La segunda esposa del doctor, la inválida Mary Mattison, que desde el accidente de coche contemplaba todo el mundo principalmente a través de sus binoculares, no fue consciente de haber visto ningún italiano en su vida hasta que, en 1920, se casó con el doctor y se trasladó de Princeton a Ambler; ahora, sin embargo, cada vez que observaba desde su ventana de la torreta, prácticamente solo veía italianos, y a menudo deseaba cambiar de aires.
En su aislamiento como señora del castillo, y cautiva en su silla de ruedas mientras su marido se movía libremente por el pueblo, Mary Mattison contemplaba cómo los italianos cavaban zanjas y colocaban tuberías alrededor de la fuente de la parte delantera que funcionaba mal; aquellos italianos parecían más sucios que la tierra en la que se revolcaban, y al parecer no sentían reparo alguno en orinar a plena luz. Los jardineros italianos, aunque mejor pagados que los trabajadores corrientes, no se dirían más de fiar. Con no menos asombro que irritación, la señora Mattison los veía fingir que podaban los setos alrededor de la entrada de servicio justo en el momento en que llegaba el camión de reparto, cargado con suministros para la casa; y mientras el confiado conductor llamaba a la puerta de la cocina y esperaba a que el mayordomo o el cocinero le abrieran, los italianos se colaban rápidamente debajo de la lona que cubría el vehículo y cogían todo lo que podían, para ocultarlo en el interior de su camisa o en sus grandes sacos de desechos. No había nada que no robaran: botellas de agua de Seltz, rollos de papel higiénico, botes de cera para el suelo, cajas de alfileres de modista, velas, tiras matamoscas, y el espumoso aceite de baño preferido del doctor, que venía de Colonia, aun cuando ninguno de aquellos italianos dispusiera de bañera…, o eso se imaginaba la señora Mattison al ver su aspecto.
Furiosa como estaba, a la señora Mattison le costaba quejarse al supervisor o a la policía de esos delitos, pero no porque sintiera compasión por los humildes italianos. Tampoco porque pretendiera preservar la tranquilidad doméstica que, no ignoraba, el doctor deseaba y merecía cuando regresaba después de un día ajetreado en la oficina (por eso tampoco le había mencionado la relación amorosa que mantenía su hijo Royal con la mujer de Highland Avenue). No, la reticencia de Mary Mattison en esa situación obedecía a motivos puramente egoístas y explicables con una sola palabra: miedo. Tenía miedo de sufrir algún percance si denunciaba a los italianos. Prácticamente vivía rodeada de ellos, y sospechaba que si por su causa la policía o el supervisor emprendían una acción contra los jardineros, tarde o temprano se descubriría que había sido ella la denunciante, con lo que sería vulnerable a sus vendettas. Quizá no había conocido a ningún italiano antes de ir a vivir a Ambler, pero desde luego había oído hablar de las vendettas italianas. Los periódicos llevaban tiempo escribiendo acerca de los ajustes de cuentas de las bandas italianas de Chicago, Nueva York, Filadelfia y otras ciudades; y no había razón para suponer que en Ambler no existiera ninguna banda, algunos despiadados intrigantes que le ajustarían las cuentas de alguna manera sutil y siniestra.
Un día leyó que los humildes trabajadores italianos que vivían en América también eran capaces de cometer grandes atrocidades: Sacco, que trabajaba en una fábrica, y un vendedor ambulante de pescado llamado Vanzetti habían sido arrestados y acusados de dispararle al pagador de una fábrica de zapatos de Nueva Inglaterra y huir con un botín de quince mil dólares. Aunque ambos afirmaban ser unos hombres inocentes que habían ido a América para ganarse la vida de manera decente, fueron identificados como anarquistas. No era de extrañar que el Gobierno de los Estados Unidos limitara ahora el número de recién llegados a la isla de Ellis, sobre todo de aquellos que venían de lugares del sur de Europa como Italia. Pero ya era demasiado tarde para impedir que llegaran a Ambler.
