41.

Aunque Joseph se sintió muy complacido por la alegre carta de Antonio en la que le relataba la boda en Bovalino, y orgulloso como estaba de que su primo siguiera marcando la moda en París, la buena suerte y la constante prosperidad de Antonio provocaban en Joseph la sensación de que se estaba quedando atrás, más aislado que nunca en ese centro turístico de Nueva Jersey dominado por los metodistas, donde se pasaba el día cosiendo y casi nunca veía el sol, y donde sus relaciones con los demás se limitaban en gran medida a saludar a los clientes en el mostrador cada vez que sonaba la campanilla de la puerta de su tienda.

No hay duda de que el aislamiento de Joseph era sobre todo responsabilidad suya. Desde su llegada a Ocean City en la primavera de 1922, donde poco después compró su sastrería —sobre todo con los pagarés proporcionados por el asmático propietario, desesperado por dejar aquella población y dirigirse al clima más seco de Arizona—, Joseph se había comportado con formalidad y cautela, siempre preocupado por no cometer algún acto imprudente, ya fuera en el ámbito social o profesional, deliberado o inadvertido, que pudiera condenarlo al ostracismo en la comunidad, y quizá incluso provocar su deportación. En el verano de 1925, cuando todavía no tenía veintidós años y apenas dominaba el idioma, a Joseph aún le faltaban dos años para convertirse en ciudadano americano, y carecía de amigos poderosos en el sistema político local o en la Iglesia católica que pudieran ayudarlo en cualquier dificultad que pudiera surgir.

Ahora que Antonio se había casado, París había perdido parte de su atractivo; y en cualquier caso, Joseph dudaba que pudiera ganar en Francia, y mucho menos en Italia, lo que ahora estaba ganando en los Estados Unidos. La prosperidad nacional de mediados de la década de 1920 ya era evidente en toda la isla, y el auge de la construcción era palpable en la bahía, la zona de la playa y el distrito comercial, y no solamente había cada vez más veraneantes y gente que pasaba todo el año, sino también personas que trabajaban en Filadelfia, adonde se dirigían cada mañana con un traje limpio, que acababa manchado del hollín del tren y del whisky y el vino ilegales que bebían en el vagón cafetería en el trayecto de vuelta, con lo que los trajes necesitaban una limpieza en seco especial que costaba el doble que la normal.

El próspero negocio de «limpieza en seco francesa» de Joseph, que le proporcionaba el triple del dinero que ganaba haciendo de sastre —hasta que presentó a sus clientes su ingeniosa idea del Club del Traje—, se emplazaba en un garaje de cuatro coches sin coches, en un solar lleno de malas hierbas detrás de la tienda. A un lado del interior del garaje había dos máquinas de planchar y tres mesas con cepillos, esponjas y frascos de una fuerte solución ácida recomendada para eliminar de la ropa esas manchas que permanecían tras una limpieza rutinaria. Al otro lado había una secadora metálica de metro ochenta de alto y forma oblonga, que parecía un carruaje cubierto sin ruedas, y un tambor giratorio circular de limpieza en seco, de un metro de alto y tres de diámetro, que, mientras giraba como una noria que se hubiera desplomado, hacía dar vueltas a la ropa en unos contenedores entrelazados y llenos de unas suaves dosis de nafta que se consideraban adecuadas para eliminar las manchas habituales causadas por la grasa o el hollín, pero no las de tinta, licor o herrumbre. El supervisor de la planta de tres hombres, que, al igual que sus colegas, era negro, era un diácono y director de coro de sesenta y seis años de la iglesia baptista negra ubicada en el lado occidental de las vías del tren, a dos manzanas del garaje.

Era un caballero afable y de huesos pequeños, de piel arrugada y correosa y ojos azul claro; vestía cuellos altos almidonados y ternos de lana negros tanto en verano como en invierno, y todo el mundo lo conocía como «Mister Bossum». Nadie sabía su nombre de pila, o incluso si tenía, ni siquiera el pastor que le proporcionaba una habitación en la iglesia y los privilegios de su despensa en compensación por sus esfuerzos como diácono y director de coro. Lo que en aquel momento Joseph ignoraba de Mister Bossum, que había venido con el negocio al comprárselo al propietario anterior, era que cuando no trabajaba para él era el principal traficante de licores de la ciudad, y recibía la mercancía antes del alba a través de un barco almejero que venía de Atlantic City, y posteriormente la distribuía entre su clientela de la comunidad blanca con la ayuda de los selectos miembros de su coro, que o bien eran empleadas domésticas en las residencias de los bebedores más acaudalados de la ciudad, o negros que trabajaban como botones o pinches en hoteles y restaurantes.

Sin embargo, Mister Bossum se mostraba siempre sobrio y puntual cuando aparecía cada mañana para trabajar en la planta de lavado en seco, donde llegaba caminando alegremente a las nueve y cuarto o antes, y por lo general silbando o canturreando la música gospel que llevaba en la cabeza desde el oficio de las ocho en su iglesia. Tenía a sus órdenes a dos planchadores, y casi nunca eran los mismos más de tres días seguidos, y un limpiamanchas a tiempo parcial que le ayudaba en verano, cuando había más trabajo, pero cuyo oficio principal era el de mecánico de botes en la bahía. Mister Bossum se reservaba para sí la tarea de eliminar las peores manchas, sobre todo las de licor. Con mucho esmero, aplicaba la solución limpiadora a la tela con una expresión casi de súplica en la cara, que quizá reflejaba la responsabilidad que sentía al haber proporcionado el origen de dicha mancha.

