Joseph viajó a Nueva York en un cupé Buick de segunda mano y casi nuevo que había comprado por novecientos setenta y cinco dólares, después de llevar al desguace su agotado y desfigurado Ford, que había chocado lateralmente contra un tranvía parado. El Buick tenía un chasis color turquesa con parachoques negros, neumáticos nuevos con ruedas de radios de caoba, un asiento trasero descubierto que el propietario anterior había provisto con una manta de piel y una petaca, y un adorno de Rolls-Royce para el capó que de alguna manera había ido a parar a manos de Mister Bossum, que lo había atornillado el día antes de que Joseph emprendiera el viaje hacia Brooklyn.
Encantado con el regalo, Joseph puso rumbo al norte con los ojos asomando por encima de las alas desplegadas de la estatuilla plateada, sintiéndose aerotransportado a través del viaje de cinco horas, deslizándose sobre la neblina de las marismas, flotando por debajo de las nubes por las carreteras del norte de Jersey, bajando en picado hacia el Túnel Holland, recién inaugurado, y remontando otra vez el vuelo entre los cables de acero del puente de Brooklyn. Su espíritu también remontaba el vuelo al día siguiente, en el camino de regreso; pero ahora la razón era Catherine, con la que había bailado casi en exclusiva durante la recepción, para desilusión del saxofonista, que la había conocido un mes antes, gracias a Nicholas Pileggi, y a quien le gustaba mucho. Pero ella ya había aceptado volver a ver a Joseph el fin de semana siguiente, y Joseph no había pensado en otra cosa durante el trayecto de más de doscientos kilómetros de vuelta a la isla, y hasta que no hubo llegado no se fijó en que en Brooklyn alguien había robado la figura alada del capó.
Joseph lo lamentó muy brevemente y la reemplazó con el adorno más sencillo que había venido con el Buick, y viajó con no menos alegría al domingo siguiente para encontrarse a mediodía con Catherine delante de la iglesia donde se había casado Susan. Él y Catherine pasearon en coche por Prospect Park y almorzaron en un pequeño restaurante con vistas al East River, y así comenzaron una serie de encuentros dominicales que continuarían a lo largo de 1928. Cada cita terminaba antes de caer la tarde, pues tanto Joseph como Catherine tenían que levantarse temprano para trabajar el lunes (ella llevaba tres años trabajando en el departamento de vestidos de señora de Abraham & Strauss, en Brooklyn, y hacía poco la habían ascendido a encargada adjunta de compras), y la pareja también prefería no divulgar sus encuentros dominicales para evitar las críticas del padre de ella.
Pero quizá la anterior confrontación con Susan había resignado a Rosso a la futilidad de intentar regular los idilios; y de haber sabido que Catherine se veía con Joseph, no le habría preguntado nada, y tampoco mostró nada más que indiferencia cuando ella anunció en su casa, en las vacaciones de Navidad de 1928, que planeaba casarse con Joseph en junio del año siguiente.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —le preguntó Rosso en el mismo tono de voz con que podría haberle hablado a un desconocido que amenazara con saltar desde un acantilado.
—Sí —dijo Catherine.
—Entonces hazlo —dijo sombríamente, en lo que se pudo interpretar como su consentimiento.
Catherine se casó con Joseph el 8 de junio de 1929, en la misma iglesia en la que se había casado Susan, y delante de las mismas personas, con la salvedad quizá del personal de la compañía telefónica, aunque había empleados de Abraham & Strauss que dos noches antes le habían ofrecido a Catherine una despedida de soltera después del trabajo en la tienda. Rosso acompañó a Catherine hasta el altar con la misma rigidez con que había acompañado a Susan, y posteriormente colocó dentro del coche de Joseph una radio de onda corta envuelta para regalo, el mismo obsequio que le había entregado a Susan, y que regalaría a su hijo y a sus otras tres hijas cuando se casaran.
Cuando, después de la recepción, Catherine se despidió de su familia y sus amigos, no albergaba ninguna duda de que se estaba distanciando, probablemente para siempre, de todo lo que le había resultado familiar, pero no mostró ninguna señal de pesar. Estaba encantada con la posibilidad de escapar de la claustrofobia que había experimentado durante mucho tiempo al haber nacido dentro de una opresiva familia italoamericana de seis hijos: ella era la tercera, pero siempre fue la primera en cerrar su puerta, pues a menudo prefería la compañía de la muñeca de porcelana que le había regalado la señora Ochse a la de sus hermanas.
