Definitivamente, Ambler no era lo que Joseph había imaginado cuando soñaba con ir a América. Le quedó muy claro después del primer invierno en la comunidad industrial del doctor Mattison, un invierno en el que inhaló el nauseabundo aire que impregnaba el cielo y se resignó temporalmente a su humilde posición en aquel lugar que no era en absoluto lo que parecía cuando se bajó por primera vez del tren. Los novecientos trabajadores italianos de Keasbey & Mattison se veían obligados a vivir con sus familias junto a las fábricas y el flujo canalizado de agentes contaminantes. Los italianos ocupaban cinco angostas calles que descendían desde las vías del tren en filas paralelas, y en cada calle había pequeñas casas de piedra, bungalós de listones de madera y casas de huéspedes, una de las cuales pertenecía a los tíos de Joseph, Anthony y Gregory. Las otras personas que vivían a ese lado de las vías eran el centenar de empleados negros que residían en chamizos al sur y al oeste del barrio italiano.
En el costado este de las vías, en unas avenidas más anchas que subían la colina hacia la iglesia episcopal de la Trinidad y el castillo, había unas residencias de piedra más espaciosas, habitadas por los restantes ochocientos empleados, americanos blancos nativos o inmigrantes blancos europeos. Estas personas trabajaban junto a los italianos y los negros en las líneas de montaje, y podían alternar socialmente con ellos en los patios de la fábrica, durante los períodos de descanso de cinco minutos; pero cuando los silbatos señalaban el final del turno, los trabajadores salían en dos grupos, y cada uno se dirigía a su casa en dirección opuesta al llegar a las vías del tren.
A pocos italianos parecía importarles todo eso. La mayoría, entre ellos los tíos de Joseph, no habían ido a Ambler en busca de aceptación social y estabilidad; habían ido a ganar dinero y ahorrarlo, para luego regresar a Italia o trasladarse a alguna de las agradables «Pequeñas Italias» que ahora existían en casi todas las ciudades norteamericanas. Por poco halagüeño que fuera lo que uno podía comentar de Ambler, era indudable que se trataba de un lugar ideal para ahorrar dinero. El trabajo era fijo, había poca cosa que hacer aparte de trabajar, y el coste de la vida era la mitad de lo que pagarían los trabajadores si residieran en Filadelfia o en alguna población más cercana a esa ciudad. Con la salvedad del periódico, que costaba dos centavos en todas partes, los precios de Ambler eran más bajos que en cualquier otro lugar: una hogaza de pan costaba ocho centavos; una libra de buey, dieciséis; los alquileres más altos de la población, las mansiones de Lindenwold Terrace, se pagaban a setenta dólares al mes. Y por ese motivo la gente solía quedarse en el pueblo, ya fueran los habitantes de las mansiones o los trabajadores negros de la fábrica, que pagaban seis dólares al mes por un chamizo. Por ese motivo el doctor Mattison, que cobraba unas tarifas bajas por el carbón, el agua y la leña, conseguía que sus empleados fueran cada vez más dependientes de él, mientras que al mismo tiempo mantenía sus salarios más bajos que en otras comunidades industriales. A los trabajadores de Ambler no se les escapaba dicha circunstancia, pero no era lo que más les preocupaba, pues casi todos consideraban que después de haber ahorrado una suma suficiente encontrarían una vida mejor en otra parte. Años más tarde, muchos de esos trabajadores, mientras todavía planeaban trasladarse a otro lugar, morirían en Ambler.
Los tíos de Joseph pagaban doce dólares al mes por su pensión de tres plantas y once habitaciones; y puesto que tenían seis inquilinos, y cada uno de ellos pagaba cuatro dólares al mes por el uso de tres dormitorios —tres trabajadores del turno de noche dormían durante el día en las camas en las que habían dormido durante la noche los trabajadores del turno de día—, los hermanos Rocchino estaban obteniendo beneficios. Conseguían ahorrar gran parte de sus salarios en la fábrica, que eran unos veinticinco dólares por semana, sin contar las horas extra que solían hacer cuando tenían energía para ello.
