Cada viernes a mediodía, le confiaba la tienda a Mister Bossum durante al menos media hora para poder disfrutar de un almuerzo tranquilo que se permitía solo una vez por semana, en el pequeño restaurante que había delante del ayuntamiento, donde casi siempre desayunaba a las siete y cenaba a las nueve, salvo los viernes por la noche, cuando no tenía tiempo de cenar por las exigencias de su negocio. Los viernes por la noche, los clientes que entraban en su tienda representaban el setenta por ciento de sus ingresos semanales. Muchos eran los miembros del Club del Traje, que esperaban hasta entonces para traer sus ropas para que las limpiaran o arreglaran, pues aprovechaban para gastarse unos cuantos dólares en el sorteo semanal, que se celebraba puntualmente a las ocho. Algunos dorados viernes de agosto, cuando la ciudad estaba repleta de veraneantes, el jarrón de cristal de Joseph estaba lleno de sobres, por un valor aproximado de trescientos dólares, a la espera de que, tras una sacudida vigorosa, una mano inocente extrajera el boleto del ganador de un traje gratis, que Joseph habría confeccionado por menos de cincuenta dólares. Además de los miembros del club, los viernes por la noche frecuentaban su tienda visitantes de fin de semana que llevaban ropas para limpiar o planchar para el día siguiente, un proceso de urgencia por el cual casi todos pagaban sin rechistar el doble del coste del servicio normal, que tardaba dos o tres días. Los viernes por la noche Joseph solía acostarse tarde, sintiéndose muy hambriento pero muy rico.
Un viernes, mientras Joseph estaba sentado a una mesa almorzando, vio sorprendido cómo Mister Bossum cruzaba velozmente la calle y se dirigía al restaurante.
—¿Quién está al cargo de la tienda? —exclamó Joseph cuando vio entrar a Mister Bossum.
—Su primo —dijo Mister Bossum—. Acaba de llegar, y le espera.
—¿Mi primo de París? —preguntó Joseph asombrado, sin poder creerse que Antonio hubiera viajado hasta tan lejos sin anunciarlo.
—No, su primo de Brooklyn —dijo Mister Bossum—. Es un hombre alto y bien parecido que lleva el pelo engominado y peinado para atrás. No recuerdo su nombre, pero dice que está de gira con una banda y que ayer por la noche tocó en un club del otro lado de la bahía. Ha dicho que tenía que verle, es urgente y tiene que coger el tren.
Joseph intuyó que se trataba de su primo Nicholas Pileggi, el trombonista, el hijo de una de las hermanas de su madre, la que se casó con el carnicero que tenía una partida de cartas en la trastienda. En la última visita de Joseph a Italia, el hijo del carnicero era miembro de una orquesta de Catanzaro; pero sus tíos de Ambler le habían contado que Nicholas se había trasladado a Nueva York y viajaba por todo el país tocando en bandas de música de baile y trabajando también en las fosas orquestales de los teatros de Broadway. Joseph le había escrito a la pensión donde vivía Nicholas en Brooklyn, y este le había contestado con una postal desde Búfalo, y luego desde Scranton, y luego una tercera desde Pittsburgh, y en todas ellas le prometía que pronto aparecería por Ocean City de visita. Habían pasado dos años, y exceptuando un intercambio de postales navideñas, los primos no habían sabido nada el uno del otro; de hecho, la última vez que Joseph había estado en compañía de Nicholas había sido cuando aún eran unos críos, hacía más de una década: formaban parte de las Juventudes Socialistas de Maida y participaban en manifestaciones contra la guerra. Joseph recordaba en concreto la noche en que se unieron a la turba que destruyó las farolas del pueblo, hizo añicos las ventanas del ayuntamiento e incendió los registros para que los mozos no pudieran ser llamados a filas.