La señora Ochse la convenció de que el mundo no se acababa en Brooklyn, pero Catherine nunca se había aventurado mucho más allá de su barrio hasta el ocaso del día de su boda, cuando, en compañía de su marido, pasó en su cupé junto a los relucientes azulejos del Túnel Holland, y luego atravesó rugiendo pequeñas poblaciones rústicas de nombre indio, mientras hacían señas con las luces del coche a los perros callejeros y a los ciervos que caminaban tranquilamente por la carretera flanqueada de árboles, y finalmente iluminaban la niebla que flotaba sobre el último puente que conducía a la isla que se convertiría en su hogar y su lugar de retiro. Allí todos hablaban inglés; predominaban los protestantes; en la tienda solo vendían pan blanco a rebanadas; las mujeres conducían y eran tan directas como los hombres. Para Catherine era el Nuevo Mundo, y por primera vez se sintió más ciudadana de los Estados Unidos que residente en un barrio étnico. Pronto aprendió a conducir. Se registró para votar. Y solicitó un préstamo en el banco para poder abrir una tienda de ropa junto a la sastrería de su marido, y lo único que impidió que lo consiguiera fue que el banco cerró de manera repentina después del crac financiero de 1929. Y sin embargo, no perdió su optimismo durante los años de la Depresión, con lo que cuando nació su primogénito, un varón, en febrero de 1932, en una casita blanca que ella y su esposo por suerte habían adquirido sin hipoteca, insistió en que el niño no respondiera al nombre de su abuelo italiano, Gaetano, sino que le pusieran uno más americano y alegre: «Gay».
Aun así, cuando acompañaba a su marido y a su hijo a Ambler, cosa que hacía cada pocos meses para que Joseph pudiera visitar a sus tíos maternos, los Rocchino, que trabajaban en Keasbey & Mattison, su optimismo y alegría de madre se veían sacudidos por los deprimentes efectos de la Depresión sobre los trabajadores de las fábricas y sus familias. Catherine vio colas para conseguir comida de la beneficencia en las aceras de Ambler; vio a trabajadores enfundados en monos polvorientos y exhibiendo pancartas delante de la oficina central de Keasbey & Mattison; vio a mujeres y niños congregados en torno a las verjas de hierro del castillo chillando a los guardas y los perros, que no paraban de ladrar. El pueblo estaba al borde de la bancarrota, le dijo Joseph, y cada vez que visitaban la pensión de sus tíos —ahora medio vacía— las noticias parecían empeorar.
Casi la mitad de los dos mil trabajadores de las fábricas de amianto habían sido despedidos antes de las Navidades de 1933, y centenares más lo serían al año siguiente. Los que todavía seguían en nómina veían reducidos sus salarios, y aunque los tíos de Joseph eran de los empleados más antiguos, también perdieron el trabajo. Un contrariado paisano de Maida que estaba sin empleo había denunciado a las autoridades de inmigración de Filadelfia que los hermanos Rocchino habían vuelto a entrar ilegalmente en los Estados Unidos después de la Primera Guerra Mundial, a fin de sortear la cuota restrictiva de posguerra aplicada a los italianos que entraban por la isla de Ellis. Los Rocchino se habían colado en los Estados Unidos a través de Canadá, y después de tener que presentarse delante de una junta de inmigración, fueron hallados culpables de entrada ilegal y condenados a la deportación. Pese a que ahora estaban sin trabajo, los Rocchino eran demasiado orgullosos como para aceptar la ayuda económica de Joseph, aunque no hicieron ascos a su oferta de apelar contra la orden de expulsión ante el cónsul general de Filadelfia y ante un congresista estadounidense cuyo distrito comprendía el gueto italiano del sur de Filadelfia. Pero los esfuerzos de Joseph resultaron infructuosos. A sus tíos se les concedió un mes para solucionar sus asuntos en Ambler antes de presentarse ante un agente que los embarcaría de vuelta al lugar de donde habían venido.
El propio doctor Richard V. Mattison se encontraba a punto de tener que abandonar su castillo a la fuerza y de perder el control de su empresa, de resultas de una serie de desgracias económicas y de otro tipo que le acaecieron incluso dentro de su propia familia. Si bien ocurrió muchos meses antes de la Depresión, la muerte en 1927 de su hijo primogénito, Richard Jr., a la edad de cuarenta y seis años, señalaría el inicio de las pesadillas económicas del doctor, que en 1928 se vio enfrentado a un costosísimo pleito de equidad presentado por la vengativa viuda de su hijo, Georgette, de cuarenta y cuatro años, que atribuía el alcoholismo de su difunto marido al carácter autoritario de su padre, y que posteriormente acusó al doctor de una mala gestión ejecutiva deliberada que había privado de grandes beneficios a los accionistas (ella era una), y de apropiación indebida de fondos de la empresa para su uso por una cantidad de varios millones de dólares.
