Al día siguiente, y durante el invierno de 1922, Joseph trabajó a tiempo parcial con la cuadrilla de trabajadores italianos de Nicola Muscatelli. Empujaba carretillas llenas de piedras, conducía una carreta tirada por caballos y cargada con madera, y, al ser el miembro más joven de la cuadrilla, era responsable de suministrar y rellenar los cubos de agua potable de los hombres. Aunque en privado Muscatelli le dispensaba un trato de favor, el capataz procuró no demostrarlo hasta que Joseph se ganó la aceptación de los demás. Muy rápidamente, sin embargo, Muscatelli redujo al mínimo los trabajos pesados de Joseph y lo trasladó a tareas logísticas. Tenía que supervisar la entrega diaria del material de construcción en la obra, y verificar que fuera lo que Muscatelli había pedido y en la cantidad que figuraba en la lista. Cuando las herramientas se rompían o se perdían, o si la maquinaria pesada se averiaba, enviaban a Joseph para que diera orden de que vinieran a repararla y cambiar las piezas. Pronto, y sin que los hombres expresaran su desacuerdo, Joseph llevaba los registros de Muscatelli y era su ayudante de construcción. Cada vez que Muscatelli tenía que enviar un informe a la oficina del señor Devine, que se encontraba a un kilómetro y medio de la finca, Joseph lo llevaba en la carreta. Una mañana, mientras Joseph esperaba junto a los caballos, cerca de la verja norte del castillo, observó un brillo trémulo procedente de una de las ventanas superiores de la torreta. Cuando comprendió que el origen era el reflejo del sol en unos binoculares sostenidos por una mujer que lo miraba, Joseph dio un paso adelante para ver mejor. La mujer de la ventana rápidamente desapareció.
Años más tarde, mucho después de que Joseph se hubiera establecido en otro lugar como sastre y propietario, se acordaría a menudo de lo extraño que le había parecido ese período de la vida en el dominio del doctor Mattison: la pura ironía de haber abandonado su pueblo en un reino medieval en ruinas del sur de Italia por una población de Pensilvania al mando de un hombre que en muchos aspectos se comportaba como un rey medieval.
Pero durante los quince meses que Joseph vivió en la pensión de sus tíos —desde las Navidades de 1920 hasta su marcha, en la primavera de 1922—, consideró Ambler no tanto un lugar singular del «Nuevo Mundo», sino más bien una fuente de enriquecimiento, sobre todo después de haber sido ascendido a ayudante de Muscatelli. Aunque Joseph siguió trabajando solo a tiempo parcial en la construcción —llegaba seis días a la semana a las seis de la mañana, y regresaba a su casa después de la una de la tarde para realizar los trabajos de arreglo de ropa que le esperaban en la sastrería de su dormitorio—, Muscatelli procuró que los ingresos de Joseph oscilaran entre los veinticinco y los treinta dólares por semana. Igualmente gratificante para Joseph, aunque al principio bastante desconcertante, fue que, en cuanto comenzó a ganar su buen dinero con Muscatelli, su negocio de sastrería aumentó hasta casi superar su capacidad de trabajo. Joseph se acordó de la máxima de su tío Francesco Cristiani: «Siempre tendrás más clientes de los que necesites cuando menos los necesites». Pero posteriormente Joseph concluyó que el principal factor del aumento de su popularidad como sastre a principios de 1922 fue que un número significativo de italianos de Ambler habían ganado peso.
Todos los clientes que lo visitaban en aquella época solicitaban que aumentara la anchura de sus pantalones, trajes o chaquetas. Joseph recordaba que la gente de Maida era característicamente delgada, si no directamente malnutrida. Maida formaba parte del sur, una zona superpoblada y subcultivada; estaba ocupada por pobladores montañeses o costeros que favorecían el marisco, el arroz, las judías y la pasta con cantidades limitadas de salsa. Joseph sabía que su abuelo Domenico y otros habitantes de Maida eran flacos vegetarianos; y ninguno de los clientes de la sastrería de Cristiani podía describirse como obeso, exceptuando el difunto mafioso Vincenzo Castiglia.
