de la invasión de Polonia, pero los franceses y los británicos mostraron poca determinación a ir a la batalla. Una gran parte del ejército francés estaba en ese momento bajo tierra, asumiendo posiciones defensivas en la frontera francoalemana, dentro de una instalación subterránea de trescientos kilómetros conocida como la Línea Maginot. Comenzada en 1929 y llamada así en memoria del difunto ministro de la Guerra francés, André Maginot, la fortificación se extendía por la frontera oriental de Francia, llegando por el norte hasta Bélgica y por el sur hacia Suiza. En su forma final, se trataba de unas construcciones espaciosas y lo bastante profundas para ocultar múltiples sustratos, a veces de hasta tres y cuatro niveles, conectados por vigas de acero que sostenían el suelo y carreteras que soportaban el peso de un ejército oculto de hombres moviéndose bajo las huellas de los luchadores de las trincheras de la guerra anterior. Aunque la Línea Maginot no estaba acabada para 1939, se había trabajado tanto en ella que se consideraba inexpugnable.
Y así, el día en que Francia declaró la guerra, todas las tropas estaban allí concentradas. Permanecieron allí medio año sin señal del enemigo. Todo era bastante surrealista: la guerra se había declarado después de la invasión nazi de Polonia, y los soldados y civiles franceses quedaron a la expectativa, pero el otoño de 1939 se convirtió en la primavera de 1940 sin que los franceses hubieran disparado ni una sola bala al enemigo. Muchos ciudadanos franceses comenzaron a relajarse, creyendo que no habría lucha, y que la inexpugnable Línea Maginot ya había desviado los planes de guerra de Hitler hacia objetivos menos poderosos del mar del Norte, o quizá al oeste de Polonia, hasta adentrarse en Rusia.
Que los comunistas de París estuvieran más callados de lo habitual se debía quizá al bochorno que sentían después de que Hitler firmara un pacto de no agresión con Rusia, un pacto que permitía que Rusia se quedara con una parte de Polonia. Dos semanas después de que los nazis hubieran entrado en Polonia, las tropas soviéticas se unieron a ellos, lo que despertó tal indignación entre los líderes políticos no comunistas de Francia que el Gobierno prohibió el partido y declaró ilegal la distribución de periódicos y demás literatura comunista.
Por suerte para Antonio, el Gobierno de Mussolini permaneció neutral durante la conquista de Polonia e inmediatamente después, y Antonio siguió con su negocio en ese ambiente de perpetuo crepúsculo. Lo que le faltaba de claridad lo equilibraba con su determinación de superar aquella situación, de no dejarse llevar por el pánico y abandonar la ciudad, de hacer honor a su instrucción como soldado. Gracias a ello, y a su orgullo de propietario, su tienda se convirtió en su puesto de mando, y no pensaba rendirse mientras estuviera en su mano.
Las tranquilizadoras cartas que enviaba a Adelina y a sus hijos, que seguían en Bovalino, y a sus padres en Maida, hacían hincapié en que todo discurría con normalidad en París a pesar de las ominosas ambiciones de Hitler, y Antonio les insistía en que no tuvieran miedo por su seguridad ni se alarmaran por lo que pudieran leer en los periódicos acerca del destino de Francia. París está tan hermoso como la última vez que lo viste, le escribió a Adelina a principios de la primavera de 1940, y cuando vuelvas estará aún más hermoso. Realmente creía esas palabras cuando las escribió, pues ni en las calles de la ciudad ni en las caras de la gente podía ver nada que justificara su inquietud de que se librara otra guerra en suelo francés. La gente paseaba tranquilamente cada día por los Campos Elíseos; cenaba sin prisa en restaurantes y cafés; asistía a la ópera y a los desfiles de moda; iba al Louvre a ver los cuadros, o a los Folies a ver a las coristas, y a Notre-Dame a hablar con Dios. Antonio le habló a Adelina de la llegada de los turistas de primavera, de cómo deambulaban agradablemente por la ciudad mientras los vendedores de periódicos vociferaban titulares que predecían sombrías perspectivas en lugares lejanos; pero en París brillaba el sol, y casi todo el mundo se sentía seguro y tranquilo detrás de la poderosa Línea Maginot.
Sin embargo, antes del final de la primavera, gran parte de las sombrías perspectivas que se reflejaban en los titulares adquirieron una horrible realidad: los invasores rusos acabaron con la resistencia finlandesa en marzo; los alemanes penetraron en Dinamarca a primeros de abril, conquistando Copenhague en doce horas; y a finales de abril, los nazis dominaban Noruega. En mayo, Hitler había ocupado Holanda y Bélgica, violando la neutralidad que en los últimos tiempos a menudo había reiterado con esos países; y cuando Alemania asestó un ataque masivo a través de Bélgica, flanqueando la Línea Maginot por el sur, los franceses se afligieron al enterarse de que a mediados de mayo de 1940 las divisiones acorazadas nazis habían cruzado el río Mosa y se dirigían sin encontrar ningún obstáculo hacia París, donde entrarían a mediados de junio, haciéndose con el control de la ciudad y desplegando una esvástica en lo alto de la Torre Eiffel.
¡No puedo creer lo que oigo por la radio!, escribió Antonio en su diario unos días antes de que la ciudad se rindiera al Octavo Ejército del general Georg von Küchler. ¡El Gobierno francés abandona París y se va a Tours! Se insta a todo el mundo a que se marche. Todas las carreteras en dirección sur son un atasco. He hecho las maletas y comprado un billete para Roma, pero no quiero irme. Italia sigue siendo neutral, gracias a Dios, pero todo es un desastre. El Gobierno de Daladier ha caído, Reynaud todavía es ministro, pero han traído al mariscal Pétain y al general Weygand, dos hombres muy ancianos, para que mantengan el orden. Miles de soldados ingleses han huido a Inglaterra desde Dunkerque, y el ejército francés se ha dispersado completamente. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha provocado el hundimiento de Francia?… ¡Un ejército que cuesta millones y que no ha podido resistir ni una semana!… ¡Tanto sufrimiento y sacrificio entre 1914 y 1918 para ESTO!
Un día después, Antonio visitó la embajada italiana, donde en el pasillo le recibió uno de sus clientes, asesor del embajador italiano, Raffaele Guariglia.
—Antonio —le dijo cogiéndolo del brazo y hablándole en voz baja—. ¡Vete de aquí, sal de París lo antes posible! No me hagas preguntas. Te estoy haciendo un favor…
Aquella tarde, después de echar el pestillo a la puerta de su sastrería, Antonio se subió al tren rumbo a Roma. No había dejado ninguna nota en la tienda para sus sastres; todos ellos se habían marchado dos días antes, al igual que el conserje y vigilante de su edificio de apartamentos en la Avenue Rachel. Estoy demasiado estupefacto para saber qué pienso en este momento, escribió mientras estaba sentado en un vagón abarrotado pero silencioso que avanzaba lentamente hacia la frontera italiana. No estoy seguro de que todo esto no sea un sueño…
El tren llegó a Roma al día siguiente. Antonio vio a centenares de personas que corrían por el andén y escuchó cómo los gritos de los vendedores de periódicos entraban por las ventanillas abiertas del vagón. Compró uno mientras se dirigía hacia el tren de Nápoles.
La pesadilla continúa. A las doce, Mussolini ha anunciado que Italia está en guerra con Francia… Esta página de mi diario está mojada de lágrimas…