Incluso antes de la muerte de su esposo, que había venido precedida de períodos de hospitalización, Georgette Mattison había comunicado en privado sus recelos ante la gestión económica del doctor a su socio expatriado en el sur de Francia, Henry Keasbey. Este al principio no prestó atención a sus quejas, pues todos sabían que la mujer bebía casi tanto como el marido, y que sus opiniones acerca del doctor Mattison estaban contaminadas por una inquina personal que a menudo había expresado en público durante los trece años de matrimonio con su hijo. Para Georgette su matrimonio había sido una manera de entrar en una familia industrial de nuevos ricos encabezada por un médico arribista cuyo hijo mayor, su marido, era el primer vicepresidente de su padre y su heredero aparente. Solo después de la boda Georgette comprendió que su marido, a pesar de su título, era poco más que el recadero de su padre; y aunque vivían en medio del esplendor, en una propiedad de setenta acres pródiga en criados, y tenían acceso a varios elegantes automóviles con o sin chófer, todo lo que tenía a su disposición era legalmente propiedad del doctor, y lo seguiría siendo a lo largo de sus años de matrimonio con su hijo. La ira que le despertaba el doctor Mattison tampoco se vio mitigada cuando, al cabo de una semana de enviudar, se enteró de que su suegro planeaba desahuciarla de la propiedad.
El doctor no tenía motivo alguno para seguir manteniendo a una nuera hostil que no tenía hijos propios de los que hacerse cargo, y que al parecer no tenía nada mejor que hacer con su abundante tiempo libre que husmear en sus asuntos personales y difamar su persona. Su viejo amigo Keasbey lo había informado de las alegaciones de Georgette; y aunque creía conservar la confianza de Keasbey después de abrumar a su socio con cables de indignación y cartas negando los cargos, ordenó la destrucción de todos los archivos corporativos de Ambler que pudieran ponerlo en un aprieto si llegaban a manos de los abogados contratados por personas que pretendían causarle problemas. Ordenó que todos esos datos fueran arrojados al fuego.
En 1927, Keasbey por fin reaccionó a las críticas de Georgette Mattison, y contrató a un equipo de investigadores que revelaron pruebas suficientes contra el doctor para justificar, a principios de 1928, un pleito de equidad en el Tribunal del Condado de Montgomery de Norristown, Pensilvania. Las alegaciones contra el doctor incluían mala gestión y fraude: utilizar fondos para crear corporaciones lucrativas bajo su propio nombre sin sentirse obligado a compartir los beneficios con los accionistas de la Keasby & Mattison, por no hablar de ocultar dividendos de sus propias acciones de la compañía; y, asimismo, se le acusaba de utilizar el capital de la empresa para construir residencias y mansiones mientras mantenía un control discrecional sobre esas propiedades figurando como propietario. A su vez, el doctor negó cualquier intención de obrar con mala fe; si era culpable de algo, era de ser quizá expeditivo, de reaccionar con prontitud a problemas y oportunidades de la empresa sin consultar con Keasbey, pero ¿cómo iba a consultar con Keasbey, si este último se negaba a figurar con él en el consejo de administración y pasaba todo su tiempo en el extranjero? El doctor señaló acertadamente que el señor Keasbey no había aportado ni un solo honesto día de trabajo a la empresa desde 1892, el día en que se marchó a vivir a Francia. El señor Keasbey, que había acudido a los Estados Unidos para el juicio, no estaba dispuesto a mantener un interminable litigio con su viejo amigo. Simplemente quería un acuerdo comercial mediante el que poder desembarazarse de la compleja red que el doctor había tejido en Ambler; y cuando el juez sugirió que Mattison adquiriera la participación de Keasbey en la compañía por cuatro millones de dólares, estuvo de acuerdo. De haber sido menos rico o más ambicioso, podría haber sacado un precio mucho mayor; pero Keasbey estaba impaciente por dejar atrás los cielos contaminados de Pensilvania y regresar a la Côte d’Azur… y el doctor estaba igualmente impaciente por que emprendiera ese viaje. Y como prueba de la impaciencia del doctor, cortó toda su relación con Keasbey en un solo día: una tarde gris del otoño de 1929, cuando le entregó los cuatro millones de dólares en un abultado paquete, rechazando la opción de liquidar su deuda en varios plazos que podían haberse alargado muchos años.