Más de la mitad de los empleados de las fábricas de Keasbey & Mattison, de los trabajadores de la construcción, y el personal del castillo bajo la supervisión de William Devine eran italianos de nacimiento o ascendencia. Por suerte para Mary Mattison, su marido no permitía que los italianos vivieran en los terrenos del castillo, ni que alquilaran casas junto a la iglesia episcopal de la Trinidad, ni cerca de la finca privada de los Mattison. La hilera de mansiones con torretas y agujas de Lindenwold Terrace, al otro lado de la verja norte del castillo, estaba ocupada por personas a las que el propio doctor había cribado y aceptado como vecinos deseables. Originariamente, esas mansiones habían sido concebidas para los ejecutivos principales (antes de que decidiera que no quería ninguno); por lo que ahora eran los domicilios de su hijo Royal y su familia, y de ciertas personas importantes de Pensilvania que no trabajaban para el doctor pero que asistían a su iglesia episcopal, o le proporcionaban una compañía afín y unas relaciones provechosas.
Al suroeste de la verja principal del castillo, más allá de la carretera de peaje de Bethlehem, que discurría junto al césped de la iglesia episcopal de la Trinidad, se veían las hileras de casas de piedra de tres plantas con agujas y florones que se alquilaban a trabajadores administrativos americanos y a superintendentes de las fábricas de Keasbey & Mattison (incluyendo el representante comercial a cuya esposa tanto cariño le tenía Royal Mattison); y un poco más abajo aparecían las hileras de casas menos decoradas para los capataces y trabajadores elegidos, que podían ser de origen cuáquero, o tener raíces alemanas, inglesas, irlandesas o escandinavas.
Y todavía más abajo, al otro lado de las vías del tren, cerca de las fábricas, se encontraban aquellas sencillas casas de piedra y edificios de madera ocupados por los italianos. El doctor Mattison le había puesto a una de las calles el nombre de General Garibaldi, pensando que eso inculcaría cierto orgullo étnico al barrio italiano; pero pronto arrancaron el cartel de la calle, y Devine oyó contar a un trabajador que algunos italianos no veneraban precisamente a Garibaldi. Lo que los italianos veneraban de verdad, tal como pudo ver la señora Mattison a través de sus poderosas lentes, era la estatua del monje cubierto por una túnica marrón que transportaban a hombros por el barrio en las fiestas y otros días señalados, cuando también clavaban billetes de dólar en las largas cintas que colgaban de la figura; y a menudo vestían a sus hijos con unas túnicas de capucha marrón ceñidas con una cuerda, a imitación del santo. No solo la señora Mattison, sino la mayoría de residentes no italianos de Ambler consideraban que la exhibición de aquella estatua sagrada engalanada de dinero era de mal gusto y bastante primitiva; y no le sorprendió averiguar que los católicos irlandeses de la población no alentaban a los italianos a que asistieran a misa en Saint Anthony, motivo por el cual los italianos habían construido la iglesia de Saint Joseph, a la que se podía llegar dando un breve paseo desde donde vivían.
Los domingos, el día que la fábrica estaba cerrada, la señora Mattison a veces observaba a las mujeres italianas cuando iban a misa con sus hijos, mientras los hombres paseaban por un campo abierto cerca de la iglesia, del brazo y caminando en círculos. Detrás de las vías del tren, al fondo, se veían los altos y puntiagudos edificios de la fábrica con sus chimeneas, y una empinada ladera blanca compuesta de residuos de amianto. La señora Mattison no tenía ni idea de cuántos italianos residían en aquella zona, pues había oído que una cantidad considerable había entrado en los Estados Unidos de manera ilegal, y que estos tomaban prestadas las tarjetas laborales de trabajadores italianos registrados para fichar en horario nocturno, compartiendo luego los ingresos con sus compatriotas. Pero los domingos tanto le daba cuántos italianos hubiera en Ambler, pues se encontraban a distancia segura. Los lunes, sin embargo, el silbato de las cinco cuarenta y cinco los alertaba de que tenían que ir a trabajar; y al alba, cuando los perros ladraban, la señora Mattison sabía que los jardineros y otros trabajadores habían llegado al castillo.
