33.

El doctor Mattison se acercaba a su setenta aniversario con la misma determinación y empuje que medio siglo antes lo había llevado de la granja de su padre, en la Pensilvania rural, a la cima de una industria multimillonaria y a ser el propietario de un dominio privado en Ambler que le había granjeado el apodo con que lo había bautizado hacía poco la prensa americana: «El Rey del Amianto».

Aunque su empresa seguía sirviendo a las boticas de todo el país remedios que se vendían sin receta, y que antes del cambio de siglo el doctor había creado para aliviar el dolor de cabeza y el reumatismo, el farmacéutico y médico de uno noventa de estatura ahora también dispensaba antídotos y preventivos para la mejora de edificios, servicios públicos y maquinaria. Cada semana, kilómetros de su cinta adhesiva y cubiertas tratadas con amianto —ignífugas, a prueba de filtraciones, resistentes a la erosión y que ahorraban combustible— salían de las líneas de montaje de Ambler y eran entregadas por todo el país y todo el mundo a industrias que las utilizaban para recubrir o encajar en tuberías, juntas y válvulas de sus calderas, depósitos y otras fuentes de suministros y energía. En los primeros años de la posguerra, en la América urbana se habían construido pocas fábricas, edificios públicos o casas de apartamentos que no contuvieran amianto en alguna forma dentro de su estructura: como material aislante dentro de los muros, como agente incombustible dentro de las baldosas, o como sustancia principal en el revestimiento exterior y las tejas. Durante la guerra, la empresa del doctor Mattison —junto con competidores como Johns-Manville— se mostró especialmente activa a la hora de cumplir los contratos de defensa ofrecidos por militares americanos que requisaban la cinta aislante de amianto para los barcos de vapor, los frenos de amianto y los revestimientos de embrague para los vehículos militares, y forros de tiras de amianto para colocar dentro de los cascos de acero de los soldados. En cuanto que patriota, el doctor Mattison se sintió honrado al entregar los pedidos. Como capitalista, estaba muy complacido con los beneficios.

Ahora tenía sucursales en Nueva York y Chicago, Boston y Búfalo, Detroit y Minneapolis, y una docena más de ciudades americanas; y vivía con su mujer y una multitud de criados en un castillo con numerosas torretas en lo alto de una colina delante de la cual se extendían más de veinticinco hectáreas de césped. Ese césped contaba con jardines hundidos, un estanque con un diminuto puente de piedra y una glorieta, y varias fuentes en las que se veían estatuas de criaturas mitológicas de cuyos diversos orificios brotaba agua cada vez que el doctor cruzaba la verja principal en su limusina Packard de techo alto y color gris, y salpicada de amianto. Al menos dos veces al día, cuando el doctor entraba y salía de la sede principal de la empresa, un edificio que parecía una fortaleza, a un kilómetro y medio al oeste del castillo, las criadas que había en el césped le hacían una reverencia, los jardineros y otros trabajadores varones lo saludaban quitándose el sombrero, y un guardia armado que había en la garita de la entrada lo saludaba con una mano mientras con la otra sujetaba un mastín que no dejaba de ladrar.

El chófer del doctor era un sueco maniático y envarado llamado John Frederickson, que, cuando conducía, desde la carretera daba la impresión de estar de pie. Casi tan alto como el doctor, aunque considerablemente menos voluminoso, Frederickson calzaba unas botas de montar lustradas con saliva, llevaba guantes blancos y generalmente un uniforme beige con el cuello muy apretado y una gorra con visera a juego; se enorgullecía de manera casi perversa de no detener jamás el coche durante las horas de trabajo para ir al cuarto de baño, incluso cuando llevaba a su jefe en largos trayectos hasta las sucursales de Pittsburgh, Cleveland o Providence, y permanecía diligentemente detrás del volante mientras el coche estaba aparcado en la gasolinera para repostar. En los meses más cálidos, cuando el doctor Mattison a menudo estaba en Europa por negocios, Frederickson llevaba a la señora Mattison y a unas cuantas criadas escogidas hasta la residencia de verano de los Mattison en Newport, Rhode Island; el viaje generalmente superaba las doce horas, durante las cuales las señoras a menudo le pedían que parara para descansar. Después de ayudarlas a salir del coche, Frederickson esperaba pacientemente detrás del volante. En un futuro no demasiado lejano, moriría prematuramente de un trastorno pélvico.

El mantenimiento de la limusina y los demás vehículos del garaje del doctor, la alimentación de sus caballos, el engrasado de las ruedas de las carretas de sus trabajadores, el cuidado de los céspedes y jardines que rodeaban el castillo, así como las carreteras y el ganado, quedaban bajo la regulación del supervisor y chambelán del doctor, un antiguo veterano del ejército de la Unión de la época de la guerra de Secesión llamado William J. Devine. De rostro curtido y surcado de cicatrices, menudo pero vigoroso, Devine se enfrentaba a casi todo el mundo con una actitud distante y brusca. La única excepción era el doctor, al que temía y adoraba al mismo tiempo. Devine jamás había pedido un día libre en las dos décadas que llevaba trabajando para el doctor Mattison. Y el doctor tampoco le había sugerido que se tomara uno.

