La Italia que Joseph había dejado atrás estaba a punto de sucumbir a la retórica y a las políticas fascistas de un obstinado exdirector de periódico milanés que antaño había sido maestro de escuela, Benito Mussolini. A los treinta y nueve años, Mussolini era un tipo recio que se estaba quedando calvo de manera prematura, y que sufría agudos dolores de estómago que aliviaba, y no mucho, hinchándose cada día de vasos de leche. Sin embargo, casi nunca se quejaba de su dolencia, y en público se presentaba como un hombre de salud vigorosa y satisfecho de sí mismo, poseedor de agudeza intelectual y visión de estado. Jugaba al tenis, corría y practicaba la hípica. Hablaba alemán y francés, y era capaz de recitar poesía en cinco idiomas. Aunque medía poco más de uno sesenta y cinco, parecía mucho más alto a causa de su postura erecta, sus hombros anchos y su poderoso pecho, y porque cuando hablaba detrás de un atril se subía a una caja. Sus ojos oscuros y penetrantes, su mandíbula prominente y su frente severa proyectaban una sensación de audacia que hacía que a menudo el pueblo lo comparara con un guerrero romano, símil que le complacía, pues se veía históricamente vinculado a la antigua época de la grandeza italiana, una grandeza que pretendía restaurar.
«La historia no es más que una sucesión de élites dominantes», dijo en una ocasión, parafraseando a un profesor de sociología italiano a cuyas clases había asistido de oyente en Suiza en 1904, cuando llevaba una vida errante de estudiante y activista social. En 1922, tras haberse ganado la vida todos esos años sobre todo como maestro de escuela insatisfecho y como escritor de editoriales todavía más insatisfecho, Mussolini estaba preparado para escenificar un golpe de Estado y ascender a la categoría de élite dominante. Estaba convencido de que, ahora más que nunca, Italia necesitaba a un hombre insatisfecho como él mismo.
El caos y la corrupción política imperaban en todo el país. Las huelgas y los cierres patronales, los incendios provocados y los disturbios interrumpían la producción industrial en las zonas urbanas; y en el campo, miles de granjeros arrendatarios se negaban a cosechar la parte que correspondía a sus propietarios hasta que el Gobierno acometiera las reformas agrícolas prometidas años antes, cuando había buscado el apoyo de los granjeros durante los días sombríos de la Primera Guerra Mundial. Pero los grandes terratenientes, respaldados por sus poderosos amigos del Gobierno, paralizaron cualquier legislación correctiva, al tiempo que acusaban a los reformistas de bolcheviques decididos a convertir la católica Italia en un impío Estado comunista.
Dicha eventualidad no les parecía inverosímil a los católicos devotos que había entre la burguesía y las clases trabajadoras, dos estratos ya alarmados al ver sus calles y plazas constantemente invadidas por un desfile de hombres de expresión hosca que agitaban banderas rojas y llamaban a la insurrección. El Vaticano también estaba preocupado, y, con la esperanza de derrotar a los candidatos izquierdistas en las urnas, los sacerdotes, por primera vez en medio siglo, no disuadieron a sus fieles de que votaran, aunque el Papa seguía haciendo caso omiso oficialmente de la existencia política del Parlamento italiano y su rey. La disputa entre el Gobierno italiano y el papado se remontaba al Risorgimento de mediados del siglo XIX, cuando excomulgados como Víctor Manuel II, nieto del presente monarca, ocuparon Roma y los territorios vaticanos mientras unificaban Italia, y confiscaron enormes propiedades eclesiásticas en toda Roma y al noreste de Italia, casi hasta Venecia.
Pero a principios de la década de 1920, la Iglesia consiguió canalizar su influencia política a través de un partido católico recién creado, predecesor del Partido de la Democracia Cristiana. Apoyando la postura anticomunista del partido, aunque de un modo que la Iglesia deploraba, había grupos de agitadores derechistas y asociaciones de veteranos del ejército. Arrojaban piedras y granadas a las manifestaciones comunistas y disparaban a las fábricas ocupadas por los trabajadores en huelga. Muchos agresores derechistas estaban a sueldo de los propietarios de las fábricas, y recibían armas y municiones de sus amigos del departamento de policía y de las tropas que todavía estaban en servicio activo. Los soldados y veteranos leales compartían un resentimiento especial contra los huelguistas y pacifistas militantes, a quienes tachaban de haraganes o desertores del ejército, y suponían que habían participado en las protestas antibélicas civiles, en las que turbas antipatrióticas y rojos extranjeros escupían o agredían a muchos soldados que habían vuelto a casa heridos del frente.
Entre tanta discordia civil, el transporte y otros servicios públicos funcionaban de cualquier manera en casi todo el país. Los tranvías se estropeaban a menudo. Los horarios de los trenes no significaban nada. El correo no se repartía regularmente, si llegaba a repartirse. Por todas partes aumentaban los robos y los asesinatos sin resolver. El pesimismo entre los campesinos era tal que los trabajadores de la beneficencia observaron en su dialecto una evidente ausencia del tiempo futuro. Y sin embargo, en el sobrepoblado sur, donde aumentaban las señales de hambruna, el Gobierno subió los impuestos para contribuir a financiar la modernización industrial del norte. El Gobierno también buscaba fondos para sufragar sus deudas de guerra con los aliados, y para absorber los costes permanentes de su expansionismo colonial en los desiertos de Libia, prácticamente sin valor, anterior a la Primera Guerra Mundial.
En pueblos como Maida, que llevaban años subsistiendo con el sistema de trueque —y donde propietarios como Domenico Talese, de ochenta y cuatro años, mantenían sus granjas en funcionamiento tan solo para el bienestar de amigos y parientes, casi todos los cuales trabajaban gratis en la tierra a cambio del privilegio de comer—, no circulaba el dinero, salvo el que enviaban los trabajadores emigrantes en el extranjero. Cada vez más, los jóvenes del sur soñaban con irse a América, entre ellos el hermano menor de Joseph, Nicola, que tenía dieciséis años; pero en los Estados Unidos, la restrictiva política de inmigración de 1921 redujo la entrada de italianos en un ochenta por ciento. Ya había cerca de cuatro millones de italianos en el país, muchos más de los que deseaban casi todos los americanos nativos. En los sondeos de opinión que reflejaban las preferencias inmigratorias de los americanos nativos, los italianos ocupaban casi el último lugar. Se les veía como un clan cerrado de personajes zafios e instintivamente criminales. Los inmigrantes que más publicidad recibieron en los Estados Unidos a principios de la década de 1920 fueron Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, que un jurado de Nueva Inglaterra había hallado culpables de robo y asesinato, en una polémica decisión, y tachado, en mayor o menor grado, de anarquistas; ahora estaban en la cárcel esperando la ejecución. La ley norteamericana que prohibía el alcohol había sido impuesta en la nación sobre todo por los protestantes, anglosajones y blancos fanáticos de la sobriedad —la ley entró en vigor en 1920 y no fue revocada hasta 1933—, y dio credibilidad a la imagen del italiano típico bebedor de vino y por naturaleza fuera de la ley; y la prensa americana, al convertir en antihéroes a gánsteres contrabandistas de alcohol como Alfonso («Scarface») Capone, aumentó la mala reputación que acompañaba a mucha gente con apellido italiano.
