40.

La tarde siguiente, unos minutos antes de las cuatro, Antonio cruzó la plaza y se encaminó hacia las palmeras que había cerca de correos. Hacía mucho más frío que la semana anterior, y bajaban nubes oscuras de las montañas, y en la atmósfera flotaban una neblina gélida y un leve olor almizclado que en Maida era presagio de lluvia.

A mitad de la plaza, después de subirse el cuello de terciopelo del abrigo chesterfield que se había traído de París y llevaba por primera vez en Maida, se detuvo y dejó que el rebaño de Guardacielo, que volvía a su aprisco, pasara por delante de él. El rebaño lo componían dos docenas de ovejas, tres cabras y dos perros guardianes con collares surcados de pinchos. Antonio lo saludó animadamente con las dos manos y gritó el nombre de Guardacielo, pues no lo había visto en años, pero el viejo pastor siguió caminando con la ayuda de su cayado de madera, sin levantar la mirada, al parecer sordo y ciego. No obstante, los perros guardianes volvieron sus caras con orla de pinchos y le dedicaron una mirada feroz a Antonio.

La glacial humedad de la tarde era típica de finales de enero en las montañas; y a medida que Antonio cruzaba la plaza —saludando con la cabeza a algunos transeúntes ancianos pero identificables que vestían capas con capucha y lo llamaban por su nombre—, el tiempo le pareció extrañamente tonificante, y le despejó un poco la mente después de haber pasado dos horas en el café lleno de humo, almorzando con abundancia de licor con sus amigos de la infancia Basile y Paone. Había disfrutado comiendo con ellos, y se habían reído y recordado muchas cosas. Antonio había compartido una temporada con ellos en el cuartel de Catanzaro, hasta que las unidades de sus amigos precedieron a la suya rumbo al frente austríaco. Después de la guerra, Basile y Paone habían regresado a Maida para quedarse a vivir, si no a trabajar, en las granjas de sus padres, y cada uno se había casado con la hermana del otro. Ambos recibían un subsidio de discapacidad del ejército, pero en el café ninguno de los dos había mostrado asomo alguno de discapacidad, ni siquiera después de la grappa, el vino y el anís que Antonio les había ofrecido en abundancia, junto con su cajetilla de cigarrillos turcos que se habían fumado uno tras otro y acabado antes de que llegara la comida.

Mientras estaba sentado a una mesa del fondo, calentito cerca de la cocina y no lejos de la barra, gracias a sus amigos Antonio se había enterado de casi todo lo que se cocía y se hablaba en el pueblo; y hasta cierto punto confirmó casi todo lo que le había oído decir a su padre, aunque no hasta el punto de atribuirle a este una gran perspicacia. Su padre y sus amigos, al fin y al cabo, simplemente habían visto lo mismo, y lo habían interpretado de manera parecida, a través de los ojos y el entendimiento de la gente del pueblo; mientras que Antonio sabía, modestia aparte, que él veía y entendía las cosas desde una perspectiva más sofisticada, y, de hecho, esa mentalidad más amplia y profunda a veces le entristecía, pues a sus ojos tendía a menoscabar a algunas personas del pueblo a las que quería tener en alta consideración, sobre todo a su padre. Antonio por fin comprendió la profundidad del viejo dicho del pueblo que a menudo pronunciaba su abuelo Domenico: «Que tus hijos nunca sepan más que tú».

El padre de Antonio, por ejemplo, y también sus amigos del pueblo parecían ofendidos por muchas de las prósperas familias que habían regresado hacía poco de los Estados Unidos, y afirmaban que el dinero los había echado a perder y que mostraban una actitud de arrogancia y superioridad que probablemente se debía a vivir en esa joven nación, que se había vuelto jactanciosa a causa de su prosperidad y poder de posguerra. Pero Antonio veía con pesar, en la reacción crítica de su padre, sus amigos, y sin duda también en la de la gente del pueblo que nunca se había arriesgado a ir a los Estados Unidos, una cierta envidia hacia aquellos que habían emigrado, y peor aún, habían regresado con el suficiente dinero para comprar todo lo que deseaban en Italia.

Su padre y sus amigos también habían insinuado que los ricos que regresaban de América a menudo se habían visto perjudicados por las condiciones de vida de ultramar, y ahora llevaban a Italia muchas enfermedades y malas inclinaciones del Nuevo Mundo. A menudo se mencionaba la tuberculosis, y también una forma avanzada de alcoholismo supuestamente desconocida por aquellos que no habían viajado. Pero Antonio recordaba haber oído, de niño, cómo los ancianos de la época atribuían esas mismas dolencias a la primera ola de emigrantes que había regresado de Argentina; y en cuanto a los problemas con la bebida, Antonio se preguntaba cómo esos acérrimos defensores de la sobriedad podían explicar la presencia embriagada de habituales del pueblo como Rombiolo, de la funeraria, siempre con los ojos enrojecidos; y esa tambaleante barrica de vino que era el veterinario, Pepe Volpe, hijo ilegítimo de don Marco, el avvocato que no paraba de engullir grappa; por no hablar del barbero etílico del pueblo, Pasquale Riccio, y sus tijeras y navajas siempre temblorosas.