Aunque su autoridad se extendía sobre los casi cien trabajadores de los terrenos del castillo, el castillo mismo, y las tierras de la parte de atrás —consistentes en cerca de ciento cuarenta hectáreas de tierra de labranza, bosque, un embalse y los lagos que se utilizaban para pescar, ir en barca y patinar en invierno—, los empleados desempeñaban sus tareas en una zona muy vasta, y por tanto lejos de los ojos de Devine, tareas también sometidas a cambios en el último minuto por culpa de las contraórdenes del doctor, por lo que, en la confusión resultante, el propio doctor terminaba llevando a cabo tareas de poca categoría, como por ejemplo llevar sus zapatos al zapatero remendón que tenía su chamizo cerca de la terminal del tren.

También aumentaba la confusión el hecho de que un gran porcentaje de la mano de obra de Devine (una mano de obra que el doctor trataba con deferencia, sobre todo porque era mano de obra barata) estaba formado por italianos que no entendían el inglés, pero que fingían entenderlo de manera convincente delante de Devine. Reaccionaban a todas sus peticiones asintiendo amablemente con la cabeza, y con otras manifestaciones ilusorias de obediencia que no pocos de sus antepasados habían perfeccionado hasta convertir en arte durante los siglos de subyugación a los señores feudales y extranjeros del sur de Italia. Durante la primavera de 1919, el doctor le dio permiso a Devine para contratar a un italiano universitario que hablaba fluidamente inglés para que le sirviera de pagador e intérprete; pero ese hombre no tardó en huir con la bolsa que contenía la paga semanal de los empleados, y el doctor se negó a reemplazarlo.

En su vida privada o en sus negocios, el doctor Mattison nunca se mostró partidario de contratar intermediarios entre él y las personas que tenía a sueldo. Casi nunca tuvo más de cuatro vicepresidentes que le ayudaran a dirigir su negocio de amianto de dos mil empleados en Ambler (dos de los vicepresidentes eran sus hijos); y aunque le parecía necesario contar con un supervisor como Devine para las labores del castillo, no consideraba imprescindible que este tuviera subalternos. Añadir subalternos podría transformar la propiedad en un terreno que engendrara encargados de bajo rango que fueran unos zánganos, o, cosa que resultaba igual de desagradable, que proporcionaran a Devine un cabeza de turco cada vez que el doctor le apuntara con su dedo acusador. Y por lo que se refería a la propiedad, el doctor consideraba que con Devine había suficiente para administrarla; y que aun cuando este no fuera suficiente, Devine sabía que no tenía que discutir con el doctor.

Devine dependía del doctor Mattison no solo por lo que se refería a su empleo, sino también para su cobijo y mantenimiento, que Devine compartía con seis miembros de su familia: todos vivían en un edificio de piedra de tres plantas y doce habitaciones por el que no pagaban alquiler, situado detrás del castillo, un poco más abajo, entre tupidos arbustos y rodeado por altos robles y arces que impedían que la casa se viera desde el césped delantero del castillo. Además de Devine, vivían en la casa su esposa, Francine, una mujer tullida, víctima de una enfermedad ósea congénita que había empeorado a lo largo de los años; Hannah, su hija adoptada, de treinta y cinco años; el marido de Hannah, Charles Hibschman, un hombre tranquilo que antaño había aspirado a ser maestro rural, pero que ahora llevaba los libros de Devine; y los tres hijos en edad escolar de la pareja (uno de los cuales sucedería al sustituto de Frederickson, chófer del doctor).

Detrás de la casa de Devine, y también oculta por tupidos arbustos y bosques, se encontraban unas residencias de piedra más pequeñas, ocupadas por algunos de los factótums de Devine y su parentela. Entre sus innumerables tareas —muchas de las cuales cambiaban con las estaciones y con los caprichos del doctor— se encontraba el mantenimiento del cobertizo para botes y los dos lagos (el más grande tenía una extensión de dos hectáreas y media); el cuidado y las operaciones de la granja (en la que había dos mil gallinas, quince vacas, ocho caballos de montar, cuatro caballos de arar y tres cerdos); y el filtrado y conservación del agua del depósito, una estructura de ocho plantas, de las que las cuatro superiores estaban ocupadas por enormes bidones de agua que cubrían las necesidades de la propiedad, y con las cuatro plantas inferiores divididas en departamentos para los trabajadores y sus familias, a los que alguna gota de agua llegaba de vez en cuando.

Los subordinados de Devine también debían pintar cada temporada las líneas de la pista de tenis de hierba del doctor (tenía un gran servicio, pero sus golpes eran erráticos); tenían que podar y regar las plantas y flores del invernadero; cada invierno, apretar con heno, dentro de la sala frigorífica, grandes bloques de agua del lago congelada para utilizarlos en verano en las neveras de la cocina; cada otoño, retirar de los bordes de la calzada del césped docenas de palmeras portátiles, que crecían en grandes contenedores sobre ruedas de acero, y que en esa estación se almacenaban hasta la primavera; hacer de vidrieros, fontaneros, carreteros, herreros y cualquier otro oficio para lo cual pudieran servir sus habilidades de expertos en todo, maestros de nada. Si el doctor sospechaba que tenían tiempo libre, podía trasladarlos temporalmente para trabajar en una de las línea de montaje de la fábrica, o para que ayudaran a los canteros y carpinteros en la nueva urbanización que se estaba construyendo en 1921 para satisfacer las necesidades de vivienda de los cada vez más numerosos trabajadores de las fábricas de amianto que se esperaba que el negocio en expansión del doctor iba a necesitar a finales de 1922.