Uno de sus tíos, Anthony, vivía con su joven esposa y su bebé; y no tardaría en llegar la esposa de otro trabajador de la fábrica, que no era pariente pero sí nacido en Maida, y que resultaría ser una excelente cocinera. Los domingos cocinaba para todos los de la casa. No obstante, durante el resto de la semana los solteros se las apañaban por su cuenta, y cada uno guardaba una bolsa de comida en el frigorífico con sus iniciales. Por un dólar al mes, las mujeres proporcionaban a los hombres servicio de lavandería una vez por semana. En las tardes de invierno de sus primeros meses en Ambler, Joseph observaba el fantasmagórico espectáculo de los pantalones de los hombres bailando en el tendedero del patio trasero… totalmente congelados.
Joseph dormía sin pagar alquiler en una habitación privada relativamente espaciosa, en la parte de atrás de la planta baja, detrás de la cocina. Después de colgar una cortina marrón que ocultaba su catre, utilizaba la habitación como su primera sastrería americana. Colocó un cartel en el césped anunciando que en la parte de atrás se arreglaba y remendaba ropa, advirtiendo que había que llamar a la puerta trasera. Sus tíos le ayudaron a construir una mesa de trabajo arrumbada contra la pared, y le regalaron una máquina de coser de segunda mano y una plancha que se calentaba con carbón, y aguja e hilo suficientes para inaugurar lo que, cándidamente supusieron, se convertiría en una próspera empresa.
Pero los ingresos más elevados de Joseph durante esos primeros seis meses de trabajo fueron de catorce dólares, y solo los consiguió una vez. Casi todas las semanas ganaba menos de diez dólares de los vecinos italianos que le llevaban pantalones, trajes o vestidos para que los arreglara o remendara, y que generalmente regateaban el precio, el cual, según los criterios de París, Joseph sabía que era muy modesto. A medida que el tiempo pasaba, sus precios cada vez más bajos pasaron a ser modestos incluso para los criterios de Ambler, aunque, sin embargo, había días e incluso semanas en que ni un cliente se acercaba a su puerta. Joseph se deprimió, y vivía con una creciente ansiedad; incapaz de enviar tanto dinero como había esperado a su madre, también sabía que a ese ritmo tardaría años en saldar la deuda de quinientos dólares que había contraído con sus tíos. Aunque a menudo le insistían en que no necesitaban el dinero, su generosidad solo mitigaba en parte la sensación de responsabilidad y fracaso de Joseph.
Joseph procuraba mostrar su gratitud de maneras diversas. Hacía de canguro de la hija pequeña de su tío cuando la madre iba de compras o de visita. De manera voluntaria utilizaba sus habilidades con la aguja para reemplazar las cortinas rotas y desgastadas de la casa con una tela que había comprado rebajada en el almacén de la empresa, cerca de la puerta principal de la fábrica. Naturalmente, también planchaba y remendaba ropa de toda la casa gratis. Ese gesto no le exigía mucho tiempo, sin embargo, pues los residentes de la pensión —y de hecho los residentes de todo el barrio italiano— al parecer en Ambler se preocupaban menos por su aspecto que cuando vivían en Italia.
Fue algo que Joseph observó poco después de su llegada a Ambler. Una tarde, mientras estaba delante de la casa esperando a que sus tíos regresaran de la fábrica, los vio a lo lejos caminando por el sendero de tierra con otros trabajadores italianos, todos ellos vestidos con mono y con la fiambrera bajo el brazo; y recordó cómo le había impresionado ver a esos mismos dos tíos en Maida por las tardes, mientras daban vueltas en la passeggiata, los dos con camisa blanca y corbata, con un clavel en la solapa de su traje cruzado, calzando unos zapatos de dos tonos, y con sus fedoras de ala ancha despreocupadamente inclinados a un lado: sin duda debían de haber sido la envidia de aquellos hombres de Maida demasiado timoratos para aventurarse al otro lado del océano, y claramente recibieron las sonrisas recatadas de las mujeres que se asomaban a los balcones cubiertos de flores, para quienes los emigrantes eran pioneros. Y sin embargo, en Ambler, aunque sus tíos prosperaban según la medida de los hombres de Maida, regresaban a casa con los hombros caídos y la cara cubierta de capas de polvo de amianto blanco. De no haber sido porque estaba familiarizado con su manera de andar, casi ni los habría reconocido.