Y finalmente, si Antonio también se restringía a lo que pensaban su padre y sus amigos, tendría que aceptar la teoría de que los italianos que regresaban también se veían afligidos por una intrínseca propensión americana a la violencia. Según ellos, un hombre culpable de robar un cerdo o una gallina en Italia, en los Estados Unidos rápidamente acabaría haciendo carrera en el gansterismo, sobre todo ahora que podía hacerse rico de la noche a la mañana alimentando la sed de los americanos por la sabrosa excitación de los licores ilegales.

Estados Unidos era una tierra de cowboys, indios, coristas, viejos ricachones que perseguían a jovencitas, y mafiosos…, según los aislacionistas de Maida, que también concedían una gran importancia al hecho de que, en 1924, el archienemigo socialista de Mussolini, Giacomo Matteotti, hubiera sido asesinado en Italia por un pistolero italiano nacido en los Estados Unidos llamado, con acierto, Amerigo Dumini. Pero dichos comentarios no eran sino otra manifestación de su estrechez de miras, tal como lo interpretaba Antonio; si bien recordaba haber oído expresar un parecido prejuicio antiamericano con referencia al asesinato de Matteotti a algunos de sus amigos italianos de Francia, amigos que años antes se habían sentido contrariados por los esfuerzos del presidente Wilson en la conferencia de paz de Versalles para «mutilar» las ganancias territoriales prometidas a Italia por sus aliados británicos y franceses. Pero esas quejas acerca de la influencia negativa de América no dejaban mucha huella en Antonio. También a causa de su amplitud de miras y conocimiento de la historia, concluía que el hecho de que los fascistas hubieran utilizado al asesino Amerigo Dumini no tenía nada que ver con la atmósfera supuestamente violenta de la América de posguerra; de hecho, recordaba que su abuelo Domenico se había referido a la violencia en los Estados Unidos mucho antes de la Primera Guerra Mundial: Domenico había considerado que ese país era un semillero de asesinos en el contexto del asesinato, en 1900, del rey Umberto I de Italia, un crimen también cometido por un pistolero italiano que había venido de América. Domenico, claro está, ignoró convenientemente el hecho de que la Mafia ya llevaba funcionando doscientos años en el sur de Italia y en Sicilia cuando Cristóbal Colón descubrió América.

Aparte de cualquier comportamiento criminal que pudiera ser autóctono de la sociedad rural italiana, poco veía Antonio que refutara la documentación histórica que mostraba a los italianos meridionales como tradicionalmente resentidos contra sus invasores, un resentimiento que se había recrudecido durante siglos en los que se les había hecho sentir como ciudadanos de segunda clase en su tierra natal; y por tanto, se decía Antonio, tampoco era sorprendente que ahora, en la década de 1920, los habitantes de Maida de toda la vida pudieran experimentar un sentimiento visceral de resentimiento o envidia hacia ese nuevo grupo de «invasores», procedentes de los guetos italianos de América del Norte. Y esa reciente intrusión de personas privilegiadas en Maida ¿iba a provocar menos envidia simplemente porque los que acababan de llegar tenían apellidos italianos y hablaban el dialecto local (aunque anticuado, y mezclado con vulgarismos americanos), y porque, tras haber mejorado su posición en el extranjero, ahora estaban dispuestos a regresar y hacer que aquellos que se habían quedado se sintieran peor consigo mismos? Cierto, muchos de los primeros que se habían escapado de Italia habían sido muy generosos al compartir lo que habían ganado en el extranjero con sus parientes del pueblo (Antonio pensaba en sí mismo como ejemplo principal de generosidad), pero muchos otros viajeros no habían sido tan altruistas. Por tanto, dicho resentimiento no tenía por qué extrañarle. Y sin embargo, mientras Antonio cruzaba la plaza y se encaminaba hacia su escondite detrás de las palmeras, no le complacía identificar el resentimiento y la envidia como marcados rasgos innatos de los italianos, aun cuando el gran patriota italiano Garibaldi en una ocasión admitiera a regañadientes que lo eran.

Cuando llegó detrás del árbol, ¡Antonio no se lo podía creer!

¡Allí, a sus pies, inclinados contra la base del tronco, estaban los libros de Balzac!

Se los habían robado de allí mismo dos días antes. ¿Quién los había devuelto? ¿Quién, en Italia, devolvía mercancía robada de manera voluntaria? ¿Qué significaba todo eso? Antonio se quedó mirando los libros sin atreverse a tocarlos. De repente imaginó que una sombra siniestra rozaba su cortejo, y la dulzura del anís que perduraba en su boca comenzó a molestarle el nervio al descubierto de una de sus muelas de abajo.

