Antonio Cristiani era un hombre felizmente casado de treinta y cuatro años que prosperaba económicamente, frecuentaba buenos restaurantes, y no se sentía menos hambriento de éxito en 1928 de lo que lo había estado al llegar por primera vez a París, tras haber huido de Maida a los diecisiete años, en 1911, y después de llegar a la Gare de Lyon en un neblinoso día que recordaría con perdurable nitidez.
Pero esos primeros días que tanto le habían impresionado en París con el tiempo fueron reemplazados por indistinguibles semanas y meses de arduo trabajo y poco tiempo para disfrutar de la ciudad…, y más tarde llegó la guerra. Y luego Joseph había venido y se había ido.
Habían transcurrido casi ocho años desde que Antonio viera por última vez a Joseph. Su primo había pasado casi todos esos años viviendo solo en una pequeña isla delante de la costa de Nueva Jersey. Sus cartas indicaban que atravesaba apuros como sastre. Antonio le habría recibido con los brazos abiertos en ese mismo momento. Aunque ya tenía empleados a media docena de sastres, necesitaba otro. Estaba ampliando el negocio.
Su nueva tienda se encontraba en la elegante Rue de la Paix, cerca de la Place de l’Opéra. El director de la ópera era un cliente y amigo, y a menudo invitaba a Antonio a sentarse en el palco de la dirección, que daba al pasillo central, donde casi dos décadas antes, cuando era un joven miembro de la claque que ocultaba su pobreza debajo de un esmoquin, Antonio aplaudía a todos los solistas generosamente y sin discriminación. Pero ahora era él el objeto del aplauso, en forma de elogio por parte de los clientes que frecuentaban su tienda, y de las sociedades militares y de beneficencia francesas que durante los años de posguerra habían agradecido su civismo.
Había recaudado dinero para ayudar a los ancianos desplazados durante la guerra. Había ayudado a abrir más centros de formación profesional para veteranos discapacitados, que podían trabajar como sastres o en otros oficios. Había sido elogiado por fundar una asociación con sede en París de exsoldados italianos que ahora vivían y trabajaban en Francia, que antaño había sido parte de su zona de combate. En los años de posguerra, mientras esos veteranos italianos patrocinaban actos de beneficencia con veteranos franceses y participaban en sus ceremonias conmemorativas, revivían sentimientos de camaradería que habían existido entre los dos países durante la Gran Guerra.
Como intermediario entre los principales ciudadanos franceses y los residentes italianos, Antonio había mantenido relaciones con casi todos sus conocidos franceses de la guerra, algunos de los cuales habían seguido en el ejército y ahora eran oficiales de alto rango, mientras que otros habían regresado a la vida civil para proseguir su carrera en el Gobierno. Una mañana de 1928 lo visitó un amigo del Ministerio de Asuntos Exteriores francés, que le informó alegremente de que había oído decir que Antonio pronto sería nombrado caballero de la Legión de Honor. Antonio estuvo encantado. Pero semanas más tarde su amigo regresó con un aire sombrío para informarle de que la nominación había sido anulada. Al parecer, algunos miembros del comité de selección estaban molestos por el hecho de que Antonio, que había llegado a París en 1911, no hubiera solicitado la ciudadanía francesa.
—Pero eso es injusto —dijo—. La Legión de Honor a menudo se concede a ciudadanos de otros países. Y además, cuando tú y yo luchábamos codo con codo en Verdún, y luego en el Marne, en Francia nadie se quejaba de que fuera ciudadano italiano. Y más aún: si renunciara a mi ciudadanía italiana, sería un mal italiano. Y un mal italiano ¿sería un buen francés?
Su amigo dijo que intentaría hacer llegar ese mensaje al comité. Un año y medio más tarde, en 1930, Antonio fue nombrado caballero de la Legión de Honor. Pero siguió siendo ciudadano de Italia; y esa continuaría siendo su política, incluso cuando París seguiría siendo su residencia principal a lo largo de toda su vida, y en ella recibiría más laureles, como el de comandante de la Legión de Honor, la tercera categoría más importante.
En realidad no era el nacionalismo lo que él consideraba que lo vinculaba a Italia. Era algo menos patriótico, pero más profundamente arraigado. Era su relación con su pueblo, su lugar de nacimiento, la fuente de sus energías y sueños. Aunque lo había abandonado físicamente, en su espíritu no podía reemplazarlo como verdadero hogar. Era originario de un pueblo del sur de Italia, y la atracción de ese lugar la había sentido muy intensamente cuando había decidido, en 1925, justo antes de cumplir los treinta y uno, que quería casarse. Ya había vivido bastante tiempo solo.
Las exigencias de su negocio le habían convencido de que una relación estable y cariñosa era con mucho preferible a la excitante pero a menudo solitaria vida de soltero que había llevado desde la guerra, aun cuando imaginara que echaría de menos los variados placeres y parte de la libertad de la que había gozado. Pero cada vez que pienso en el matrimonio, y en tener hijos, escribió en su diario, me doy cuenta de hasta qué punto mi mentalidad es distinta de la de los franceses que he conocido. No sé si son demasiado frívolos, o si yo soy demasiado responsable, o si me encuentro en el lugar equivocado a la hora de hallar una esposa en la que confiar. En estos momentos, París es una locura…
La francesa con la que había tenido una relación más estrecha había sido Mademoiselle Topjen, la atractiva y alegre propietaria de una boutique, una mujer que frecuentaba las fiestas y el fluido mundo de la sociedad parisina de posguerra. Desde la conferencia de paz de Versalles, París se había convertido en el centro internacional de la diversión: soirées que acababan a las tantas ofrecidas por Elsa Maxwell; diversión escénica a cargo de nuevas sensaciones como Joséphine Baker, que solo se cubría con una falda de plátanos; y alianzas nocturnas negociadas entre diplomáticos, banqueros, grandes dames y grandes cocottes.