Pero los nativos de Maida que vivían en Ambler sin duda eran más gruesos gracias —Joseph no podía imaginar otra cosa— a su mayor asimilación de la nutritiva dieta de América: más buey y menos marisco; más leche, mantequilla, bacon y huevos de lo que se podía conseguir en Italia; pan americano blanco, blando y con mucha manteca, en lugar de las hogazas marrones de trigo integral cocidas diariamente por la madre de Joseph y casi todas las demás mujeres de Maida. En Ambler los italianos cocinaban más con mantequilla y menos con aceite de oliva, tal como Joseph había observado durante los preparativos de la cena del domingo en la pensión. Mientras que el aceite de oliva italiano y otros alimentos básicos de su país solo podían comprarse en la Pequeña Italia del sur de Filadelfia, o, en Ambler, en la pequeña tienda de comestibles de Palermo, dichos productos importados eran más caros que los sucedáneos hechos en América. Estaba claro que a muchos italianos de Ambler no les importaba tanto ganar unos kilos como ahorrar unos cuantos centavos.
Joseph se fijó en que sus tíos parecían más gruesos que cuando estaban en Maida, y se preguntó si habían dejado de llevar sus trajes porque ya no cabían en ellos. Desde luego, eso era indudable en el caso del sacerdote italiano del pueblo, que un día había visitado a Joseph y le había confesado haber ganado casi diez kilos en seis meses. Adicto a las tartas y a los helados americanos, el sacerdote ya no cabía en sus trajes y sotanas. Joseph se ofreció a arreglarle toda su ropa gratis, pero el sacerdote insistió en pagarle. Al final le abonó un total de dieciséis dólares en efectivo, además de obsequiarle con indulgencias plenarias.
Entre sus ganancias como sastre y los pagos de Muscatelli, Joseph ingresaba una media de cuarenta y cinco dólares semanales. Cada vez enviaba más dinero a Maida, y al final consiguió convencer a sus tíos de que le permitieran comenzar a saldar su deuda con ellos. El invierno de 1922 resultó muy satisfactorio para Joseph, aunque a menudo acababa agotado. A veces se pasaba la noche cosiendo a la luz de las velas, siguiendo la aguja plateada casi inconscientemente mientras entraba y salía de la tela; luego, a las cinco cuarenta y cinco, se sobresaltaba con los primeros sonidos del silbato de la fábrica. Después de echarse rápidamente agua por la cara de la jofaina, y enfundarse un mono en el que sus tíos ya no cabían hacía mucho, llegaba a la obra a las seis, dispuesto a trabajar al aire libre.
Pero no fue solo su fatigoso horario lo que influyó en su decisión de abandonar Ambler y los sustanciosos ingresos que allí conseguía. Una mañana, no mucho después de que Muscatelli le hubiera nombrado ayudante, Joseph se fijó en que en la lista de nuevos trabajadores contratados por Devine había un apellido que era igual que el suyo: había otro Talese en Ambler, aunque Joseph no había conocido a esa persona en Maida, e incluso ignoraba su existencia. Cuando, aquella noche, Joseph se lo mencionó a sus tíos, los dos le aconsejaron en tono solemne que se mantuviera alejado de ese otro Talese.
—Hace años hubo inquina entre el abuelo de ese sujeto y el abuelo Domenico —le explicó Anthony—. Ese otro abuelo era hermano, o hermanastro, o primo de Domenico, y cuando murió, tu abuelo les birló una propiedad a sus herederos, o al menos lo intentó. Este hombre de Ambler es uno de esos herederos. También tiene otros parientes en Ambler. Así que —remató Anthony— creo que deberías andarte con ojo.
Sin saber exactamente qué significaba «andarse con ojo» en su vida cotidiana, y como su tío no le dio ningún otro consejo, Joseph simplemente retuvo la información y la clasificó como otro estorbo potencial que le había seguido del Viejo Mundo hasta ese singular lugar de Pensilvania. Mientras tanto, durante la última fase del invierno trabajó sin separarse demasiado de Muscatelli, y no hizo ningún esfuerzo por conocer a su pariente Talese; y este último jamás se acercó a Joseph para presentarse.