Trajeron a un arquitecto llamado John Bothwell para que trabajara bajo las órdenes de Devine en los planos, e instaló su mesa de dibujo en un cobertizo cerca de la casa de este. Una noche, después de que Bothwell se hubiera marchado del cobertizo, el doctor Mattison se acercó para inspeccionar los bocetos de las nuevas residencias; le pidió prestado un lápiz a Devine, y sobre cada tejado dibujó un adorno que era exactamente igual que un peón de ajedrez (el doctor era un experto en ese juego). A la mañana siguiente, después de que Devine le enseñara a Bothwell los dibujos del doctor, el arquitecto se enfureció y amenazó con marcharse. «Al doctor le importa bien poco si se marcha o no», le dijo Devine, y le explicó que el doctor consideraba a los arquitectos tan reemplazables como a quienes cortaban el césped. Bothwell, que necesitaba trabajo, se lo pensó mejor; y cuando al año siguiente las hileras de casas de piedra comenzaron a construirse, cada tejado de amianto sustentaba el remate de un peón de ajedrez.

Estas casas se construyeron en Church Street, justo al suroeste de la iglesia episcopal de la Trinidad, que el doctor había rediseñado en 1891 después de despedir a la empresa arquitectónica de Filadelfia que había tenido una opinión demasiado elevada de sus esbozos originales y había reñido con el doctor cuando este sugirió que hicieran cambios. Consagrado en 1901, el edificio gótico había sido dedicado a la memoria de la única hija del doctor, Esther Victoria Mattison, que había muerto de repente en 1887 a la edad de cuatro años, a causa de unas fiebres tifoideas. La madre de la niña, la primera señora Mattison —Esther Dafter Mattison, con la que el doctor se casó en 1874—, había muerto de manera inesperada en 1919 en la casa de verano de Newport, adonde se había dirigido para huir de una dolencia alérgica tan aguda que en Ambler solo la aliviaba sentarse en la cámara frigorífica cubierta por un abrigo de pieles. Nueve meses después de su muerte, el doctor se casó con una amiga íntima de su mujer, Mary Cottrell Seger, una divorciada de Princeton, Nueva Jersey, que era diez años menor que él y considerablemente menos sosa. Pero poco después de la boda, que se celebró en la iglesia episcopal de la Trinidad en abril de 1920, la segunda señora Mattison sufrió heridas en un accidente de coche mientras atravesaba Fairmount Park, en Filadelfia, acompañada del doctor. Aunque a Frederickson se le había visto un tanto inquieto tras el volante antes del accidente, como dijo posteriormente el doctor a su hijo mayor, de ninguna manera le responsabilizaba por el choque; otro coche, fuera de control, había embestido lateralmente contra la limusina en el costado donde estaba sentada la señora Mattison, y aunque las heridas del doctor sanaron, ella permaneció inconsciente tres días, con algunos huesos rotos que la inmovilizaron durante casi dos años.

Durante ese tiempo no salió del castillo, y pasaba casi todo el día en el piso de arriba, sentada en una silla de ruedas, observando el mundo que había más allá de las ventanas en curva de las torretas, ayudada por unos binoculares de gran potencia que el doctor le había traído de un viaje de negocios a Alemania. A través de las lentes podía ver cosas lejanas con asombrosa claridad, cosas íntimas y a veces espeluznantes que al principio pensaba que no eran asunto suyo, pero que luego, a medida que se acostumbraba a ser la señora Mattison, concluía que eran asunto suyo, que todo lo que abarcaba su vista era de su incumbencia como propietaria del castillo, y como cónyuge del hombre a quienes todos debían lealtad y respeto.

El socio cofundador de la empresa de su marido, Henry G. Keasbey, hacía mucho que había dejado de tener influencia en Ambler. Keasbey, rico de nacimiento, regordete y con patillas de boca de hacha, cuya fotografía había visto sobre el clavicémbalo que había en el piso de abajo, con un brazo en torno a los hombros de su marido después de que fundaran Keasbey & Mattison, había abandonado Ambler a principios de la década de 1890 con su esposa enferma, y se había ido a vivir al sur de Francia; desde entonces, los Keasbey no habían vuelto a visitar Ambler. Keasbey dejaba todos los asuntos económicos en manos del doctor Mattison, y su único contacto con su socio era alguna esporádica postal enviada desde la Riviera, y escasas notas de agradecimiento por las enormes sumas que recibía semestralmente como accionista al cincuenta por ciento, y, un año después de que el doctor volviera a casarse, una nota de condolencia por la pérdida de su primera esposa.

Durante el último año el doctor Mattison había dejado de tener relación con sus dos hijos casados, aunque ambos seguían residiendo en Ambler, en unas casas bastante grandes al alcance de los binoculares de la señora Mattison. Pero ninguno de los dos había visitado el castillo desde que el doctor volviera a casarse, ni siquiera después del accidente de coche (cosa que la señora Mattison agradecía enormemente, pues le desagradaba tener que hacer de anfitriona incluso cuando gozaba de buena salud); y aunque los dos seguían figurando como vicepresidentes en el papel de carta de la empresa, no era ningún secreto en el pueblo, donde realmente había muy pocos secretos, que el doctor prácticamente no les dejaba hacer nada. Tampoco se le podía culpar. Nadie ignoraba que eran incompetentes e irresponsables. El hijo mayor del doctor, Richard Jr., de cuarenta años, era alcohólico. Conseguía licor a través de unos contrabandistas de Filadelfia, o a través de los italianos del otro lado de las vías; había causado altercados con los tenderos que exigían que pagara sus facturas, e invariablemente era grosero con los empleados de la fábrica. Richard Jr. vivía a menos de un kilómetro al norte de la verja norte del castillo, con su segunda esposa, Georgette, una persona de la buena sociedad de Filadelfia, en una finca de setenta acres que había sido el regalo de bodas del doctor después de que Richard Jr. accediera a divorciarse de la actriz a la que había conocido y con la que se había casado en Londres: una «fulana», tal como la había denominado el doctor, una oportunista que se jactaba de ser la sobrina nieta del ilustrador de Dickens. El doctor había investigado esa afirmación y descubierto que era falsa. «Tampoco habría importado», le explicó posteriormente el doctor a su segunda esposa.