En un esfuerzo por ser menos identificables como italianos, estos, en un número cada vez mayor, se cambiaban de apellido legalmente, o llevaban su negocio con un alias. Un siciliano de ojos azules, un boxeador del peso gallo que se instaló en Nueva Jersey y peleó en el cuadrilátero bajo el nombre de Marty O’Brien, creía que tener un nombre irlandés le abriría las puertas de muchos promotores irlandeses y aumentaría su popularidad entre los aficionados. Pero la única popularidad perdurable que consiguió se la debió a su hijo, que años más tarde encontró empleo fácilmente sin cambiarse el apellido familiar. Se llamaba Sinatra.
Aunque en 1922 había casi un millón de italianos en Nueva York, no constituían un grupo de votantes importante. O bien no estaban registrados para votar, o, al no ser ciudadanos, no tenían derecho a ello. En Nueva York no había ni un líder del distrito con apellido italiano, ni entre los demócratas ni entre los republicanos. Cuando Fiorello La Guardia, frustrado por la impotencia que sentía en sus primeros años como legislador en la Cámara de Representantes, entró en las primarias republicanas de la carrera para alcalde de Nueva York en 1921, no ganó ni un solo distrito. (No sería elegido alcalde hasta 1934). Hasta 1922, las escuelas secundarias públicas de Nueva York prohibían la enseñanza del italiano. El sistema escolar no ofrecía ningún curso de historia y cultura italianas. Un educador llamado Leonard Covello, que creció en un gueto italiano de East Harlem y asistió a la Universidad de Columbia, lamentaba que el proceso hacia la americanización de los jóvenes italianos comenzara «aprendiendo a avergonzarse de nuestros padres».
El Gobierno italiano de Roma de vez en cuando presentaba alguna queja contra el antiitalianismo perceptible en los Estados Unidos, y también contra la permanente limitación del país a la llegada de inmigrantes del sur de Europa; pero el Parlamento de Roma no tenía ninguna influencia en América. De hecho, apenas tenía influencia en Italia. La única voz atrevida del Gobierno pertenecía a un director de periódico de Milán, Benito Mussolini, que en 1921 fue elegido —junto con otros treinta y cuatro candidatos fascistas— para el Parlamento, donde la mayoría de diputados correspondía a los socialistas, con ciento veintidós, seguidos de los ciento siete miembros del Partido Católico.
Sin embargo, la fuerza principal de Mussolini no residía en la arena política de Roma, sino en su relación con los industriales y comerciantes del norte de Italia, que estaban hartos de huelgas y de la propaganda izquierdista, y estaban dispuestos a subvencionar a las bandas de rompehuelgas y rompepiernas que habían acudido a su llamada para dar una respuesta de estilo militar al desorden civil y a las ofensas al patriotismo. El periódico de Mussolini, Il Popolo d’Italia, se había identificado con los veteranos que habían regresado de las trincheras solo para encontrarse con una vida vacía. Mussolini, en sus reuniones privadas con muchos de ellos, expresaba de manera conmovedora sus quejas, lo que pronto le granjeó su gratitud, y con el tiempo le reconocieron como portavoz y cerebro organizador, refiriéndose a él como «il Duce». Lo saludaban con la mano derecha por encima de la cabeza, al estilo de los antiguos romanos, algo que a él le encantaba. Él los llamaba «fascistas», también un término de origen romano: fascio procedía de la palabra que en latín significa «haz»; y para Mussolini, en concreto, se refería al haz de ramillas atadas alrededor de un hacha que habían sido el emblema de la autoridad de los magistrados romanos.
Los esbirros de Mussolini —todos con experiencia en combate—, y sus compañeros —entre ellos estudiantes que habían abandonado la carrera y vagabundos que habían sido declarados inútiles para el servicio militar—, adoptaron el estilo de una unidad italiana que durante la guerra había llevado camisas negras, y por todo el país se organizaron en varias brigadas brutales y con aspecto de ir de luto: una versión apropiadamente sombría de los camisas rojas garibaldinos en ese funesto período de la historia italiana. Más de medio millón de italianos habían muerto en la Primera Guerra Mundial, y el Gobierno de Roma no se sentía ni mucho menos compensado; en la mesa de paz de París, el presidente Wilson, de los Estados Unidos, el último país que había entrado en la guerra, mostró su desacuerdo con que se entregara a Italia gran parte del territorio extranjero que en 1915 le había prometido la alianza anglofrancesa como incentivo para que entraran en el conflicto. Wilson creía que los nativos de los territorios en disputa poseían un derecho legítimo a decidir su afiliación nacional. El poeta guerrero de Italia, Gabriele D’Annunzio, estaba indignado, y en un artículo publicado en el periódico de Mussolini despotricó contra el acuerdo «mutilado» que se ofrecía a Italia por su participación en la guerra. Al mismo tiempo, los banqueros americanos amenazaron económicamente a Italia debido a la tardanza de esta a la hora de devolver sus deudas de guerra, mientras Italia a menudo esperaba en vano, en compañía de sus aliados europeos, a que la derrotada Alemania cumpliera con su calendario de pagos por reparaciones de guerra. Pero aunque Italia hubiera sido una nación menos insolvente y con más trabajo, muchos de los veteranos que habían vuelto habrían sido incapaces de desempeñar esos empleos, pues estaban demasiado mutilados o mentalmente perturbados, como le ocurría a Sebastian Talese, o no estaban cualificados para ello; un gran porcentaje de esos hombres se había ido al frente siendo adolescentes y sin ninguna preparación laboral para la vida civil.