Desde detrás del árbol, cautamente avanzó hasta encontrar una posición desde donde viera mejor la oficina de correos. Pero nadie parecía observarlo. Las únicas personas que entraban en aquel momento en correos, instantes después de que las campanadas de las cuatro hubieran dejado de sonar, eran dos monjas que se habían persignado antes de abrir las pesadas puertas. Todavía muy tenso, Antonio volvió a bajar la mirada hacia los libros. Cerró los ojos un segundo y respiró profundamente, intentando recobrar la compostura, pensar con claridad. Maldijo a Basile y Paone por haberse fumado todos sus cigarrillos. Abrió los ojos de nuevo; los libros seguían allí. Tenían el mismo aspecto que dos días antes; al menos el libro que había encima no parecía más arrugado ni doblado que cuando lo vio por última vez, y esa pequeña rotura de la punta inferior de la tapa no era más grande.

A los pocos segundos se había calmado un poco, pues se le ocurrió que se estaba irritando innecesariamente. ¿De qué tenía que preocuparse? Seguramente los había cogido Olympia —y no uno de sus celosos pretendientes—, pues, como había dicho el barón, ella leía en francés. Si se había leído ambos libros en dos días, eso indicaba que era una lectora rápida, y que no había salido de casa (una buena señal en una futura esposa). Y que le hubiera devuelto los libros indicaba, por supuesto, que estaba al corriente de su jueguecito. Pero ¿y qué? Tal vez una nota amorosa o una flor prensada lo esperaban entre las páginas. Sin embargo, si un pretendiente vengativo andaba metido en eso, a lo mejor encontraba la temida huella de la sociedad de la Mano Negra; y entonces ¿qué? En el almuerzo, Basile y Paone le habían confirmado que Olympia tenía muchos admiradores, entre ellos el individuo procedente de los Estados Unidos al que se había referido el padre de Antonio.

Basile había dicho que se llamaba Raffaeli. Bruno Raffaeli. Se decía que había nacido en Filadelfia. Basile, que tenía muchos parientes allí —y nada bueno que decir de ninguno—, había visto esporádicamente a Raffaeli por Maida, y estaba convencido de que era un sujeto de dudosa reputación. Los padres de Raffaeli habían tenido un pequeño restaurante en Filadelfia, pero lo habían vendido hacía un año y medio, previamente a su retorno a Italia, y habían comprado la casa solariega que había en la empinada colina un poco más allá de Maida, que había pertenecido al difunto marqués de Botricello.

Su amigo no le contó nada más de Bruno Raffaeli, solo que era grande y de hombros anchos, que de manera impredecible iba y venía de Maida, y que, al igual que la mayoría de viajeros transatlánticos que aparecían como estrellas invitadas en la passeggiata del pueblo, evitaba la moda proletaria adoptada por casi todos los solteros en favor de los fedoras de ala ancha y las americanas cruzadas de solapas estrechas, tan en boga entre los gánsteres americanos: americanas con un pañuelo blanco asomando del bolsillo exterior, y probablemente una pistola dentro.

Impaciente, Antonio tomó los libros y los hojeó, preparado para lo que fuera: notas amorosas, flores, o mensajes amenazantes de la Mano Negra. No encontró nada. Los libros parecían exactamente iguales que cuando los había cogido por última vez, con la salvedad de que faltaban los puntos de lectura, cosa que era la última de sus preocupaciones, pues ahora, al levantar la mirada, vio a Olympia caminando por la carretera. Eran las cuatro y diez. Llegaba con retraso. Se cubría la cabeza con la capucha de su capa, que apretaba contra el cuerpo en aquel día gélido. Pero Antonio la reconoció al instante por su manera de caminar, y sobre todo por sus piernas largas. Si tenía el tronco frío, al parecer pasaba calor de cintura para abajo: aquel día llevaba una falda aún más corta, y mostraba las piernas por encima de las rodillas, y, como siempre, calzaba sandalias.

Olympia no miró en su dirección antes de entrar en correos, cosa que sorprendió y decepcionó a Antonio. El juego continuaba, aunque ahora no estaba tan claro cuántos eran los jugadores. Todavía de pie detrás de los árboles, Antonio miró a su espalda, a continuación volvió a mirar al frente y se asomó entre las hojas. Unas cuantas parejas ya mayores y de aspecto inofensivo pasaron por la carretera, pero ninguna figura imponente tocada con un fedora. Así que Antonio se colocó los libros bajo el brazo y salió de lo que suponía que era su escondrijo. Haciendo acopio de todo el estoicismo que tenía, se preparó para enfrentarse a las vicisitudes de su pueblo.

Audazmente se encaminó hacia correos, casi intentando entrar. Pero ¿qué haría dentro? ¿Preguntarle directamente? Y preguntarle ¿qué? No, se dijo, eso sería forzar las cosas, y le haría quedar como un tonto. Y aunque creía que había sido Olympia quien había cogido los libros, no podía estar del todo seguro. También podría haber sido Raffaeli. O algún otro taimado posesivo que esperaba el momento adecuado para tenderle una emboscada a Antonio. De repente, serios pensamientos de peligro surgieron en su interior, por mucho que intentara reprimirlos. Por primera vez en años recordó el destino de su difunto tío Gaetano. Antonio se acordó de haber oído la historia de cómo al joven Gaetano, mientras se encontraba debajo del balcón de la chica con la que acabaría casándose, había sido asaltado por detrás por alguien que le había herido en la sien con un cuchillo. Eso había ocurrido en Maida hacía treinta años. ¿Se había avanzado algo? ¡Aquel pueblo quizá incluso estuviera más atrasado!