Más o menos en esa época, Joseph conoció y se hizo amigo de un joven sastre de Filadelfia cuyo padre y cuyo tío trabajaban en la fábrica de amianto de Ambler; se lo presentó el agradecido sacerdote del pueblo al que Joseph le había arreglado la ropa. El sastre era unos años mayor que Joseph, y había trabajado en Nápoles antes de encontrar empleo en Filadelfia. Hacía poco había abandonado esa ciudad por culpa de una reducción de plantilla en los grandes almacenes en los que trabajaba, y por esa razón vivía temporalmente con su padre en Ambler. Pero el sastre, que se desplazaba cada día a Filadelfia en busca de trabajo, se mostraba optimista a la hora de encontrarlo, y prometió que cuando lo hiciera utilizaría sus contactos para conseguir que contrataran a Joseph como sastre a tiempo completo. Él se mostró muy agradecido y esperanzado; y después de que a su amigo lo contratara Pincus Brothers, una empresa de confección de Filadelfia, visitó a Joseph para comunicarle la buena noticia y asegurarle que pronto le encontraría un puesto.
—Pero primero me gustaría que me hicieras un pequeño favor —dijo el sastre. Joseph contestó que estaría encantado de satisfacer cualquier petición—. Me gustaría que me presentaras a tu sobrina —dijo el hombre.
—¿Sobrina? —preguntó Joseph—. No tengo ninguna sobrina.
—Bueno, el cura me ha contado que eres pariente de esa preciosa joven que vive a dos puertas de tu casa, en la otra pensión.
—Ah, no es mi sobrina —dijo Joseph—. Es la hija de la hermana de la mujer de mi tío Anthony. Se llama Angela. Pero apenas la conozco.
—He oído decir que va a menudo por tu casa, y que ayuda a tu tía con la colada…
—Sí —dijo Joseph—, pero Angela es muy tímida y muy religiosa.
—Yo también lo soy —insistió el otro sastre—. El cura responderá por mí. Solo quiero que lo arregles para que pueda encontrarme con ella en alguna parte. Solo me gustaría hablar con ella unos minutos en privado, y conocerla un poco.
Aunque Joseph no se sentía del todo cómodo con esa petición, no tenía motivo alguno para dudar de las honorables intenciones de su nuevo amigo, al que además agradecía los esfuerzos que había prometido hacer en su nombre. También sabía que Angela, que quizá todavía no había cumplido los diecisiete y había venido de Maida un año antes, llevaba una vida muy recluida bajo la constante vigilancia de sus padres y parientes en ese entorno italiano, y sabía que su amigo jamás podría hablar en privado con Angela a no ser que actuara de intermediario.
—Lo único que puedo hacer es intentarlo —le dijo Joseph.
—No lo lamentarás —replicó con una sonrisa y un apretón de manos al marcharse de la pensión.
Una tarde, días después, Joseph observó que Angela estaba tendiendo la ropa, y sabía que su tía y la otra mujer habían ido a hacer un recado; dejó la aguja y el hilo y se le acercó.
—Angela, perdóname, por favor —comenzó a decir en voz baja mientras ella se volvía hacia él y lo miraba con una expresión de tímido recelo, con las manos extendidas todavía sujetando las pinzas de madera que pellizcaban unos empapados calzoncillos de hombre largos y de color blanco en el tendedero—. Pero tengo un amigo al que le gustaría conocerte.
Angela humilló sus ojos oscuros, y su ceño fruncido juntó sus pobladas cejas por encima de la nariz mientras comenzaba a sonrojarse.
—Angela, no te preocupes —prosiguió Joseph en un tono que incluso a él le pareció poco convincente, pues carecía totalmente de experiencia como internuncio en cuestiones románticas, y también le molestaba la incomodidad que estaba causando a la muchacha—. Angela —insistió de todos modos—, solo quiere conocerte, decirte unas palabras… A lo mejor me podrías decir cuándo vas a confesarte, yo se lo diré y os podéis encontrar delante de la iglesia…
En aquel momento Angela comenzó a temblar, y sus manos todavía extendidas sobre las pinzas se zarandeaban como si el tendedero estuviera electrificado. Era una mártir que sufría en silencio, y lo único que pudo hacer Joseph fue retroceder y repetir una y otra vez:
—Angela, lo siento, lo siento. Por favor, perdóname. Por favor, olvida lo que te he dicho, Angela…
No solamente Angela no lo olvidó, sino que, al ver pasar a su madre por la calle cargada de comestibles, corrió llorando hacia ella y le informó de la petición de Joseph de tal modo que de repente su madre vio a Joseph como un pérfido intermediario que quería prostituir la virtud de su hija. Mientras la madre de Angela chillaba en la acera, Joseph volvía corriendo a su dormitorio, se encerraba con llave y bajaba las persianas.