Ahora, sin embargo, gracias a la milicia de Mussolini, algunos de esos hombres sanos de cuerpo, aunque quizá no sanos de mente, encontraban un trabajo donde la única preparación que se exigía era la capacidad de intimidar. Cuando en el verano de 1922 los socialistas plantearon una huelga nacional para protestar contra el poco rigor del Gobierno a la hora de restringir las crueles tácticas de las «fuerzas reaccionarias», los subordinados de Mussolini amenazaron con represalias; y antes de que la huelga pudiera alcanzar sus fines, miembros de la milicia, junto con muchos ciudadanos y estudiantes de ideas afines, se hicieron con el control de varios servicios públicos y se encargaron de manejar los tranvías, los trenes, entregar el correo y desempeñar otras tareas. Aunque lo llevaron a cabo con una eficacia limitada, su gesto fue apreciado por un gran número de ciudadanos medios, y contribuyó a convencer a muchos italianos vacilantes de que el fascismo era la mejor esperanza para restaurar el orden y la iniciativa en Italia.
A finales de octubre de 1922, Mussolini fue el invitado de honor en una concentración fascista en Nápoles. Allí habló antes de un desfile al que asistieron millares de partidarios, muchos vestidos con camisa negra, otros con traje o con un sencillo atuendo de trabajo. También se dirigió a una pequeña congregación dentro del teatro de la ópera San Carlo, construido por los Borbones, delante del escenario de Madama Butterfly; frente a él había hileras de relucientes palcos ocupados por dignatarios que el año anterior habían llorado la muerte de su héroe local, Enrico Caruso. Mussolini fue obsequiado con bravos y saludos romanos por parte de la multitud cada vez que anunciaba sus planes de mejoras económicas y un liderazgo firme. Concebía un Estado fascista que seguiría respetando la existencia de una dinastía real, pero esperaba poca oposición monárquica. Confiaba en que este acuerdo sería aceptable para el rey. Víctor Manuel III era un soberano poco seguro de sí mismo, quizá influido por el hecho de que la vida de su padre, Umberto I, se había visto segada en 1900 por las balas de un anarquista.
Pero si el rey o sus partidarios en el Parlamento intentaban frustrar la ascensión del fascismo, serían barridos; eso fue algo que dejó bien claro Mussolini en sus alocuciones al pueblo de Nápoles. «Os lo diré con la solemnidad que reclama el momento: o nos entregan el gobierno, o nosotros lo tomaremos, marcharemos sobre Roma. Es una cuestión de días, quizá de horas…». A lo cual el gentío entonó su aprobación: «¡A Roma! ¡A Roma!».
Antes de abandonar Nápoles el 24 de octubre de 1922, Mussolini redactó una proclama, que fechó el 27 de octubre. Comenzaba así:
¡Fascistas! ¡Italianos!:
La hora de la batalla decisiva ha llegado. Hace cuatro años, en esta misma época, el ejército nacional desató la suprema ofensiva que condujo a la victoria; hoy, el ejército de los camisas negras se hace de nuevo con la victoria mutilada, y, señalando desesperadamente hacia Roma, la restituye al esplendor de la capital…
El ejército, reserva suprema y salvaguarda de la nación, no debe participar en esta lucha. El fascismo proclama de nuevo su altísima admiración por el ejército… Tampoco el fascismo marcha contra la policía, sino contra una clase política de imbéciles e idiotas que durante cuatro largos años no han sido capaces de proporcionar a nuestra nación un auténtico gobierno.
Entre los principales asesores de Mussolini en aquella época había militares retirados, terratenientes patricios y periodistas. (En 1919 se contaba entre los fascistas el director de orquesta Arturo Toscanini, que aquel año fue candidato al Parlamento…, cuando todos los fascistas, entre ellos Mussolini, fueron barridos por los candidatos socialistas. No tardaron en surgir diferencias políticas y personales entre Toscanini y Mussolini, que provocaron que el primero abandonara el partido y se convirtiera en un ardiente antifascista, para acabar exiliándose en los Estados Unidos. Dentro del círculo de Mussolini, solo había sitio para un maestro).
A pesar de que la vida de Mussolini era harto conocida —una vida analizada por escrito por sus amigos, enemigos, e incluso por él mismo en ensayos personales y una autobiografía—, seguía siendo una figura desconcertante. Había pasado de socialista comprometido a fascista comprometido, y quizá no era tanto un hombre de derechas o de izquierdas como un hombre acomodaticio y oportunista. En cierto sentido se podría afirmar que era un italiano típico, la creación de una península vulnerable y esencialmente resistente, junto con sus cambiantes mareas, sus visionarios visitantes e invasores, sus interminables ceremonias de bienvenida y sus fluctuantes lealtades. Garibaldi en una ocasión expresó su rabia contra sus contemporáneos italianos, calificándolos de una «generación de hermafroditas»; y también citó «los celos y las disensiones que son, por desgracia, una cualidad» del temperamento italiano. «Nosotros, los italianos, hemos sufrido mucho por ser capaces de observar las cosas desde muchos ángulos a la vez», se quejaba un personaje en la novela histórica de Peter Nichols sobre el cardenal Fabrizio Ruffo; y si ese era, sin duda, un dilema italiano, la solución de Mussolini consistía en ofrecerle a Italia una sola visión, la suya. No obstante, en años posteriores, después de haber llevado a cabo su golpe de Estado y cuando creía haber impuesto su voluntad a la nación, diría que gobernar a los italianos «no es difícil…, simplemente es inútil».
Pero en 1922, una semana antes de su golpe de Estado, estaba impaciente por tener la oportunidad de poner remedio a los males de la nación italiana. No tenía intención de convertir Italia en una república; ni tampoco los camisas negras recrearían en las plazas de la capital italiana el sangriento espectáculo de la Revolución francesa ni las purgas de los bolcheviques en Rusia. Y sin embargo, ¿cómo podían confiar en Mussolini los leales al rey, cuando, por lo que se podía deducir de sus cronistas, su vida había estado marcada por las intrigas y la doblez? Se había sugerido que tenía una doble personalidad, marcada por unos conflictos que se remontaban a desequilibrios de la infancia, en su pueblo natal de Dovia, cerca de la ciudad de Predappio, en la región de la Romaña, situada bastante al noreste de Roma. Su madre, Rosa, había sido una exigente maestra de escuela y católica devota; su padre, Alessandro, era un herrero ateo al que la política revolucionaria y el vino fuerte le gustaban más que darle al yunque y sufragar las necesidades económicas de su mujer y sus tres hijos. Las creencias políticas de Alessandro eran una amalgama de anarquismo, marxismo y el anticlericalismo de Mazzini y Garibaldi. Cuando nació su primer hijo, el 29 de julio de 1883, lo llamó Benito, en honor del liberador revolucionario de México, Benito Juárez.