El segundo hijo del doctor, al que había bautizado como Royal, tenía por entonces veintisiete años, y vivía en una de las mansiones góticas, justo delante de la verja del castillo, en Lindenwold Terrace, con su mujer Florence, y su hijo de seis años Royal Jr., que sería el único hijo de la pareja y el único nieto del doctor. De los dos hijos del doctor, Richard era con mucho quien había tenido una vida más difícil, no solo durante sus años de adulto (en los que se había visto presionado a seguir el camino profesional de su padre, después de matricularse en sus mismas alma máter; su tesis en la Facultad de Farmacia de Filadelfia se había titulado «Amianto»), sino también cuando era niño, pues había crecido mientras sus padres lloraban la muerte de su hija de cuatro años, que había ocurrido cuando Richard contaba ocho, y que constantemente se conmemoraba, pues el doctor prácticamente la había beatificado.

Pero Royal, trece años más joven que Richard, fue criado en una época de menos tristeza, y acabó siendo tan malcriado e indisciplinado como alto y apuesto. Contrariamente a su hermano bajito y resentido, a Royal no se le presionó para que estudiara en la Facultad de Farmacia, donde el doctor era miembro del consejo de administración; y cuando Royal decidió abandonar la Universidad de Pensilvania después de su segundo año con la intención de casarse, sus padres no solo no le disuadieron, sino que inmediatamente celebraron su decisión. Su futura esposa era la encantadora y refinada hija de un pastor de la Iglesia que durante los veranos predicaba en Newport, y por parte de madre descendía de una antigua familia de Filadelfia que había disfrutado de lazos personales y profesionales con el gran estadista y científico Benjamin Franklin.

El regalo que los padres de Royal le hicieron a él y a Florence en 1914 fue una mansión de veintitrés habitaciones en Lindenwold Terrace, con su jardinero y su doncella, cuyos sueldos corrían a cargo del doctor. Pero en aquella época, mientras Florence Mattison se dedicaba a criar al joven Royal, al cual ya para siempre llamaría Bubbles, «Burbujas», y al que adoraría al ser hijo único —malcriándolo tanto como habían malcriado a su padre, y provocando con ello que se despidiera a tantas niñeras y doncellas que finalmente nadie quería trabajar para ella—, su marido mantenía una relación sexual con una mujer casada que vivía al otro lado de la iglesia episcopal de la Trinidad, y cuyo marido cada día iba a trabajar a la sucursal de Filadelfia de Keasbey & Mattison.

Desde su posición estratégica en la torreta, y con la ayuda de sus binoculares, la esposa inválida del doctor contemplaba cómo su hijastro alto e infiel visitaba a mediodía a su amiguita, tras aparcar su Packard descapotable, sin el menor tacto, delante de la residencia de piedra modestamente espaciosa, cerca de una esquina de Highland Avenue; y más o menos una hora más tarde, la señora Mattison enfocaba su marcha, y contemplaba cómo su hijastro volvía a subirse al coche y se arreglaba la corbata en el espejo del salpicadero, un momento después de que la puerta de la casa se hubiera cerrado lentamente mientras su enamorada, en bata, movía suavemente la mano en un gesto de despedida.

Si la señora Mattison no mantenía al doctor al corriente de tales detalles, era porque sospechaba que él ya conocía los escarceos de su hijo, a los que reaccionaba a su manera; y si no lo sabía, mejor evitarle esos disgustos: ya había experimentado suficiente tristeza y decepción dentro de su familia más inmediata. El único pariente que le quedaba vivo al doctor, un hermano mayor llamado Asher, al que la señora Mattison no había conocido, y probablemente no conocería nunca, también era fuente de desasosiego para su marido. Los hermanos no habían tenido mucha relación desde que se criaran en la granja, cosa que no era sorprendente si tenemos en cuenta las circunstancias tremendamente distintas de su vida adulta; pero al menos se habían llevado bien. Ahora las cosas habían cambiado. La señora Mattison no se lo había oído contar directamente al doctor durante su matrimonio (el doctor ni siquiera le había contado que tenía un hermano), sino que se había enterado años antes, cuando el doctor aún estaba casado con Esther, en aquel momento la persona de más confianza de la actual señora Mattison, y la fuente de casi todo lo que sabía de los orígenes humildes del doctor, que casi nunca se comentaban.