Mademoiselle Topjen había entrado por primera vez en la tienda de Antonio del brazo de un agregado a la embajada española que volvía a Madrid; y tres días más tarde había regresado sola. Ella y Antonio se habían hecho amantes antes de ser amigos; y cuando se hicieron amigos íntimos, su vida amorosa comenzó a deteriorarse. Pero siempre les gustó ayudarse en sus respectivas carreras. Mademoiselle Topjen, en su trabajo de diseñadora de caros vestidos y trajes producidos en su taller por modistas argelinas a las que pagaba poco, y que hacían un trabajo de mala calidad, a menudo tenía necesidad de que sus vestidos fueran cosidos de nuevo, y a veces rehechos por completo, antes de poder ponerlos a la venta, y de ello se encargaban gratuitamente Antonio y sus sastres. A su vez ella procuraba que Antonio, su acompañante más habitual en las veladas sociales, fuera presentado a los embajadores, ministros y acaudalados visitantes americanos, que eran quienes más se preocupaban por la ropa y que le enriquecerían enormemente en su calidad de sastre. Ella confiaba de lleno en él. Antonio estaba al corriente de la triste infancia de esa mujer: su madre había muerto joven, y su padre bebía mucho y había perdido su trabajo como cobrador del metro. Él conocía su situación financiera —ella no tenía nada en el banco, pues dilapidaba sus ganancias— y sus otros asuntos amorosos: uno con una mujer casada, otro con el anciano Monsieur Sabate, que le había proporcionado los fondos para abrir su boutique. Es un espíritu libre, pero inteligente, escribió Antonio en su diario, y he aprendido mucho estando con ella. Es una de las muchas modistas de esta ciudad que envidian a Mademoiselle Chanel, pero al menos es lo bastante inteligente como para saber que no puede rivalizar con ella. Hoy en día conoces a montones de modistas que se engañan pensando que, después de Chanel, son las mejores. Pero no Mademoiselle Topjen. Ella sabe que no es la segunda mejor, ni la tercera. Por eso es inteligente. Sabe lo que no es. También sabe lo que quiere, y cómo conseguirlo… Si tengo alguna discusión con ella, probablemente es por la manera en que habla de algunos de sus amigos masculinos a sus espaldas. Los hace quedar como idiotas. Incluso a Monsieur Sabate, que tanto la ha ayudado. Eso me molesta. Pero no digo nada. Solo me pregunto qué dirá de mí algún día…
Jamás habían hablado de matrimonio durante los tres años que se habían visto con regularidad. Ella siempre había dejado claro que no estaba dispuesta a comprometerse en exclusiva con nadie; y cuando Antonio decidió pasar una temporada en Italia en 1925, no le pidió que lo acompañara; y ella tampoco pareció molesta —por el contrario, pareció complacida, incluso también divertida— cuando él admitió que el principal propósito de ese viaje era que le presentaran a una joven italiana que pudiera convertirse en su mujer.
En parte, el instigador del viaje había sido el padre de Antonio. Francesco Cristiani había reconocido que algunos importantes hombres de la zona de Maida que tenían hijas casaderas habían preguntado de manera indirecta por el estado civil de Antonio. Incluso el hecho de que Antonio contemplara la posibilidad de encontrar una esposa por obra y gracia de sus mayores le delataba como un hombre que, a pesar de haber vivido la sofisticación de París, seguía siendo en su fuero interno un auténtico hijo del sur. Durante siglos, el vínculo matrimonial de las jóvenes parejas de la región se había consumado primero mediante la fusión de sus familias, sobre todo de los padres de los cónyuges. Naturalmente, la inmigración había interferido en dicha tradición. Pero en el caso de Antonio, su corazón no había emigrado.
Durante un mes, Antonio confió la tienda de París al sastre de más edad y se marchó en el período de menos trabajo: a mediados de enero, después de las vacaciones de Navidad. Se subió al expreso de París, que le llevó a Nápoles al día siguiente, y una vez allí abordó un rapido italiano rumbo al sur que hizo veintitrés paradas y tardó quince horas en ir de Nápoles a Maida. Antonio ya sabía los nombres de algunas de las jóvenes que conocería, pero, en su última carta, su padre también le advertía que todos esos planes estaban sujetos a alteraciones de último momento, las cuales, no hacía falta que se lo dijeran a Antonio, podían incluir cancelaciones rotundas si los mayores no acordaban los términos de la dote y otros asuntos poco románticos que había que resolver antes de poder albergar ninguna idea romántica. Antonio también sabía que su padre había estado en contacto con los padres de posibles novias que residían a cierta distancia de Maida: una de ellas a más de sesenta kilómetros, y visitarla podía significar un viaje acompañado de hombres armados, pues los asaltantes de caminos con acceso a los chismorreos del pueblo a menudo estaban al corriente de esas visitas de cortejo. Sabían que los futuros novios y sus padres estarían impacientes por mostrar la más bella figura a su posible familia política, lo que significaba no solo llevar la mejor ropa, sino abarrotarse los bolsillos de visibles fajos de billetes, llevar una cadena de oro para el reloj sobre sus chalecos, y adornarse los dedos con anillos de diamantes.
Antonio supo también, por la última carta de su padre, que en dos de los casos no sería presentado de entrada a las candidatas con el acompañamiento de los padres ni de otros miembros de la familia como carabina. Un padre le había explicado a Francesco Cristiani que su hija de dieciocho años, Emanuela, era tímida, increíblemente tímida; era una joven tan recluida y apartada de la maldad del mundo que ni siquiera un convento de clausura cumplía sus exigencias de intimidad y decoro…, y su padre daba gracias por ello, pues consideraba que su hija no estaba hecha para vivir en un convento. «Emanuela es incluso más hermosa que tímida», reveló en un tono de voz reverencialmente bajo; a continuación guiñó el ojo, asintió y por último se persignó sobre el corazón, gestos que esperaba que, de algún modo, Cristiani le transmitiera a su hijo que vivía en París, para que este comprendiera que Emanuela era una de las grandes bellezas sin descubrir de Italia, así como un reto sin parangón para cualquier soltero redomado.