Por supuesto, no tenía mucho sentido comparar su aspecto después de un largo día en la fábrica con el que mostraban cuando salían a dar una vuelta por la plaza de Maida vestidos con elegancia. No obstante, durante la passeggiata dominical en Ambler, mientras las mujeres estaban en misa, Joseph había observado que había una ausencia total de esos hombres bien vestidos que tanto abundaban en las plazas del sur de Italia, esos hombres que se pavoneaban deseosos de proyectar una impresionante bella figura. En Ambler caminaban con humildad, vestían de manera tristona —gorras oscuras, camisa sin corbata, pantalones arrugados, zapatos sin lustrar, jersey de lana basta generalmente de color negro—, no por luto, sino más bien para confundirse con el cielo incrustado de hollín que se iba oscureciendo a medida que cada una de las locomotoras del Ferrocarril de Filadelfia y Reading pasaban por la estación de Ambler entre el amanecer y el ocaso. En el barrio italiano de Ambler no había limpios paseos adoquinados, ni balcones con flores bañados por el suave sol del crepúsculo, ni huertos de hojas verdes limpios de motas negras de carbón y polvo blanco del amianto. Aquí la gente no se despertaba con el canto del gallo, sino con el estridente silbato de la fábrica; y sin embargo, era con esos sonidos con los que la gente de Ambler prosperaba. Para Joseph, sin embargo, los silbatos eran la señal de que él debía marcharse. Ambler no era lugar para un sastre.
Pero primero tenía que aprender inglés; y aunque los dialectos del sur de Italia seguían prevaleciendo en el barrio, la intención del doctor Mattison era que todos los recién llegados hablaran inglés lo antes posible, y proporcionaba la enseñanza del idioma totalmente gratis a los trabajadores que asistían a clase en la iglesia italiana los miércoles y los domingos por la noche. Joseph se registró con el apellido de sus tíos, y durante una de esas sesiones, a principios de 1922, el instructor le presentó a la clase un visitante especial: el supervisor del doctor Mattison, William Devine. Utilizando al profesor de intérprete, Devine anunció que había trabajo a tiempo parcial en la construcción para todo aquel que deseara ganar un dinero extra durante sus horas libres en la fábrica. La nueva hilera de residencias que se estaba construyendo en Church Street necesitaba más trabajadores no cualificados enseguida, explicó el señor William Devine, hombres enérgicos capaces de levantar vigas de madera y alcanzárselas a los carpinteros, y de empujar carretillas llenas de piedras hasta donde estaban los canteros; y en esos trabajos, la paga inicial era de cincuenta centavos la hora. Cualquiera que estuviera interesado podía presentarse a una entrevista al día siguiente, entre el mediodía y la una de la tarde, en la verja norte del castillo.
Mientras el señor Devine se despedía y les dejaba unos impresos de solicitud sobre el pupitre del profesor, Joseph rápidamente calculó que si dedicaba cuatro horas al día a esas actividades, podría añadir doce dólares a su renta semanal, al tiempo que completaba los trabajos de sastrería que se le presentaran. Alguna de las mujeres que había en casa podría contestar a la puerta cuando él estuviera fuera; y cuando regresó a la pensión, las dos mujeres de la casa se mostraron dispuestas a cooperar sin ninguna vacilación. Sus tíos, no obstante, estuvieron en contra de que trabajara tanto. No tenía complexión para ese trabajo, dijeron, y era una estupidez arriesgar la salud a fin de pagar un préstamo que, tal como ya le habían dicho a menudo, no tenían prisa por cobrar.
Joseph se lo agradeció otra vez, pero recalcó que lo que ahora le llevaba a obrar así eran las necesidades apremiantes de su madre. Les dijo que, en sus cartas más recientes, esta había admitido que estaba cargada de deudas, y que su orgullo solo le permitía reconocerlo ante su hijo: las deudas estaban causadas en gran medida por el coste médico cada vez mayor de tener que atender a Sebastian. Como no quería confinarlo en un lejano hospital militar, era ella quien lo cuidaba permanentemente en casa, junto con los tres hermanos pequeños de Joseph; pero los gastos de las visitas del médico y las medicinas que le recetaba eran más de lo que ella podía permitirse. Joseph insistió ante Anthony y Gregory en que era su responsabilidad, y solo suya como cabeza nominal de la familia, aportar todo el dinero posible durante ese difícil período. Y como para quitarle hierro, tranquilizó a sus tíos afirmando que unas cuantas horas de arduo trabajo y un poco de sudor al aire libre, en lugar de perjudicar su salud, probablemente la mejorarían.