Poco después de que Keasbey se hubiera embolsado el dinero y regresado al extranjero, el crac de octubre de 1929 redujo la liquidez del doctor al mínimo, y lo llevó a maldecir el día en que permitió que Keasbey huyera de la debacle industrial más rico que nunca, dejando solo al doctor con el problema de salvar a la empresa de la bancarrota. Cuatro millones en efectivo no habría sido una suma extraordinaria en los prósperos años veinte; pero la ausencia de ese dinero después de 1929, en un período en que la producción de amianto estaba en declive, empeoró por culpa del hecho de que el doctor ya se había hipotecado enormemente a causa de las decisiones expansionistas tomadas años antes, que le habían dejado sin efectivo y vulnerable a que los bancos se quedaran con su empresa. Había invertido mucho dinero para construir una nueva sucursal de forros de frenos de amianto en Wyndmoor, Pensilvania; una división textil de amianto en Hoboken, Nueva Jersey; y en Saint Luis, Misuri, una planta de fabricación de tejas, pizarra y cubiertas que iba a fabricar productos para la mitad occidental de los Estados Unidos, evitando así el aumento de los costes de entrega por ferrocarril desde el este, y ofreciendo un precio más bajo que el del amianto belga, que había comenzado a invadir el mercado americano durante mediados de la década de 1920. Pero estas y otras decisiones de Mattison, que habían parecido acertadas en los años anteriores a la Depresión, ahora, después del crac del 29, simplemente aceleraron su marcha de la dirección de K&M.
En 1931 los banqueros le sustituyeron oficialmente como presidente de la Keasby & Mattison por un ejecutivo llamado Augustus S. Blagden. El doctor Mattison tenía en aquella época ochenta años, estaba perdiendo la vista, pero seguía siendo lo bastante orgulloso y audaz como para creer que solo había perdido el poder de manera temporal. Bajo los auspicios del señor Blagden, que se dedicó a reducir costes, la empresa funcionó durante tres años a escala modesta, recortando empleos continuamente en Ambler mientras poco a poco cerraba casi todas las oficinas y filiales de venta de fuera de la población, y, naturalmente, eliminando todos los lujos y privilegios a los que el doctor Mattison llevaba tanto tiempo acostumbrado. Aunque el doctor abandonó su castillo, que de inmediato se puso a la venta, se limitó a mudarse enfrente: cruzó la verja principal del castillo y se instaló en una mansión de la esquina en el número 1 de Lindenwold Terrace, un edificio gótico de tres plantas y dos torretas que años antes había colocado prudentemente a nombre de su segunda esposa, la tullida Mary Mattison, que ahora perdió su elevada posición de privilegio en la torre del castillo, desde la que había disfrutado de una amplísima visión de la comunidad a través de sus binoculares.
El señor Blagden cumplió los deseos del doctor de desterrar a Georgette Mattison de su boscoso retiro al oeste del castillo (conservando resueltamente el cupé Packard de dos plazas de su difunto marido, volvió a instalarse en Filadelfia, donde en décadas posteriores sobrevivió a otros dos maridos antes de retirarse a una residencia en la zona de Chestnut Hill de la ciudad, donde murió a los setenta y seis años, en 1961). La otra nuera del doctor, Florence —la mujer de su díscolo hijo menor, Royal—, conservaría la mansión del número 8 de Lindenwold Terrace, que había sido el regalo de bodas del doctor con ocasión de su matrimonio con Royal en 1914.
Los banqueros finalmente vendieron la empresa a una importante firma de fabricación de asbestos (Turner & Newall, de Rochdale, Inglaterra), que presagiaba un lucrativo futuro para el amianto en América, más allá de las expectativas de los banqueros. (Las protestas populares contra el amianto por su perjuicio para la salud aún tardarían décadas en surgir, y la prudencia en su uso que recomendaban los médicos era en gran medida ignorada no solo por la dirección, sino también por los trabajadores, del mismo modo que se hizo caso omiso de los riesgos de fumar cigarrillos en un período posterior; de hecho, durante la década de 1930, numerosos trabajadores de la fábrica Keasby & Mattison se negaban a llevar mascarilla porque les molestaba para fumar).