Durante las semanas de más clientela, el negocio de limpieza en seco aportaba más de quinientos dólares, los cuales, después de deducir los salarios de los planchadores y otros gastos indirectos asumidos por Mister Bossum, le proporcionaban un beneficio neto a Joseph de más de doscientos dólares. Aquella riqueza casi lo abochornaba. Y quedaría abochornado de otra manera después de comenzar a tener éxito económico con su Club del Traje, una empresa que inevitablemente le llevó a mantener un estrecho contacto físico con mujeres cada vez que era una de ellas la que ganaba un traje gratis. Rodear con la cinta métrica el busto y las caderas de una mujer madura mientras recogía datos vitales para cortar un patrón era algo que podía representar, en la mente de un sastre lujurioso, un placer añadido. Pero para un joven tan circunspecto y sexualmente inexperto como Joseph, ese no era el caso.

Joseph ni siquiera se había dado la mano con un miembro del sexo opuesto, con la salvedad quizá de parientes como su madre, aunque tampoco lo recordaba con precisión. Joseph había sido educado en la creencia de que la proximidad de las mujeres casi siempre auguraba una malévola tentación acompañada de escándalo, por no hablar del perjuicio físico que frecuentemente podía infligir algún pretendiente invisible. A pesar de la creciente confianza en sí mismo de Joseph, ahora que era un próspero propietario, creía que no podía permitirse las libertades del Nuevo Mundo, sobre todo en una parte de ese mundo tan relativamente mojigata como era aquella pequeña isla fundada por pastores reformistas. Joseph tenía que mantener a demasiada gente al otro lado del océano; y no se trataba solo de las necesidades diarias de su madre y hermanos: también había asumido la responsabilidad de acumular una dote digna para su hermana, Ippolita, que ahora tenía diecisiete años. En los tres años que llevaba viviendo en Ocean City, había presenciado una creciente relajación de las costumbres entre sus conciudadanos, incluso antes de que su Club del Traje acentuara esa impresión. Recordaba lo pura e inmaculada que le había parecido aquella isla en 1922, durante sus paseos de los domingos por la tarde, y sobre todo recordaba haberse detenido un domingo para contemplar un servicio conmemorativo dirigido por uno de los ancianos de la congregación bajo un cedro, cerca del edificio del Tabernáculo metodista. Unas mujeres con guantes blancos y unos hombres de envarado refinamiento habían cantado himnos, acompañados de jóvenes evangelistas que tocaban trompas de pistones; a continuación un anciano ataviado con un traje oscuro y cubierto con un sombrero de paja dio un paso al frente ante el cortés aplauso de la multitud e incrustó su bastón con fuerza en el césped antes de saludar levantando ligeramente el sombrero. Era el último superviviente de los fundadores de la ciudad: el reverendo James E. Lake, que casi medio siglo antes, acompañado de sus correligionarios, había permanecido bajo ese mismo cedro y proclamado la presencia de Dios en la playa. Aunque no había católicos entre los primeros colonos, y bastante pocos en la isla cuando Joseph llegó, se sentía en armonía con esos cerca de doscientos metodistas que defendían el orden y el decoro en aquellos prósperos años de posguerra, marcados por una concupiscencia tan evidente como las manchas de las prendas que llevaban a su tienda.

No se trataba tan solo del residuo del whisky y el vino derramados, sino también de las manchas blanquecinas en las braguetas de los pantalones de hombre, las cuales, aunque generalmente se eliminaban tras una limpieza normal en el tambor, revelaban aún más que las manchas de licor las vidas disipadas de muchas de esas parejas solteras a las que Joseph recibía en su tienda: chicas desenvueltas con el pelo a lo paje que a menudo entraban en la tienda fumando un cigarrillo, y sus novios, con la petaca en la cadera, que dejaban su descapotable aparcado en doble fila con el motor en marcha. Y no solo eran las posdebutantes y los universitarios de Filadelfia quienes se apartaban de las tradiciones de contención de sus mayores; también eran los padres, que habían comprado casi toda la línea de playa como segunda residencia, y habían construido un impresionante club náutico en la bahía del que todo el día salían lanchas motoras a toda velocidad y en el que el whisky corría durante la noche. Además, había diversos nativos residentes que se sentían atraídos por ese ocioso estilo de vida de la gente de ciudad, residentes que les habían servido de agentes inmobiliarios, abogados y banqueros, y que ahora aspiraban a ser miembros del club náutico y estaban impacientes por adquirir el símbolo definitivo de prestigio en la costa: un velero con unos mástiles tan altos que tuviera que alzarse el principal puente levadizo de la ciudad para que pudieran pasar.

Menos de dos docenas de personas poseían una embarcación así, pero cada vez que una de ellas se acercaba al pequeño puente en forma de arco y flanqueado por las diminutas casas de sus vigilantes —el barco hacía sonar la bocina, sus banderas y cintas llenas de color aleteaban al viento en sus altas maromas, un patrón tocado con una gorra blanca permanecía en la cubierta de atrás rodeado por sus invitados, todos con un vaso alto de licor—, los automovilistas que lo cruzaban tenían que detenerse, y quizá quedarse inmóviles durante media hora en medio del sofocante calor que surgía de las marismas, junto con los mosquitos y el olor a estancamiento, a no ser que el automovilista tuviera la suerte de quedarse atascado en una elevación más alta y ventilada que quedaba dentro de las sombras de la sección elevada del puente. Aunque la tienda de Joseph distaba más de cuatro manzanas de la bahía en dirección este, podía escuchar los sonidos de los impacientes automovilistas y también imaginárselos, pues había presenciado la escena a menudo durante sus paseos dominicales por los muelles. Invariablemente había coches y camiones alineados, parachoques con parachoques, en la carretera elevada que unía la isla con el continente, y veía a los conductores de autobuses sentados en los guardabarros de sus vehículos, mientras los pasajeros, rumbo a pasar un día en la playa, se colocaban a lo largo de las barandillas observando cómo las altas velas blancas pasaban lentamente por detrás de la calzada levantada de acero, con sus líneas centrales pintadas de amarillo cruzadas por gaviotas que daban vueltas. También había muchos camiones procedentes de granjas del interior, cargados con verduras y frutas frescas, y camiones de basura que venían de la isla seguidos de moscas y otros insectos que desplazaban su atención a los camiones agrícolas en caso de que estos contuvieran sandías u otras frutas que se habían abierto durante el trayecto anterior por carreteras secundarias llenas de baches.