La Primera Guerra Mundial finalizó antes de que Joseph y Nicholas alcanzaran la edad de reclutamiento, y sus respectivos aprendizajes como sastre y músico los llevaron en direcciones distintas durante el final de su adolescencia; sin embargo, Joseph se sentía más próximo a Nicholas que al resto de sus coetáneos de la rama materna de la familia, y lo único que esperaba era que no le trajera malas noticias. Ningún pariente lo había visitado todavía desde que estaba en Ocean City, y se dirigió a la tienda en compañía de Mister Bossum, silencioso e impaciente.
Pero su primo fue todo sonrisas cuando salió de la sastrería para abrazar a Joseph en la acera, besándole en ambas mejillas ante el asombro de algunos transeúntes, y atizándole unos fuertes golpes en la espalda.
—Voy a casarme —anunció su primo—, y tú vas a venir a Brooklyn a la boda. Voy a casarme con una chica maravillosa, pero su padre cree que soy un vagabundo pelagatos, y necesito que le convenzas de que soy mejor de lo que cree, aunque no sea verdad.
Nicholas se disculpó por lo repentino de la visita, y por tener que tomar el próximo tranvía de vuelta a Atlantic City, donde cogería el tren de última hora de la tarde para Nueva York con el resto de la banda. Pero al estar tan cerca de Ocean City, había aprovechado la oportunidad para expresar en persona lo mucho que deseaba que Joseph asistiera a la boda.
—Eres el único primo que tengo en este país —dijo—, y la chica con la que me caso posee una familia muy extensa, y un padre que es un hijo de puta. Vino de Maida siendo cochero, y ahora es chófer de un ricachón de Brooklyn. También se encarga de un garaje que tiene un montón de furgonetas. Se llama Dominic di Paola, pero todo el mundo le llama Rosso porque es pelirrojo. Creo que tenía otro pretendiente para su hija, pero ella le dijo que o se casaba conmigo o no se casaba. «Pues no te cases», va y le dice su padre, pero a ella no le importa lo que diga. Es tan decidida y terca como él. Y también es pelirroja. Se llama Susan.
Susan di Paola era la segunda de los seis hijos nacidos en América de Rosso y su segunda esposa, Angelina. Angelina era una morena de ojos oscuros y aspecto de matrona que a los diecinueve años había quedado viuda y sin hijos en Maida, después de que su marido muriera de malaria; pero tres años más tarde, en 1902, la llevó a América un tío suyo casamentero de Brooklyn que quería emparejarla con su amigo Rosso, un individuo que se había proclamado viudo y que en 1884 se había casado en Maida con una mujer llamada Rosaria. Rosso y Rosaria habían tenido dos hijos y el gasto añadido de cuidar del padre de ella, enfermo, que exigió que Rosso se fuera solo a los Estados Unidos para ganar más dinero con que poder mantenerlos. Pero durante el año que Rosso estuvo esperando que su mujer y sus hijos se trasladaran a América (el padre de ella ya había muerto), Rosaria se quedó embarazada de un soltero de mediana edad, miembro de una de las últimas familias nobles de Maida. Que ella y sus hijos permanecieran a partir de entonces en el pueblo, vivitos y coleando aunque descontentos en la casa de un noble en la indigencia, no impidió que Rosso los diera por muertos, de hecho, más que por muertos; se convenció de que Rosaria y sus hijos prácticamente no habían existido nunca.
Y sin embargo, Rosso contradecía sus emociones llevando símbolos de luto por su familia «muerta» de Italia. El traje que vestía cuando se lo presentaron a Angelina en 1902 exhibía una cinta negra en la solapa. Llevaba brazaletes negros en las mangas de las camisas y los jerséis que se ponía en el garaje. No obstante, en su actitud jamás había pesar. La cornamenta que habría inflamado a casi todos los hombres de Italia había dejado a Rosso frío, muy frío; el desapasionamiento que mostraba hacia su primera mujer superaba la pasión de esta por el noble. Rosso ni siquiera se tomó la molestia de divorciarse legalmente. Su matrimonio con Angelina en los Estados Unidos fue certificado por un cura después de que Rosso llevara a cabo una sustanciosa aportación a su iglesia, lo que, al parecer, resultaba una expiación suficiente en caso de bigamia.