—Pero para que su hijo pueda conocer a mi hija —le recalcó el padre de la chica a Francesco Cristiani—, habrá de tener paciencia. Es impensable que Emanuela se encuentre de inmediato cara a cara con un desconocido del sexo opuesto, ni siquiera con toda la familia a su alrededor, a no ser que primero disponga de la oportunidad de verlo y familiarizarse con él sin que él la vea.
El padre de Emanuela sugirió cómo podían hacer tal cosa. Cuando Antonio llegara a Maida, iría directamente al pueblo de la familia de Emanuela, Polia, a varios kilómetros al sur de Maida. No obstante, era un poco difícil llegar. La única carretera rocosa que llevaba a Polia era demasiado estrecha para que pasara un carruaje, así que si Antonio utilizaba ese transporte, tendría que abandonarlo al pie de la colina y subir casi un kilómetro hasta la entrada del pueblo caminando o en mula.
Sin interrumpirse para permitir que el padre de Antonio dudara ni por un instante que valía la pena tomarse la molestia del viaje, el padre de Emanuela siguió diciendo que Antonio, después de cruzar la puerta de Polia, debería atravesar la plaza y entrar en el café del pueblo, y pronunciar su nombre delante del propietario, el hermano mayor de Emanuela. Este a su vez mandaría el recado para que vinieran los otros hermanos y el padre de Emanuela, que vivían colina arriba. Después de que todos hubieran acudido a recibir a Antonio, y lo hubieran invitado a comer, llevarían a cabo juntos la passeggiata de media tarde, y cruzarían la plaza una docena de veces para que Emanuela, que observaría desde su balcón en sombras, dejara de verlo como un desconocido, y poco a poco se volviera —en palabras de su padre— «menos tímida que hermosa».
La otra candidata a la que Antonio no conocería inmediatamente era una joven noble de Maida llamada Olympia Bianchi. Su padre, un barón, se la había descrito a Francesco Cristiani como por desgracia nada tímida, y en absoluto anticuada. Tan moderna era en su manera de pensar que automáticamente rechazaba a cualquier pretendiente al que sus padres dejaran entrar en el palacio. La sola idea de que sus padres se involucraran en la búsqueda de un pretendiente le parecía algo primitivo, abusivo, y, en cualquier caso, totalmente innecesario. Tenía más pretendientes de los que podía contar, cosa que, según su padre, era el problema. A lo largo de los años había recibido tantas atenciones de los hombres que con el tiempo había acabado más enamorada de las atenciones que de los hombres. «Mi hija Olympia —concluyó el barón con fingida cólera— es tan malcriada como hermosa».
Pero pronto cumpliría los veintisiete, admitió el padre de la chica ante Cristiani con sincera preocupación, un día en la trastienda de la sastrería; y puesto que era la única superviviente de los tres hijos del barón, pues los varones habían muerto en la guerra, él y su esposa enferma temían que Olympia no llegara nunca al altar; y aún más temían la posibilidad de que se convirtiera en una solterona, abandonada por sus pretendientes —en caso de que estos sobrevivieran a sus frustraciones—, y acabara pobre y desahuciada del palacio al no poder pagar los impuestos.
Francesco Cristiani ya estaba al corriente del declive de la fortuna de los Bianchi y de otras familias aristocráticas del sur. Habían pasado años desde que algún hombre de la familia Bianchi le encargara un traje. También habían pasado años desde la última vez que los Bianchi y otros nobles de Maida abrieran sus casas por la noche, en aquella arraigada tradición navideña; hoy en día aquellas familias no podían permitirse abrir sus palacios al pueblo ni ofrecer la mejor comida ni la mejor música a cualquiera que entrara. Las puertas y las ventanas de algunos palacios permanecían cerradas durante todo el año, y los propietarios habían tenido que trasladarse a Nápoles o Palermo para ocupar las habitaciones de los criados en los palacios de sus parientes nobles menos pobres que ellos. Los nobles que habían permanecido en Maida, como los Bianchi, vivían, irónicamente, de manera más recluida en su relativa pobreza que en sus días de poder y esplendor. Cerraron filas, y con invertido orgullo abandonaron el trato con los plebeyos del pueblo, practicando el trueque solo entre ellos. Despidieron a muchos de los viejos criados de la familia que habían sido la fuente de murmuraciones de alto nivel. Sus carruajes dorados y decorados con sus escudos de armas ya no cruzaban las calles en días laborables; y por la noche, incluso cuando hacía calor, los postigos de sus palacios permanecían cerrados para impedir que quienes pasaban atisbaran que las velas de sus arañas de cristal brillaban cada vez con menos frecuencia sobre las reuniones sociales de la menguante élite del pueblo. Con tales perspectivas matrimoniales, no era sorprendente que en Maida no se hubiera celebrado una boda entre nobles desde el final de la Primera Guerra Mundial. Y teniendo en cuenta el hecho de que el barón era una persona realista, no era de extrañar que hubiera visitado la tienda de Francesco a finales de 1924 y con mucho tacto le hubiera preguntado por su hijo, que prosperaba en París.
El éxito de Antonio no era un secreto para nadie del pueblo. Su padre a menudo exhibía en el escaparate de su tienda algunos anuncios de la tienda de su hijo aparecidos en periódicos y revistas franceses (aunque el motivo por el que lo hacía Francesco no era tanto para promocionar la tienda de su hijo como para sugerir que la sastrería de Cristiani en la Rue de la Paix era en realidad una sucursal de la de Maida). Sin embargo, pocas personas del pueblo sabían algo de la relación de Antonio con las mujeres. Después de una breve estancia cuando lo licenciaron del ejército, no había vuelto a visitar Maida; y durante sus anteriores años allí, Antonio había guardado las distancias con todas las jóvenes del pueblo y alrededores.