Joseph había oído cómo los camioneros se quejaban de esas interrupciones mientras estaba sentado en la barra del restaurante que había en la esquina delante del ayuntamiento, donde casi siempre desayunaba y cenaba; y aunque comprendía a los camioneros y automovilistas que tenían que lidiar con un puente levadizo en una población donde los principales contribuyentes a menudo poseían barcos grandes, también era consciente de que los miembros del club náutico, y en particular los más jóvenes, entre los veinte y los cuarenta y tantos, se iban convirtiendo en sus mejores clientes, tanto en el negocio de la limpieza en seco como a la hora de confeccionar y arreglarles sus trajes. Era principalmente su dinero el que destinaba al bienestar de su familia de Maida y a la dote de su hermana.

La clientela que había heredado del propietario anterior consistía más que nada en hombres de negocios y profesionales del barrio de edad ya avanzada, y otros que iban a trabajar fuera del pueblo, gente entre los cuarenta y muchos y los sesenta y pico. De vez en cuando, las esposas los acompañaban a la tienda y traían su propia ropa para que se la arreglaran. El haber crecido bajo la autoridad de su abuelo Domenico había preparado perfectamente a Joseph para extender su deferencia hacia esas personas reservadas, serias y bastante frugales. Llevaban sus trajes hasta que la tela se les deshilachaba, y no pagaban una limpieza en seco a no ser que las prendas estuvieran palpablemente sucias, e insistían en que sus trajes no necesitaban más que un planchado. Y casi siempre era todo lo que necesitaban. Eran hombres cuidadosos y sobrios. La ropa que dejaban en la tienda no mostraba manchas de licor. Joseph dudaba que alguno de ellos hubiera pisado jamás el club náutico; desde luego, nunca los había oído, ni tampoco a sus esposas, hacer ninguna referencia al club cuando entraban en la tienda, y no se los imaginaba compatibles con la atronadora música y las carcajadas que a menudo escuchaba salir del edificio de tres plantas cuando pasaba por delante, en sus paseos nocturnos por Bay Avenue. La clientela de Joseph estaba más en sintonía con la música del Tabernáculo; había reconocido muchos de sus apellidos entre los que figuraban en la placa que identificaba a las primeras familias, y sin duda había visto a alguno de sus clientes de lejos cuando se había detenido para presenciar la presentación de uno de los fundadores de la ciudad, el reverendo Lake, y había oído cantar la «Doxología» a aquellos reunidos bajo el cedro. Seguramente encarnaban el poder que había detrás de los carteles que actualmente se veían en las playas, advirtiendo que era igual de ilegal para hombres y mujeres aparecer en la playa con el torso descubierto; y gracias a esa gente había intuido Joseph lo que debían de haber sido los Estados Unidos provincianos y temerosos de Dios antes de la Primera Guerra Mundial.

Y sin embargo, a pesar de todo su recato, de su espíritu ahorrativo y de su actitud distante, muchos de ellos se habían interesado personalmente por Joseph, después de conocerlo mejor a través de las continuadas visitas a su tienda. A menudo le preguntaban dónde había nacido, por qué había decidido establecerse en Ocean City, cuáles eran sus metas para el futuro; y, cuando buscaba un consejo, ellos se le ofrecían de buena gana. Cuando respondía a sus preguntas, el propio Joseph se daba cuenta de que gran parte de lo que había dejado atrás en Maida era lo que le atraía de esa isla; poseía una afinidad natural con las poblaciones pequeñas y sus valores anticuados. Y aunque esas personas al principio lo habían mirado con frialdad por ser un forastero, eso tampoco era algo que le extrañara, siendo él de Maida. Decidió creer que, aunque esas personas todavía no habían acabado de aceptarlo, cuando lo hicieran sería para siempre.

Si había algo que le había sorprendido de aquellos americanos mucho mayores que él, era, probablemente, que la mayoría de las parejas casadas que tenía de clientes habían conservado un gran afecto el uno por el otro, y lo demostraban revelando un romanticismo que nunca había observado entre las parejas de Maida que dejaban ya atrás la mediana edad. Por ejemplo, con frecuencia veía a los americanos entrar en su tienda de la mano (algo que nunca había visto en las calles de Maida, ni de Nápoles); y mientras él estaba arrodillado o de pie junto a la mujer, con la cinta métrica y su cuaderno, tomándole las medidas mientras esta permanecía rígida sobre el pedestal, a menudo, en el espejo de tres cuerpos, atisbaba a su marido observándola orgulloso con un brillo de admiración.

Si eso representaba para Joseph un aspecto positivo de la vida de casado, también había podido ver sus lados más sombríos en sus primeros años en el negocio: el matrimonio era un tema del que había aprendido muy poco en su país de viudas blancas y hombres distantes. En los Estados Unidos, donde incluso las parejas mayores se expresaban con más libertad que la gente de su propia edad en Maida, Joseph a veces escuchaba con vergüenza cómo las parejas discutían abiertamente delante de él, discrepando acerca de lo que Joseph debería hacer, o no hacer, con las prendas que le habían traído para arreglar. Pero incluso Joseph, cándido como era, intuía que esas disputas se basaban en algo menos visible que sus ropas. Casi percibía la hostilidad mutua de aquellas parejas, y le asombraba la pasión que podían generar aquellas personas mayores mientras insistían con terquedad en que Joseph hiciera esto o lo otro; y no era infrecuente que intentaran atraerlo a la discusión. Temeroso de exacerbar las cosas si daba su opinión, él reaccionaba con ecuanimidad hasta que intuía quién era el cónyuge más fuerte del matrimonio. En Italia casi automáticamente se hubiera puesto de parte del hombre; pero en América se estaba familiarizando con la poderosa personalidad de las mujeres. Cada vez que parecía que el marido estaba a punto de ceder, Joseph enseguida se ponía de parte de la esposa; y si ella estaba en el pedestal probándose alguna prenda, él colocaba las agujas con especial cuidado, y constantemente la tranquilizaba diciendo que quedaría complacida con el trabajo final. Para entonces, era frecuente que el marido se hubiera retirado a una silla y les diera la espalda, para que quedara bien claro que ya no le prestaba atención a su mujer; entonces se ponía a leer el periódico o exhalaba círculos de humo por la tienda. En esos momentos Joseph percibía crecer la tensión de la mujer a través de la cinta métrica.

