Los dictados de la cortesía familiar imperantes en Maida exigían que Antonio, después de saludar a docenas de parientes y amigos en la recepción de su abuelo, cenara o comiera con cada familia por separado en días venideros, lo que significaba que transcurrirían casi dos semanas antes de que pudiera concentrarse plenamente en la razón principal por la que había regresado a Italia: la búsqueda de esposa.
Con la cancelación del viaje a Curinga, la lista de candidatas matrimoniales de Antonio se había reducido a cinco: estaba la hija del barón en Maida; la tímida damisela de Polia; la sobrina de un monseñor en la vecina población de Jacurso (una candidata propuesta por Domenico); una contralto que tenía reputación de guapa y cuyo padre era primer violín en Catanzaro, y, más importante aún, cuyo padrino controlaba la tasación de propiedades y el tipo impositivo de la región; y finalmente una joven llamada Adelina Savo, de la que Antonio sabía muy poco, excepto que era el orgullo y la alegría de una acaudalada familia que vivía bastante al sur de Maida, en la población costera de Bovalino, a la que se llegaba después de un viaje a través de las carreteras infestadas de bandidos, con lo cual ni siquiera la perspectiva de conocer a la virgen más deseable de Italia terminaba de suscitar el entusiasmo de Antonio.
No, para Antonio la hija del barón, Olympia, todavía destacaba por encima de las demás; y aunque su padre, mientras tanto, había recibido una lacónica nota del progenitor de la tímida dama de Polia en la que preguntaba cuándo exactamente planeaba visitarlos Antonio, este le insistió a su padre para que le permitiera primero probar suerte con Olympia.
El padre de Olympia se mostró muy cordial y alentador durante su primer encuentro con Antonio, el cual, a sugerencia del barón, se celebró detrás de una arboleda de palmeras decrépitas, justo delante de la entrada de correos. Se reunieron allí una tarde, poco antes de las cuatro. Si Olympia confirmaba su rutina habitual, aparecería por la calle en cuestión de minutos. Mientras permanecían un tanto acurrucados detrás de los árboles, y el barón le hablaba en voz más baja aún que antes, Antonio encendió uno de los cigarrillos turcos que se había traído de París, el tercero desde que estaba con el barón.
—Relájese, mi querido amigo, relájese —susurró el barón con preocupación paternal—. Está de camino, es una criatura de costumbres…
No era la incertidumbre de la llegada de Olympia lo que ponía a Antonio de los nervios, sino más bien tener que esconderse detrás de unos árboles con el barón. Era una tarde de invierno insólitamente suave y luminosa, había mucha gente por la calle, y Antonio reconoció a no pocos de ellos; y no podía imaginarse lo que pensarían si lo vieran merodeando como un mirón en compañía de aquel noble, tras unas palmeras alicaídas y recubiertas de gusanos. Escuchó cómo las campanas de la iglesia daban la cuarta hora después del mediodía, y pisó el cigarrillo para apagarlo. A continuación, sintió una leve presión entre las costillas.
—¡Ahí está Olympia! —anunció el barón en voz baja y con aparente orgullo—. Viene por la carretera, puntual como siempre…, es una mujer con la que se puede contar…
Antonio se inclinó hacia delante entre las hojas y vio a una mujer robusta que llevaba una capa con capucha de color gris y sujetaba una cuerda a cuyo extremo iba atada una juguetona cría de cabra. Antonio puso mala cara.
—¿Esa es su hija? —preguntó.
—¡No, no! —se burló el barón—. Está mirando a la mujer equivocada. Olympia es la de la izquierda, la que lleva el chal rojo y la cabeza descubierta.
Ahora Antonio observaba a una esbelta morena de piernas largas que subía por la carretera a paso enérgico. Calzaba sandalias con correa atadas sobre los tobillos. La falda era impúdicamente corta, le llegaba unos centímetros por debajo de las rodillas. Su cara, por lo poco que Antonio podía ver, era angulosa y de tez clara, pero oscurecida sobre todo por su pelo largo, que revolaba con las ráfagas de viento, que también levantaba nubes de polvo a su alrededor. Olympia seguía caminando, al parecer sin prestar atención a esas ligeras turbulencias. Se la veía tan ensimismada en sus pensamientos que ni siquiera se detuvo para apartarse el pelo que ahora le cubría completamente la cara y flotaba delante de ella. Mientras Antonio la contemplaba en medio del remolino de polvo, por un momento tuvo la impresión de que caminaba hacia atrás.