Al día siguiente, después de que sus tíos hubieran cambiado sus horarios en la fábrica con unos amigos para poder acompañarlo a la entrevista, los tres cruzaron las vías del tren y se dirigieron hacia el norte siguiendo las calles en cuesta y flanqueadas de árboles, y pasaron junto a las hileras de casas de piedra cada vez más adornadas que se extendían hasta el bulevar que discurría en paralelo a los muros de la propiedad del doctor Mattison. Joseph había estado en esa zona en dos ocasiones anteriores, en una carreta de reparto de leche propiedad de un hombre que vivía junto a la casa de los Rocchino; las dos ocasiones habían sido en domingo, cuando las avenidas estaban abarrotadas de carruajes y automóviles llenos sobre todo de gente que iba de excursión, y por las aceras Joseph había visto desfilar a parejas bien vestidas —muchos hombres tocados con un homburgo, y casi todas las mujeres luciendo unos guantes blancos de ganchillo—, que iban o volvían de la iglesia episcopal de la Trinidad.
Pero aquel lunes, poco antes de mediodía, apenas había un solo vehículo por las calles; y las aceras estaban tan vacías que todo lo que Joseph oía claramente eran los sonidos poco habituales de las pesadas botas con tacones de cuero de sus tíos en el pavimento, unos sonidos que generalmente no se escuchaban cuando caminaban por los senderos de tierra del barrio italiano. De vez en cuando se daba cuenta de que los observaban desde las ventanas de algunas casas, y Joseph se sentía un intruso.
Imaginaba que sus tíos también se sentían incómodos, pues caminaban más deprisa de lo habitual, y mantenían la vista al frente, como si desearan evitar contacto visual con caras que imaginaban poco amistosas, en caso de que alguien apareciera. Joseph se dijo que ojalá sus tíos se hubieran vestido con un poco más de esmero aquel día. No mucho antes, él había extraído de sus armarios los trajes cruzados que les había visto llevar en Maida, y les había pasado una esponja y los había planchado; pero seguía siendo incapaz de insinuar a esos hombres tan amables, los hermanos de su madre, cómo debían vestir. Aquel día llevaban su atavío habitual de cuando no trabajaban: una gorra gris, unos gruesos suéteres oscuros y pantalones de lana sin raya, además de camisa sin corbata abrochada hasta el cuello. Joseph, por otro lado, se había negado a rebajar su nivel sartorial, aun cuando simplemente fuera a solicitar un trabajo modesto. Aquella mañana, sus tíos parecieron sorprendidos al verlo vestido, como era costumbre en él, de traje, chaleco y corbata; y su tío Gregory, cuya talla estaba más próxima a la de Joseph que a la de su tío Anthony, más recio, preguntó en voz alta si Joseph no deseaba probarse un mono que le sobraba y una de sus camisas de trabajo.
—Todavía no me han contratado —contestó Joseph con una sonrisa.
—Y puede que no te contraten nunca si vistes así —contestó su tío Gregory, siempre de buen humor.
—Veremos. A lo mejor me piden que trabaje en el castillo.
Joseph lamentó de inmediato haberlo dicho. Pero Gregory simplemente se encogió de hombros, y Anthony no pareció interpretar el comentario como una crítica a ellos. Joseph se sintió aliviado.
Los tres seguían colina arriba, dejando atrás casas cada vez más grandes y más separadas entre ellas. Un Packard descapotable pasó velozmente junto a ellos, arrimándose al bordillo antes de detenerse en un cruce con un chirrido de frenos. A continuación dobló hacia la derecha.
—Ahí va el hijo del doctor Mattison —dijo Anthony, negando lentamente con la cabeza, pero con ese tono de tolerancia paterna que casi todos los trabajadores reservaban para los hijos de sus jefes, una tolerancia que casi nunca aplicaban a sus hijos. Anthony y su hermano vieron cómo el vehículo cobraba velocidad por una calle adyacente, hasta frenar bruscamente delante de una de las casas.
—Ahí va el hijo del doctor Mattison a calentar la cama con su puttana —añadió Gregory.
—¿Te parece que esa es manera de hablar? —preguntó Anthony enfadado, parándose y volviéndose hacia Gregory.