Pero en 1926, después de que Joseph hubiera iniciado su Club del Traje, comenzó a tener un contacto más estrecho con los más jóvenes, que representaban la América de posguerra. Era gente a la que le gustaba arriesgarse en su rifa semanal, y que por la noche se entregaba a la vida social, lo que proporcionaba muchas ocasiones para ir de punta en blanco. Ahora, por primera vez, Joseph veía a mujeres al volante de los coches que aparcaban cerca de su tienda. Sin que las acompañara ningún hombre, a menudo entraban con una brazada de vestidos o chaquetas nuevas que habían comprado en Filadelfia y que había que arreglar; o entraban para adquirir un número de un dólar que les diera opciones de conseguir un traje gratis.

Cuando Joseph colocó por primera vez en el escaparate el cartel que anunciaba la inauguración de su Club del Traje —mediante el cual, tras pagar una cuota inicial de cinco dólares, sus miembros podían gastarse un dólar para escribir sus nombres y direcciones en una tarjeta e introducirla, dentro de unos sobres en blanco, en el interior de un jarrón del que un miembro del club extraería el sobre ganador al final de la semana—, no hizo ninguna referencia al sexo; no se le ocurrió que una mujer pudiera desear ganar un traje que ella misma llevaría. Supuso que la mujer que poseía el número afortunado encargaría un traje para su marido, su padre o su hermano. En la isla los sastres no hacían trajes para las mujeres. Las mujeres que tenían alguna modista en Filadelfia de vez en cuando aparecían en la isla vistiendo faldas y chaquetas de la misma tela, pero las faldas eran amplias y las mangas abombadas, y apenas imitaban lo que Joseph definiría como un traje de estilo masculino. En París, había visto a mujeres que llevaban ese conjunto masculino —de hecho, había visto a mujeres que llevaban pantalones en lugar de faldas—, pero Antonio decía que esos trajes los habían confeccionado modistas, no sastres, y que las mujeres que en Francia llevaban pantalones probablemente eran lesbianas.

Unas semanas antes de la Navidad de 1926, una mujer ganó por primera vez la rifa del Club del Traje. Era una mujer que fumaba y debía de frisar los treinta; tenía el pelo corto y oscuro, y parecía habérselo teñido con un tinte rojizo; estaba segura de sí misma y llevaba unas gafas que sugerían un aire profesoral; y tenía un cuerpo voluptuoso del que no era en absoluto consciente. Iba muy erguida y con los hombros echados hacia atrás cuando Joseph la vio por primera vez al otro lado del mostrador de su tienda, un día de finales de verano: le traía unos vestidos de noche para que los limpiara y los tuviera a punto para el fin de semana del Día del Trabajo; y aunque Joseph no tenía razón para creer que ella lo hubiera visto por el pueblo, sin embargo la mujer lo trató con una familiaridad casi inmediata, y la segunda vez que visitó la tienda ya lo llamaba Joe.

Se llamaba Elizabeth Townley. Se había divorciado de su marido en Filadelfia, y hacía poco se había instalado en Ocean City para pasar el año, cerca del club náutico. Después de haber comprado tres números para la rifa de la primera semana de diciembre, sonrió al salir de la tienda y le dijo:

—Espero que me traigas suerte, Joe.

Cuando la mujer recibió la postal de Joseph anunciándole que había ganado, regresó a la tienda muy contenta y pidió que le enseñara alguna tela de lana verde que pudiera favorecerla. Se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el mostrador, y se quedó esperando, vestida con una falda ajustada y una blusa de seda, con una actitud reposada y agradable.

—Señora Townley —preguntó Joseph, un tanto incómodo—, ¿de verdad piensa hacerse un traje para usted?

—Naturalmente —contestó ella—. Sabes hacer trajes de mujer, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo Joseph—. Es que pensaba que se lo querría regalar a su hermano, o a otro hombre.

—Ninguno de ellos se lo merece —dijo ella. Se inclinó más hacia el mostrador y señaló en dirección a un rollo de tela de espiguilla situado en el estante detrás de Joseph—. Esa es bastante bonita, Joe —dijo—. Echémosle un vistazo.

Cuando Joseph la hubo colocado sobre el mostrador, la señora Townley comenzó a acariciarla suavemente, como si fuera un gato; a continuación la pellizcó con el índice y el pulgar y la frotó con energía.

—Sí, muy bonita —dijo—. Esta servirá. Pero tendrás que darte prisa, Joe, porque quiero el traje antes de irme por Navidad.