Rosso se tenía por religioso, aunque casi nunca asistía a misa; consideraba a los sacerdotes no mucho mejores que los penitentes, una impresión confirmada por el sacerdote secreto e inconfeso que lo había casado con Angelina. Rosso identificaba su religiosidad con su imaginaria alianza exclusiva con un compañero de sufrimientos, ahora en el cielo: el ascético monje nacido en un pueblo del sur de Italia de donde venían los antepasados de Rosso, Paula. San Francisco de Paula había comprendido y rezado contra el pecado del sexo durante toda su larga vida —de joven había saltado a un estanque helado para no permanecer cerca de una atractiva joven—, y si el noble de Maida hubiera hecho lo mismo en lugar de seducir a la esposa de Rosso, o más probablemente, en lugar de dejarse seducir por ella (Rosso no podía perdonarle a esta su naturaleza lujuriosa), la posterior desconfianza de Rosso hacia las mujeres quizá habría sido menos obsesiva. En cualquier caso, veía a las mujeres como seductoras natas, instigadoras de casi todas las aventuras extramatrimoniales de las que había oído hablar cuando era cochero, y posteriormente chófer, de muchos hombres adinerados y sus amantes. En el mundo de Rosso, a las mujeres se las ponía en un pedestal o en el arroyo. Puttana era la palabra que utilizaba para referirse a su primera mujer, en las infrecuentes ocasiones en que lo hacía. Y la principal razón por la que le hablaba con tanto descaro a su jefe, el por lo demás orgulloso y autoritario millonario prusiano Frederick Ochse —propietario de pisos en alquiler y garajes en el sur de Manhattan y Brooklyn—, era porque estaba al corriente de las infidelidades del señor Ochse con las coristas de Nueva York y demás mujeres que conformaban la definición de puttana según Rosso.
Esta superioridad moral que asumía ante su jefe, y el hecho de que Ochse tolerara su actitud brusca y a veces insultante con tanta benevolencia que Rosso había acabado creyendo que le gustaba, lo convenció de que nunca lo despedirían del trabajo, tanto daba lo que llegara a decirle a su jefe, siempre y cuando se lo dijera en privado, como solía hacer, y siempre y cuando continuara sirviendo a Ochse de dos maneras: haciéndose cargo del principal garaje de Ochse en Brooklyn con honestidad y eficacia (Rosso jamás robó un penique y nunca perdió un cliente), y estando siempre dispuesto a llevar a Ochse donde este deseara; y uno de los lugares a los que lo trasladaba era al apartamento que tenía en Brooklyn una rubia a la que Ochse comenzó a visitar regularmente durante los primeros años del matrimonio de Rosso con Angelina.
Aunque Rosso detestaba ese trabajo más que ningún otro, y siempre le soltaba a Ochse largas peroratas en contra de la predilección de este último por las fulanas, Rosso iba allí donde le decían, y esperaba solo en el coche aparcado dos plantas por debajo de las persianas bajas del dormitorio de la mujer (su marido era guardián de un almacén del muelle, y tenía el turno de noche), hasta que ese recio prusiano bajito que era su amante bajaba dócilmente por la escalera hasta la calle, ajustándose su sombrero hongo al entrar en el coche, oliendo a perfume, sabiendo por experiencia que en tales trayectos tenía que abrirse y cerrarse la puerta él mismo. A continuación, Rosso ponía en marcha el motor y conducía con una imprudencia que reservaba para esas salidas, cruzando a toda velocidad la zona del Prospect Park de Brooklyn en dirección a la mansión de piedra marrón donde Ochse vivía acompañado de su mujer y sus hijos, y sin tolerar ninguna crítica por su manera de manejar el coche. Durante esos trayectos, Rosso contemplaba a Ochse a través del retrovisor, esperando que este realizara algún comentario que le permitiera responder con una renovada invectiva; pero Ochse generalmente permanecía en silencio con la cabeza gacha, con un aspecto convenientemente contrito.