Devine estaba siempre en la verja de servicio con los guardas para recibirlos, contarlos y verificar sus documentos de identidad antes de permitirles dirigirse a los graneros donde guardaban sus herramientas y monos de trabajo. A continuación recorría la propiedad del doctor en uno de los locomóviles para comprobar lo que estaban haciendo los demás trabajadores, y a las siete cincuenta en punto llegaba a la antecocina para informar al mayordomo de que la limusina del doctor le esperaba para llevarlo a la oficina. A esa hora, la señora Mattison y el doctor habían terminado de desayunar, y, como gesto afectuoso de despedida, el doctor la subía en brazos por las escaleras para dejarla en su estudio de la torreta, donde, hasta que él regresara para almorzar, pasaría la mañana leyendo, escribiendo cartas, haciendo ganchillo y observando las actividades y flaquezas de las criaturas de Dios que vivían en las regiones inferiores.
Solo las ardillas —gráciles y veloces, siempre alerta, nunca perezosas— recibían su constante aprobación. Era capaz de contemplarlas durante horas, y lo hacía, enfocándolas con sus binoculares y viéndolas trepar y bajar por los árboles, y corretear por el césped y alrededor de las fuentes, persiguiendo incansables cualquier bocado que nutriera su energía; aunque las había a centenares, de diferentes colores y tamaños, nunca las veía reñir entre ellas, ni estropear los lechos de flores del doctor, ni hurgar en los cubos de basura del patio trasero, como hacían los jardineros italianos en sus raterías. Un día descubrió que los jardineros sacaban algunas de las ropas descartadas por el doctor, incluyendo sus calzoncillos largos y el sombrero de copa manchado que había utilizado en la ópera y que, a instancias de su mujer, finalmente había reemplazado; el viejo sombrero tenía el ala deshilachada y la copa suelta, y la señora Mattison se alegró de verlo desaparecer…, ¡solo que ahora había regresado sobre la cabeza de un jardinero italiano! Con el sombrero calado hasta las orejas, se pavoneaba por el patio ante las risas de sus amigos, y ante la indignación de la señora, que a punto estuvo de llamar a Devine. Lo que más la ofendía de ese jardinero era que, cuanto más llevaba el sombrero, más descarado era. Sin duda animado por las voces de aprobación de sus compatriotas, ¡de repente tuvo la temeridad de intentar imitar al doctor Mattison! Se subió un poco el sombrero y lo inclinó a un lado, tal como lo llevaba el doctor, y se movió a zancadas exageradamente largas, las manos entrelazadas a la espalda, tal como caminaba el doctor. ¡Ese italianillo grosero imitaba al hombre que lo estaba salvando de la miseria!
Con las manos temblorosas de furia, Mary Mattison cogió el teléfono de su escritorio, pero le costó marcar el número de Devine, aun cuando solo constaba de dos dígitos. Y cuando lo hubo marcado, y hubo oído sonar el teléfono una vez, colgó de repente. Se sentía frustrada y confusa. ¿De qué serviría informar a Devine? ¿Qué podía hacer excepto reprender al italiano, y luego reclamar el sombrero de copa y los calzoncillos largos y todo lo que había robado? ¿Y qué haría entonces con eso? ¿Quemarlo? ¿Quemarlo con las hojas que se apilaban en el patio trasero y que dos veces por semana prendían esos mismos italianos? ¿Quién podía estar seguro de que no dejarían que el fuego se descontrolara?
Mary apartó la mano del teléfono, que descansaba junto a sus binoculares, y se preguntó, no por primera vez, si el hecho de que viera demasiado redundaba en interés de alguien. ¿Era su deber espiar para su marido, servirle de segundo par de ojos para que él, con su supervisor, pudiera ocuparse de las indiscreciones que ocurrían en su ausencia? Y por otro lado, si no contaba con ella para una vigilancia suplementaria, ¿para qué le había regalado los binoculares?