Pero diez minutos más tarde oyó cómo la mujer de Anthony, Caroline Rocchino, aporreaba la puerta y le reprochaba el haber insultado a la hija de su hermana. Joseph se negó a responder y comenzó a hacer la maleta.
Había llegado el momento de marcharse de Ambler. Estaba dispuesto a abandonar aquel lugar con su castillo, sus eternas rencillas y sus virtuosas tradiciones importadas del pueblo.
Cuando sus tíos regresaron de la fábrica aquella noche, como siempre con las caras cubiertas del polvo blanco que diariamente llevaban a casa, Joseph dijo:
—He deshonrado vuestra casa. Lo siento. Debo marcharme de aquí.
Los dos intentaron convencerlo para que cambiara de opinión, afirmando que todo era un malentendido; pero Caroline se mostró fría con él, al igual que las demás mujeres de la casa, y aquella misma noche, mientras Joseph cosía solo en su habitación, escuchó una discusión a voz en cuello procedente del porche de la pensión situada a dos puertas de la suya. Reconoció las voces de sus tíos, y la del padre de Angela, y volvió a escuchar los chillidos de la madre, al tiempo que se imaginaba la presencia ruborizada de la deseada pero retraída Angela.
Enterró la cabeza en el montón de telas que le habían confiado para que las hiciera aumentar de talla, y se quedó dormido en la mesa, con una aguja enhebrada colgando por encima del empeine de los zapatos. A las cinco cuarenta y cinco lo despertó el silbato de la fábrica, pero por primera vez se sintió físicamente incapaz de presentarse al trabajo. Sentía dolores en el pecho. No podía respirar con normalidad. Sin embargo, se obligó a levantarse, se vistió todo lo deprisa que pudo y salió corriendo por la puerta de atrás para cruzar las vías hacia la obra. Avergonzado por llegar diez minutos tarde, se disculpó delante de Muscatelli. El capataz volvió la cabeza, lo estudió y dijo:
—Joseph, no tienes buen aspecto. Parece que te hayan sacado toda la sangre del cuerpo.
—Se me pasará —dijo Joseph; pero a media mañana estaba tan mareado que pensó que se iba a desmayar, y Muscatelli insistió en llevarlo a la casa de uno de los trabajadores nocturnos de la fábrica, que había servido en el cuerpo médico italiano del frente austríaco durante la guerra.
Ese antiguo enfermero acababa de regresar a casa del trabajo poco antes de su llegada, y mientras Muscatelli llamaba a la puerta, podían oír sus sonoros ronquidos procedentes de la segunda planta. Pero quien salió a abrir fue su mujer, furiosa, y tras abrir la puerta apenas unos centímetros, chilló:
—¡Está durmiendo!
—¡Pues despiértalo! —le replicó Muscatelli.
Los ronquidos se detuvieron, y escaleras arriba el hombre empezó a lanzar improperios. Muscatelli lo tomó como una invitación a pasar, y, tras ayudar al tambaleante Joseph a subir a la planta superior, entró en su dormitorio.
—¡Esto es una emergencia! —anunció ante el sobresaltado enfermero, un hombre menudo de nariz larga que dormía con una toalla sobre la cabeza para protegerse de la luz—. Tómale el pulso. A ver qué le pasa.
El hombre levantó la cabeza del almohadón y, obediente, cogió la muñeca derecha de Joseph, que permaneció callado al borde de la cama durante un momento.
—Este chico no tiene pulso —dijo por fin el enfermero, mirando asombrado al capataz.
—Entonces que le traigan un poco de agua —dijo Muscatelli—. Déjale que se eche, mantenlo caliente. Iré a su casa a buscar ropa limpia y lo llevaré a un médico que conozco en Filadelfia.
Los tíos de Joseph estaban trabajando cuando Muscatelli llegó a la pensión, pero Caroline Rocchino se encontraba presente, y guio a Muscatelli hasta la habitación de Joseph. No se la vio especialmente arrepentida cuando Muscatelli, llevándose el traje que Joseph había metido antes en la maleta, le dijo que a lo mejor el joven enfermo tardaría un tiempo en regresar.