Rosso vivía a dos manzanas de la casa de Frederick Ochse, en una calle estrecha, Sterling Place, situada en un viejo barrio irlandés al que recientemente se habían trasladado algunas familias judías e italianas. Residía en un apartamento de once habitaciones por el que no pagaba alquiler, ubicado sobre el garaje de cuarenta coches de Ochse. Ninguno de los demás hijos de Rosso era capaz de escabullirse por la chirriante escalera que se extendía entre el apartamento y la acera, pegada a la pared interior de un lado del garaje, con la silenciosa astucia de la joven Susan, que conocía con precisión qué puntos de la escalera no chirriaban, con lo que coreografiaba una ruta mediante la cual huía de puntillas hacia una libertad que siempre deseaba, sin que su padre pudiera oírla en el garaje, y eso que era un hombre con unos órganos auditivos muy sensibles, aguzados por su carácter receloso, que le permitían escuchar la caída de cada gota de gasolina dentro de los recipientes metálicos que había debajo de los coches y camiones que tenía a su cuidado.
Ni que decir tiene que cuando Susan regresaba directamente a casa de la escuela, cosa que no ocurría a menudo, no tardaba en escabullirse, con mucha frecuencia al cine del barrio a disfrutar de un programa doble. En oposición a estas transgresiones, Rosso insistía en que trabajara después de clase, plegando cajas en la pastelería que había al otro lado de la calle, cuyo propietario era un panadero que dejaba sus dos furgonetas de reparto aparcadas por la noche en el garaje (de donde los sobrinos del panadero a menudo las tomaban prestadas para sus entregas clandestinas de licor antes de que amaneciera); pero Susan no tardó en dejar ese trabajo y la escuela, y a los dieciséis aceptó un empleo a tiempo completo como aprendiz en la Bell Telephone Company de Brooklyn, un puesto que consiguió con la ayuda de su voz rotunda y penetrante.
Puesto que durante la década de 1920 las líneas telefónicas se oían mal y estaban cargadas de electricidad estática, el departamento de personal de Bell siempre andaba en busca de jóvenes que poseyeran poderosas cuerdas vocales que compensaran las frágiles cuerdas de la empresa; y cualquier candidata que era un poco tímida o no hablaba claro, o que no pronunciaba con nitidez las vocales y las consonantes, generalmente era rechazada tras un día de prueba; pero segundos después de que Susan abriera la boca, fue recibida con los brazos abiertos en el seno de la sucursal Bell de Brooklyn, y poco importó que su padre despotricara durante semanas, afirmando que las mujeres que trabajaban en la compañía telefónica eran, sin excepción, unas puttane.
Susan pasó a ser operadora de información. Una tarea tan exigente no precisaba tan solo fuerza vocal, sino también una vista aguda y unos dedos ágiles, los cuales, cubiertos con unas puntas de goma, debían pasar rápidamente las listas alfabéticas de nombres en la guía maestra; después de localizar el número, la operadora tenía que repetírselo al cliente con tanta claridad que este lo comprendiera de inmediato incluso cuando las líneas crepitaban de electricidad estática. Las operadoras estaban adiestradas para hablar en staccato, para vocalizar, vo-ca-li-zar, los números de tal manera que cuatro sonara «cuua-tro», y cinco, «ciiin-co», y siete, «siet-te», y nueve, «nuev-ve». No solo los números, sino que las operadoras hablaban con esa exagerada pronunciación incluso cuando estaban en casa con su familia; y la familia Di Paola de Brooklyn, gracias a la silabeante Susan, poseía otro dialecto añadido a la casa, el nacido en la Bell Telephone Company, que ella había transmitido a su hermano y hermanas pequeñas, que comenzaron a llamarla «Sus-san».