El padre de Antonio, por otro lado, no había sabido nada de la vida personal de Olympia Bianchi hasta que el padre de la chica había comenzado a visitarlo, pues ella había alcanzado la edad de cortejar en la época en que las actividades sociales de la nobleza estaban en suspenso, después de que su familia dejara de encargar la ropa en la sastrería de Cristiani. Pero lo que Francesco estaba averiguando de ella le convenció de que Olympia era exactamente el tipo de mujer con el que Antonio no debía casarse. Era muy inteligente, había dicho su padre; y peor aún, tenía opiniones y no se recataba en expresarlas. Además, probablemente era de carácter licencioso, pues su padre había admitido que le gustaba leer novelas francesas en el idioma original. Francesco Cristiani solo podía hacerse una vaga idea, aunque nunca se atreviera a preguntar, de con qué libertad se había relacionado Olympia con esos admiradores que supuestamente nunca se cansaban de perseguirla.
En cuanto al beneficio económico que obtendría la familia Cristiani si Antonio se casaba con Olympia —y para Francesco Cristiani el beneficio económico no era algo secundario—, no intuía que hubiera absolutamente nada de valor material. La propiedad feudal de su familia en el campo era improductiva. El palacio del pueblo se caía a pedazos. ¿Qué esperanza podía tener de que aportara una dote una familia que llevaba años debiéndole a Cristiani una capa? En aquella época, en Maida, el ascenso social seguía una curva económica descendente.
Y por lo que respectaba al prestigio social del que disfrutaría su vástago como resultado de casarse con alguien de la familia Bianchi, tampoco sería gran cosa: poco más que un deshilachado vínculo con un título raído. En conclusión, aunque Francesco no se lo dijo con todas las letras al barón, una unión matrimonial entre Antonio y Olympia no parecía, a primera vista, un trato favorable para la familia Cristiani, y, visto con calma, se diría aún peor, pues cabría suponer que dicha unión supondría el regreso de la extensa familia Bianchi a la sastrería de Cristiani como clientes, unos clientes que acudirían a menudo, escogerían las telas más caras, exigirían el trabajo más fino, y asumirían la prerrogativa de los parientes de no pagar la factura.
Como si estos supuestos y hechos no fueran suficientes para calificar a Olympia de presa matrimonial indeseable, el padre de ella reiteraba a menudo en sus conversaciones con Francesco que sería difícil de pescar; y el barón realizaba dichas afirmaciones en un tono de conmiseración, como si no hubiera nada en el mundo que Antonio pudiera desear más que obtener la mano de Olympia, si, ay, ella no estuviera prácticamente fuera de su alcance. La pobreza no había desprovisto a los nobles de su presuntuosidad. Pero esa presuntuosidad tampoco afectaba a la naturaleza pragmática de Francesco. Reconocía un mal acuerdo a simple vista. Y sin embargo, se mostraba respetuoso cada vez que el barón hablaba, y nunca se le pasaba del todo inadvertida la escarapela real en forma de flor blanca en la solapa del barón, ni la pesada hilera de antiguas medallas borbónicas que colgaban del pecho de su descolorida levita. Francesco también sentía cierta simpatía por el barón, que después de todo era un padre como él, un hombre que lo único que deseaba era que su hija encontrara el amor y la felicidad. Y puesto que parecía improbable que su hija encontrara el amor y la felicidad con Antonio, Francesco se relajó mientras el barón peroraba largo y tendido para no llegar a ninguna parte, tal como era habitual en el sur, utilizando muchas palabras para decir muy poco, hablando con entusiasmo de la dicha de tener nietos, lamentando la brevedad de la vida en la tierra, citando un verso del Purgatorio de Dante, reflexionando sobre el precio de mantener la paz en los Balcanes durante la posguerra, para luego regresar de manera lenta pero segura al tema de Antonio y Olympia.
—Realmente es una lástima que esos dos no puedan coincidir de alguna manera —reflexionó el barón con un suspiro, negando con la cabeza mientras se inclinaba un tanto hacia el escaparate de Francesco y se asomaba hacia la carretera que subía la colina, donde el anciano pastor Guardacielo conducía un rebaño de ovejas de aspecto sarnoso.
—Sí, es una lástima —mintió Francesco, de pie al otro lado del mostrador.
—¿No cree que usted y yo, queriendo como queremos a nuestros hijos, podríamos encontrar una solución?
Antes de que Cristiani pudiera contestar, el barón chasqueó los dedos y se volvió hacia el sastre con repentino entusiasmo.
—¡Tengo una idea! —anunció mientras Cristiani se ponía rígido—. Sí, creo que sé cómo ayudarle a que su hijo llegue a conocer a mi hija, aunque él debe obrar con inteligencia, como estoy seguro de que es capaz…, con un poco de ayuda por mi parte. Cuando llegue al pueblo, los dos nos encontraremos en algún lugar secreto desde donde yo pueda mostrarle a Olympia, pues cada día va paseando a correos. Cada tarde, después de la siesta, más o menos a las cuatro, va allí para abrir su cajita de acero y recoger el correo, casi todo él, sin duda, remitido por sus admiradores. ¡Y todo lo que tendría que hacer Antonio sería cruzarse con ella, una o dos veces, sin prestarle la menor atención! Debe mostrarse muy distante, sin apercibirse de la presencia de mi hija. Debe llevar uno de sus elegantes trajes franceses, y quizá alguna novela francesa bajo el brazo, y mientras camine debe mirar al suelo, o al cielo, como si su mente diera vueltas a cuestiones universales. Mientras ella se acerque a correos desde una dirección, él se acercará desde otra, y entonces, por un momento, sus sombras se confundirán…, ¡pero no tiene que dejar de caminar! Los ojos al frente, y no volverse bajo ninguna circunstancia, ninguna, ¡solo por si ella se esconde en alguna parte para ver si lo hace!