Después de que Joseph se hubiera cambiado de ropa en la casa del exenfermero, se subió al tren rumbo a Filadelfia acompañado de Muscatelli, que lo llevó a un médico de la zona sur de la ciudad que había sido su amigo en la infancia en Maida. El doctor Fabiani saludó al capataz con afectuosos besos y se excusó por los pacientes sentados en la antesala a la espera de ser atendidos. El efusivo médico de bata blanca insistió en que Muscatelli y Joseph lo siguieran a su guarida privada en la parte de atrás, donde tomarían café recién hecho y un trozo de la tarta que su mujer acababa de preparar.
—Mi querido amigo —lo interrumpió con cortesía Muscatelli—, este chico está muy enfermo.
—¿Ah, sí? —preguntó despreocupadamente el doctor, pensando en si eso era razón suficiente para demorar la cata de la tarta—. Bueno —dijo por fin, llevando a Joseph a una diminuta sala de reconocimiento que daba al pasillo—, entremos aquí un momento y echemos un vistazo.
Joseph se quitó la camisa y el doctor lo auscultó con el estetoscopio, pero su actitud no era menos obsequiosa que cuando les había propuesto probar la tarta.
—A este chico no le pasa nada —anunció con aire risueño—. Todo lo que necesita es un poco de aire fresco —a continuación se volvió hacia Muscatelli y le preguntó—: ¿Te acuerdas de nuestro amigo de Maida, el hijo del pastor?
—¿Guardacielo? —preguntó Muscatelli.
—Sí, Guardacielo —repitió el médico—. Bueno, pues nuestro pequeño amigo Guardacielo se ha convertido en un pez gordo de Atlantic City. Es propietario de un hotel. Es el primer hotel con el que te encuentras cuando te bajas del tren. Y creo que a este muchacho le haría mucho bien ir allí. Unos días junto al mar le despejarán los pulmones y estará como nuevo.
El doctor Fabiani cogió su libro de recetas y escribió una nota de presentación para Guardacielo, y a continuación se la entregó a Joseph con un sobre que contenía unas píldoras para su respiración dificultosa. Tres horas más tarde, después de que Muscatelli hubiera acompañado a Joseph a la terminal de Filadelfia y le hubiera comprado un billete de tren para Atlantic City, Joseph viajaba solo a través de las marismas del sur de Nueva Jersey, sintiéndose ya un poco mejor. Estaba cansado, pero se le había pasado el mareo. El aire holliniento que flotaba en el vagón resultaba una notable mejora con respecto al cielo polucionado de Ambler. El vagón estaba casi vacío; era mediados de abril, una época en la que la gente aún no tomaba el sol. En el portaequipajes estaba la maleta de Joseph, cuyo interior contenía casi todas sus posesiones personales, entre ellas casi setenta y cinco dólares que había ahorrado, la mitad de los cuales planeaba mandárselos a su madre a final de mes.
Tras bajarse en el andén de la estación de Atlantic City, Joseph siguió las instrucciones del doctor hasta el hotel Seaside de Guardacielo, un edificio de cinco plantas de ladrillo rojo que anteriormente había sido una casa de pisos, y que, se enteró más tarde Joseph, se hallaba a poco más de un kilómetro de distancia de la playa más cercana. El hotel estaba situado en el centro de la ciudad, en una zona poblada de garitos, en la que había clubs de jazz y mujeres pavoneándose por la acera, y una parada de taxis donde los conductores se apoyaban contra los guardabarros de sus vehículos aparcados, fumando un cigarrillo y haciendo propaganda de los bares clandestinos que había a menos de dos manzanas.
Al entrar en un pequeño vestíbulo con suelo de terrazo, en el que se veía un gran cuadro de la bahía de Nápoles colgando de una pared, junto a un reloj de pie —eran casi las diez—, al principio Joseph creyó que nadie atendía. Pero entonces se fijó en un joven que llevaba una gorra de botones, dormido en una silla de mimbre detrás del mostrador de recepción, que le llegaba a la cintura. No sin cierto placer perverso, Joseph dio un golpe en la campanilla rematada por una cúpula que había sobre el mostrador para despertarlo de su sueño. El joven se puso en pie de un salto entre disculpas. No era mayor que Joseph, y tenía una cara alargada y triste con granos, y una pelusa rala en la mandíbula de las mejillas que sugería el deseo prematuro del joven de que le creciera la barba.