Susan ascendió rápidamente, y se convirtió en supervisora adjunta al cabo de un año, y en supervisora de la centralita diurna de Brooklyn al cabo de dos años y medio, con dos ayudantes a sus órdenes. Su salario aumentó hasta un punto que su padre ya no podía discutir con ella, tal era su aportación semanal a los gastos de la casa, aunque Rosso no tuviera ni idea de que ella se embolsaba en secreto un tercio del total que le pagaban cada sábado en un sobre antes de entregarlo en casa. Pero para Rosso la moral era más importante que el dinero; y cuando un día de 1927 su amigo el panadero le informó de que Susan había sido vista volviendo a casa en compañía de un joven, un hombre que uno de los sobrinos contrabandistas del panadero había identificado como un trombonista que trabajaba en un club nocturno al que su sobrino repartía alcohol (y por cierto, este mismo sobrino había sido rechazado por Susan después de que se le insinuara en la parte de atrás de la pastelería, cuando trabajó allí plegando cajas), al día siguiente, furioso, Rosso decidió apostarse delante del edificio de la telefónica con la esperanza de pillar a Susan con su consorte, y poner fin de inmediato a su relación antes de que fuera a más. Sin embargo, resultó que al día siguiente Susan no tenía planeado encontrarse con el trombonista, Nicholas Pileggi, después del trabajo; pero antes de salir del edificio había vislumbrado a su padre detrás de su coche, tres pisos más abajo, la limusina aparcada justo delante de la puerta principal de la compañía telefónica. Así que en lugar de salir por la puerta principal, como hacía normalmente, salió por una de servicio que había en la parte de atrás del vestíbulo, y siguió una ruta alternativa hacia su barrio. Su padre, mientras tanto, permaneció merodeando detrás del coche durante otra hora, un espía encallado y frustrado.
Cuando Rosso regresó al apartamento, se puso a gritar al ver a su hija sentada a la mesa de la cocina leyendo un periódico.
—¿Dónde estabas? —la interrogó. Pero ella inmediatamente se puso en pie de un salto, esgrimió un dedo acusador y habló en un tono tan estridente que todo el resto de la familia acudió corriendo a la cocina.
—¡Me estabas es-pi-an-do! —dijo—. Y eso es muy de-sa-gra-da-ble.
Rosso se la quedó mirando un momento lleno de estupor, mientras su mujer y sus hijos se interponían entre ellos, que ahora se miraban en silencio. Finalmente, Rosso se volvió hacia Angelina, dijo algunas palabrotas en dialecto, y, tras encogerse de hombros, salió de la cocina y regresó el garaje.
—Voy a casarme —anunció entonces Susan a su hermana mayor, Theresa, que se había mantenido a cierta distancia, en un rincón—. Y él no estará in-vi-ta-do.
Theresa le tradujo la noticia a su madre, que sacó un pañuelo del delantal y se echó a llorar. La hermana menor de Susan, Catherine, que tenía veinte años, también se echó a llorar, mientras que Julia, de quince, y Lena, de trece, se pusieron a saltar de alegría.
—¿Estoy invitada? —preguntó Julia.
—Na-tu-ral-men-te —contestó Susan—. ¡Todo el mundo está in-vi-ta-do, menos él! —señaló hacia la puerta—. ¡Él se queda en casa!
—No puedes hacer eso —dijo Theresa, suplicante.
—¿Que no? —contestó Susan.
El matrimonio de Susan di Paola y Nicholas Pileggi se programó para el 4 de diciembre de 1927, en una iglesia católica de la zona de Park Slope de Brooklyn, a unas manzanas del garaje de Rosso. La pareja había amasado suficiente dinero para pagar la boda, y el coste de la recepción sería mínimo: el propietario de un club nocturno amigo de Nicholas aportó la comida y la bebida, y los colegas de la banda de Nicholas pusieron la música. Tras considerables súplicas por parte de su madre y sus hermanas (dos de ellas amenazaron con boicotear la boda si Susan insistía en excluir a su padre), la novia finalmente accedió. Pero puesto que de entrada no había pedido permiso a su padre para casarse, privándolo con ello de la oportunidad de negarse, Rosso rechazó la invitación con frialdad.