Richard y su hermano, Asher, que era cuatro años mayor, eran los únicos hijos de un granjero y carpintero cuáquero de Pensilvania llamado Joseph Mattison, y de su mujer, cuyo nombre de soltera era Mahala Vanzeelust, y a cuyo apellido holandés el doctor atribuiría la inicial media que aparecía en su papel de cartas y sus tarjetas comerciales, en la puerta de sus coches y carruajes, en sus gemelos de oro, en la placa de latón de su banco de la iglesia, y en otras superficies en las que deseaba reflejar plenamente su identidad. Su madre había nacido en 1819 en una granja del centro de Nueva Jersey, junto al río Delaware, donde sus antepasados de los Países Bajos se habían establecido el siglo anterior; y aunque la actitud apremiante y autoritaria de mujer casada daba a los vecinos la impresión de que era más astuta y más instruida que su amable marido, lo cierto es que pasó toda su vida sin saber leer ni escribir.

Cuando Mahala se casó con Joseph Mattison en 1846, en una ceremonia cuáquera celebrada en la capital del condado de Flemington, Nueva Jersey, fue él quien tuvo que firmar por ella junto a su propio nombre en el documento nupcial. A continuación, él recogió las escasas posesiones personales de su mujer, las cargó en la parte de atrás de la calesa, se despidió de los parientes de ella, que no derramaron ni una lágrima, y la trasladó sobre un tembloroso puente de madera al costado de Pensilvania del río Delaware, instalándola en la granja familiar de treinta y tres hectáreas de los Mattison. Al este limitaba con el río, y estaba cinco kilómetros al norte de la comunidad de New Hope, en el municipio de Solebury, en Bucks County. La tierra era excelente, pues en la mitad este el suelo era de aluvión, y en la mitad oeste, calizo; pero los límites de la propiedad familiar habían disminuido en más de diez veces desde que uno de los antepasados de Joseph Mattison llegara de Inglaterra en un barco cuáquero, en el otoño de 1682, para reclamar la extensión de mil acres que había comprado al líder cuáquero inglés William Penn, que por entonces estaba fundando la colonia de Pensilvania. El pionero antepasado de Mattison, emparentado con él a través de la línea materna, era un pequeño propietario rural llamado George Pownall. Acompañado de su esposa y sus cinco hijos (el mayor, Reuben, tenía trece años; la más pequeña de las cuatro hijas, Abigail, tenía tres), George Pownall se enfrentó al océano Atlántico durante tres semanas de tormentas en una embarcación denominada con acierto Friends’ Adventure,[2] antes de adentrarse en las corrientes más tranquilas del río Delaware y alquilar dos carretas en la ribera para transportar a su familia y sus posesiones colina arriba hacia ese trozo de América recién comprado y registrado.

Treinta días más tarde, mientras los Pownall y los peones que habían contratado se apresuraban a completar la construcción y el acondicionamiento de los chamizos y cobertizos que los albergarían temporalmente durante el invierno, a George Pownall le cayó un árbol en la cabeza y lo mató al instante. Pero después de once días de duelo, el espíritu de la familia Pownall volvió a animarse con el nacimiento de un sexto hijo y segundo varón de la viuda Elinor, al que puso el mismo nombre de su difunto marido.

George Pownall Jr. nació el 11 de noviembre de 1682, en la zona norte de la propiedad, que ya nunca abandonaría durante su dilatada vida; y en 1707, cuando tenía veinticinco años, y después de que sus hermanos le transfirieran esa parte de la propiedad, pues se habían instalado al sur o se habían dispersado hacia lugares más lejanos, él se casó con la hija de un granjero vecino llamada Hannah Hutchinson. De esa unión saldrían cuatro hijos; después, veinte nietos; y luego más bisnietos de los que el anciano George Pownall podía contar, y a menudo señalaba a alguno de manera amenazante para impedir que corriera descontroladamente por sus doscientas hectáreas de propiedad plantada de manera productiva y que ahora poseía en cooperativa. Una de sus bisnietas más juguetonas y atractivas, Mary Pownall, en 1805, en su incipiente adolescencia, conoció a un joven granjero y hojalatero errante que era robusto y cordial, y que le contaba unas historias encantadoras y de lo más increíbles; era un hombre que medía metro ochenta y cinco descalzo, y casi siempre iba descalzo, pues no tenía zapatos. Su nombre de pila era Richard; su apellido en la actualidad se deletreaba «Mattison», pero por entonces realmente era Mathieson, le explicó él, añadiendo que sus antepasados estaban emparentados con el clan feudal de los Mathieson que todavía moraban en la isla de Lewis, en las Hébridas Exteriores, situadas delante de la costa occidental de Escocia, y que poseían doscientas sesenta mil hectáreas. En esa isla residía su pariente Sir Kenneth Mathieson, en el castillo de Andross, en una propiedad de ciento sesenta mil hectáreas; y también Lady Mathieson, que ocupaba el castillo de Stornaway, en el lago Alsh; y la familia también poseía grandes extensiones en el condado de Ross y Cromarty, en Escocia, dijo. Pero lo que más impresionó a Mary Pownall de ese príncipe descalzo llamado Mattison o Mathieson no fueron sus altisonantes pretensiones ni su seductora voz, que vibraba con las erres típicas de Escocia, sino que era un hombre tan grande y apuesto que contrastaba de manera agradable con sus parientes masculinos bajitos y recios, y con los posibles pretendientes cuáqueros, de parecida constitución, que eran sus amigos. Así fue como Mary Pownall tomó todas las iniciativas necesarias para conseguir que Richard Mattison se casara con ella, cosa que él hizo de buena gana el 1 de enero de 1807; y tendrían diez hijos, uno de los cuales, Joseph Mattison, nacido en 1813, se casaría con Mahala Vanzeelust en 1846 y tendría dos hijos: Asher Mattison, nacido en la Nochebuena de 1847; y el 17 de noviembre de 1851, Richard Vanzeelust Mattison, el futuro doctor.