A principios de su adolescencia, cuando lo obligaban a ir a misa, a veces Benito parecía hipnotizado por las velas encendidas y las relucientes vestiduras de los sacerdotes, pero le ponía nervioso estar allí sentado, y a menudo se desmayaba al oler el incienso. En una ocasión en que su madre le ordenó que la esperara fuera de la iglesia, trepó a lo alto del árbol más próximo, y mientras salían los feligreses, les arrojaba bellotas y piedras.
Cuando Benito tenía nueve años, tras haber completado los dos únicos cursos que impartía su madre en la escuela elemental —desbaratando a menudo la clase—, se colaba en su clase a rastras y pellizcaba las piernas de los alumnos más jóvenes. En aquella época los Mussolini vivían en el edificio de la escuela, junto al aula, y a Benito parecía molestarle la atención que su madre dispensaba a los demás niños. Su madre a veces se había preguntado si su hijo no padecería algún desequilibrio mental, algo que había temido anteriormente, durante los prolongados silencios que mantenía el niño. Cuando Benito comenzó a expresarse en palabras y frases, estas a menudo se convertían en torrentes de cólera y amenazas, que después de cumplir los diez años fueron acompañados de actos hostiles: sangrientas peleas con los demás muchachos del pueblo; vandalismo —o al menos de eso se le acusaba— contra los comerciantes y vendedores callejeros, que habían recibido advertencias de la policía, ya familiarizada con su apellido, pues en el pasado a menudo había arrestado a su insurrecto padre. Su madre quería que Benito se fuera del pueblo. Cuando su marido no estaba en la cárcel, el chico le seguía a todas partes y le ayudaba en sus actividades subversivas clandestinas. Alessandro coincidía con su mujer en que su radicalismo izquierdista conseguiría que la ley se fijara demasiado en su hijo, por lo que no puso ninguna objeción cuando Rosa matriculó a Benito en un internado a treinta kilómetros del pueblo, una institución religiosa tutelada por los frailes salesianos. A pesar de ser un pendenciero, el joven Benito también era muy inteligente. Era un lector omnívoro. En sus escritos demostraba imaginación y un vocabulario impresionante. Cuando no estaba de mal humor, sabía expresarse y razonar de manera convincente. Su madre estaba segura de que acabaría siendo profesor.
En la escuela salesiana, los estudiantes tenían que levantarse al amanecer y asistir a misa; complementaban sus horas de estudio con ejercicios espirituales y meditación; y durante las comidas tenían que permanecer en silencio. Comían en tres mesas, la composición de las cuales quedaba determinada por la cantidad de dinero que los padres o tutores de los alumnos habían pagado al matricularlos. Los alumnos cuya tasa de inscripción la pagaban totalmente los padres se sentaban en la primera mesa, donde se servía la mejor comida y en mayor cantidad. La comida de la segunda mesa no era tan buena, y los que se sentaban en la tercera sufrían una discriminación todavía más perceptible. Benito Mussolini, que ocupaba la tercera mesa, estaba resentido contra los alumnos más privilegiados, y compartía como nunca el desprecio de su padre por la Iglesia.
Durante el segundo año, lideró a sus compañeros de mesa en una protesta contra la comida, y no comparecía en la misa diaria a no ser que los monjes lo llevaran a rastras, cosa que siempre hacían. Después de que un día un profesor le pegara en clase con la regla, Benito se vengó arrojándole un frasco de tinta. A menudo se metía en peleas con sus compañeros de clase; después de apuñalar a uno con su cortaplumas, fue expulsado.
Un año después, en 1895, su madre lo matriculó en otro internado, en la población de Forlimpopoli, más cerca de su pueblo natal, y ya no bajo la dirección de ningún clérigo. Allí la asistencia a misa era voluntaria; la comida era mejor, y todos los estudiantes recibían las mismas raciones. Benito asistió a clase allí durante seis años, y aprobaba todas las asignaturas. Lo que más le interesaba era la historia, sobre todo la época de los romanos, y después la del Risorgimento. También le atraía la música; tocaba el trombón en la banda de la escuela, y luego comenzó a ir a clases de violín. Era capaz de recitar largos pasajes de Dante, y también le entusiasmaban la narrativa contemporánea y los tratados marxistas recomendados por su padre, que lo visitaba a menudo y lo llevaba a casa en carreta para las vacaciones. Pero aunque Benito prefería con mucho la escuela de Forlimpopoli a la de los salesianos, todavía tenía encontronazos con el cuerpo docente y sus compañeros. En dos ocasiones lo expulsaron temporalmente —la primera por impertinencia, la segunda por clavarle un cortaplumas a un alumno—, pero la junta escolar le permitió volver; y durante el último año fue elegido para pronunciar un discurso ante toda la escuela en un programa dedicado al compositor Giuseppe Verdi, que había muerto días antes, el 27 de enero de 1901. Benito lo transformó en un acontecimiento político, y habló no tanto del Verdi autor de óperas como Il Trovatore o La Traviata como de un hombre idealista y reformador social, subrayando el hecho de que había sido miembro del Parlamento durante el Risorgimento. El discurso de ese muchacho de diecisiete años sería elogiado al día siguiente en la principal publicación socialista, Avanti! Sería la primera vez que se mencionara al «camarada estudiante Mussolini» en la prensa. Casi doce años después, a finales de 1912, Benito Mussolini se convertiría a los veintinueve años en director editorial del periódico y en una de las principales voces del Partido Socialista Italiano.
Entre esos dos sucesos, Mussolini viajó a menudo, deambulando por Suiza y Francia, Austria y Alemania; pero nunca pudo huir de las fuerzas encontradas que lo vinculaban a su madre, la educadora, y a su padre, el agitador. Su primer trabajo después de licenciarse en 1901 fue de profesor sustituto en una escuela elemental de Gualtieri, al noroeste de su pueblo. Pero se mostraba hostil con sus alumnos desobedientes y les dirigía amenazas que luego estos repetían a sus padres, por lo que su puesto pronto se vio en peligro; dejó la escuela antes del verano de 1902 al descubrirse que bebía mucho, jugaba y se iba de juerga con la esposa de un soldado cuando este estaba de servicio.