Joseph también se detuvo, confuso y sorprendido. Jamás había visto a su tío Anthony tan dominante. Se acordó de cómo solía hablarle Sebastian. Como no sabía nada de sus tíos, decidió que Anthony era el mayor. Pero Gregory se mostró indiferente al malhumor de Anthony, e hizo caso omiso de la pregunta.
—¿Acaso es asunto tuyo cómo vive el hijo del doctor Mattison? —insistió Anthony, exigiendo una respuesta.
—No —replicó Gregory bruscamente—, no si a un marido tan fiel como tú no le importa.
Anthony se puso rojo como un tomate. Joseph no tenía ni idea de a qué se refería Gregory, pero vio que su hermano daba un paso hacia él. Joseph de inmediato se interpuso.
—Por favor —dijo—. No quiero llegar tarde.
Anthony, respirando pesadamente, miró perplejo a Joseph, como si hubiera olvidado por completo que su sobrino estaba allí.
—Sí —asintió entonces—, no debes llegar tarde.
—Estamos a menos de diez minutos —dijo Gregory muy calmado—. Llegaremos a tiempo.
—Pues pongámonos en marcha —dijo Anthony, sin mirar a Gregory, pero intentando mostrar la misma compostura que su hermano mientras tomaba el mando.
Anthony se puso delante, pero Gregory no tardó en colocarse a su lado, llevando el mismo paso que su hermano, aun cuando este caminaba más deprisa que antes. A Joseph le costaba mantener el ritmo. Caminaban en silencio, olvidada ya su discusión, pero a Joseph le parecía que los tacones de las botas de sus tíos golpeaban la acera con una fuerza innecesaria.
Joseph vio la torre de la iglesia episcopal de la Trinidad alzándose sobre las copas lejanas de los árboles. Sabía que el castillo estaba ubicado a poca distancia detrás de la iglesia, al otro lado del bulevar. Oyó unos ruidos extraños y discordantes procedentes de la casa de la esquina a la que se acercaban. Cuando llegaron, vieron a un loro colocado sobre una percha suspendida de unas cuerdas que colgaban del techo de un porche de paredes de piedra. El animal tenía plumas verdes, amarillas y rojas, un pico grueso y ganchudo, y una cola larga y puntiaguda. Tenía las patas sujetas al poste con correas. Joseph había visto un loro una vez; pertenecía a un sacerdote de Maida, y salmodiaba en latín. Pero ese loro era el doble de grande, y cuando pasaron se alteró; batió las alas, tensó las correas de las patas y, empujando la cabeza en dirección a ellos gritó:
—¡Espagueti, espagueti, espagueti!
Los tíos de Joseph se detuvieron y se quedaron mirando al pájaro. Este se quedó en silencio un segundo. Pero cuando estaban a punto de seguir su camino, el pájaro repitió las palabras con la misma claridad y descaro que antes: «¡Espagueti, espagueti, espagueti!».
Anthony volvió a sonrojarse, y, blandiendo el puño en dirección al loro, gritó:
—¡Calla la boca, estúpido y feo animal, o subiré y te retorceré el cuello!
—¡Espagueti, espagueti, espagueti!
Anthony hizo ademán de echar a correr hacia las escaleras del porche, pero su hermano lo agarró por detrás, instándole a que mantuviera la calma; en el forcejeo, sin embargo, los dos hombres tropezaron y cayeron sobre la hierba embarrada del césped.
—¡Voy a matar a ese puto animal! —chillaba Anthony, boca abajo, mientras Gregory (de inmediato ayudado por Joseph) le impedía levantarse y volver a echar a correr hacia el porche.
Aunque Joseph estaba tan perplejo por ese altercado como lo había estado por el anterior (nunca había oído la palabra «espagueti» utilizada como insulto hacia los italianos hasta que Gregory se lo explicó esa noche), comprendió que ahora mucha gente los miraba con expresión ceñuda desde las ventanas de los edificios cercanos. La ventana de la tercera planta que quedaba justo encima de ellos acababa de abrirse, y una mujer pelirroja y de cara oronda, con un rodillo de cocina en la mano, gritó:
—¡Largaos de aquí, animales, o llamaré a la policía!
—Vamos, tío Anthony —suplicó Joseph, acercándose a la oreja embarrada de su tío—, tenemos que irnos de aquí.