Los hermanos crecieron en una casa colonial de madera blanca de dos plantas, construida más de un siglo antes, y en la que desde entonces no se habían hecho grandes mejoras. Tenía un tejado alto y puntiagudo con una chimenea de ladrillo, dos pequeñas ventanas con postigos a cada lado de la segunda planta, un número igual de ventanas más grandes en la planta inferior, y una puerta blanca con un pomo de madera y sin cerrojo en el porche, que se alzaba a cuatro peldaños del suelo. Una barandilla de madera blanca y unas columnas muy separadas ampliaban la longitud del porche, que poseía un metro ochenta de anchura, y en el que se disponían sin orden ni concierto media docena de mecedoras que parecían tan viejas como la casa, en las que posiblemente se habían mecido millones de veces las cinco generaciones anteriores de los Pownall. Cuando Mahala Vanzeelust había llegado allí en 1846, recién casada con Joseph Mattison, la casa de siete habitaciones estaba ocupada por dos sobrinas huérfanas de su marido y su hermana soltera, Martha Mattison.

Martha Mattison era dos años mayor que Joseph, que en aquella época tenía treinta y tres; su tardanza en casarse con Mahala, y el hecho de que Martha no llegara a contraer matrimonio, podían atribuirse en parte a la devoción con que ambos habían cuidado a su madre enferma, Mary Pownall Mattison, cuya salud, antaño vigorosa, declinó inmediatamente después del nacimiento de sus noveno y décimo hijos. Mary murió un año antes del matrimonio de Joseph con Mahala, y seis años después de que hubiera enterrado a su alto e hiperbólico marido, Richard, descendiente de la nobleza feudal escocesa, que murió, como correspondía a su supuesto abolengo, de un caso avanzado de la enfermedad escrofulosa conocida como «mal del rey».

Cuando Mahala, recién casada, y tras repetidas averías de la calesa de su marido, llegó después de medianoche a la granja de los Mattison, se encontró a su cuñada soltera Martha instalada en el dormitorio más grande, sin la menor intención de dejárselo a la nueva pareja. Mahala permaneció enfurruñada unos cuantos días, pero lo aceptó como su primera y última concesión al statu quo de su familia política. A partir de entonces —al acostarse junto a su marido en el dormitorio más pequeño que él había usado de soltero, junto al que ocupaban sus ruidosas y entrometidas sobrinas—, Mahala Vanzeelust Mattison ejerció su voluntad sobre todo lo que abarcaba su vista: convirtió a las sobrinas en fregonas, consiguió que su cuñada se encargara de hacer las comidas y remendar la ropa, y le dio la bulla a su marido hasta que consiguió que él y unos cuantos parientes reconstruyeran la calesa, repintaran la casa y volvieran a colocar las tablas rotas del porche y la escalera de entrada. A medida que sus hijos se hacían mayores —Asher y Richard dormían en el desván, sobre un colchón de paja—, ninguno de los dos tuvo un día de asueto, aunque la influencia que produjo en ellos fue radicalmente distinta. El hecho de estar siempre encima de Asher pareció convertirlo en una persona más primitiva: trabajador, sí, pero poco motivado en su manera de abordar el trabajo; emprendía sus tareas al aire libre con herramientas de la Edad de Piedra, o no utilizaba ninguna. Araba la tierra con las manos, clavaba los clavos con una piedra, pescaba en el río con los dedos, y siempre cogía más peces de los que nadie podía comer. Nunca en toda su vida llevó calcetines, e invariablemente salía de casa sin zapatos, con lo que al final tuvo unos callos gruesos como el cuero. Pero Asher Mattison no era tan alto como el difunto pretendiente descalzo que había sido su abuelo paterno. Superaba por poco el metro setenta y cinco, y en la última fase de su vida su complexión pareció revertir a la forma robusta y de hombros caídos de los severos Pownall.

Fue su hermano menor, Richard, quien heredó la estatura de sus antepasados, e incluso la aumentó; pero todo lo que había detrás del aspecto y los logros de Richard en años posteriores siguió siendo en gran medida un misterio. ¿De dónde procedía su brillantez académica, su celo mercenario, su inquebrantable optimismo, su inventiva científica, su espíritu de conquista? No menos interesante era el origen de su pasión por la ópera y la poesía (afirmaba que era capaz de recitar todos los versos escritos por Byron, cosa que intentaba llevar a la práctica a menudo, para tedio de sus hijos); por no hablar del hecho de que mientras estaba en la Facultad de Medicina aprendió sin ayuda no solo a leer y escribir alemán, sino a hablar un refinado Hochdeutsch[3] de manera tan natural, y sin errores gramaticales ni detracciones dialectales, que asombraba a sus aristocráticos amigos doctores de la Universidad de Colonia más aún incluso que cuando les obsequiaba (cuando pasaban en barco por el acantilado de Lorelei, en el Rin), con los versos líricos de Heinrich Heine dedicados a la ninfa: «Ich weiss nicht, was soll es bedeuten, / Dass ich so traurig bin».