En todo caso, Antonio decidió no entrar en correos. Olympia saldría en cualquier momento. Antonio se apartó enseguida de la puerta, y, con los libros bajo el brazo, caminó hacia la plaza, recordándose, como había hecho antes, que no había motivo alguno para darse al pánico. Debía mantener la calma; estar alerta, pero tranquilo. Debía seguir con aquel juego durante al menos otro día: seguir haciéndose el interesante, si era eso lo que había estado haciendo últimamente en esa mascarada de coquetería posiblemente mal aconsejada y que tanto tiempo le consumía.

Antonio vio que se aproximaban Basile y Paone. Cuando los saludó con la mano, Basile dejó atrás a Paone y se le acercó corriendo. Trastabilló antes de alcanzarle, jadeando, y pareciendo, de hecho, discapacitado.

—¡Antonio! —exclamó, agarrándose al hombro de Antonio para sujetarse—. ¡He visto a Raffaeli! —Basile se puso a toser y pareció a punto de ahogarse hasta que Paone llegó a su lado y le dio unas palmadas en la espalda para revivirlo—. Raffaeli ha pasado por delante del café con otro hombre justo cuando te has ido —añadió Basile con voz entrecortada, mientras Paone le frotaba la espalda y contemplaba a Antonio con esa expresión de tristeza típica del pueblo que Antonio encontraba irritantemente parecida al gesto torturado que mostraba San Francisco en sus representaciones.

»Antonio —concluyó Basile casi en un susurro—, creo que deberíamos quedarnos contigo.

—No, no, amigo mío —dijo Antonio, colocando una mano sobre el hombro de Basile—, os lo agradezco, pero no será necesario.

—Por favor, creo que deberíamos quedarnos contigo —insistió Basile—, ese hombre podría ser peligroso…

El primer impulso de Antonio fue alegrarse de que sus amigos le hicieran de guardaespaldas, pero enseguida lo consideró un signo de cobardía, y también una capitulación a la filosofía de pesimismo que había persistido en su pueblo durante siglos. Si se dejaba guiar por el pensamiento de sus amigos —y, ay, por el de su padre—, en espíritu volvería a estar con ellos en las colinas. No, Antonio creía que él y su padre estaban cortados por patrones diferentes; la metáfora le desagradaba tanto como la falta de respeto que implicaba, pero era verdad. Antonio no había vuelto a su pueblo para regresar a la Edad Media. Estaba en el sur de Italia en busca de una mujer idealizada con valores de toda la vida, que él consideraba intemporales e inestimables. Y en su búsqueda de esa mujer, no podía desanimarle cualquier supuesto gánster venido de los Estados Unidos, o algún asesino del pueblo que quizá solo existía en la imaginación de esos aldeanos amables pero timoratos que únicamente parecían sentirse cómodos en un lugar aislado de opresión y frecuentes terremotos.

—Bueno —dijo por fin Basile respirando con normalidad—, a lo mejor tienes razón. Cuando he visto a Raffaeli no se dirigía a correos. Se encaminaba hacia la fuente, y quizá hacia sus caballos, y quizá pensaba ir a ver a sus padres.

—Sí —coincidió Paone, que de repente parecía muy aliviado ahora que Antonio no los necesitaba de guardaespaldas.

—Pero permitidme que os dé las gracias a los dos —dijo Antonio, estrechándoles la mano y despidiéndose de ellos—. Me pararé en la sastrería, donde hay mucha gente, y además, tampoco me preocupa Raffaeli, ni nadie.

Cuando sus amigos se hubieron marchado, Antonio siguió caminando con una energía añadida, y con un orgullo y seguridad en sí mismo renovados. Silbaba al andar, acordándose de una vistosa revista musical que había visto en el Folies-Bergère de París; y aunque permanecía alerta, fijándose en los transeúntes que tenía delante y también en los que había en los bordes de la plaza, ni en su aspecto ni en su actitud asomaba ninguna ansiedad. La verdad es que se sentía bien. Estaba por encima de su pueblo, de sus mezquinos agravios, y también tenía presentes las cosas positivas del lugar y sus gentes. El que Basile y Paone le hubieran ofrecido ayuda, miedosos como sin duda eran, había conmovido a Antonio, y desde luego ellos no eran responsables de lo que esa tierra de desdicha les había hecho a sus almas. Y Maida, a pesar de ser un lugar anticuado, y sus pasiones a veces primitivas, conservaba una cualidad de belleza sencilla e intimidad familiar que echaba de menos en París. Esa misma plaza, bastante grande para un pueblo tan pequeño, había sido planificada siglos antes por gentes que pensaban a lo grande, e incluso esa gente del pueblo que él, de manera descortés, había considerado estrecha de miras, poseía cierta grandeza.