El propio Mussolini se acercaba ahora a la edad del servicio militar obligatorio; y esta, entre las demás circunstancias desagradables que rodeaban su vida en Gualtieri —y no menores eran las quejas constantes de su casero, que no cobraba, y la insistencia de aquellos que exigían que pagara sus deudas de juego—, influyó en su decisión de marcharse a Suiza. Mientras esperaba en la estación de tren de Chiasso, en la frontera suizo-italiana, leyó en un periódico que su padre había sido encarcelado por perturbar las recientes elecciones celebradas en Predappio. Benito sintió la tentación de regresar a casa, pero después de comunicarse con su madre, esta le convenció de que no abandonara su decisión de ir a Suiza, pues creía que solo manteniéndolo lejos de su padre podría evitar que ambos acabaran compartiendo celda.
Poco después de su llegada a Lausana, Benito fue arrestado por vagancia cuando la policía descubrió que dormía debajo del Grand Pont. Se trasladó a Berna, donde finalmente encontró empleo en una cuadrilla de canteros italianos y acabó en la cárcel diez días después de ayudar a organizar una huelga. Durante años, los trabajadores inmigrantes italianos habían sido bien recibidos en Suiza, siempre y cuando trabajaran esforzadamente y sin quejarse por un salario bajo y construyeran túneles de ferrocarril a través de las montañas, pavimentaran carreteras y aceras, y ejercieran de conserjes y botones en la hostelería y la industria turística; en suma, llevaran a cabo tareas que los suizos preferían no hacer… y que Mussolini también prefería no hacer. Mussolini detestaba el trabajo servil. Solo le gustaba el trabajo sindical y enfrentarse a los jefes de los trabajadores. Y eso fue lo que consumió gran parte de su tiempo durante su primera gira por Europa, entre 1902 y 1904; bajo los auspicios de los socialistas radicales, a quienes buscaba en cada ciudad que visitaba, ejerció de joven cabecilla en concentraciones de protesta y distribuidor de panfletos revolucionarios, y escribió tantos discursos que en sus recuerdos de la época se denominaría un «gramófono con patas».
Cuando no había causas socialistas a las que adherirse, ni «comedores populares» para satisfacer su apetito entre discurso y discurso, se veía obligado a aceptar trabajos que consideraba degradantes: acarrear piedras a cuatro dólares por semana para construir una fábrica de chocolate; hacer de recadero en la tienda de comestibles y trabajar en la cadena de producción de una fábrica de maquinaria agrícola. En París, con su francés exótico e italianizado, incluso se hizo pasar por pitoniso. Pero sus planes y empresas casi nunca duraban más que unos pocos días; salvo cuando escribía para periódicos radicales, que era lo que más le gustaba. Perseguía a los editores de los semanarios y diarios socialistas allí donde iba, y no les cobraba nada por su apasionada prosa; sus artículos aparecían en la prensa proletaria que circulaba por las principales ciudades de Europa, y por ciudades americanas como Nueva York y Filadelfia. En esa prensa fustigaba a los industriales y a las clases altas europeas, y a todos los reyes que todavía seguían en el trono. «Su inteligencia apenas les da para firmar decretos —escribió de la realeza gobernante en el periódico Il Proletario, publicado en los Estados Unidos en 1903—. Su carrera militar, la educación que generalmente reciben de los jesuitas, la estúpida etiqueta de la corte, a largo plazo les aplastan el cerebro y los privan de la capacidad de pensar». En otro artículo tachó a los sacerdotes de «microbios negros», y en un panfleto escribió: «La religión en la ciencia es un absurdo; en la práctica, una inmoralidad; y en el hombre, una enfermedad». Describió al ejército como «una organización criminal ideada para proteger el capitalismo y la sociedad burguesa», mientras en la misma época el ejército le describía como «desertor», alguien que sería arrestado de inmediato en cuanto pisara suelo italiano.
Pero a finales de 1904, después de que el rey de Italia celebrara el nacimiento de su primer hijo ofreciendo una amnistía a los desertores dispuestos a cumplir con sus deberes militares, el joven Benito Mussolini, que por entonces tenía veintiún años, de inmediato dejó a un lado su desprecio por el monarquismo y regresó a Italia, donde se presentó voluntario para servir con los bersaglieri, y fue enviado a Verona. Las autoridades militares tuvieron acceso a un dossier policial en el que se calificaba a Mussolini de «impulsivo y violento», y fue atentamente vigilado durante su época en el ejército. No obstante, su comportamiento resultó sorprendentemente ejemplar. Aunque en septiembre de 1906 abandonó el ejército con el mismo rango de soldado que había recibido al entrar en enero de 1905, no se quejó ni de palabra ni por escrito de su experiencia militar; por el contrario, felicitó al ejército por introducirle en los placeres del ejercicio físico y por canalizar sus energías hacia una vida más ordenada, la que posteriormente intentaría imponer a todos los italianos.
En febrero de 1905, mientras estaba en el ejército, su madre murió a los cuarenta y seis años. Benito quedó muy afectado por su muerte, y fue incapaz de hablar en el funeral. Cuando lo licenciaron del ejército, regresó a la enseñanza. En noviembre de 1906 aceptó un puesto en una escuela elemental en la población de Tolmezzo, cerca de la frontera austríaca. En marzo de 1908 cogió un trabajo en la escuela privada de Oneglia, en la Riviera italiana. Pero su actitud autoritaria en clase y sus artículos izquierdistas le granjearon críticas de muchos frentes, y durante el verano de 1908, mientras visitaba a su padre, su carrera como educador quedó repentinamente aparcada por una condena de ocho meses de cárcel.
Por una vez, su padre no estuvo personalmente implicado en la última huelga violenta de los peones agrícolas contra los terratenientes y sus administradores; de hecho, Mussolini padre sufría los primeros síntomas de la parálisis que acabaría con su vida en dos años. Pero Benito le representó perfectamente, liderando a los huelguistas contra sus patronos, volcando y dañando las trilladoras de los propietarios e hiriendo a varios transeúntes. Fue arrestado por su «lenguaje revolucionario», y enviado a la misma cárcel en la que en el pasado habían sido confinados su padre y su abuelo.