La primera esposa del doctor Mattison, Esther —la hija de un oficial de carrera británico retirado a la que el doctor había conocido en casa de ella, en Cranbury, Nueva Jersey, después de que se la hubiera presentado su compañero de clase de la facultad y colega de Morristown, Henry G. Keasbey—, fue una de las pocas personas que pudieron percibir hasta qué punto había ascendido socialmente, pues el doctor le permitía acompañarlo durante sus infrecuentes visitas al lugar donde había nacido y se había criado. La más memorable, si no la primera de tales visitas a Bucks County, tuvo lugar el 12 de febrero de 1885 —una fecha de la que ella dejó constancia en su diario—, y la causa fue la elevación de su hermano a la domesticidad: a la edad de treinta y siete años, Asher por fin se casó. Y aunque el novio no se puso calcetines para la ocasión —aunque nadie se dio cuenta, pues llevaba uno de los viejos trajes del doctor, largo de piernas—, Asher se presentó en la ceremonia de los Amigos, en el municipio de Solebury, ataviado con unos zapatos nuevos, además de una pajarita y una camisa prestadas. La novia de Asher era una señora de una granja cercana llamada Hulda Pearson, más o menos de su edad y que no le daría hijos; pero era pulcra y alegre, y también segura de sí misma, lo que se reflejó en cómo obsequió a los invitados con una danza folclórica después de la ceremonia, y aceptó el aplauso con gratitud, pero apenas con asomo de modestia. Parecía coincidir en que lo había hecho bien.

En aquella época, el doctor y Esther llevaban casados unos diez años; la fábrica de Keasbey & Mattison de Ambler comenzaba a prosperar; y la pareja acababa de trasladarse a la mansión victoriana de muchas torres que el doctor todavía no había pensado en reconvertir en castillo gótico. El doctor había cumplido hacía poco los treinta y tres, pero debido a su tamaño y a su actitud inflexible, a su bigote de morsa y a su barba poblada y entrecana (que se había comenzado a dejar crecer pocos años antes para ocultar las cicatrices de la mandíbula, sufridas durante su caída nocturna por una trampilla mientras husmeaba alrededor de la fábrica de un farmacéutico rival de Filadelfia), parecía mucho mayor de lo que era, y desde luego tenía más aspecto de patriarca que la multitud de ancianos de la sala, sobre todo los octogenarios bajitos y arrugados emparentados con los Pownall que se habían reunido en un rincón y permanecían de pie con la ayuda de sus bastones. También estaba el padre del doctor, Joseph, de setenta y dos años, que antes de la ceremonia se había jactado ante Esther de llevar el mismo traje negro reluciente de cuarenta años atrás, cuando había viajado a Flemington para casarse con Mahala, y tenía toda la razón al afirmar que aquel viejo traje todavía le quedaba perfectamente. Joseph Mattison poseía una alegría de la que carecía totalmente su hijo Asher, que al situarse junto a la novia para saludar a los invitados parecía tan jovial como un hombre condenado a la horca. La madre de Asher, de sesenta y seis, se veía apenas un poco menos adusta. Mahala era una mujer robusta y de mandíbula cuadrada, con una corona de pelo negro muy corto que asomaba tan recto y tupido como las cerdas de un pincel, y el único signo de emoción que transmitió durante toda la excursión, por lo que pudo ver Esther, fue que apretó ligeramente los labios cuando la novia de Asher ejecutó su danza folclórica. Al parecer, ese no era un comportamiento decoroso para un cuáquero, aun cuando Hulda no fuera una cuáquera practicante.

Tampoco lo era el doctor, que se había convertido en episcopaliano activo antes de conocer a Esther. Pero él se sentía bastante cómodo entre los Amigos en el centro comunitario de Bucks County, moviéndose tranquilamente entre los invitados a la boda mientras les preguntaba cortésmente por su bienestar personal y la situación económica de sus propiedades; y finalmente, cuando escuchó el sonido de los cascos de los caballos y las campanillas, procedente del sendero que había delante del edificio, invitó a todos a salir para ofrecerles su regalo a Asher y a su esposa. Se trataba de un elegante carruaje inglés adornado con coronas de flores y tirado por cuatro caballos engualdrapados y briosos. Tras un breve discurso, en el que expresó a la pareja sus mejores deseos por lo que se refería a la salud y la felicidad, el doctor insistió en ejercer de cochero mientras ellos se sentaban en el vehículo y él los llevaba por el sendero hasta la calle mayor y de vuelta, mientras los demás invitados observaban y aplaudían desde el césped. Esther nunca había visto a su marido sujetar las riendas de un tiro de caballos, y de nuevo se quedó impresionada por lo cómodo que parecía en aquel entorno rural. A su lado observó a su suegra que la miraba; Mahala no dijo nada, pero la hizo sentirse como una turista que se ha perdido en un lugar remoto y ha acabado presenciando un curioso y rústico espectáculo.

El invitado que mejor le cayó a Esther fue la tía soltera de su marido, Martha Mattison, que tenía setenta y cuatro años y seguía ocupando el dormitorio más grande de la vieja casa que compartía con Mahala y Joseph. Martha era una mujer nerviosa y charlatana, y una maliciosa fuente de chismorreos sobre todas las cuestiones referentes a Mahala; pero contrariamente a esta, sabía leer y escribir —un hecho que Martha no acostumbraba a mantener en secreto—, y también poseía en su dormitorio un montón de cuentos de hadas góticos con ilustraciones y libros de poesía que, decía, solía leerle al joven Richard cuando era niño. Esther vio algunos de esos libros cuando, después de la boda, hizo una breve parada en la casa en la que el doctor había pasado la infancia; mientras él recorría la granja con sus padres y sus dos hijos, Esther pasó un rato a solas con Martha, e intuyó que esta sin duda había sido parcialmente responsable de que el joven Richard acabara siendo muy distinto de Asher.