Mientras Antonio seguía caminando en ese estado cada vez más acentuado de atendencia y perdón, oyó cosas que no había oído antes: el simpático gorjeo de los pájaros en el cielo gris invernal, y lo que parecía el cortés aplauso de las hojas de palma al viento, y lo que era claramente el sonido de un coro que practicaba en el monasterio que había cerca del camposanto. El pensar en Olympia, el preguntarse dónde estaría exactamente desde que había salido de correos —¡porque ya tenía que haber salido!—, y el recordar las advertencias que le habían hecho Basile y Paone: esos pensamientos habían menguado, y ahora que se sentía en paz consigo mismo, eran sustituidos por otros más conciliadores y dichosos.

Cuando llegó al borde de la plaza y giró hacia la callejuela que conducía a la tienda de su padre, Antonio oyó, al principio de manera imprecisa, y luego con más nitidez, el apresurado taconeo de unos pies de mujer sobre los adoquines, justo detrás de él. Sin darse la vuelta, ni siquiera cuando vagamente oyó pronunciar su nombre en tono imperioso por una voz de mujer, Antonio se adentró en la calle sumida en sombras. Siguió andando, cada vez más deprisa, mientras la mujer que se apresuraba iba ganando terreno y le suplicaba que se detuviera. Casi lo hizo, al escuchar en su voz una nota que resultaba extrañamente persuasiva y que le hizo pensar en sus lecturas de clase acerca de la legendaria Calipso. Todo joven del sur de Italia es advertido regularmente por su madre y el cura en contra de ese personaje: la voz suplicante, simpática e insistente, que causa dilación, coqueteo, y en última instancia la destrucción. El hecho era que esa interpretación exageradamente negativa de Calipso importaba poco en el sur rural, donde casi toda la mitología griega estaba contagiada de matices de tragedia e iniquidad italianas. Antonio casi había llegado a la sastrería de su padre cuando la mujer lo alcanzó y, rodeándolo con sus brazos, lo obligó a volverse y abrazarla.

¡Madre! —gritó Antonio, mientras ella lloraba en sus brazos—. Madre, ¿qué ocurre? ¿Qué haces aquí?

—¡Oh, temía no volver a verte, Antonio! —dijo Maria, temblando y apretándolo contra sí—. Antonio, hace días que tengo la premonición de que te siguen unos hombres malvados. Esta premonición fue tan intensa hace una hora que salí corriendo de casa y fui a ver a tu padre y le dije que tenía que impedir que te mataran. Dijo que no le escucharías, así que me mandó a correos por la calle menos concurrida para que yo misma te convenciera de que te marcharas del pueblo. No te encontré, pero gracias a Dios aquí estás ahora.

—Madre, madre —dijo Antonio, con una voz más seria de lo que pretendía—, tienes que controlarte…

—No —lo interrumpió su madre, intentando apartarlo—, ¡debemos irnos! El carruaje de monseñor nos espera. He recogido unas cuantas cosas para pasar la noche fuera. Tu padre y el coche de monseñor están preparados para emprender la marcha.

—¿Adónde?

—A Bovalino —dijo su madre—. Allí te espera la mujer de tus sueños.

—No puedo, madre, no puedo —dijo Antonio.

—¡Tienes que irte! —le exigió ella—. Si no te vas, te sucederá algo terrible…, no solo a ti, sino a mí.

La calle estaba vacía, y aquellas exhortaciones acompañadas de lágrimas habían atraído a algunos vecinos a las ventanas del primer piso. El sonido de los postigos al abrirse, y que todos preguntaran por su bienestar, la avergonzaron.

—Lo siento, Antonio —dijo con voz más calma—, pero tienes que confiar en mí.

A continuación dijo algo que Antonio escuchó perfectamente, pero ante su sorpresa exclamó:

¿Qué?

—La he visto —repitió su madre.

—¿Has visto a Olympia?

—Sí —añadió la mujer—, la he visto en correos. La he observado atentamente —tras una pausa, añadió—: Antonio, tampoco es ninguna belleza. Tiene la cara alargada y huesuda, una cara que ves en muchos nobles, y que siempre me ha recordado la de un caballo. Y es alta, Antonio. Te lleva una cabeza. Mi querido Antonio —entonó en un tono paciente, pero inexorable—, no es para ti. ¡Es demasiado alta!

Antonio no dijo nada. Todavía rodeaba con los brazos a su madre, pero ahora tenía la mirada perdida en las sombras de la calle solitaria, y sacudía lentamente la cabeza. Sí, se dijo, su madre realmente sabía cómo convencerle. Olympia era demasiado alta. ¿Qué más se podía decir? Ahí acababa todo. Antonio no se imaginaba caminando del brazo de una mujer notablemente más alta que él por el pasillo de la iglesia, y mucho menos por la Avenue des Champs-Élysées.

Antonio se volvió hacia su madre, que ahora esbozaba una sonrisa. Ninguno de los dos dijo nada durante unos segundos. Pero los dos supieron que pronto él pondría rumbo a Bovalino para conocer a la mujer de sus sueños.