Anthony asintió. Sin resistirse ya a los brazos de Gregory, se puso en pie. Joseph limpió el barro de la cara de Anthony con un pañuelo, y Gregory, con la mano libre, arrancó parte del barro que se había pegado a la ropa de su hermano. Como había aterrizado encima de este, Gregory no se había ensuciado ni mojado mucho. Se abrió otra ventana en la puerta de al lado, y un anciano asomó la cabeza y comenzó a gritar; pero tenía la voz débil y no lo entendieron. Anthony le lanzó una mirada, y luego observó a la mujer que blandía el rodillo, pero no dijo nada y volvió hacia la acera con su hermano y su sobrino. El loro, igualmente en silencio, los observó marcharse. No se volvieron a mirarlo. Cinco minutos más tarde, delante de la verja norte del castillo, oyeron gruñir a los perros del doctor Mattison.
Joseph sacó su impreso de solicitud del bolsillo de la americana y lo levantó para que lo viera el guarda armado que estaba al otro lado de los barrotes, con un mastín gruñón atado a una correa. Un segundo guarda, que no llevaba perro, se acercó para inspeccionar el documento, y tras abrir la verja señaló en dirección a la glorieta. Joseph reconoció al señor Devine detrás de la glorieta, hablándole a un círculo de trabajadores. Se dio la vuelta, y rápidamente contempló las torres del castillo alzándose entre la niebla, y observó que el terreno de la propiedad era de césped verde y no marrón, como el de las otras casas por las que habían pasado. Uno de los hombres que habían estado con el señor Devine se acercaba ahora para recibir a Joseph y a sus tíos, y Gregory lo saludó con la mano al reconocerlo. Era un hombre grande de pelo gris, ataviado con un mono y un jersey negro, y mientras se aproximaba, Gregory le susurró a Joseph:
—Este es Nicola Muscatelli, de Maida. Ha sido capataz de muchas cuadrillas en la construcción de carreteras, y si se encarga de este trabajo con el señor Devine, a lo mejor tienes suerte.
Joseph reconoció al hombre, pues pertenecía a la familia propietaria del bar de la plaza de Maida, y se acordó de que su abuelo Domenico hablaba con cariño de los Muscatelli, aunque también afirmaba que le debían dinero.
—Buenas, amigos míos —dijo Muscatelli, hablando en italiano mientras abrazaba a Gregory y Anthony—, pero ¿no me diréis que estáis buscando trabajo al aire libre?
—Nosotros no, nuestro sobrino —dijo Gregory, presentándole a Joseph.
Muscatelli observó con asombro la manera en que Joseph iba vestido, lo estrecho que era de hombros, y luego volvió la mirada hacia Gregory y Anthony con una sonrisa, como si le estuvieran gastando una simpática broma.
—No te preocupes —exclamó Anthony—, es un buen trabajador. Y tiene ropa en casa. Y será puntual.
—Está delgado —dijo Muscatelli.
—Es el traje el que le hace parecer delgado —dijo Gregory—. Tiene mucha energía. Te doy mi palabra.
Mientras Joseph escuchaba un tanto incómodo, observando al grupo de hombres mayores y de hombros anchos congregados en torno a Devine en la glorieta, Muscatelli volvió a examinarlo.
—¿Quién es el padre del muchacho? —le preguntó a Gregory.
—Mi padre está muerto —contestó el propio Joseph—. Era Gaetano Talese.
La expresión de Muscatelli se ablandó. Sin decir nada, siguió mirando a Joseph con una intensidad que le hizo sentirse aún más incómodo. Había lágrimas en sus ojos.
—Era amigo mío —dijo por fin—. Trabajamos juntos muchos años en Delaware —hubo un silencio mientras Muscatelli se secaba los ojos—. Un hombre maravilloso —añadió. Enseguida preguntó—: ¿Cuándo puedes empezar?
—Esta tarde —dijo Joseph.
—¿Qué te parece mañana por la mañana a las seis? —dijo Muscatelli—. Tus tíos te enseñarán dónde trabajaremos.
Joseph le dio las gracias, y también sus tíos.
—Bienvenido —le dijo Muscatelli a Joseph antes de dar media vuelta para regresar con Devine y los demás—. Y no te presentes con ese traje.