Así que Susan decidió pedirle a su único hermano varón, John, un robusto joven de diecisiete años, que la acompañara al altar. John di Paola jamás le negó un favor a ninguna de sus hermanas, aunque fuera de la familia tuviera fama de brusco y belicoso. De niño, había atado la plancha de hierro más pesada de su madre al extremo de una escoba rota para fabricarse unas pesas, con las que modeló su cuerpo para los combativos días que preveía para sí, y de los que sería el principal responsable. Su educación en la Escuela de Brooklyn n.º 9 terminó cuando le dio un puñetazo a un profesor de séptimo curso que lo llamó «espagueti»; después de su expulsión pasaba casi todo el tiempo en el gimnasio de Stillman, en la Octava Avenida de Manhattan, trabajando con un entrenador que creía que podía convertirle en un destacado peso welter o en peso medio. Aunque John pareció hacer realidad su potencial dejando fuera de combate a sus contrincantes en el campeonato amateur Golden Gloves, y en sus primeros combates profesionales en pequeños locales donde se le conocía como «el Chaval de Park Slope», la operación nasal que sufrió después de su triunfo más sangriento le dejó con la opción de retirarse del ring conservando el perfil, o seguir con su carrera pugilística y arriesgarse a la posibilidad de que el puente de plástico que llevaba dentro de la nariz se hiciera trizas y acabara provocándole retinitis y afectándole a la vista.
John decidió retirarse, pero a regañadientes, porque ahora tenía menos excusas para ausentarse del garaje de su padre, donde se exigía su presencia como ayudante, lavacoches, y para que reemplazara a su progenitor las dos noches por semana en que el señor Ochse iba a ver a su puttana, por no hablar de tener que llevarla alguna vez a ella cuando iba de compras a Brooklyn o al sur de Manhattan, al otro lado del puente. Más peligroso, aunque menos aburrido para John, era tener que conducir una de las furgonetas de la panadería a altas horas de la noche para entregar algún cargamento en un muelle de la orilla de Brooklyn del East River, pues tuvo que reemplazar al sobrino del panadero mientras este convalecía de unas heridas de bala que había recibido en las piernas. John se enteró de que las furgonetas del panadero habían invadido el territorio del gánster Dutch Schultz, y, antes de que se estableciera definitivamente en Chicago, de Al Capone.
En un esfuerzo por escapar de la monotonía, de la servidumbre y de las balas que condimentaban el trabajo en el garaje de Rosso, un mes antes de la boda de su hermana, John solicitó un trabajo de técnico de mantenimiento en la Bell Telephone. Uno de los ejecutivos que aparcaban su sedán en el garaje dijo que podía conseguir que contrataran a John, y lo consiguió; y de haber sido necesario, Susan hubiera estado dispuesta a utilizar su influencia dentro de su división de la compañía para devolverle el favor que iba a hacerle John acompañándola al altar. Pero unos días antes de la boda, y sin explicación, Rosso cambió bruscamente de opinión: ¡asistiría! Así que después de que Angelina hubiera limpiado con una esponja y planchado el chaqué y los pantalones a rayas de cochero de su marido, que había llevado por última vez en su boda, veinticinco años atrás, y después de haber cargado en la limusina a su mujer, las cuatro damas de honor y la novia, Rosso las llevó a la iglesia, donde posteriormente acompañó a Susan hasta el altar, dos descabellados pelirrojos a los que las circunstancias habían empujado brevemente a seguir el mismo camino.