—Busco al Signor Guardacielo —dijo Joseph.
—Oh, lo siento —dijo el botones—, pero está visitando a unos parientes en Italia.
Joseph se lo imaginó caminando ufano en la passeggiata.
—Bueno, me han dicho que viniera aquí en busca de habitación.
—¿Alguien le ha sugerido nuestro local? —preguntó el botones, casi incrédulo.
—Sí, un tal doctor Fabiani de Filadelfia.
—Oh, es mi tío —dijo el joven.
—Bueno —contestó Joseph, dejando en el suelo su pesada maleta—, ¿tiene una habitación, una habitación muy silenciosa?
—Las habitaciones más silenciosas están en la quinta planta, y puede escoger —dijo el muchacho—. Ahora no hay nadie.
Mientras Joseph escribía su nombre en el registro, el botones cerró con llave la puerta principal, giró el cartel de cartón que colgaba del pomo, y que ahora afirmaba que volvería pronto, y, después de coger la maleta, condujo a Joseph por la chirriante escalera hasta el último piso.
—La habitación que le enseñaré primero es la más bonita y la más grande —dijo el recepcionista, abriendo la puerta con cierta dificultad. La habitación estaba tan poco iluminada que Joseph apenas podía ver la gran cama que tenía delante, y tampoco la amplia ventana con las cortinas de damasco rojo que parecían hacer juego con el cobertor de la cama.
—Esta servirá —dijo Joseph.
—¿Desea algo para comer o beber? —dijo el botones—. Puedo traerle algo del club de jazz que hay al lado y volver en un momento.
—No, gracias —dijo Joseph.
Después de subir cinco plantas lo único que quería era echarse. Cuando el botones se hubo marchado, Joseph sacó su traje de la maleta, colgó la ropa, abrió un poco la ventana, con la esperanza de mitigar el olor a moho de la habitación, y se metió en la cama. De la calle llegaba el tintineo de las campanillas del tranvía, los silbidos que los taxistas dedicaban a las mujeres que pasaban por la acera y el estruendo de los músicos en el club de al lado. Ni siquiera después de haber cerrado la ventana pudo evitar el ruido, aunque se quedó tendido un buen rato con el almohadón sobre la cara en un intento de apagar los sonidos. Por fin se levantó, se vistió y regresó al vestíbulo, donde había el doble de ruido, y donde solo después de aporrear repetidamente la campanilla pudo despertar al botones.
—¡No soporto estar aquí! —se quejó Joseph cuando el joven se puso en pie de un salto—. ¡No puedo dormir con este estruendo! El doctor Fabiani me ha hecho venir en busca de paz y tranquilidad, y…
—¿Le ha mandado aquí en busca de paz y tranquilidad? —preguntó el botones, frotándose los ojos y hablando con el mismo tono incrédulo que había utilizado anteriormente, cuando Joseph le había dicho que le habían recomendado ese hotel—. Bueno, pues lo siento —añadió—. Mi tío ha cometido un error. Aquí no hay paz ni tranquilidad. Para eso debería ir a otro sitio. Busque algún lugar en Ocean City.
Joseph negó lentamente con la cabeza. Lo que menos quería ahora eran más consejos. Pero por fin preguntó en voz baja:
—¿Dónde queda eso?
—Está cerca de aquí —le dijo—. No tiene más que coger uno de esos tranvías y seguir hasta el final. La última parada es Ocean City. Es un lugar donde hay muchos pastores protestantes y almejas.
Joseph nunca había conocido a un pastor protestante, y nunca había visto una almeja, pero a primera hora de la mañana, después de que el botones lo hubiera ayudado a comprar un billete, Joseph se subió a un tranvía que se dirigía hacia el sur siguiendo Atlantic City, por unas vías oxidadas cubiertas de malas hierbas, entre un desierto de arena blanca y unos estanques cenagosos tan calmos que en su superficie no asomaba ni una burbuja. Permaneció en el tranvía durante más de una hora, observando a través de la niebla matinal los botes de pesca y las olas del océano que generalmente quedaban a su izquierda, pero que a veces dejaba a su espalda cuando el tranvía viraba tierra adentro a través de matorrales y pinares, pasando junto a pequeñas granjas y graneros donde gente vestida con un mono saludaba al cobrador. Este, con una gorra roja, estaba sentado sobre un taburete alto de metal detrás de un aparato de dirección en ángulo que nunca parecía tocar; el tranvía daba la impresión de guiarse de manera independiente sobre las vías en curva, y sin emitir ningún sonido, salvo algunos ligeros chisporroteos eléctricos cuando las ruedecillas rozaban los cables del techo. Joseph iba sentado en la parte de atrás del vagón. Un poco más adelante había otros tres pasajeros, unos hombres de pelo blanco vestidos con homburgo y abrigo, separados y leyendo el periódico.