Sin darle tiempo a responder, la señora Townley se dirigió hacia el probador y se subió al pedestal. Joseph la miró sin saber qué decir mientras ella permanecía con las manos en las caderas; el contorno del sujetador, que ceñía sus prominentes pechos, asomaba a través de su blusa de seda pura. Aunque iba totalmente vestida, parecía más desnuda que la amazona con la camisa abierta que Joseph había visto trabajando en el campo durante la cosecha de la aceituna. Apartando ese recuerdo de su mente, cogió la cinta métrica y el cuaderno y se colocó detrás de la señora Townley, la cual, un palmo por encima del suelo, intimidaba de tan escultural. Mientras respiraba la fragancia de su perfume y escuchaba su suave respiración en aquella sala ahora en silencio, Joseph levantó la mano izquierda y colocó el borde del remate metálico de la cinta en la nuca de la mujer. Lo sostuvo allí un momento mientras el resto de la cinta amarilla, apresurada por los suaves golpecitos que daba con la mano derecha, se desplegaba por la espalda y llegaba hasta las nalgas. Apretó la parte inferior de la cinta en el punto donde pensó que debía finalizar la chaqueta, anotó la cifra en el cuaderno e hizo una pausa antes de pasar a la siguiente medición. De haber estado midiendo a un hombre, Joseph se le habría puesto delante, le habría rodeado el pecho con la cinta y le habría pedido que aspirara y espirara. Pero Joseph nunca se había tomado tantas libertades con una mujer —casi todas sus experiencias anteriores con mujeres se habían limitado a retocar los bajos de una falda, unas mangas, y los hombros de sus abrigos—, y no tenía ni idea de cuál era la etiqueta en ese caso. De lo que estaba seguro era de que no se podía poner frente a la señora Townley mientras le pasaba la cinta por la espalda y la unía en la parte de delante para medir el pecho. De manera que se quedó detrás de ella; y, con un tono de voz que esperaba que resultara profesional, preguntó:

—Señora Townley, ¿le importaría levantar los brazos, por favor?

Ella alzó los brazos por encima de la cabeza, y Joseph se acordó del puente levadizo. Se inclinó hacia delante y, procurando que su nariz no chocara contra la espalda de la mujer, rodeó su cintura con los brazos, luego juntó las manos delante de su vientre mientras aseguraba por un momento la cinta entre las puntas de sus dedos, y finalmente levantó la cinta hasta que sintió que rozaba sus pechos duros y cubiertos de seda. Llegó a lo que le pareció el punto más lejano por ambos lados y esperó a que la señora Townley expulsara el aire, y a continuación volvió a colocar la cinta y apretó el extremo del remate metálico que sujetaba con la mano izquierda contra el número inferior de la cinta que mantenía en la derecha. La punta prácticamente tocaba el 110. A pesar de su falta de experiencia en esos asuntos, Joseph dedujo que la señora Townley era enorme. Incluso teniendo en cuenta la diferencia física entre hombres y mujeres en esa zona, Joseph se daba cuenta de que la talla del pecho de la mujer era casi el doble que la suya. La cinta le resbaló de los dedos y cayó por los tobillos de la mujer.

—Lo siento —dijo Joseph, inclinándose para recogerla. La señora Townley no dijo nada y no se movió.

De manera un poco menos vacilante, Joseph extendió la cinta para medir la cintura (76) y las caderas (105). Pero ahora le sudaban las manos, y se sentía un tanto mareado. Lo cierto es que nunca había estado a solas con una mujer americana. De hecho no recordaba haber estado nunca con ninguna mujer, excepto la amazona, y eso había sido en campo abierto, donde había dispuesto de mucho sitio para escapar cuando ella lo descubrió mirándola. En la tienda se sentía atrapado. No había duda de que el cuerpo de la señora Townley lo afectaba de una manera que, sabía, era pecaminosa.

—¿Puedo bajar ya los brazos? —preguntó ella en voz baja.

—Naturalmente, señora Townley —dijo Joseph, que se había olvidado por completo de sus brazos—. Lo siento.

—¿Esto va a tardar mucho más? —preguntó la señora Townley, aunque no parecía impaciente.

—Apenas unos minutos —dijo Joseph, arrodillándose para medir la anchura de la falda que llevaba, y decidiendo que utilizaría las mismas dimensiones para la falda del traje.

Anotó lentamente en su cuaderno, pues todavía no estaba preparado para levantarse y tomar las medidas de las mangas. El probador estaba tan silencioso que se podía oír el zumbido de una mosca en el interior del escaparate. Probablemente era la última superviviente del verano. A continuación escuchó con alegría el sonido de la campanilla de la puerta, y, mientras inclinaba la cabeza más allá de las caderas de la señora Townley, vio a Harry Smith, que trabajaba en el concesionario Ford, de pie en la entrada.

—Volveré cuando no estés ocupado —dijo Smith, inclinándose hacia delante y manteniendo el equilibrio con el pomo exterior que tenía en la mano.

—Entra, entra —dijo Joseph, aliviado—, estoy terminando.

Smith, un cuarentón robusto de cara sonrosada, tocado con un fedora sencillo de color marrón y enfundado en un chaquetón de gruesa lana a juego, entró casi dando un traspiés y saludó con el sombrero a la señora Townley, que le daba la espalda, pero cuyo perfil veía reflejado en un espejo.

—Veo que le estás dando trabajo a este hombre —dijo Smith, acomodándose en la silla que había más cerca del pedestal y colocando el sombrero sobre la rodilla.

—Sí —contestó ella lacónicamente, sin dirigirle la mirada.

—¿Eso que veo aparcado ahí delante es tu fantástico turismo Flint Six? —dijo Smith, observando con atención cómo ahora Joseph medía el brazo de la mujer.

—No —dijo ella.

—Estoy intentando que este buen amigo se compre un coche —dijo Smith con una sonrisa. Señaló en dirección a Joseph con la mano derecha, simulando la forma de una pistola, aunque sin apartar los ojos de Elizabeth Townley.

—Ya te he dicho que necesito el permiso de conducir —dijo Joseph, rodeando con la cinta una de las muñecas de la señora Townley.

—Sí, yo me encargaré de eso —dijo Smith—. Pero he venido a decirte que he encontrado el coche perfecto para ti.

—¿Ah, sí?