El carruaje de monseñor no solo tenía una gran cruz blanca pintada en los laterales y en la parte de atrás, sino que los caballos llevaban cuentas de rosario de acero en torno al cuello que tintineaban en la noche, emitiendo unos sonidos aparentemente familiares a los ladrones correligionarios de las colinas, con lo que ninguno de ellos bajaría para atacarlo. No obstante, el guarda de monseñor seguía apostado en el pescante superior, junto al cochero, mientras Antonio iba sentado al calor de la cabina con su padre, que le informó del itinerario. Pasarían la noche en la residencia de su posible prometida, Adelina Savo. Su madre y la madre de Antonio eran viejas amigas, pues las había presentado monseñor años atrás. Lo que Antonio no supo hasta ese momento fue que monseñor y el abuelo Domenico habían coincidido en el seminario. La familia de Adelina era de las donantes más generosas de la diócesis de monseñor, y la principal fuente de ingresos de la familia derivaba de las productivas tierras que poseían en la región, y de algunos negocios pequeños pero solventes en el pueblo y en las afueras de Bovalino. En un encuentro celebrado entre la familia Savo y la madre y el abuelo de Antonio, antes de que este llegara de París, se discutieron y acordaron las condiciones de la dote.

—La dote es muy superior a lo que han ofrecido las otras familias —le dijo Francesco a su hijo durante el viaje—. Naturalmente, el dinero no es lo importante —añadió con toda la convicción de que fue capaz—. Lo importante es que tú y Adelina os conozcáis y os gustéis.

—¿Y cuándo nos conoceremos? —preguntó Antonio.

—Esta noche no —dijo el padre—. No llegaremos allí hasta medianoche, y hará un buen rato que Adelina se habrá acostado. Monseñor le ha dicho a tu madre que sus padres y parientes nos estarán esperando, y mañana por la mañana asistiremos a la misa de las siete. Pero entonces tampoco la conocerás. Adelina estará en el banco de delante rezando junto a su madre, pues lo hacen cada día, y nosotros tenemos que sentarnos cerca del fondo con su padre, que quiere salir antes y enseñarnos el pueblo, y también sus tierras. Luego comeremos en su casa. Entonces conocerás a Adelina.

Aquella noche todo fue según lo programado. La familia Savo poseía una casa espaciosa, y, aunque cuando llegaron había oscurecido y Antonio no pudo verlo, se decía que desde ella se divisaba el mar Jónico. Más al sur, entre las corrientes marinas, estaba el supuesto lugar donde vivía la ninfa Calipso, pero lo que perdurara de su corruptor magnetismo probablemente era demasiado lejano y débil para penetrar los gruesos muros de la residencia de los Savo, donde unas estatuas apostólicas montaban guardia en la verja —había una cruz labrada en la puerta principal— y cuyo vestíbulo interior estaba cubierto de hornacinas en las que se veían figuras de piedra que representaban a Cristo y a sus seguidores a medida que avanzaban por el vía crucis.

Tras una cena breve pero cordial, presidida por el padre de Adelina, que lucía un bigote blanco y un traje negro demasiado estrecho para su dilatada cintura, acompañaron a Antonio y a su padre a unas habitaciones de invitados separadas, en el ala oeste de la casa, lejos del mar; el cochero, que a menudo se quedaba a pasar la noche en casa de los Savo acompañando a monseñor, ocupó su cuarto habitual en la cochera.

Por la mañana, Antonio y su padre fueron despertados por un único y enérgico golpe de los nudillos del Signor Savo en cada una de sus puertas, acompañado del anuncio de que el desayuno estaba servido. Adelina ya había salido de casa con su madre para confesarse cuando Antonio y su padre llegaron a la mesa; pero al cabo de una hora, desde su posición estratégica en la parte de atrás de la capilla, Antonio pudo ver por primera vez su esbelta figura cuando se levantó y se acercó al altar para comulgar. No pudo comprobar cómo era de cara, pues la llevaba oculta tras un suelto velo gris; pero corroboró lo que más le importaba con alivio y satisfacción. Adelina Savo no era alta. Desde luego, no era más alta que él; de hecho, Antonio estaba seguro de que era un poco más baja. Antes del final de la misa, cuando Antonio se volvió para salir con el Signor Savo, que los acompañaría en esa visita obligatoria por el pueblo y las propiedades de la familia en el campo, Antonio dirigió una mirada furtiva a la figura arrodillada de Adelina, y le entró una gran impaciencia por conocerla en el almuerzo.

Si todos los encuentros entre futuras esposas y sus pretendientes pudieran cumplir las expectativas más optimistas de las parejas, como ocurrió en el caso de Antonio y Adelina, la historia de los matrimonios concertados en el sur de Italia sería una gozosa y repetitiva crónica carente de las decepciones, el encono, los coléricos portazos y las sangrientas vendettas que han caracterizado esta antigua costumbre, originada en una gruta durante la Edad de Piedra por los maquinadores miembros de la tribu de una pareja sin nombre. Pero no importó; la comida en la que le presentaron a Adelina, y la impresión que causó en Antonio en aquella ocasión, le llevaron a reconocer que, casi sin ninguna duda, su madre había acertado al proclamar que Adelina era la mujer de sus sueños.