—¿No es hermosa? —comentó el barón.
Antonio asintió, pero lo que le impresionó fue la fuerza de su zancada, las piernas largas y musculosas que se revelaban debajo de su falda hinchada. Si quisiera atrapar a alguien, se dijo, lo haría con facilidad.
Cuando hubo entrado en correos, el barón salió de detrás de su escondite y sujetó con la mano su homburgo, a la espera de que amainara el viento.
—Muy bien, mi joven caballero, me marcho —dijo—. Creo que debería comenzar ahora mismo su pequeño paseo, todo lo lento que quiera. Ella saldrá en un momento. Lo único que puedo desearle es buena suerte.
Antonio inclinó ligeramente la cabeza y observó cómo el barón se dirigía hacia el patio de la iglesia, donde le esperaba el conductor de su carruaje. Antonio encendió otro cigarrillo con mucha dificultad por culpa del viento, se caló su sombrero hongo y avanzó en dirección a la plaza con un aire displicente que esperaba le otorgara un auténtico aspecto de paseante parisino, alguien cuya única preocupación en Maida era evitar pisar las heces que los animales de granja y los caballos dejaban esparcidos por los adoquines.
Antes de llegar al café, donde vio a algunos amigos de la infancia con los que había tomado café y anís la tarde anterior, se volvió rápidamente hacia correos, como si se hubiera olvidado algo, y entonces recordó que sí se había olvidado algo. Las novelas francesas —dos novelas de Balzac que Antonio se había llevado a casa después de la guerra pero que no había terminado—, que había traído para llevar bajo el brazo como un señuelo añadido para atraer a Olympia, lectora de libros en francés, se habían quedado en el suelo, detrás de los árboles. Sin embargo, mientras se encaminaba al lado de la carretera donde estaban los árboles, su visión periférica le mostró a la briosa Olympia saliendo de correos, con varios sobres en la mano que no parecía tener prisa en abrir. Casi sin darle tiempo a reaccionar, la veloz joven se dirigía hacia él, observándolo con curiosidad…, o eso quiso imaginarse Antonio. Sin prestar la menor atención, Antonio avanzó tranquilamente hacia su izquierda; y a continuación, con la chulería del torero que había visto el año anterior en una plaza de toros, durante una visita a España, le dio la espalda a su posible atacante y siguió caminando en dirección opuesta, dirigiéndose hacia donde no tenía intención de ir: lejos del pueblo, a una zona deshabitada de zarzas y maleza que, cuesta arriba, se veía atravesada por un sinuoso sendero que llegaba al arroyo de la ladera de la colina donde Antonio y sus amigos de la infancia solían jugar los domingos por la tarde en verano, lanzando piedras y palos a los grandes lagartos y a las serpientes venenosas que por allí asomaban.
Casi oscurecía cuando Antonio llegó al arroyo y decidió dar media vuelta, al no haber oído detrás de él ni los veloces pies de una perseguidora ni tampoco el correteo de las omnipresentes ardillas y conejos. Cuando salió del sendero cubierto de hojas y volvió a entrar en el calvero adoquinado que llevaba de vuelta al pueblo, eran casi las cinco, y la plaza estaba prácticamente vacía. Antonio regresó a donde había dejado los libros, detrás de las palmeras decaídas, y parpadeó dos veces antes de aceptar el hecho de que habían desaparecido. Y también, naturalmente, Olympia.
Aquella noche, Antonio no dijo nada a sus padres de la experiencia vivida aquella tarde con la hija del barón, y le alegró que no le preguntaran, pues no estaba de humor para hablar.
La tarde siguiente, no obstante, después de haberse vuelto a cruzar con ella, sin hacerle caso, como el día anterior, Antonio sí oyó pasos a su espalda; pero estaba claro que no se trataba de las zancadas ágiles y poderosas de la muchacha. Eran unos pasos pesados y muy masculinos que comenzaron a inquietar un tanto a Antonio cuando, después de haber cruzado ya media plaza, se multiplicaron y le dieron la impresión de que quizá tres hombres le seguían deliberadamente a distancia, a no menos de diez metros.