El tranvía abandonó los pinares y descendió hacia un desvencijado puente de madera, no más ancho que las vías por las que avanzaba, que cruzaba la bahía durante tres kilómetros, sustentado por centenares de postes verticales que se alzaban torcidos de las marismas y las aguas picadas. Joseph cerró los ojos y rezó al ver cómo el tranvía se deslizaba sobre las vías suspendidas a unos diez metros por encima del agua, y mantuvo los ojos cerrados durante diez minutos mientras oía el chasquido agudo del vacío y olía las brisas cenagosas de la bahía atravesando el vagón.
—Asbury Avenue —oyó Joseph que gritaba el cobrador, y cuando abrió los ojos, vio que el tranvía había cruzado la bahía, y observó las banderas norteamericanas que ondeaban en los porches de las casas blancas de primera línea de mar y en los mástiles de los barcos más altos anclados en los muelles.
Tras avanzar por la isla con fluidez, el tranvía pronto se detuvo en el cruce de una calle ancha y pavimentada. Estaba llena de tiendas, y en la esquina había un banco. Era la zona comercial de la isla, como Joseph descubriría posteriormente, llamada así en honor de un misionero metodista, Francis Asbury.
—Wesley Avenue —dijo a continuación el cobrador, y Joseph no tardó en ver el principal bloque residencial de la población, que recibía ese nombre por el fundador del metodismo.
Era una calle flanqueada de árboles con grandes residencias victorianas, blanquísimas y muy distintas de las sombrías mansiones góticas del Ambler del doctor Mattison. Joseph, mirando por la ventanilla, no se dio cuenta de que los otros tres pasajeros acababan de bajarse del vehículo; y sin saber cómo preguntar al cobrador en inglés si él también debería bajarse, se quedó sentado en la incertidumbre mientras el tranvía seguía cruzando la población. Habían pasado junto a manzanas en las que casi todas las casas tenían las ventanas entabladas, donde no se veían vehículos ni peatones por las calles, y donde el único semáforo del vecindario estaba cubierto con una capucha de lona.
—Paseo marítimo, última parada —exclamó el cobrador.
El tranvía se detuvo delante del perfil de un paseo de madera elevado con barandillas plateadas que se recortaban contra un amplio cielo. Joseph oyó cómo el cobrador bajaba una palanca y vio que se volvía para anunciar:
—Este coche regresará en dirección a Atlantic City dentro de diez minutos.
Joseph asintió como si lo hubiera entendido. El cobrador se bajó y se quedó delante del vehículo, fumando un cigarrillo que había encendido antes de apearse. Joseph cogió su maleta y salió por la puerta lateral. Por un momento echó un vistazo a las vías que iban en dirección a las calles por las que acababa de pasar. Vio unos cuantos automóviles y algunas figuras diminutas caminando a lo lejos. A continuación se subió a la acera cubierta de arena y se encaminó en dirección opuesta, hacia los sonidos del mar. Con una mano agarrado a la fría barandilla de hierro, y con la otra llevando la maleta, subió la rampa hasta un paseo marítimo desierto que parecía extenderse hasta el infinito por encima de la arena y la espuma del mar, sin un alma a la vista, sin más criaturas vivas que las gaviotas que daban vueltas sobre su cabeza.
Y aunque la proximidad del mar siempre lo había intimidado, en aquel momento no fue así. El constante sonido de las olas al romper lo tranquilizaba; y le refrescaba el neblinoso rocío que se colaba por los tablones cuando las olas golpeaban contra los pilares de abajo. Por alguna razón tuvo la impresión de que por fin había llegado al lugar donde quería estar.