El doctor Mattison vivió hasta pocos minutos después de su ochenta y cinco cumpleaños, víctima de un fatal ataque al corazón el 18 de noviembre de 1936, en el número 1 de Lindenwold Terrace, donde sus problemas oculares durante muchos meses le habían impedido ver con claridad la ventana del castillo que asomaba no muy lejos, al otro lado de la calle. Ese mismo año, tras haber estado mucho tiempo vacío, el castillo y las poco más de treinta hectáreas de tierra que lo rodeaban fueron vendidos por los banqueros a una asociación benéfica católica de las afueras de Filadelfia, las Hermanas de la Sagrada Familia de Nazaret, al precio de ciento quince mil dólares. Durante los primeros años de la Depresión, las monjas habían acogido a tantos niños sin hogar que la orden se vio obligada a encontrar un centro más grande y con más tierra, y para ellas el castillo fue una bendición.
Después de haber exigido que se eliminara la estatua que representaba un voluptuoso desnudo femenino, atrevidamente colocada en un jardín hundido (se vendió a un artista local), y de librarse del cañón de la guerra de Secesión que el difunto señor Devine, con la ayuda del doctor Mattison, había colocado cerca de las escaleras principales, la propiedad fue rebautizada con el nombre de Orfanato de Santa María. No obstante, a pesar de sus problemas de vista, el doctor se daba perfecta cuenta de lo que ocurría detrás de las verjas de su antiguo dominio, y no hizo más comentario que solicitar que le devolvieran algunas posesiones que había dejado. Entre su lista estaban el cañón, que habían arrastrado hasta el césped de la parte de delante del castillo; el lema enmarcado que colgaba en su despacho (en letras góticas: Sans souci, «Sin preocupaciones»); e innumerables cristalerías y cubiertos de plata que había traído de sus viajes al extranjero. Aunque la residencia del doctor en el número 1 era la más espaciosa de las ocho mansiones que se alineaban en Lindenwold Terrace (se convertiría en un edificio de ocho apartamentos después de su muerte), apenas era suficiente para acomodar las alfombras orientales que había comprado para el castillo. No obstante, pidió que se las devolvieran, después de lo cual dio órdenes de que casi todo el suelo se cubriera con tres niveles de alfombras, con lo que el suelo acabó resultando tan inestable y blando que los que vivían allí (el propio doctor incluido) a menudo perdían el equilibrio y caían casi sin emitir ningún sonido.
Durante la mayor parte de sus cinco años de retiro en el número 1, el doctor Mattison compartió la mansión con su mujer, que pasaba gran parte del tiempo en una silla de ruedas, en el gran solárium del piso superior que el doctor había construido para ella, y que daba a un jardín de rosas y narcisos, y con dos criados ingleses que estaban casados; el marido había trabajado anteriormente como director de una de las plantas de la empresa hasta que los banqueros eliminaron su puesto. El doctor también utilizaba a un guarda que vivía en la cochera gótica de la parte de atrás de la propiedad, donde había centenares de metros cuadrados de suelo dedicados a huerto y frutales, y también gallineros, que proporcionaban gran parte de lo que se consumía en la mesa del doctor. El guarda no solo se encargaba de la granja y el huerto, sino que también era el chófer del doctor. Era un sujeto larguirucho y rubicundo nacido en Virginia que se llamaba Bayne Girthious Rowe, y al que se conocía popularmente como «Gus»; llevaba muchos años viudo, y vivía con sus hijas adolescentes, Clara y Elsie, que asistían a las escuelas del pueblo. El doctor Mattison les preguntaba regularmente por sus deberes, y a menudo les pedía que le enseñaran su boletín de notas. El cariñoso recuerdo de su hija perdida se revelaría en el afecto y atención que confería a las hijas de Gus Rowe; y ellas, a su vez, veían una imagen del doctor Mattison que poco tenía que ver con la figura autoritaria y egoísta que era, para casi todo el mundo, su única y monolítica personalidad.