»Si Antonio sigue este consejo durante tres o cuatro días —añadió impaciente el barón, un tanto perplejo pero de ninguna manera desanimado por la expresión estupefacta de la cara de Francesco—, ocurrirá algo mágico. ¡Hágame caso, ocurrirá algo mágico! Será algo sutil, llevado a cabo con toda la sutileza de que es capaz una mujer engreída y hermosa cuando se da cuenta de que un hombre digno e importante no se ha fijado en ella. Encontrará una manera de que se fije en ella. ¡Y sin que él se dé cuenta, ella comenzará a cortejarlo!
Aunque Francesco no imaginaba nada menos deseable, no quería insultar al barón insinuando ni el más mínimo reparo, pues los encuentros paternos por cuestiones como esta era normal que se complicaran a causa de la fragilidad de los egos…, sobre todo en ese caso. Un barón sin dinero era más sensible a los desaires que un barón rico. De cualquier modo, seguía siendo un barón; y sin embargo, ahí había un barón que prácticamente se humillaba en la sastrería de Cristiani con un plan concebido para que el menor de los Cristiani se convirtiera en su yerno, algo que en cualquier otra época habría más que halagado a cualquier familia de sastres. De hecho, incluso ahora aquello denotaba cierto halago, pues entre los nobles antepasados de los Bianchi se habían encontrado cardenales y obispos, uno de ellos delegado del Concilio de Trento en el siglo XVI, y tal enriquecimiento espiritual en una familia superaba con mucho las simples propiedades y monedas. La devota esposa de Francesco, Maria, y su padre igualmente devoto, Domenico Talese, sin duda verían reforzada su fe al saber que mediante el matrimonio de Antonio con Olympia establecerían una relación retroactiva con hombres que seguramente estaban en el cielo.
Mientras se reprendía por sus tendencias mercenarias, Francesco escuchó cómo el barón levantaba la voz y repetía la pregunta:
—Así pues, estamos de acuerdo, ¿no?
—Sí —replicó Francesco no muy convencido.
El barón le tendió la mano derecha sobre el mostrador y él la aceptó forzando una sonrisa.
—Ahora somos los mensajeros de Cupido —anunció jovialmente el barón—, y si tenemos suerte en nuestra labor, si Olympia y Antonio se enamoran y se casan, usted y yo nos convertiremos en parientes. Y si no tenemos suerte, bueno…, seguiremos siendo… paisanos y buenos amigos. ¿Qué podemos perder?
—Sí, ¿qué podemos perder? —repitió Francesco, intentando no pensar más en el asunto.
—Y en cuanto llegue su hijo, hágamelo saber para que pueda encontrarme con él y señalarle a Olympia.
—Sí —dijo Francesco.
—¿Le mandará una carta enseguida para ponerle al corriente de la ingeniosa estrategia?
—Sí —dijo Francesco.
Fiel a lo prometido, comenzó a redactar una larga carta dirigida a Antonio en cuanto el barón salió de la tienda. Pasó dos horas escribiéndola, sin dejar que lo interrumpiera ni la provechosa visita de algún cliente, ni la cháchara de los demás sastres, que ahora trabajaban solo por las mañanas. Antes de poner la dirección en el sobre y pegar los seis sellos de una carta urgente, y luego enviarla, Francesco la releyó tres veces. A cada lectura el plan del barón parecía más absurdo. No se podía creer que su hijo fuera capaz de tomarse esa idea en serio.
Pero después de leer la carta, Antonio encontró la propuesta fascinante. Era creativa y lógica. Y llevar a cabo el plan del barón también sería divertido. Todo lo que tendría que hacer él sería pasearse por Maida como si fuera un narcisista, algo, en su caso, no del todo ajeno a su carácter. Si interpretaba bien su papel, pronto sería vulnerable a las seductoras intrigas de una joven noble y hermosa. ¿Qué podía perder? Si ella se ganaba su corazón, cancelaría las demás citas menos convenientes que su padre había concertado fuera del pueblo, especialmente la que le obligaba a subir a pie hasta Polia a fin de inflamar las pasiones de una joven tímida que probablemente estaría mejor en un convento; y también el largo viaje hasta la costa, a Bovalino, con el riesgo de que él y sus compañeros de viaje sufrieran el ataque de los salteadores de caminos, ¿y para qué? Para gozar de la oportunidad de comer a la mesa de una respetable familia local y tener un furtivo contacto visual con otra hija cuya belleza y otras virtudes, que tanto proclamaba su padre, quizá solo existieran en la imaginación maquinadora de este.
No, Antonio decidió que la hija del barón definitivamente era su prioridad en la lista de posibilidades. Sería su primera parada… y, esperaba, la última. Un hombre tan ambicioso y ocupado como él merecía una mujer que le cortejara, que le ahorrara su valioso tiempo y energías; sí, solo le interesaba una mujer que lo deseara con todas sus fuerzas, que perdiera todo el orgullo al reclamarle como propio. Antonio cerró los ojos y fantaseó acerca de aquella hembra agresiva que pronto le convertiría en su presa, en una víctima de su deseo. Aunque se sentía fatigado a causa del interminable y pútrido viaje en ese tren al sur que era todo lo contrario de las recias exigencias de Mussolini de reformar los ferrocarriles, Antonio estaba impaciente por dar su aprobación a esa nueva y escandalosa propuesta de cortejo a la inversa.