Aunque prácticamente el único que habló fue el padre de Adelina, interrumpido en alguna ocasión por los tíos de la chica, que trabajaban para él, Adelina consiguió, diciendo muy poco, transmitir su inteligencia y su recatado encanto en los momentos en que se la invitó a hablar. Antonio quedó sorprendido al saber que en el colegio de monjas lo que más le había interesado eran las matemáticas, y quedó sumamente complacido al descubrir que tenía un título de contable. Una mujer que trabajaba con los números, razonó, probablemente sabría valorar el precio de las cosas, y por tanto sería una mujer frugal; y una mujer con un título de contable era algo que sin duda se necesitaba en su tienda de París, donde el contable no titulado (y descarado ladrón) que Mademoiselle Topjen le había recomendado tres años antes, además de malversar los fondos del negocio, le había creado problemas fiscales con el Gobierno francés.

Esta inesperada ventaja de Adelina quedaba complementada por su atractivo físico y desenvoltura, que Antonio veía perfectamente trasladables a la capital francesa, y que, junto con su dote, contribuirían enormemente a que su vida mejorara con el matrimonio (Antonio era sobre todo un hombre práctico); y cuando, después de comer, el padre de Adelina sugirió que ella le enseñara a Antonio los invernaderos de la parte de atrás, ella le sorprendió aún más al explicarle que tenía la afición de criar flores exóticas a partir de semillas importadas de la colonia italiana de Somalilandia. Adelina tenía mucha mano y cabeza para el dinero, y también cierto romanticismo, como demostró mientras salían del invernadero, al cortar una rosa blanca de largo tallo y, tras colocarse delante de Antonio, introducírsela diestramente en el ojal. Fue entonces cuando supo con toda certeza que ella era, al menos, un centímetro más baja que él; y fue entonces cuando fue plenamente consciente de que una fuerza lo arrastraba hacia el altar, y de su deseo cada vez menor de resistirla. Era como si, en un proceso, un factor insignificante lo dirigiera hacia una conclusión inevitable. Había comenzado a percibirlo la noche anterior, poco después de conocer a la madre de Adelina. Aunque era amiga de la madre de Antonio, este no la conocía; y sin embargo, ella lo trató de inmediato con una confianza que le pareció completamente natural, y la impertinencia de la mujer extrañamente lo tranquilizó: era su futura suegra, y parecía insinuar las cosas sin decir una palabra. Antonio no podía hacer nada por evitarlo, así que más le valía resignarse felizmente. Su futura suegra hizo algunas referencias de pasada a la reunión anterior celebrada en Bovalino, a la que habían asistido la madre de Antonio, monseñor y Domenico. Era evidente que su futura suegra consideraba esa segunda reunión una mera formalidad, una ocasión ceremoniosa en la que Antonio conocería a su futura esposa y su futuro suegro, este último un tanto apagado al principio, aunque no tardó en sumarse a la conversación. Antonio posteriormente averiguó que la riqueza y la posición del Signor Savo procedían de la familia de su mujer, aunque la familia de él también era antigua y respetada entre los católicos burgueses del sur (y en futuras generaciones tendría un prestigio añadido cuando el hijo de un primo emigrante, Mario Cuomo, resultara elegido gobernador del estado de Nueva York). En cuanto a qué estaba haciendo Francesco en Bovalino, Antonio solo pudo concluir que simplemente había aprovechado el viaje.

Como las generosas condiciones de la dote sin duda habían sido firmadas, selladas y preparadas para la entrega en cuanto se consumara el matrimonio, Antonio también dio por sentado que la madre de Adelina había solventado cualquier problema que pudiera existir con los otros posibles pretendientes de la muchacha en Bovalino o alrededores. Sin embargo, quedaba una acuciante cuestión; y después de que Adelina se hubiera tomado la libertad de colocar la rosa en el ojal, él se tomó la libertad, con la máxima discreción, de preguntarle si había algún asesino en la vecindad esperando para atacarlo, o si en Bovalino también tenían a su propio Bruno Raffaeli.

—¿Hay algo que te gustaría explicarme de tu pasado reciente antes de que entremos? —preguntó Antonio, deseando poder haber sido más explícito mientras regresaban juntos a la casa.

Adelina se volvió hacia él con una recatada sonrisa que indicaba que lo había comprendido perfectamente.

—No —dijo—, nada en absoluto.

En el interior, los demás esperaban de pie, formando lo que Antonio consideró una especie de fila de recepción. Pero su padre dio un paso al frente, puso las manos en los hombros de Antonio y dijo:

—Bueno, hijo mío, creo que es momento de que nos despidamos. Todos volveremos a vernos en un futuro próximo.

Mientras los mayores sonreían, Antonio besó a la madre y a las tías de Adelina, y a otras mujeres cuya relación con la familia Savo no tenía muy clara; y después, tras estrechar la mano del padre y de los tíos de Adelina, intercambió unas torpes reverencias con ella. En voz alta para que todo el mundo pudiera oírlo, dijo que escribiría desde París. Adelina se lo agradeció y le dio el número de su apartado de correos.