Joseph estaba realmente interesado. Llevaba más de un año pensando en comprarse un coche, pero hasta que Smith no había entrado en su tienda dos semanas antes, nunca lo habían comentado. Esta semana Smith ya había ido a verlo dos veces, y en cada una le había ofrecido un coche más barato que la vez anterior. Era nuevo en la población, y estaba impaciente por hacer una venta.

—Solo son quinientos —dijo Smith—. Es un precioso Ford cupé. Solo tiene un año, y está perfecto. El propietario necesita un coche más grande. Esta semana se va a Florida y quiere vender el cupé enseguida, y he pensado en ti.

Quinientos dólares era una cantidad que Joseph se podía permitir. Desde su llegada a la isla, se había privado de muchas comodidades. Había vivido en una pequeña habitación detrás de la tienda para no tener que pagar un apartamento; y cuanto más dinero iba ganando los últimos años, más enviaba a Italia. Ya había saldado la deuda con sus tíos de la familia Rocchino, los que vivían en Ambler, y le había hecho el último pago al anterior propietario de la tienda, ahora ya residente en Arizona. También había hecho muchos viajes en tranvía por la bahía, y por fin se sentía preparado para el reto de superar al volante lo que quedaba de su hidrofobia.

La señora Townley se bajó del pedestal, ayudándose de la mano de Joseph. Smith encendió un cigarrillo y la observó cruzar la tienda hasta el mostrador. La mujer cogió inmediatamente el abrigo y se lo puso.

—Mañana por la noche ya habré cortado el patrón, señora Townley —dijo Joseph, ocupando su lugar tras el mostrador, mientras encendía un cigarrillo y completaba sus anotaciones en el cuaderno—. Puede venir el lunes para una primera prueba. Haremos otra el jueves, y en dos semanas tendrá el traje.

—Te lo agradezco, Joe —dijo ella, y con una sonrisa se volvió para marcharse. Joseph rodeó a paso vivo el mostrador para abrirle la puerta, y no dejó que Smith viera a la señora Townley mientras bajaba los escalones, pasaba por delante del escaparate y se alejaba por la calle a paso rápido.

—Una mujer despampanante —dijo Smith.

Joseph hizo caso omiso del comentario al cerrar la puerta.

—¿Cuándo puedo ver el coche? —preguntó.

—Te lo puedo traer ahora —dijo Smith, levantándose rápidamente—. Estaré de regreso en una hora. Puedes echarle un vistazo y damos una vuelta. Si quieres, mañana podemos ir al banco. Te tendré los papeles preparados, y el domingo te daré unas clases de conducción. Y el fin de semana que viene ya deberías conducir solito.

Joseph no dijo nada, al parecer vacilante, preocupado por que todo fuera demasiado deprisa.

—Mira —dijo Smith, con repentina urgencia—, si no te quedas este coche, se lo quedará otro. No encontrarás ningún otro coche así por quinientos dólares, créeme. Es un buen coche. El dueño lo ha cuidado bien.

—De acuerdo —dijo Joseph—. Enséñamelo.

Era un cupé azul marino bien cuidado que, evidentemente, había tenido un buen mantenimiento. Sus parachoques plateados relucían al sol de aquella tarde despejada de invierno, y los neumáticos no estaban salpicados de barro, como los de los demás coches aparcados en la calle. Harry Smith estaba sentado detrás del volante, pero se asomó por la ventanilla del copiloto y le hizo una seña a Joseph, que observaba desde la tienda, para que se acercara. Mientras Joseph se aproximaba, Smith puso en marcha el motor, hizo sonar la bocina y abrió la puerta. Joseph sintió un extraño sentimiento de propiedad, ahora que el coche estaba a su disposición.

Cinco minutos después de que Smith hubiera comenzado a conducir, cantando sus alabanzas mientras movía la palanca de cambios como si fuera una batuta, Joseph dijo:

—Muy bien, me lo quedo. Pero volvamos a la tienda.

Joseph se dio cuenta de que con tanto entusiasmo por el coche se le había olvidado cerrar con llave la puerta de la tienda.

—Ya verás qué feliz estarás con el coche —lo tranquilizó Smith aparcando junto a la acera—. Te cambiará la vida.

A la mañana siguiente, Joseph le entregó a Smith los quinientos dólares que había sacado del banco; y después de colocar el documento de propiedad y la escritura de venta orgullosamente en el cajón de su mostrador, se quedó mirando cómo Smith se llevaba el coche de vuelta al garaje del concesionario, donde, tres días más tarde, el domingo después de misa, Joseph aparecería para su primera clase de conducción.

Incluso antes de ese acontecimiento tan esperado, Joseph comprendió la verdad del comentario de Smith: su vida realmente había cambiado. El solo hecho de poseer un coche abría todo un mundo de posibilidades, que ampliaban el sueño que le había impulsado a cruzar el océano. Hacía poco había leído que la empresa Ford de Detroit, que había producido hasta doscientos mil vehículos en un mes, había vendido su coche número diez millones, y que alguien lo había conducido desde Nueva York a San Francisco. No menos emocionante para Joseph sería su viaje inaugural motorizado de tres kilómetros hasta Somers Point.

Al domingo siguiente asistió a la misa de las diez y cuarto. Había menos de veinte personas en la iglesia, algo no insólito en aquella parroquia durante el invierno; pero la decoración navideña en torno al altar, y la escena de la Natividad tallada en madera constituían un feliz recordatorio de las próximas vacaciones, que señalarían el sexto aniversario de la llegada de Joseph a la isla de Ellis. Recordó lo mucho que le había entristecido no ver a sus tíos esperándolo, aunque sin duda no olvidaría la amabilidad del intérprete que lo había acompañado a través de los controles de la isla de Ellis y finalmente lo había dejado en el tren rumbo a Filadelfia. Pero todo eso y Ambler parecían algo tan lejano como Maida.