Negándose a darse la vuelta para que no pensaran que estaba intimidado, si esa era su intención, mantuvo su paso despreocupado hasta que hubo cruzado la plaza, y entonces aceleró un poco al alcanzar la calle ancha donde estaba la tienda de su padre. Pudo ver las luces en el escaparate de la sastrería, y también en los establecimientos adyacentes, pero la calle estaba cubierta por las sombras de los edificios, que impedían el paso de la luz del caer de la tarde. No muy lejos vio el borroso perfil de una mujer cubierta por una capa que caminaba hacia él; una mujer delgada acompañada de un hombre con una sola pierna que avanzaba con la ayuda de muletas. Antonio oía a su espalda el murmullo de los hombres, pero ya no el sonido de sus pisadas. Siguió caminando hasta que, al acercarse la pareja, se hizo a un lado para dejarlas pasar. La mujer lo saludó con la cabeza y continuó, mientras que el hombre fijó la mirada en Antonio durante un instante, y acto seguido, tras impulsarse de nuevo vigorosamente con las muletas, volvió a detenerse y desplazó el peso hacia delante, sobre la pierna buena, e inclinó la cabeza a un lado.
—¿Cristiani? —exclamó con la cabeza vuelta—. ¿Antonio Cristiani?
Antonio se detuvo y se volvió para ver el perfil de un hombre de nariz grande, barba, y casi ningún pelo en la cabeza, una cabeza reluciente que reflejaba la luz del escaparate que tenía detrás. Antonio también dirigió la mirada hacia la plaza, pero no vio rastro de los hombres que, creía, lo habían estado siguiendo.
—¡Soy Capellupo! —anunció el hombre de la barba, mientras la mujer también se detenía y se daba la vuelta—. ¡Mario Capellupo, de Cosenza! Estuvimos juntos en el cuartel de Catanzaro…
Antonio había estado con centenares de hombres durante sus primeras semanas como recluta, hacía diez años, y aunque ahora viera a Capellupo y oyera su nombre, seguía sin recordarlo. Sin embargo, avanzó hacia él y lo abrazó con los signos de familiaridad y esa auténtica sensación fraternal que sentía cada vez que saludaba a un veterano de guerra.
—Me cosiste los pantalones cuando me hice un agujero con los alambres del catre —recordó riendo Capellupo, apretando la presión en torno al cuello de Antonio mientras una de las muletas caía al suelo.
—Ah, sí —dijo Antonio, como si lo recordara, y al mismo tiempo contempló a la mujer que se apresuraba a recoger la muleta.
—Los pantalones de mi uniforme de gala —añadió Capellupo—, y una hora más tarde tuve que ponérmelos para desfilar antes de que nos mandaran a Austria para que nos mataran.
Antonio desde luego se acordaba del desfile, y del viaje en tren hasta la costa, y de las latas blancas que los soldados arrojaban por las ventanillas. Ahora la mujer estaba a su lado, empujando el brazo izquierdo de Capellupo con la mano levantada, y con un experto movimiento colocó el asa de la muleta en una posición erguida y estable bajo la axila de Capellupo. Antonio se hizo a un lado y Capellupo le presentó a su mujer, Bettina, que saludó a Antonio con una sonrisa menos contenida que antes.
—La abuela de Bettina vive por aquí —le explicó Capellupo—. Vive sola. Hemos venido a pasar unos días con ella.
—¿Conoces a la familia Mancuso? —preguntó Bettina.
—Conozco a Giuseppe Mancuso —dijo Antonio—. Trabaja de sastre con mi padre.
—Ese es mi primo el trabajador —dijo ella—. Casi no le veo el pelo.
Antonio se preguntó si sabía que su primo ahora solo trabajaba dos mañanas por semana.
—¿Y cómo le va a tu primo? —le preguntó Capellupo a Antonio—. El que estaba en Caporetto.
—¿Conoces a Sebastian? —preguntó Antonio, sorprendido.
—Claro, durante una época servimos juntos, y él me hablaba de ti —dijo Capellupo—. Luego trasladaron a su sección río arriba, y me enteré de que le ocurrió algo horrible.
Antonio, que días antes había visitado a Sebastian, que seguía postrado en el lecho en la granja que los Rocchino tenían en el valle —donde la madre de Sebastian vivía ahora casi de manera permanente—, dijo que había recuperado cierta movilidad, y que de vez en cuando se sentía lo bastante fuerte como para desplazarse lentamente con un bastón. Antonio añadió que uno de los médicos del ejército que regularmente pasaban por la zona, y que había tenido a Sebastian de paciente, predijo que su estado probablemente mejoraría en un futuro próximo.