Pero en cuanto dejó la maleta sobre el andén, una mujer mayor lo agarró y abrazó por detrás. La reconoció inmediatamente, sobre todo por lo que llevaba: un elegante vestido azul que Mademoiselle Topjen había diseñado para su colección del año anterior en París, pero que no había podido vender ni después de que Antonio lo hubiera vuelto a coser por completo. De modo que se lo había mandado por correo a su madre como regalo de cumpleaños; y al ver que ahora ella lo llevaba en la estación, Antonio se alegró al comprobar lo bien que le quedaba, aunque se inquietó al ver lágrimas en sus ojos.
—Antonio —exclamó Maria—, Antonio…
Era todo lo que era capaz de decir, y le dejó la cabeza sobre el hombro hasta que Francesco la apartó para darle un beso paternal a su hijo en ambas mejillas. Colocó las manos en los hombros de Antonio y se lo quedó mirando en silencio durante varios segundos. En aquel momento había tanto ruido en el andén que la conversación era imposible. Se oían silbatos y siseos de trenes, los gritos y los empujones de otros pasajeros que saludaban a los que habían venido a esperarlos. Mirando por encima del hombro de su padre, Antonio estudió a la gente del pueblo, y se quedó estupefacto ante la vestimenta de estilo proletario que tanta gente parecía haber adoptado. Tanto las mujeres como los hombres llevaban gorras con visera, y monos, y botas hasta los tobillos, y se cubrían el tronco con varias capas de jerséis. Los trabajadores socialistas habían vestido así en las ciudades de la Europa industrial para amortiguar los golpes que recibían de los rompehuelgas derechistas; y la abundancia de jerséis también ablandaba el suelo de las fábricas cuando los huelguistas se encerraban en ellas para protestar, pasando allí la noche. Pero Mussolini hacía tiempo que había puesto coto a los huelguistas del norte y del centro de Italia, y en lugares como Maida nunca había habido ninguna fábrica que pudiera declararse en huelga; y sin embargo, esa moda proletaria de algún modo se había infiltrado en el sur rural, de manera tardía e incongruente; o quizá, pensándolo bien, resultara muy apropiada.
Su padre ahora tiraba suavemente de él, intentando hacerse oír, pero Antonio seguía sin comprender ni una palabra. Antonio sintió la suave mano de su madre en la nuca, y se volvió hacia ella, sonriendo. Había dejado de llorar. Tenía la cara colorada, pero su aspecto era tan agradable como siempre, sobre todo porque su expresión habitualmente serena —que Antonio asociaba con el aspecto que tenía en misa al regresar al banco después de la comunión— había vuelto a su semblante.
Con aquel vestido hecho en París —al que el aura de su madre imbuía de una moda imperecedera no planeada por Mademoiselle Topjen—, y el chal de brocado con el que se había ceñido los delgados hombros para protegerse del frío viento que barría el andén, Antonio se la imaginó idealmente vestida para asistir a cualquier acontecimiento público que fuera digno de su presencia, ya se tratara de una misa mayor, una ópera, un espléndido banquete celebrado en su honor, o, sí, la boda de Antonio.
No tan agradable fue la impresión que le produjo su padre, envejecido, aunque todavía atildado, cuya seguridad y fuerza Antonio, de niño, había considerado eternas, pues antaño parecían muy abundantes y naturales: recordaba la pose erguida y la actitud obstinada de Francesco, su energía en el trabajo y su astucia como hombre de negocios (una astucia que generalmente dominaba cualquier amabilidad que existiera en su corazón, aunque era capaz de una gran amabilidad, enmendó rápidamente Antonio en favor de ese hombre sobre el cual había modelado su imagen). Pero aquel día, en la estación, el padre de Antonio tenía los hombros mucho más caídos de lo que su hijo esperaba, y se había olvidado de ponerse su fedora, algo que nunca olvidaba en invierno, y como resultado, el pelo gris y antaño ondulado de Francesco se veía ahora menos gris que blanco, menos ondulado que crespo, y lo tenía visiblemente ralo en la coronilla. La cara de su padre, que Antonio había recordado como enjuta y despierta en busca de oportunidades, ahora le colgaba, sobre todo bajo los ojos y debajo de la barbilla. Antonio agradeció que su éxito en París le hubiera permitido mandar cada mes generosas cantidades de dinero a casa; y también le agradó observar que el traje azul de raya diplomática de su padre estaba recién confeccionado, y que la cintura estaba cortada con tanta destreza que casi ocultaba su barriguita típica de la mediana edad. A Antonio se le ocurrió que en Maida el negocio de sastrería habría decaído hasta tal punto que el mejor cliente de su padre probablemente no era ni más ni menos que el propio Francesco Cristiani.
Finalmente, cuando el ruidoso tren rebasó la estación y casi toda la gente que había en el andén se dispersó, Francesco consiguió hacerse oír.
—Lamento muchísimo lo que está ocurriendo —comenzó a decir, mirando a Antonio—. Te debo una disculpa.
Aunque Antonio no sabía exactamente a qué se refería su padre, las palabras de Francesco le sorprendieron. Nunca había oído a su padre aceptar la culpa de nada ni disculparse.
—Pero te prometo una cosa, mi querido Antonio —añadió su padre, y en ese momento parte de su antigua fuerza regresó a su voz—, solucionaré este desastre. Intentaré hablar sensatamente con esos locos de Maida, pero ha sido un error desde el principio. Ese loco del barón es el peor de todos. Pero de algún modo conseguiré que salgamos de la trampa que nos ha tendido, y…
—Por favor, padre —lo interrumpió Antonio, deseando mostrarse firme sin sonar firme.
—No te preocupes…, déjamelo todo a mí —dijo su padre, rechazándolo con la mano cuando Antonio intentó impedir que cogiera la maleta. Fue a agarrar el asa, pero su padre siguió sujetándola con firmeza y comenzó a dirigirse hacia la salida mientras la madre de Antonio retenía a este.