Aunque la condena de Benito se reduciría enormemente (pronto hubo una apelación, y el veredicto fue anulado), permaneció en prisión lo suficiente para agradecer las visitas de una joven llamada Rachele Guidi. Había conocido a Rachele de niña, en el aula de su madre. Rachele ahora tenía diecisiete años y vivía con su madre viuda, Nina, que era una combinación de amante, enfermera y tabernera del enfermo Alessandro Mussolini. Poco después de la muerte de la madre de Benito, Alessandro vendió la herrería de Predappio y renunció a la residencia que tenía en el edificio de la escuela, que pasó a manos de la maestra que había sucedido a su difunta esposa, y se trasladó con sus hijos pequeños a la población cercana de Forlì, donde abrió una taberna para trabajadores politizados y sindicalistas. La joven Rachele y su madre ayudaban en el local, atendiendo la barra y sirviendo comida en las mesas; después de que Benito fuera a visitar a su padre en el verano de 1908, los dos jóvenes no tardaron en convertirse en amantes.
Al igual que la difunta madre de Benito, y como casi todas las mujeres con las que tendría intimidad durante su juventud y sus años de madurez —un consorcio ecléctico de mujeres entre las que había una viajera socialista nacida en Rusia, Angelica Balabanova, que le ayudó a aprender alemán; la anarquista Leda Rafanelli, que le convertiría al islam y luego le avergonzaría en su autobiografía; una acaudalada judía de Milán, Margherita Sarfatti, que acabaría siendo crítica de arte de Avanti! y lo seguiría hacia el fascismo, perdiendo el favor de Mussolini durante el período de prusianización de Italia inducida por Hitler en la década de 1930; y una tendera austroitaliana de Trento, Ida Dalser, con la que Benito engendraría un hijo ilegítimo—, Rachele Guidi no era una belleza física, y su papel en la vida de Mussolini no sería más que fragmentario.
Tímida, práctica, amable y muy leal, con los cabellos casi color platino recogidos en una trenza estilo matrona, para Benito representaba una figura maternal mucho antes de engendrar al primero de sus cinco hijos. En 1909, después de que comenzaran a vivir juntos, él se marchó a trabajar a un semanario socialista en una población cercana a la frontera austríaca, donde al mismo tiempo mejoraría su alemán traduciendo algunas de las obras filosóficas de Arthur Schopenhauer e Immanuel Kant. Durante sus siete meses de ausencia no escribió a Rachele ni una vez. Pero ella aceptó su regreso sin ninguna queja. En 1911, después de haber sido condenado por organizar una furiosa protesta en las calles de su pueblo contra la guerra colonial que Italia libraba con los turcos en Libia, Rachele lo visitó fielmente cada día en la cárcel, llevando en brazos a su hija pequeña. La niña tendría cuatro años cuando Benito se casó con Rachele en una ceremonia civil. Y se necesitarían diez años más, y el nacimiento de dos hijos, antes de que se casara con ella en una ceremonia religiosa.
El golpe de Estado mediante el cual Benito Mussolini se hizo con el Gobierno de Italia se completó la mañana del 30 de octubre de 1922, cuando —ataviado con camisa negra, pantalones negros y polainas blancas— se adentró en el palacio real de Roma, le estrechó la mano al tímido rey, y dijo:
—Majestad, ¿me perdona el atuendo? Vengo del campo de batalla.
La verdad es que venía de la estación de tren, y había llegado a Roma en un coche cama procedente de Milán, aunque admitirlo no habría sido lo bastante dramático; más del gusto de Mussolini habría sido entrar en Roma sobre un corcel negro tras haber cruzado el Rubicón. Pero habría sido muy poco apropiado para la ocasión, pues Roma se había rendido sin oposición alguna, lo que significaba que los hombres de Mussolini también se verían privados de la procesión triunfal que tanto habría atraído su sensibilidad operística y la de casi todos los ciudadanos italianos. Había que rectificar aquella omisión. Tal como Mussolini había firmado anteriormente, el pueblo italiano solo respetaba a aquellos conquistadores que llegaban con mucho estrépito y fanfarria. Así, el día después de que el Gobierno y el ejército del rey hubieran cedido su liderazgo, Mussolini escenificó una invasión que pudiera satisfacer las necesidades teatrales del carácter nacional.
Aunque anteriormente se había jactado de que cuatrocientos mil maleantes vestidos de fascistas estaban a su disposición, lo más que Mussolini pudo conseguir para ese pseudoacontecimiento fue un desaliñado contingente de menos de treinta mil hombres que pasaron horas bajo la lluvia mientras formaban unas torcidas filas en las afueras de la ciudad, y que en muchos casos marcharon sobre Roma totalmente desarmados. Pero la manifestación fue lo bastante nutrida y brutal para provocar el miedo y el respeto que Mussolini pretendía, sobre todo después de que algunos de sus camisas negras de peor carácter comenzaran a saquear y quemar los tenderetes de libros socialistas que había en las aceras y obligaran a las embajadas extranjeras a ondear la bandera italiana, y, como ya habían hecho antes, también hicieran engullir aceite de ricino a aquellos espectadores a los que habían oído pronunciar comentarios hostiles (ahora el elixir se conocía comúnmente como «medicina fascista»).
Pero Mussolini apenas prestó atención a ese espectáculo que discurría lenta por la ciudad, pues se encontraba junto a la ventana de la suite de su hotel, entregado a la excitación provocada por su amante, una mujer poco atractiva que no podía ver el desfile. Las proezas sexuales de Mussolini eran un tema que sus propagandistas hacían circular sin que él lo impidiera, siempre y cuando no llegara a oídos de Rachele, que se había quedado en Milán, en casa con los niños; allí los animaría Mussolini a permanecer durante años, hasta que le resultara políticamente provechoso trasladarlos a Roma y aparecer con ellos en público como correspondía a un verdadero católico y hombre de familia. Pero las conquistas siempre formarían parte de su agenda, aunque nunca le llevarían tanto tiempo como para comprometer su inmediata atención a los asuntos de Estado. La puntualidad era una virtud fascista.