—Se parece a mi médico —dijo Capellupo—. Un optimista, un hombre esperanzado en este mundo sombrío. Cuando me acribillaron las piernas, según me dijeron, uno de los médicos quería cortarme las dos. Pero el otro médico, gracias a Dios, era de rango superior y se lo impidió. Y mírame ahora. Soy capaz de caminar más rápido que Bettina…, ¿verdad, Bettina? —su mujer, que no era mucho más alta que la muleta que tenía al lado, levantó la mirada hacia él y asintió riendo—. Y no te creas que voy a llevar este feo muñón durante el resto de mi vida —prosiguió Capellupo—. ¡Va a crecer y formar un pie perfecto con unos dedos perfectos antes de que llegue a la mediana edad, y entonces verás cómo me muevo!
—¡Será mejor que no te vayas muy lejos de mí! —dijo Bettina, sonriendo mientras agarraba una muleta y amenazaba con quitársela.
—No temas —dijo Capellupo—. Nadie más me aguantaría.
—Eso es cierto, nadie más te aguantaría.
A continuación, Bettina volvió su cara redonda y jovial hacia Antonio, y su satisfacción se reveló con claridad a la escasa luz. Pareció que iba a preguntarle algo a Antonio. Este se quedó a la expectativa, pero entonces Bettina volvió la cara hacia su marido.
—Mario —dijo—, me temo que la abuela nos espera con los caballos.
—Ah, sí —dijo Mario, y le explicó a Antonio—: La abuela de Bettina tiene la carreta cerca de la plaza. Vive en el valle, y no le gusta ir por esos caminos cuando ha oscurecido. Pero me gustaría pasarme a ver a Sebastian algún día, antes de volver a Cosenza.
—Él también tendrá ganas de verte —dijo Antonio—, y su casa no puede quedar muy lejos de la vuestra.
—Sí —dijo Bettina después de que Antonio le hubiera descrito la granja de los Rocchino—. Sé exactamente dónde está.
—Entonces mañana iremos —dijo Mario—, y en un periquete tendremos al veterano de Sebastian marchando otra vez. O al menos le alegraremos un poco.
—Estoy seguro de que sí —dijo Antonio—. Gracias, Mario.
Capellupo se estabilizó sobre sus muletas, preparado para avanzar; pero primero, con cierta dificultad, se apoyó sobre los codos e intentó abrazar a Antonio una vez más. Este dio un paso al frente entre las muletas y colocó los brazos en torno a los poderosos hombros y espalda de Capellupo, sintiendo el balanceo de su peso, y la barba áspera y ensortijada cubriendo sus mejillas. Vio que Bettina se colocaba lentamente a su lado, y al cabo de un momento de vacilación, se volvió hacia ella. Había levantado los brazos, y Bettina y Antonio se besaron en la mejilla. A continuación, se colocó de nuevo junto a su marido y esperó a que él diera el primer paso.
—Ciao, Antonio —dijo Mario, despidiéndose con un leve gesto de la mano derecha.
—Ciao, Mario —dijo Antonio—. Ciao, Bettina.
Antonio los vio recorrer la calle oscura hacia el crepúsculo de la plaza. Entonces se encaminó a la sastrería de su padre, y se dio cuenta de que se le habían humedecido los ojos. Pero no estaba triste. De hecho, había encontrado afecto en la presencia de una pareja enamorada, y no se había sentido tan alegre y esperanzado desde su regreso a Maida.
Tras subir de un brinco los escalones y entrar en la tienda, Antonio saludó a su padre con una sonrisa, y a continuación hizo algo que no había hecho nunca: se quitó el sombrero hongo y lo lanzó hacia la cabeza del maniquí de madera que había en la otra punta de la tienda. Su padre, que había estado estudiando los patrones desperdigados sobre su mesa, cerca del probador, levantó la mirada asombrado cuando el sombrero pasó volando junto al maniquí y golpeó un estante con telas antes de caer al suelo.
—Vaya —dijo Francesco—, parece que estás de buen humor. Debes de haber tenido un buen día.