Por la noche, desde las ventanas de la cochera, las chicas miraban las ventanas de atrás de la mansión desde el otro lado del patio, y veían al doctor sentado en la biblioteca, su barba blanca y su traje oscuro, radiante a la luz procedente de la alta lámpara que había junto a su mesa, que también iluminaba las páginas del libro que leía su esposa, y su expresión satisfecha. Las chicas eran conscientes de que cada mañana el doctor colocaba una flor junto al plato con el desayuno de su mujer, y que debajo del plato había un poema de amor que él le escribía cada día. Después de que Mary Mattison muriera a finales del verano de 1935, quince meses antes de la muerte del doctor, este nunca dejó de llevar flores frescas a su tumba con las que reemplazar las que ya se marchitaban; y aunque estaba muy deprimido por la ausencia de su mujer, siempre se mostraba jovial en compañía de Clara y Elsie Rowe, y en las últimas semanas de su vida también ayudó a los hijos adoptivos de su difunto hermano, que por aquel entonces residían en la antigua granja familiar de Bucks County, donde el doctor había crecido, pobre y sin zapatos, en la década de 1850.
Los niños adoptados a finales de siglo por el hermano mayor del doctor, Asher, y la esposa de este, Hulda, pertenecían a la vecina familia Ely, que había luchado por mantener a la prole de una pariente que había muerto al dar a luz, tras engendrar doce hijos. Uno de los niños de esa familia, Reuben P. Ely, se crio en la casa de Asher y Hulda, y permaneció en la propiedad como su hijo adoptivo hasta que se casó y tuvo dos hijos. Pero con la muerte de Hulda, en 1935 (Asher había muerto en 1922), surgieron algunas dudas acerca del derecho legal de la familia Ely a disponer de la granja de los Mattison, pues en un testamento anterior también se había reconocido el derecho del doctor y sus herederos a reclamar la propiedad de la tierra de Bucks County. En vida de Hulda Mattison, el doctor había hecho caso omiso de este asunto, conociendo la aversión que ella le tenía, pues nunca le había perdonado que los guardas impidieran el paso a ella y a su marido en la verja del castillo el día que intentaron visitarlo. Pero la mañana del 6 de octubre de 1936, el doctor le dijo a Gus Rowe que le quitara el polvo al viejo Packard, que llevaba semanas aparcado, y llenara el depósito; irían en coche hasta Bucks County para ver qué quedaba de la extensión de cuatrocientas hectáreas que en 1682 un antepasado materno de Inglaterra, el cuáquero George Pownall, le había comprado a William Penn.
En 1936, solo treinta y tres hectáreas quedaban bajo el control de la familia; y aunque la casa de piedra y los muebles del porche se veían exactamente iguales que cuando su tía Martha le leía cuentos góticos y él se sentaba a sus pies, de algún modo le entristeció presenciar aquella sempiterna miseria, y deseó que se hubiera sacado más provecho al lugar, que se hubiesen pintado las paredes de la casa y se hubieran puesto nuevos tablones en el suelo del porche, y que la tierra se hubiera cultivado mejor, y que quizá parte de su propia energía y visión hubiera fluido por las venas de su difunto hermano. Pero mientras el doctor se paseaba por la propiedad, acompañado de Reuben y Virginia Ely, y sus hijos y sobrinos, que le llamaban en señal de respeto «tío doctor», sospechaba que la única esperanza de mejorar aquella tierra estaba en manos de esos jóvenes que la ocupaban, personas que, si la poseyeran sin ningún gravamen, quizás se enorgullecerían de mejorarla más de lo que haría un arrendatario o un ocupante ilegal. De modo que impulsivamente se volvió hacia su compañero de viaje y exempleado del castillo, Charles Hibschman, al que Gus Rowe también se había traído a Bucks County, y le comentó la idea de legar toda la propiedad a la familia Ely por un solo dólar. Hibschman coincidió en que sería un acto muy generoso, y Reuben y Virginia Ely —y los herederos que estaban al lado— apenas eran capaces de expresar su gratitud.
En el coche, de vuelta a Ambler, no había duda de que el doctor era un hombre feliz; su antiguo hogar permanecería en la «familia», seguiría fiel a sus intenciones originales, enriquecer la tierra al tiempo que alimentaba a sus cultivadores: no caería en manos de promotores inmobiliarios que borrarían su existencia a base de adoquines y destruirían su función natural. (Y lo cierto es que eso es lo que ocurrió; un día la progenie de los Ely vendió la propiedad a unos promotores, que la pavimentaron en previsión de un crecimiento de la población que permitiría convertir aquella tierra cultivable en un centro comercial).
El doctor Mattison se fue a la tumba sin pensar siquiera en esa posibilidad, tan improbable como que el hermoso escenario con vistas al río Schuylkill que había elegido como lugar de sepultura de la familia Mattison, en el cementerio de Laurel Hill, en el norte de Filadelfia, en años futuros acabase rodeado por una gran autopista que discurriría junto al río.