Después de la misa, un bombero jubilado al que Joseph conocía de la iglesia se ofreció a llevarlo en coche a su barrio. Pero Joseph prefirió caminar. Era un día soleado y tonificante. Joseph llevaba por primera vez un abrigo de tweed marrón que se había confeccionado hacía poco. Después de muchos meses caminando por la ciudad, una figura solitaria en su passeggiata privada, pronto dejaría de depender del cuero de sus zapatos.

Recorrió más de un kilómetro y medio a través del centro de la ciudad hasta el garaje Ford, que estaba en la punta norte de la isla, después de pasar por casas entabladas y tiendas cerradas, incluida la suya. Hacia el este, donde se encontraba el océano, en las esquinas de las avenidas Central y Wesley, donde se hallaban las iglesias metodista y presbiteriana, vio multitudes reunidas en las aceras y coches moviéndose lentamente en busca de aparcamiento. Cuatro manzanas más allá de los terrenos del Tabernáculo, en una calle residencial de pensiones victorianas y bungalós de color blanco, se alzaba un edificio de ladrillo color tabaco de dos plantas, con una fachada en forma de abanico y el emblema de Ford en el exterior. A pesar de las restricciones dominicales, las grandes puertas correderas estaban abiertas de par en par, y cuando Joseph entró, vio a un mecánico inclinado sobre el capó abierto de una camioneta, y los pies de otro hombre asomando por debajo del parachoques de un vehículo que tenía el motor al ralentí. En un rincón había una oficina acristalada, ahora vacía, y no se veía a Harry Smith por ninguna parte. Pero cuando Joseph se detuvo y miró a su alrededor, reconoció su coche aparcado entre los modelos alineados en la pared del garaje. Al fondo oyó dos voces masculinas que discutían; uno de los hombres iba vestido con un mono gris y una gorra, mientras que el otro llevaba americana y corbata y fumaba un puro. Joseph vaciló antes de acercarse. Pero el hombre del puro dejó de discutir al verle, y se acercó con una sonrisa y le preguntó:

—¿Qué puedo hacer por usted, joven?

Era carrilludo y se adornaba con un fino bigotillo, y llevaba el pelo negro y reluciente peinado hacia atrás. En la solapa de la americana llevaba una etiqueta con su nombre en negrita: «Jack Ward, Dir.».

—He quedado con el señor Harry Smith —dijo Joseph.

—Se ha ido —dijo Ward.

—¿Se ha ido? —repitió Joseph con sorpresa y decepción—. Bueno, ¿y cuándo volverá?

—No volverá —dijo Ward—. Se ha ido para siempre. Ayer por la noche cobró el sueldo y se fue. Dijo que se dirigía a Florida.

Estupefacto en su incredulidad, Joseph negó con la cabeza.

—¿Puedo enseñarle algo? —preguntó Ward con entusiasmo, enarcando las cejas—. Acabamos de recibir unas gangas fabulosas.

—¡Ya les he comprado un coche! —gritó Joseph, sacando del bolsillo de su americana el recibo y el documento de registro, y entregándoselos al director. Ward estudió los documentos un momento, y, volviendo la mirada hacia Joseph, asintió y dijo:

—Sí, ha hecho usted una compra fabulosa. Ha comprado el coche viejo de Harry.

Joseph frunció el ceño.

—¡Pero no sé conducirlo! —dijo—. Harry Smith prometió enseñarme, y se ha ido.

—Sí —dijo Ward—, y si ese cabrón regresa, no volverá a trabajar con nosotros. Eso se lo prometo.

—¿Y a mí qué me importa? —preguntó Joseph, más furioso que antes—. Ahora tengo un coche que no sé conducir. ¿Qué tengo que hacer?

—¡Maldito Harry Smith! —exclamó Ward, más dispuesto a compadecerle que a solucionarle el problema.

—Señor Ward —exigió Joseph—, debe ayudarme.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Ayudarme a conducirlo.

—Pero usted no tiene permiso ni licencia —dijo Ward—. Necesitará un profesor, y él se encargará de todo. Conozco a algunos profesores, y mañana los llamaré a ver qué pueden hacer.

—Mañana trabajo —dijo Joseph—. Quiero empezar hoy.

—Los domingos no trabajan.

Joseph sintió la adrenalina recorriendo su cuerpo.

—Mire —dijo Joseph con firmeza—, este es mi coche, ¿verdad?

—Oh, sí —dijo Ward—. Está totalmente pagado, y es usted el propietario que figura en el registro.

—Entonces, ¿por qué no me lo pone en marcha, y aprenderé yo solo?

—Pero podría matarse, y yo no quiero ser responsable.

Yo seré el responsable —dijo Joseph—. Ponga el coche en marcha y yo me meteré dentro.

—Pero si está en nuestra propiedad yo seguiré siendo el responsable.

—Pues llévelo al otro lado de la calle y déjelo allí. Vi cómo Harry Smith movía la palanca de cambios y los pedales, y no parecía difícil.

—Sabe —dijo Ward, reflexionando con un aire nostálgico—, así fue como yo aprendí a conducir. En el quinto pino, detrás de Somers Point. Allí no conducía nadie que tuviera carné, y ahora pasa lo mismo. Un día que él no estaba, me llevé el cacharro de mi cuñado y aprendí en media hora.

—Estupendo —dijo Joseph—, pues manos a la obra.

Ward vaciló un momento, a continuación se volvió hacia el mecánico con el que había estado discutiendo.

—Eh, Billy Bob —gritó—. Coge el cupé que hay aparcado en el número ocho y llévalo al otro lado de la calle.