—¿Quién sabe? —dijo Antonio recogiendo el sombrero y colocándolo sobre la cabeza del maniquí, tras lo cual lo inclinó en un ángulo fachendoso—. He ido a pavonearme delante de Olympia.
—Esto no puede acabar bien —dijo su padre, y bajó la mirada otra vez hacia sus patrones.
—Creo que me ha visto —dijo Antonio—, pero no sé si le he causado alguna impresión. A los únicos que probablemente he impresionado hoy ha sido a unos admiradores masculinos. Prácticamente me han seguido desde correos.
Su padre levantó la mirada hacia Antonio, que estaba en la otra punta de la tienda.
—¿Dices que unos hombres te han seguido? —preguntó con preocupación.
—Sí, eso creo.
—¿Has reconocido a alguno?
—No me he vuelto.
—¡Que no te has vuelto! —repitió Francesco casi gritando—. Bueno, eso es típico de ti, siempre despreocupado ante el peligro…
No era típico de él, aunque Antonio no dijo nada, pues no quería discutir. Un hombre con una sola pierna podía caminar feliz y optimista por las calles de Maida, se dijo Antonio, con disimulado sarcasmo, pero no el hijo de este sastre siempre consciente de todos los peligros posibles. Antonio lamentó haber mencionado a esos hombres delante de su padre. Lo lamentó sobre todo porque ahora, después de haber pensado más en ello, creía que podían haberlo confundido con otro. Y la sola idea de haberse puesto nervioso porque alguien lo seguía por las calles de Maida, él, que había servido en Verdún y en el Marne, ahora le resultaba absurda. Cogió el sombrero del maniquí y se preparó para volver a casa.
—¿Adónde vas? —preguntó Francesco, ceñudo.
—Tengo que escribir algunas cartas, nos vemos luego.
—No —dijo Francesco—. Espérame. Hoy cierro temprano. Nos iremos juntos.
—Mira —dijo Antonio sin alterarse, con el sombrero en la mano—. Creo que te he dado una impresión equivocada. Estoy seguro de que nadie me seguía. Probablemente solo he llamado la atención de un par de pederastas que admiraban mi traje. A lo mejor este pueblo finalmente ha adquirido algo de sofisticación parisina, y ahora cuenta con un par de pederastas…
—Los pederastas son la menor de tus preocupaciones en el pueblo —lo interrumpió su padre—. Más vale que te lo tomes en serio, Antonio. Ahora tenemos algunos sujetos peligrosos merodeando por aquí. Has estado fuera mucho tiempo. Las cosas han cambiado…
Francesco se puso en pie. Se quedó inmóvil unos segundos, y pareció emocionarse. A continuación, señaló una silla que había al otro lado de la tienda con su mano blanca y huesuda temblando levemente, la expresión también trémula pero insistente: una cara que Antonio conocía bien de cuando era aprendiz en su juventud.
—Siéntate, Antonio —dijo su padre con firmeza—. Siéntate aquí y escúchame.
Antonio se encogió de hombros, pero se acercó y se sentó con el sombrero en el regazo.
—Desde que los fascistas tomaron el poder —comenzó su padre—, la policía se ha visto obligada a hacer cosas que no hacía en los viejos tiempos. Antes no se adentraban en las montañas para asaltar la guarida de unos secuestradores. En aquella época, como probablemente sabes, la policía solía ejercer de intermediario. Negociaban entre los líderes de las bandas y sus víctimas, y todo el mundo sacaba algo, y la gente casi nunca resultaba herida. Pero hoy en día, con esos asaltos, las bandas organizadas se han dispersado, y la policía encierra a todo el que atrapa, incluso sin pruebas, lo cual empeora las cosas. Los fugitivos de esas bandas ahora actúan por su cuenta. Pugnan entre sí por el derecho a robar y secuestrar. Todo anda descontrolado. Nadie sabe con quién tratar. Y por culpa de la economía, los delincuentes están tan desesperados que te matan por el reloj. Es lo que ocurrió hace poco, una noche en Catanzaro. A un hombre lo mataron de un tiro mientras intentaban quitarle el reloj. Lo mismo podría ocurrir en Maida. Podría ocurrirte a ti…, a ti con tus chistes sobre la sofisticación parisina y los pederastas.
—¿Qué quieres que haga, volver a París? —preguntó Antonio, incapaz de reprimir su irritación.