—Antonio —dijo—, te he echado de menos —volvió a abrazarlo, y lloró otra vez.
Mientras su padre seguía caminando, hablando solo y creyendo que su hijo y su esposa estaban justo detrás de él, Antonio rodeó con sus brazos a su madre y le dio unos golpecitos en los hombros, con una presión y una rapidez que aumentó ligeramente mientras se decía que ojalá su madre dejara de llorar y pudiera soltarla. Entonces, de repente, Antonio sintió unos golpecitos él mismo en el hombro; y antes de que pudiera separarse de su madre, todavía sintió otro, esta vez más fuerte.
Se dio media vuelta y se encontró frente a un hombre de barba blanca que esgrimía un bastón y amenazaba con volver a golpearlo. El hombre llevaba un sombrero cordobés de color gris y una capa a juego, con el cuello tan levantado que Antonio solo podía ver de manera limitada la cara de su atacante.
—¿Qué significa esto? —gritó Antonio, mirando airadamente al hombre. Se apartó de su madre y blandió los puños ante él, y a continuación los colocó bajo el bastón levantado.
—¡No lo toques! ¡No lo toques! —la madre de Antonio alzó la voz—. ¡Es tu abuelo Domenico!
Atónito, Antonio abrió los puños y se quedó mirando a aquel hombre de ochenta y seis años, ceñudo y de tez rubicunda, su pariente vivo más anciano.
—¡Eres un idiota! —le soltó Domenico, bajando lentamente el bastón—. ¡Eres un idiota, Antonio! ¡Tengo que golpearte con el bastón para que te des cuenta de que he venido hasta aquí para recibirte, y encima intentas darme un puñetazo!
—Abuelo, lo siento mucho —dijo Antonio—, no te había reconocido.
—Eso no es excusa —contestó Domenico.
Antonio intentó acercarse a su abuelo para abrazarlo, pero este volvió a esgrimir el bastón.
—Apártate hasta que aprendas modales —dijo—. Llevas demasiado tiempo en París.
A continuación, Domenico volvió su expresión ceñuda hacia la madre de Antonio, la cual, aunque tenía cincuenta años, de repente pareció transformarse, bajo la mirada de aquel anciano, en una joven atormentada por la culpa al comprender, sin que se lo dijeran, que había molestado a su padre. Sí, su madre había violado una de las reglas cardinales mostrando afecto en público; y aun cuando ese afecto se dirigiera a su hijo, sabía que a su padre aquello le desagradaba.
—Menudo espectáculo estáis dando —comentó Domenico, sabiendo, al parecer, que no tenía por qué dar más explicaciones.
—No esperaba que vinieras —dijo Maria dócilmente.
—Eso no es excusa —repitió Domenico—, y lo que es peor, no querías que viniera.
Domenico se volvió hacia Antonio, que había presenciado el diálogo entre su madre y su abuelo más abochornado aún que cuando casi golpea a este último, y dijo:
—¡Tu madre y tu padre pensaban que no veía cómo se escabullían por la puerta de atrás de la casa y se subían al carruaje aparcado carretera abajo! ¡Y todo para impedir que viniera!
—Creía que no te encontrabas bien —protestó su hija.
—¡Creías que era demasiado viejo para venir a la estación, eso es lo que creías! —insistió Domenico, y añadió—: ¡Y mira quién me ha traído!
Con el bastón levantado, dirigió su atención al otro lado de las vías, donde una figura arrugada con una gorra cónica sujetaba las riendas de una carreta de dos caballos aparcada cerca de la terminal. Antonio reconoció al hombre gracias a la gorra cónica, una reliquia medieval que solo utilizaba un hombre en Maida: el venerable Vito Bevivino, el capataz de noventa y cuatro años de Domenico, y único vástago superviviente del soldado que había luchado en Rusia a las órdenes del general Murat.
Antonio le hizo una seña al anciano que sujetaba las riendas, y Vito Bevivino le devolvió el saludo, descubriéndose la cabeza.
—Y puesto que han pasado años desde la última vez que viniste a visitarnos —dijo Domenico reemprendiendo su arenga dirigida a Antonio—, ¿crees que esta noche tendrás un momento para venir a mi casa y saludar como es debido al resto de tu familia?
Antes de que Antonio pudiera contestar, Domenico remató:
—Te espero a las siete en punto.
A continuación, tras apuntalar el bastón con firmeza sobre el andén, Domenico se dio impulso en dirección a la salida, avanzando rápidamente por delante de su capa hinchada, que prácticamente cubría por completo su leve cojera.
—Tenemos que ir —dijo la madre de Antonio, hablando ahora más como hija—. Últimamente ha estado muy enfadado con tu padre. Se siente insultado por haberse visto marginado en las negociaciones de tu padre con esos otros hombres, e insiste en que quiere acompañarte a ti y a los demás en tus visitas fuera del pueblo.
—Puede que no salga del pueblo —dijo Antonio.
—Sí, ese es otro problema que tu padre tiene con él, que al parecer no se ponen de acuerdo acerca de la hija del barón. Tu padre no la quiere, pero a tu abuelo le gusta la idea. Supongo que te imaginas por qué.
Mientras caminaban lentamente del brazo, lo que le concedió mucho tiempo a Domenico para subirse a su carreta y avanzar por delante de ellos, Antonio no pudo evitar fijarse en su padre, sentado sobre la maleta en la otra punta de la terminal, donde Domenico no pudiera verle. Antonio esperaba que su madre le explicara a qué se refería; pero no lo hizo, al parecer por respeto a su anciano padre, o quizá por ese miedo a que todo lo que dijera a espaldas de su padre pudiera llegar a sus oídos. Antonio solo podía asumir que su madre se refería al sempiterno respeto —y quizá también envidia— que profesaba su abuelo hacia la nobleza del pueblo; y quizá también a que este no había perdido la esperanza de, si Antonio se casaba con Olympia, ganarse por fin el respeto que siempre le había sido esquivo, y los hombres del pueblo vencerían su resistencia a dirigirse a él como don Domenico.