Los fotógrafos fascistas mostraron las fotos que Mussolini había ordenado tomar de «la invasión» a fin de dar credibilidad a su versión de lo que había ocurrido. Según lo que los fascistas revelaron a la prensa internacional, el 31 de octubre de 1922 había tenido lugar un masivo ataque a la capital italiana por parte de legiones de camisas negras, las cuales, tras mucha oposición y un baño de sangre, superaron las defensas del impopular Gobierno para conquistar los corazones de los ciudadanos agradecidos, ciudadanos que imploraban que sus nuevos conquistadores convirtieran de nuevo Roma en una ciudad digna de los césares. Puesto que anteriormente Mussolini ya se había encargado de la destrucción de la prensa opositora italiana, no hubo ninguna voz editorial contundente que refutara su versión, y así fue como la llamada Marcha sobre Roma se convirtió en un suceso heroico en los anales de Italia. También ordenó que el calendario italiano olvidara todos los acontecimientos anteriores, empezando por el nacimiento de Cristo, y comenzara por octubre de 1922 como el primer mes del anno primo.
A los treinta y nueve años, Mussolini se convirtió en el primer ministro más joven de la historia del país. Lo consiguió no solo porque era realmente poderoso, sino porque había convencido al rey y a los parlamentarios de que lo era, y, por tanto, lo era. Se tratara de un bufón egomaníaco, como creían en privado algunos políticos, o de un tirano implacable y demente, como creían otros, fue eficaz a la hora de sembrar la duda y el miedo en aquellos que disentían de él, una proeza no tan difícil si tenemos en cuenta que su oposición la constituían principalmente hombres débiles, preocupados y dispuestos a aceptar a cualquier líder solo con que se insinuara que podían seguir con su empleo en el Gobierno. Durante un tiempo, Mussolini les había hecho creer que daría la bienvenida a opiniones y coaliciones plurales, al igual que anteriormente había manipulado al rey haciéndole creer que oponerse al fascismo era abrir la puerta a una sangrienta revolución de izquierdas que derrocaría la monarquía.
Los principales hombres de negocios de la nación consideraron que el nombramiento de Mussolini favorecía sus intereses: un prometedor futuro con más exenciones tributarias, menos huelgas, una burocracia estatal más pequeña, menos celo en la desintegración de grandes propiedades; el posible fin de los controles de los alquileres, una reducción en la prestación del desempleo, menos irritantes investigaciones concernientes a los excesivos beneficios de la guerra y la evasión de impuestos. Que Mussolini careciera de experiencia como líder del Gobierno también era interpretado por muchos hombres de negocios como algo positivo, pues en los últimos años los líderes más experimentados habían cometido las mayores pifias. Y el Mussolini que en 1919 condenaba a los sacerdotes y defendía la confiscación de la propiedad eclesiástica, a mediados de la década de 1920 proclamaría, a través de la prensa que estaba bajo su control, que era un «hombre profundamente religioso», ansioso por imponer la instrucción religiosa en las escuelas y universidades e incrementar los subsidios estatales a sacerdotes y obispos. Exigió la prohibición de publicaciones y libros obscenos, y también declaró ilegal decir palabrotas en público. La venta y distribución de anticonceptivos no sería solo un pecado contra la Iglesia, sino también un delito contra el Estado. Y mientras que en 1924 el régimen de Mussolini sería el primer Gobierno occidental, después de Gran Bretaña, en reconocer la Rusia soviética, Mussolini también expresaba en voz alta su temor a un comunismo mundial con la esperanza de congraciarse aún más con el papa Pío IX, el cual, siendo nuncio papal en Polonia, se había quedado atónito ante el asedio bolchevique de Varsovia, y que ahora, como vicario de Cristo, deseaba erradicar del mundo el comunismo, el socialismo y otras manifestaciones impías de liberalismo y laicismo.
Mussolini estaba dispuesto a consentírselo, a convertir Italia en un Estado de mojigatería y represión a través del fascismo. No solo las representaciones contemporáneas del desnudo y otras expresiones pornográficas fueron sometidas al severo escrutinio fascista, sino que surgió un neovictorianismo italiano que también veía con desaprobación los espectáculos de los clubs nocturnos y los «bailes de negros» tan populares en los Estados Unidos, y que las mujeres italianas aparecieran por las calles con tacones altos, minifalda o maquilladas, o que se aventuraran a la playa sin llevar un atavío de baño de lo más recatado. Puesto que Mussolini no fumaba, y puesto que sus úlceras no le aconsejaban beber nada más fuerte que la leche, no le costaba pronunciarse contra el consumo de cigarrillos y de alcohol; y puesto que era aficionado a la hípica, a correr y al tenis, recomendaba las actividades deportivas como válvula de escape para los hombres y mujeres fascistas, hasta que el Vaticano disintió de él en la cuestión de la participación de las mujeres. «Si una mujer levanta una mano —manifestó un portavoz del Vaticano—, esperamos y rezamos para que sea solo en la oración o en actos de beneficencia». El posterior silencio de Mussolini en esa cuestión fue interpretado como su concesión a la sabiduría papal, y su diplomacia condujo en 1929 a los Pactos de Letrán, por los que la Iglesia y el Gobierno italiano se reconocían oficialmente por primera vez desde el Risorgimento. El tratado creaba el Estado autónomo de la Ciudad del Vaticano; proclamaba el catolicismo como la religión nacional; confirmaba la enseñanza religiosa en las escuelas de nivel intermedio; y reconocía el matrimonio religioso como obligatorio bajo el derecho civil.
Aunque el Estado de la Ciudad del Vaticano poseía poco más de cuarenta hectáreas —consistía principalmente en el Palacio Vaticano, la basílica de San Pedro y la plaza que había delante—, la Iglesia fue compensada por la pérdida de las propiedades eclesiásticas confiscadas durante el Risorgimento con un acuerdo económico que se acercaba a los dos mil millones de liras, después del cual el Papa, aparentemente satisfecho, anunció que para que el tratado se completara «se había necesitado un hombre como el que la Providencia había colocado en nuestro camino».
Que el Duce ahora fuera aclamado por los católicos de todo el mundo era una hazaña milagrosa para ese exsocialista perseguidor de curas, cuyos textos anticlericales de antaño incluían una novela escabrosa titulada La amante del cardenal. Mussolini la había escrito dos décadas antes, mientras cumplía condena por insurrección izquierdista; y aunque el libro no se había publicado en Italia, se había traducido y vendido en ediciones extranjeras, entre ellas una edición en inglés distribuida en los Estados Unidos. Pero tras la firma de los Pactos de Letrán, la popularidad de Mussolini en los Estados Unidos fue incluso compartida por los principales cardenales del país (fue ensalzado en Boston por William O’Connell y en Nueva York por Patrick Hayes), y su ya firme desplazamiento hacia el capitalismo le había granjeado a su régimen el favor de los hombres de negocios y líderes políticos americanos.