Sin embargo, el principal placer de Mary Mattison consistía en observar a las ardillas, que se convirtieron en sus compañeras favoritas, aunque distantes, durante el verano de 1920, cuando fue incapaz de ir a Newport. Conseguía identificar a muchas, por sus franjas y variadas manchas de color, por la longitud de su cuerpo, la forma de su cola y orejas. Eran numerosas las que tenían las orejas largas y hermosas. Pero había una ardilla rojiza que poseía un copete de pelo singularmente alto en la punta de cada oreja. Casi todas tenían unos ojos como botoncillos redondos y brillantes, pero unas cuantas poseían unos ojos almendrados más profundamente engastados. Algunas lucían una cola muy tupida; varias colas eran más negras y grises, o de un rojo castaño, o una mezcla de los tres colores. Otras ardillas exhibían franjas en la parte inferior de su cuerpo, y otras eran de color uniforme. Las garras variaban en tamaño; corrían de maneras distintas; una ardilla sufría una lesión permanente en la pata delantera izquierda, pero parecía tan veloz como las otras, y a toda velocidad podía cubrir un metro por segundo, ritmo que alcanzaba cada vez que alguna piedra aterrizaba a su lado, lanzada por algún despiadado italiano. Algunas ardillas vivían siempre en los árboles, otras pasaban todo su tiempo en el suelo, y en los días de calor Mary observaba cómo algunas crías se refrescaban con sus madres en la base de la fuente, donde les llegaba una suave rociada.
Una tarde, dos halcones sobrevolaban el castillo, y Mary, nerviosa, los vio dar vueltas sobre el césped, muy por encima de los árboles; y mientras enfocaba los binoculares a una rama donde descansaban dos de sus ardillas favoritas, vio que los animales aplastaban el cuerpo contra la extensión de la madera. Al cabo de unos segundos, mientras ella seguía mirando, las ardillas parecieron confundirse con la rama de manera tan absoluta que ya no pudo verlas con claridad. Los halcones no tardaron en marcharse.
Con la llegada del otoño, Mary puso nombre a muchas ardillas, y aunque al principio se mostraba reacia a admitirlo ante su marido, sabía que deseaba influir en sus vidas. Aquello resultaba extraño en una mujer que antes del accidente no había mostrado el menor interés por los animales salvajes; de niña tampoco la habían atraído mucho las mascotas. Detestaba a los perros guardianes del doctor, aunque nunca se lo dijo, y durante el breve período en que gozó de buena salud, jamás se aventuró a visitar a los animales de la granja. Sin embargo, ahora adoraba a las ardillas. Admiraba su actitud responsable al almacenar comida para el invierno, su manera de cuidar de las crías, y el hecho de que no dañaran la propiedad. Ansiosa por contribuir a su bienestar en los duros meses que se avecinaban, una mañana, durante el desayuno, le preguntó al doctor si podía ordenar la construcción de una comunidad de casas para ardillas, unos pequeños y resistentes domicilios que ofrecieran mayor protección contra la lluvia gélida y la nieve en invierno.
Al doctor le pareció una idea estupenda. Enseguida consultó con Devine, que al poco hizo venir a Bothwell, el arquitecto, que dibujó un boceto de una casa para ardillas que el doctor, naturalmente, cambió después. Al no ver ninguna razón por la que las ardillas no pudieran compartir su preferencia por la arquitectura gótica, el doctor añadió agujas y florones a los funcionales conceptos de Bothwell; y a mediados de enero de 1921, después de que se hubiera pronosticado nieve para el fin de semana, se completaron cincuenta casas, cada una de un metro de alto, sesenta centímetros de ancho y metro veinte de largo; al menos la mitad tenían dos plantas, y todas las puertas estaban cubiertas con hojas y ramillas, y en los rincones se amontonaban nueces y grano. Todas las casas estaban pintadas de un verde marronoso que combinaba con los colores de la propiedad y las ramas de los árboles. No menos de veinte italianos ayudaron a su construcción bajo la guía de Devine; lo seguían para colocar cada casita en un lugar especificado en un mapa que la señora Mattison le había entregado.