Los caballos ya habían llegado, y el cochero de monseñor cogió las bolsas de los Cristiani y las subió al carruaje. La madre de Adelina se acercó a Antonio con un regalo para que se lo entregara a su madre. Lo besó en las mejillas y le apretó suavemente el brazo izquierdo. Antonio y Francesco volvieron a subirse al carruaje, y, después de despedirse otra vez con la mano desde la ventanilla, el vehículo negro adornado con cruces blancas cruzó la verja de hierro hacia la carretera de la costa que seguía el mar Jónico y comenzó el trayecto de vuelta a Maida.

Antonio no veía razón alguna para seguir más tiempo en Maida. Había encontrado lo que buscaba, y lo más prudente parecía regresar rápidamente a París y evitar más complicaciones en el pueblo. Su padre le dio la razón. La familia Savo y los demás ya se encargarían de los acuerdos nupciales, tal como habían estado haciendo a sus espaldas desde el principio; y Antonio sabía que sería informado oportunamente cuando fijaran la fecha de la boda y le indicaran cuándo reaparecer en Bovalino para casarse con Adelina. Hasta entonces, Antonio tenía mucho que hacer en París. Debía regresar a su negocio, preparar la acusación contra su contable y encontrar un apartamento lo bastante grande para una esposa y los hijos que inevitablemente seguirían.

Su apartamento de soltero era pequeño y estaba en un quinto piso. Aunque al principio le había parecido adecuado para Adelina y él hasta que esperaran su primer hijo, pronto comprendió que bajo ninguna circunstancia Adelina tenía que poner el pie allí. Este dictamen lo pronunció el padre de Adelina, que, pocos meses después de que Antonio hubiera regresado a París, viajó a la capital de Francia en lo que insistió era, sobre todo, una visita de cortesía.

El Signor Savo entró un día en la tienda de Antonio de la Rue de la Paix, poco antes de la hora de cierre, un día de principios de abril de 1925. Al principio Antonio no lo reconoció; y aunque enseguida compensó ese descuido con una efusiva cordialidad, Antonio se sintió un tanto irritado al ver que los recelos que albergaba Savo llegaban al extremo de obligarlo a viajar desde Bovalino para comprobar con sus propios ojos que Antonio realmente era propietario de una tienda en la Rue de la Paix. Al parecer satisfecho con lo que vio, Savo propuso a continuación que cenaran juntos aquella noche y repasaran la lista de invitados para la boda de agosto. Antonio sugirió un restaurante cuyo maître todavía tenía que pagarle el esmoquin que le había entregado antes de Navidad; y también sugirió que Savo fuera a su apartamento para tomar un aperitivo antes de la cena. Dos horas después, tras haber subido los cinco pisos, el corpulento Signor Savo llegó ante la puerta de Antonio con la cara como un tomate y resollando; y al entrar en el apartamento y ver en las paredes unos cuantos óleos grandes y dibujos a lápiz de mujeres completamente desnudas, se derrumbó en una butaca mientras se tapaba los ojos con las manos, y con una voz temblorosa pero iracunda exclamó:

—¡Dios mío, qué cosa más desagradable!

—Signor Savo, por favor —dijo Antonio—, ¿qué le resulta tan desagradable?

—¡Desagradable! —repitió, todavía tapándose los ojos—. ¿De dónde has sacado estas pinturas tan desagradables?

Antonio se volvió para mirar sus cuadros con toda la tolerancia de un hombre que ha vivido con ellos durante cinco años, y a continuación se giró hacia su invitado.

—Son obras de los pintores jóvenes más prometedores de Francia —explicó.

—Me repugnan —dijo Savo.

—Lo lamento —dijo Antonio.

—Pues líbrese de ellas.

—¿Que me libre de ellas? —preguntó Antonio—. ¿Cuándo? ¿Esta noche?

—No —dijo Savo—, cuando yo me haya marchado de la ciudad.

Antonio se quedó contemplando al Signor Savo, desplomado en la butaca, cuyas manos ahora reposaban sobre las rodillas, pero su cara color carmesí y sus bigotes de morsa todavía estaban fijos en el suelo, apartados de aquella muestra de flagrante impudicia.

—Muy bien —dijo por fin Antonio.

—¿Y supongo que no tendrá estos cuadros, ni ninguno parecido, en la casa donde vivirá con Adelina?

—No —dijo Antonio, viendo cómo lo que quedaba de su soltería se convertía en otoño antes incluso de la llegada de la primavera.

—Y otra cosa, Antonio —añadió Savo con una voz más calmada, levantando la vista hacia él y respirando por primera vez con normalidad—. ¿Cree que, cuando se haya casado con Adelina, encontrará un sitio en sus paredes para colocar un crucifijo?

En un tono de voz que los sastres reservan para los clientes importantes, Antonio asintió con la cabeza y dijo:

—Sí, naturalmente.