Mientras se dirigían en el carruaje hacia Maida, Francesco no dijo nada; andaba concentrado conduciendo el vehículo, algo a lo que no estaba acostumbrado, y no le facilitaba la tarea la estela de polvo que levantaba la carreta de Domenico, que iba delante, y se le pegaba a la cara: nubes de polvo que encanecían todavía más el pelo blanco de Francesco. Pero en cuanto llegaron a casa, y Maria hubo molido el café para prepararlo, el padre de Antonio se lo llevó aparte y le dijo:
—Supongo que esta noche iremos a casa del abuelo.
—Sí —contestó Antonio.
—No sabes la tabarra que nos está dando a todos —dijo Francesco.
A continuación se lo explicó entre susurros, asegurándose de que su esposa no pudiera oírlo.
—¿Te ha hablado tu madre de la joven que tienes que ir a ver a Curinga? —preguntó, refiriéndose a un pueblo que quedaba justo al suroeste de Maida.
—No —dijo Antonio.
—Acércate —dijo su padre—. No te lo vas a creer. En Curinga hay una joven de diecinueve años llamada Nina, muy rica y muy guapa. Lo de que es guapa te lo puedo garantizar porque la he visto con mis ojos. Un día su padre la trajo a la tienda y nos presentó. Su padre, al que había conocido antes gracias al magistrado del pueblo, que es su primo, al parecer hizo una fortuna en los Estados Unidos en el negocio del cemento. Se fue a trabajar allí cuando era joven, y años más tarde ya era un contratista importante, y cada noche metía el dinero en el colchón. Se llevó a su esposa, que era su prima tercera, a los Estados Unidos. Su hija Nina nació en los Estados Unidos, y probablemente habla inglés mejor que el italiano, porque apenas entiendo su italiano. Pero hace muy poco que han vuelto a Italia. Su padre vendió su negocio y su casa en los Estados Unidos hace más o menos un año para regresar a Curinga. Con todo el dinero americano que tiene, no me cabe duda de que vive en Curinga al estilo de los grandes signori.
»Es un hombre un poco tosco —reconoció Cristiani—, y cuando le estrechas la mano es como si la frotaras contra papel de lija…, pero ¿a quién le importa? Era Nina quien a mí me interesaba, y después de conocerla pensé que era la que más se parecía a lo que estabas buscando. No solo por ser guapa y por vestir bien, y al parecer por tener buenos modales, sino porque ha estado en el Nuevo Mundo, y me dije que no tardaría en encajar en tu vida parisina. Pero una noche cometí el error de mencionar a la familia de Nina delante del abuelo, y cuando dije que ibas a conocerla, va y me pregunta: “¿Se trata de la familia que acaba de regresar a Curinga?”. Le digo que sí. Y me contesta: “Táchala de la lista”. Al final le pregunto: “¿Por qué me dices que la tache de la lista?”. Y me contesta: “Conozco a su abuela. Su abuela era de Maida. Era una fresca”. “¡Su abuela era una fresca!”, le digo yo. “¿Y eso qué tiene que ver con Nina?”. Y tu abuelo me contesta: “Lo llevan en la sangre”.
»Casi me reí en su cara —añadió Francesco—, pero tu madre estaba presente, y ya sabes que no le gusta nada que alguien insinúe que tu abuelo no sabe lo que dice…, sobre todo si esa persona soy yo. Así que me callé la boca y dejé que pasara el tiempo, pensando que tu abuelo se olvidaría. Días más tarde, el padre de Nina entra en la tienda y discutimos el tema de la dote, y deja que te diga que es un hombre muy generoso. Pero poco después de salir de la sastrería, entra tu abuelo y me dice muy indignado: “Creí haberte dicho que tacharas de la lista a la joven de Curinga”. Y le pregunto: “¿Qué haces? ¿Me espías?”. Y en lugar de contestarme a la pregunta, sigue hablándome de la abuela de Nina. Tenía marido y dos hijos en Maida, pero un día conoció a un joven capitán de los Carabinieri que había venido de Roma, y lo siguiente que se supo fue que se había escapado con el carabiniere a pasar un fin de semana en Catanzaro. “¿Cuándo fue eso?”, le pregunté a tu abuelo. “En 1884 o 1885”, me dijo. “Han pasado cuarenta años”, le recordé, “y además, estamos hablando de Nina”. “Lo lleva en la sangre”, volvió a decir, y no hubo manera de convencerlo de lo contrario. Esa misma noche, cuando volví a casa, me di cuenta de que tu madre estaba repitiendo lo mismo, pues tu abuelo ya la había convencido. Y me suplicó que interrumpiera las negociaciones, afirmando que si lo hacía, procuraría que tu abuelo no se entrometiera en mis conversaciones con otros hombres. Ya veremos si lo hace. Pero, de todos modos, me pareció que tenía que eliminar a Nina de la lista. Se lo expliqué a su padre con mucha delicadeza. Le mentí diciéndole que ya no estabas seguro de querer sentar la cabeza. Su padre dijo que comprendía ese sentimiento, y fue muy amable. Pero la verdad es que lamento que no vayas a Curinga a conocer a Nina. Creo que habría sido perfecta.
—Yo también lo siento —dijo Antonio.
(Seis años más tarde, después de que Antonio y su mujer se hubieran mudado a un apartamento más grande en París con su hija pequeña, Antonio recibió una carta de su madre mencionando que Nina —que se había casado con un hombre del pueblo meses después de la boda de Antonio— acababa de dejar a su marido y se había escapado con su amante a Bolonia).