El mecánico le lanzó una mirada furibunda a Jack Ward y farfulló bajo la barba; pero después de coger un trapo del guardabarros de la camioneta y limpiarse las manos, Billy Bob se encaminó lentamente hacia el cupé de Joseph y obedeció las instrucciones de Ward. Joseph siguió el coche a pie mientras Billy Bob lo conducía. Jack Ward le dijo adiós con la mano y se dirigió al fondo del garaje, donde no podía ver lo que ocurría en la calle.

—¿Sabe cuál es la primera y la segunda? —le preguntó Billy Bob a Joseph, después de haber aparcado el coche en la acera y dejado la puerta abierta.

—Sí —dijo Joseph—. La primera es hacia arriba y la segunda hacia atrás, ¿no?

—Ajá —dijo Billy Bob—, ¿y sabe cuál es el pedal del freno y cuál el del embrague?

—Creo que sí —dijo Joseph.

A continuación, Billy Bob le hizo señas a Joseph para que se sentara tras el volante, cerró la puerta y regresó al garaje sin mirar atrás.

Joseph se quedó sentado un momento detrás del volante, sintiendo la vibración del motor, mirando a través del parabrisas una carretera vacía de macadán de dos carriles que parecía extenderse hacia el infinito, pero que de hecho llevaba hacia el puesto de la guardia costera, situado en la punta arenosa de la isla. También miró por el retrovisor y a ambos lados del vehículo para asegurarse de que nadie presenciaba su iniciación a la era motorizada. Apoyó suavemente los pies en los pedales sin ejercer presión, y se recordó que tenía que pisar el embrague hasta el fondo y luego soltarlo lentamente mientras apretaba el acelerador —por suerte, Harry Smith le había ilustrado antes de huir a Florida—; a continuación Joseph rezó una oración y aceptó el reto de intentar imitar a su profesor ausente.

El coche dio una sacudida hacia delante, ahogándose y petardeando. Joseph apretó el embrague hasta el fondo y puso punto muerto mientras agarraba con fuerza el volante con la mano izquierda, y observó con unos ojos como platos cómo el vehículo seguía avanzando a lo largo de casi media manzana por su propia inercia. Se quedó sentado, expectante, hasta que el coche se detuvo, con el motor al ralentí. Después de esperar un rato para recobrar la compostura y repasar la rutina, volvió a apretar el embrague y a acelerar, y una vez más sintió rebotar su cuerpo mientras el coche avanzaba a sacudidas. Apretó más el acelerador, y en lugar de ahogarse, el motor borboteó mientras sus remilgados conductos ingerían lo que pareció un refresco con burbujas extraído de la fuente de soda que había detrás del mostrador de su restaurante favorito. El motor, aplacado por el líquido, emitió un suave zumbido parecido al que había oído cuando Harry Smith conducía.

Avanzando a una velocidad que consideró igual a la de Smith, levantó la mirada hacia el retrovisor y vio la carretera vacía a su espalda, y fragmentos de casas blancas, y comprendió que había dejado el concesionario Ford tan atrás que ya no se veía. Volvió a dirigir su atención hacia delante, y a lo lejos vio una cajita negra que levantaba nubes de polvo conforme avanzaba velozmente hacia él. Mientras un cosquilleo le subía por la columna vertebral, Joseph se armó de valor, sintió las palmas húmedas sobre el volante, pero no aminoró, pues le daba miedo derrapar sobre la carretera arenosa si apretaba el freno a esa velocidad.

Sin atreverse a mirar el coche que venía en dirección contraria, pero percibiendo su veloz avance por los sonidos cada vez más fuertes del motor, Joseph mantuvo los ojos concentrados en la línea central de la carretera; y, aparte de desviarse ligeramente hacia el arcén para dejarle el máximo sitio posible al otro vehículo, dejó su destino en manos de San Francisco y del otro conductor, con la esperanza de que este tuviera licencia y fuera competente, y con el suficiente sentido común para permanecer en su carril.

Después de cruzarse con una sombra negra, un sonoro zuum y una ráfaga de viento, y un coletazo de arena que impactó en el parabrisas y en la capota, Joseph comprendió que de nuevo tenía la carretera para él solo. Aparte de su sorpresa al verse arrojado un poco más hacia el arcén —rápidamente lo solucionó tomando como referencia el parabrisas de la izquierda y dirigiéndolo de manera egoísta hacia el centro de la carretera—, Joseph sintió que controlaba totalmente la situación; y con renovada confianza se dirigió hacia el norte por aquella carretera flanqueada de dunas y desde la cual ahora se veía la esquelética torre de acero del puesto de la guardia costera. Mientras Joseph seguía la carretera en curva que lo dirigía hacia el oeste de la torre, tras pasar junto a una pared de rocas marrones salpicadas por las olas, se topó con un círculo pavimentado y abandonado, una calzada al parecer recién terminada, y cuya finalidad era acomodar un grupo de nuevas residencias quizá ya vendidas sobre plano. Joseph adoptó aquel lugar como zona de entrenamiento, y, en medio de un espléndido aislamiento invadido solo por las gaviotas bajando en picado, practicó todos los aspectos de la conducción. Frenaba bruscamente, se ponía en marcha, volvía a frenar, se iba acostumbrando a los frenos. Aprendió a cambiar las marchas adelante y atrás rascando lo mínimo. Y también puso la marcha atrás, y reculó y aparcó junto a las malas hierbas entre hileras imaginarias de vehículos.

El tiempo pasó deprisa mientras se iba familiarizando con su automóvil en ese remoto extremo de la isla; y cuando la luz que había en lo alto de la lejana torre de la guardia costera se hizo visible en el ocaso de aquella tarde de invierno, Joseph descubrió el interruptor de la luz en el salpicadero, lo accionó y pasó a probarlo. Siguió conduciendo en círculos, tomando las curvas cada vez más deprisa y más cerradas. Finalmente avanzó en línea recta y se encaminó de nuevo a la carretera principal y a la parte más poblada de la isla. Se sentía muy atrevido, muy ilegal, muy americano.