—No, solo quiero que mientras permanezcas en Maida mantengas los ojos bien abiertos —contestó su padre—. Y si oyes que alguien te pisa los talones, por amor de Dios, date la vuelta y mira quién es.
—¡Nadie me estaba pisando los talones! —insistió Antonio, a punto de levantarse.
—Siéntate, Antonio —dijo su padre alzando la mano—. Todavía no he terminado. Quiero decirte otra cosa —Antonio suspiró pero siguió sentado. Su padre continuó—: También han venido a la región algunos hombres nacidos en América. Son hijos de inmigrantes que trabajaron muy duro, pero pocos hijos querían trabajar y vivir como sus padres. Querían ganar dinero, rápido y fácil. Así que algunos se dedicaron al tráfico de licor. Y cuando están aquí, van y vienen de Sicilia, y luego vuelven a los Estados Unidos, a vueltas con sus secretos. Llevan armas. No dudo que algunos son asesinos. Y escucha lo que te digo: he oído decir que uno de los hombres que rondan a Olympia viene de América.
—Dios mío, realmente quieres tacharla de la lista, ¿verdad? —dijo Antonio, poniéndose en pie.
—Eso yo no lo he dicho —contestó su padre—. Ha sido tu conclusión precipitada.
—Bueno, entonces, ¿qué me estás diciendo? —preguntó Antonio, encarándose con Francesco—. ¿Me estás diciendo que se relaciona con un gánster?
—Tampoco te estoy diciendo eso. Solo te hago saber lo que he oído.
—¿Y dónde lo has oído?
—Se lo he oído decir al prefecto de la región, don Vincenzo, que hoy ha pasado por aquí. Es primo del barón, y tampoco le gusta ese hombre de América.
—¿Te ha dicho el prefecto que ese tipo es un gánster?
—No, pero cree que no es la clase de persona que debería rondar a Olympia.
—Supongo que yo sí soy esa clase de persona.
—Eso cree el barón.
—¿Y tú?
—Ya sabes lo que pienso. Pienso que puedes encontrar algo mejor.
—¿En Polia?
—Por cierto, eso me recuerda una cosa —dijo su padre—. Hay un pequeño problema con el viaje a Polia. Esa tímida jovencita que vive allí al parecer se siente insultada porque todavía no has ido, y su padre me ha mandado un recado insinuando que, aun cuando os gustarais, no está seguro de que ella quiera abandonar Polia por París. Pero creo que simplemente utiliza tu demora como una excusa para reducir la dote.
—Si quieres saber mi opinión, todo esto se está complicando mucho —dijo Antonio negando con la cabeza y pensando en lo sencillas que habían sido las cosas en París con Mademoiselle Topjen—. Bueno, de todos modos, ¿qué hacemos ahora?
—¿Te gustaría ir a Bovalino?
—¡Pero si habías dicho que las carreteras eran peligrosas y los ladrones campaban a sus anchas!
—Eso es lo que yo había dicho, pero tu madre y tu abuelo piensan otra cosa —le explicó Francesco con una naturalidad que solo consiguió confundir más a Antonio—. La semana pasada los dos fueron a Bovalino en el carruaje de monseñor, que tiene una cruz a cada lado, y quedaron muy impresionados, y quieren que tú vayas lo antes posible… en el carruaje de monseñor.
—Creía que monseñor tenía una sobrina en Jacurso a la que debíamos visitar —comentó Antonio con cierta fatiga, que denotaba su escaso interés en continuar la conversación.
—Y tiene una sobrina en Jacurso —dijo su padre—, pero de alguna manera también está emparentado con la joven de Bovalino. Y la joven de Bovalino viene acompañada de una generosa dote.
—Mira —dijo Antonio—, tengo que irme a casa. He de mandar una carta al hombre que se encarga de mi tienda en París. También quiero pasar un rato a solas y pensar un poco más en todo esto.
—Te entiendo —dijo su padre, que por primera vez se mostraba razonable.
—A lo mejor mañana me doy otro paseo para cruzarme con Olympia, a lo mejor el paseo definitivo, antes de decidir qué hacer. ¿Te parece bien?
—Perfecto —dijo su padre.
—Pues entonces me voy a casa —dijo Antonio con voz sumisa—. Te veo más tarde…
—Espera un momento —dijo su padre—. Te acompaño.