La señora Mattison observaba a través de sus binoculares cómo colocaban cada casa en una zona al borde del césped que, sabía, era la favorita de algunas ardillas que tenía en mente; y había sido igualmente precisa al señalar qué ramas y qué árboles deberían servir como localización para las residencias superiores. Hubiera deseado ponerse personalmente al frente de ese proyecto, pues cuando Devine no prestaba atención, los italianos hacían las cosas a su manera; cavaban los cimientos de una casa no en el lugar que ella había elegido, sino en el que ellos preferían, donde, supuso la señora Mattison, la tierra era más blanda. Y se mostraban igualmente descuidados en los árboles, clavando las casas en las ramas que les resultaban más cómodas en lugar de en las más altas, donde sabía la señora Mattison que sus mascotas más aficionadas a las alturas se sentirían más a gusto. A menudo exhalaba un grito al ver cómo los trabajadores se desviaban de su mapa, pero nadie se enteraba de su ira…, y esperaba que nadie se enterara de que los estaba espiando.
Al menos Devine cumplió su promesa de completar la tarea antes de la llegada de las nieves, y no fue cosa sencilla, pues el último día, un torpe italiano se cayó de una escalera y se rompió el brazo y algunas costillas, causando la interrupción del trabajo durante más de una hora mientras se retorcía en el suelo, con una expresión de angustia, y pataleaba en dirección a aquellos que intentaban ayudarlo. Finalmente consiguieron llevárselo; pero antes de desaparecer levantó la cabeza de la camilla y, con el brazo bueno, señaló la casa del árbol, extendió el índice y el meñique y la apuntó con rabia, un feo gesto que la señora Mattison solo pudo suponer que representaba alguna maldición primitiva, pues los demás trabajadores se apartaron del árbol y se santiguaron.
Aquella noche, durante la cena, cuando todavía nadie le había hablado del accidente, el doctor pronunció un simpático brindis pidiendo un invierno suave y felicidad para Mary y las ardillas; y durante el período de frío gélido que siguió, desde finales de enero y durante todo febrero y marzo, el doctor regularmente preguntó por el bienestar de las ardillas un tanto en broma, aunque nunca careciera de un sincero interés.
—Bueno, Madame Embajadora —le preguntaba a su mujer después de la cena, cuando los dos tomaban jerez junto a la chimenea—, ¿qué noticias hay de nuestras amigas de los árboles y de nuestra glacial pradera?
Las respuestas de su mujer eran siempre joviales, aunque nunca precisas. Pues, para su gran decepción, ninguna de las ardillas, por lo que ella podía ver, había entrado todavía en las casas, ni en las de tierra ni en las de los árboles. Durante las neviscas prefería creer que algunas se refugiaban en alguna casa, aprovechando el cobijo; pero no podía ver nada a través de la nieve, y lo que creía ver estaba guiado por su deseo. En días despejados, sin embargo, aunque observaba esperanzada durante horas, se daba cuenta de que las casas estaban tan vacías como si se hubiera declarado una especie de cuarentena. Se decía que quizá había sido un error hacer que las pintaran. A lo mejor el color repelía a las ardillas; o, al tratarse de unas criaturas muy sabias, tal vez sabían que las casas pintadas de verde marrón eran demasiado fáciles de ver por los halcones. O a lo mejor no les gustaba el olor de la pintura, que quizá exudaba un aroma ponzoñoso. Al menos Devine, si no los italianos, debería haberlo considerado antes de dar la orden de pintar.
Pero no le dijo nada de todo esto a Devine, consolándose como pudo con el hecho de que las ardillas sobrevivieron al invierno a su manera, sin casa porque así lo decidieron, tan sanas como siempre; eran de las pocas criaturas autosuficientes y de mentalidad independiente que habitaban el Ambler de Mattison. Esta observación, naturalmente, no se la reveló al doctor, al que seguía transmitiendo risueñas observaciones acerca de la compatibilidad de los animales dentro de los «pequeños castillos» que él había creado. Lo contrario sin duda le habría decepcionado. Todo su esfuerzo para nada. No querría ni oír hablar de ello. Y ella nunca se lo contaría.