Asistieron casi doscientas personas, casi todas ellas italianos de Brooklyn vinculados con Maida, pero también había algunas jóvenes irlandesas y judías que trabajaban con Susan en la compañía telefónica, además de varios clientes del garaje de Rosso, que aportaron el entusiasmo del que este carecía al ver cómo se casaba la primera de sus cinco hijas. El pastelero estuvo allí con su esposa y su hermana viuda (la madre del sobrino del pastelero al que le habían disparado); también estuvo presente el tío de Angelina que le había presentado a Rosso en 1902, y el hijo de treinta años del tío, que había contribuido con las flores a la ceremonia, pues poseía una floristería y ya se había distinguido dentro de la familia por su costumbre de llevar sombreros negros forrados de acero.
Cerca de la parte delantera de la iglesia, detrás de los invitados, se sentaban el señor Frederick Ochse y señora, que inicialmente no habían sido invitados por Susan (¿cómo iba a invitarlos a ellos y no a su chófer, su padre?); pero después de que Rosso se hubiera autoinvitado, Susan mandó a su hermana Catherine a la mansión de los Ochse para rogarles personalmente que asistieran, y también para disculparse de que su invitación se hubiera perdido por culpa del descuido de su hermano John al enviarla. A lo cual la señora Ochse contestó: «Sí, eso es típico de John». La señora Ochse se había enfadado con él una noche en que tenía invitados a cenar y, poco antes de que llegaran, él le había entregado una caja de comestibles que ella no había pedido. Y se habría enfadado aún más de haber sabido que lo que ella había pedido, John lo había entregado por error en el apartamento de la amante de su marido.
La opinión que tenía de John la señora Ochse contrastaba con el afecto que le profesaba a su hermana Catherine, que era guapísima y la más tímida de las cinco hermanas de los Di Paola, y a la que la señora Ochse recibía con mejor disposición cuando iba a la mansión a jugar con sus dos hijas de edad más parecida a la de Catherine. Esta se encontraba en la mansión cuando la señora Ochse recibió la trágica noticia de que sus dos hijos mayores, un chico y una chica, se habían ahogado en la costa de Irlanda mientras viajaban con su tutor a Liverpool, después de que el barco de pasajeros en el que se habían embarcado, el Lusitania, fuera bombardeado por un submarino alemán en la creencia de que el transatlántico británico iba armado y cargado hasta los topes de explosivos. El incidente había ocurrido a primeros de mayo de 1915, poco después de que Catherine cumpliera ocho años; y aunque un Frederick Ochse con los ojos llenos de lágrimas había leído repetidamente en voz alta, en la sala de estar, el triste telegrama que había recibido de la oficina de la Compañía Cunard, y a pesar de que la radio y los periódicos continuamente divulgaban el desastre, la señora Ochse se negó a reconocer la pérdida de sus hijos, e insistió en que de algún modo habían conseguido escapar del destino que se había llevado la vida de casi mil doscientas personas que iban a bordo.
En los años siguientes, la señora Ochse siempre le decía a Catherine que algún día descubrirían sanos y salvos a los niños desaparecidos; y aunque en una ocasión le suplicó a Catherine que se llevara a su casa la muñeca favorita de su difunta hija —una muñeca de porcelana grande y con un vestido precioso que Catherine conservó como un tesoro toda su vida—, jamás se deshizo de la ropa de sus dos hijos, aun cuando admitiera que todas las prendas debían de quedarles pequeñas. A menudo, mientras Catherine jugaba en su casa con las hijas pequeñas, observaba que la elegante señora Ochse, de pelo gris, permanecía sentada a solas en la sala tejiendo jerséis de gran tamaño que se apresuraría a terminar antes del regreso de sus dos hijos, en caso de que este se anunciara. A veces Catherine veía a la señora Ochse sentada con los ojos cerrados, y sin lana en el regazo; y sin embargo, seguía moviendo las manos, tejiendo ahora con agujas imaginarias.
Después de asistir a la boda religiosa de Susan, la señora Ochse dijo que no se encontraba bien para acudir a la recepción, y Catherine la acompañó a casa con el señor Ochse y John al volante. Posteriormente Catherine y John se unieron a la celebración en una sala alquilada para cenas y bailes. Fue allí donde Catherine conoció al atildado primo del novio, el sastre de Nueva Jersey.