Mussolini comenzó a invitar a Roma a miles de hombres de negocios y profesionales nacidos en Italia que habían triunfado en ciudades extranjeras. Sus visitas quedaron marcadas por muchas ceremonias y largas colas que le ofrecieron a Mussolini numerosas oportunidades de felicitar a sus invitados y a él mismo por los logros conseguidos en nombre de la libre empresa; y también utilizó esas ocasiones para promover vínculos más estrechos, a través del fascismo, entre italianos influyentes del país y del extranjero.
Entre los invitados que llegaron a Roma en 1928 hubo un grupo de empresarios y artesanos nacidos en Italia que venían de Francia, de profesiones muy variadas: contratistas y diseñadores de joyas, ingenieros y restauradores. Los miembros de esa delegación de ciento dos hombres habían sido alentados a llevar a sus esposas, conforme a la reciente actitud profamiliar de Mussolini. Su propia esposa, Rachele, no estaba con él para saludar a esos residentes en Francia, pues se encontraba embarazada de su quinto hijo (el año antes, a los treinta y cinco, había dado a luz al cuarto), pero su imagen como esposa fascista ideal había sido tan promocionada que su presencia no era necesaria; Mussolini se jactaba de manera interminable de sus virtudes delante de todo el mundo, excepto de sus amantes (incluso en la intimidad de su dormitorio, ahora Rachele se dirigía a él como Duce). Había noventa y ocho esposas en el grupo que llegó de Francia; y los cuatro hombres que venían solos eran viudos que llevaban un brazalete negro.
Tras subirse al tren especial en París, el grupo fue conducido en primer lugar a Turín, donde los líderes de la ciudad los agasajaron con un banquete, y al día siguiente asistieron a un desfile en su honor en el que las bandas de música interpretaron «La Marsellesa», y el himno fascista «Giovinezza». El grupo continuó hacia Roma, donde, después de otra ceremonia orquestada en la terminal del ferrocarril, se condujo a los invitados a unas suites de lujo del Grand Hotel, donde se les impartieron instrucciones antes de dirigirse al Palazzo Venezia para su primera reunión con Mussolini.
—El Duce respeta a la gente que habla con franqueza y va al grano —explicó uno de los ministros del protocolo de Mussolini al líder del grupo en el vestíbulo, mientras todos se reunían para subirse a diversos autobuses que los conducirían al palacio—. El otro día recibimos a unos compatriotas que venían de Sudamérica, y su portavoz estuvo tan nervioso e intimidado por la presencia del Duce que la reunión fue muy poco provechosa. Estas reuniones tienen como objetivo saber de nuestros hermanos que trabajan en otros países. Queremos conocerlos mejor, queremos que nos conozcan mejor. El Duce no desea que sus visitantes se deshagan en gentilezas ni en halagos: quiere hechos y cifras.
—Le entiendo perfectamente —dijo el líder del grupo, que sería invitado a hablar en el Palazzo Venezia—. Así que subámonos a los autobuses y marchémonos sin demora.
Mussolini los esperaba en su despacho del palacio, un imponente edificio de ladrillo construido cuatro siglos antes al estilo del primer Renacimiento con algunas piedras del Coliseo. Cerca del palacio, y junto al monumento blanco a Víctor Manuel II y la unificación italiana, se encontraban el Foro de Trajano y la Torre de Nerón. El despacho de Mussolini, en la segunda planta, tenía aproximadamente veintidós metros de largo y catorce de ancho, y en la pared colgaba un mapa del mundo antiguo, motivo por el cual aquel despacho se denominaba Sala del Mappamondo. Una doble hilera de ventanas daba a la plaza de abajo, y la alta ventana central se abría a un balcón desde el cual a Mussolini le gustaba pronunciar discursos. Estaba sentado en su escritorio, en la otra punta de la sala, cuando llegó la delegación, y con una sonrisa rápidamente se puso en pie para recibirlos.
Llevaba un traje cruzado de seda color gris —aún faltaban dos años para que adoptara el uniforme militar como vestimenta habitual— y el pelo afeitado, cosa que prefería a permitir que sus entradas alcanzaran la coronilla. Acompañaba al grupo un ministro fascista llamado Giuseppe Bottai, experiodista. Tras saludar a Mussolini, que brevemente dio la bienvenida al grupo en nombre del fascismo y el rey, Bottai señaló con la cabeza en dirección al líder del grupo, invitándolo a dar un paso al frente para decir unas palabras.
El líder vestía un traje de gabardina con un chaleco blanco a rayas y zapatos de puntera estrecha color habano con polainas, y llevaba un bastón con mango de madreperla. Era un hombre bajito, de apenas uno sesenta y cinco, y sin embargo resultaba una figura imponente incluso en la compañía del dictador de Italia; miró fijamente a los ojos de Mussolini cuando empezó a hablar, con voz firme: «Duce, cifre volete…, eccole»: «Duce, desea oír cifras…, aquí las tiene». Rápidamente continuó:
Hay un total de 2348 miembros de nuestro grupo en Francia, un grupo dividido en quince categorías especializadas correspondientes a nuestros diversos negocios y profesiones, y hoy, en este despacho, representamos con orgullo a todos ellos, con el mismo orgullo que en Francia aportamos a nuestro trabajo como italianos enérgicos que progresan. Ante el pueblo de Francia mantenemos los niveles más altos de Italia en nuestro oficio y nuestros servicios, en innovación y fiabilidad. Se nos puede ver cada día en cualquiera de los trescientos noventa pueblos y ciudades de Francia, desde Marsella, en el sur, hasta Calais, en el norte. Naturalmente, somos más numerosos en la capital, París, donde cada uno de nosotros se considera un embajador italiano no oficial de buena voluntad, un ejemplo de…
Prosiguió sin vacilar, apenas deteniéndose para tomar aliento, y Mussolini escuchó con las cejas enarcadas, al parecer impresionado por el desenfado de su visitante. A continuación, el Duce se volvió para preguntarle a su ministro Bottai, situado a su lado, quién era ese hombre.
—Es un sastre de París —susurró Bottai—. Allí ha ganado muchos premios. Se llama Cristiani. Antonio Cristiani…