Al parecer, Martha Mattison había sido una segunda madre para Richard, una madre instruida que no solo le leía sino que le animaba a creer que tenía un destino que cumplir lejos de la granja. Martha era la hija mayor de ese gran soñador descalzo, Richard Mattison o Mathieson, el cual, aunque quizá hubiera inventado ocho de cada diez cosas que contaba, había estimulado su imaginación hasta un punto que había cautivado al joven Richard, que luego transformaría los mitos familiares en realidad. En uno de sus libros escolares, que su tía Martha había conservado, Esther pudo ver los castillos que el doctor Mattison había dibujado de niño en los márgenes de las páginas, y la lista de los apellidos de sus compañeros de clase con títulos nobiliarios, y las ostentosas letras góticas que había utilizado para escribir, en el dorso de un libro, el nombre de aquel muchacho que había crecido en una granja y que ahora era presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln. Parte del folclore familiar que Martha recordaba haberle oído a su padre le resultaba familiar a Esther, que había oído a su marido, el doctor, repetirlo en lo esencial cuando en la cama le contaba historias a su hijo, Richard Jr.; historias de una familia noble que vivía en un castillo junto a un gran lago en Escocia, llamado Loch Alsh, que, como comprendió Esther, era el nombre que el doctor le había puesto al lago más profundo de su propiedad en Ambler.

De vuelta a casa, el doctor le señaló a Esther el pequeño edificio de piedra donde había ido a la escuela por primera vez. Se encontraba a tres kilómetros de la granja y estaba rodeado de maleza. El doctor le contó que Asher había asistido a la misma escuela, pero la había dejado después de dos años. El doctor completó los seis de primaria y fue el primero de la clase, igual que lo sería en la escuela secundaria del condado. Su tía Martha había mencionado el especial interés que había despertado en cierto profesor, y, con algo de ayuda económica de un próspero farmacéutico cuáquero de la población de New Hope, el profesor facilitó la entrada de Richard en la Facultad de Farmacia de Filadelfia en 1872, donde había cuáqueros en el cuerpo docente y en el consejo de administración. Richard se graduó con los más altos honores, y posteriormente también se graduó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Pensilvania. Allí se hizo amigo del acaudalado Keasbey, lo que resultaría esencial para lanzar su empresa farmacéutica; pero fue el doctor Mattison quien consiguió que la empresa tuviera éxito.

El doctor era un enérgico emprendedor, y también un científico atrevido. Combinaba el espíritu práctico y el espíritu soñador. En opinión de Esther, probablemente era un genio. Y al pensar así, le resultaba imprescindible comprender racionalmente todos los aspectos de su ascenso desde su entorno rústico hasta sus pretensiones de grandeza. Si era así como el doctor deseaba vivir en ese país libre, entonces se había ganado esa prerrogativa. El papel de Esther no era controlarlo, tal como su marcial padre había intentado controlarla a ella, en todo, menos en prohibirle su cortejo con aquel estudiante de Farmacia pobre como las ratas; su papel era alentarlo, como había hecho Martha, la tía de su marido. Y así fue como Esther no discrepó con el doctor cuando su vida marital se volvió, en años posteriores, excesivamente suntuosa e irreal. No le cuestionó cuando él encargó una fachada parecida a un castillo para cubrir la superficie de su mansión; ni cuando insistió en llamar a su segundo hijo Royal; ni cuando gastó una fortuna en Múnich para que las tres verjas del castillo fueran diseñadas y forjadas por algunos de los artesanos más caros de Europa. Los muros que rodeaban su propiedad también se hicieron más altos, pues el doctor se quejaba de que necesitaba más intimidad. Su imperio comercial prosperaba, en aquella época había mucha demanda, y cada día llegaba al castillo gente sin anunciar que pedía limosnas, o préstamos, o que le perdonaran sus deudas. El doctor no era solo el director ejecutivo de la empresa de amianto, sino también el casero de cuatrocientos domicilios, el único proveedor de su carbón, agua y vapor; era director del First National Bank de Ambler, el presidente de la Junta Farmacéutica de Filadelfia, y miembro del consejo de administración de varias empresas por todo el país y en el extranjero. Había veces en las que sencillamente no quería ver a nadie, y sus órdenes las cumplían a rajatabla los guardianes apostados tras las rejas con sus armas y mastines.

Un verano, ya al ocaso de un domingo por la tarde, mientras el doctor y la señora Mattison tomaban el té en la veranda con dos importantes funcionarios de minas canadienses y sus esposas, la señora Mattison oyó ladrar a los perros a lo lejos, con más insistencia de lo habitual, y minutos más tarde, en la antecocina, escuchó cómo un guarda informaba al mayordomo de que había un hombre muy enfadado en la verja que tercamente se negaba a marcharse hasta no haber hablado con el doctor Mattison.

—Es un sujeto descalzo, y lo acompaña una mujer en un carruaje viejo y sucio —fue lo que la señora Mattison oyó decir al guarda—. ¡Y ese sujeto afirma ser el hermano del doctor!

El supervisor, Devine, en aquel momento se encontraba en una zona alejada de la propiedad, inspeccionando la reparación del sistema de desagüe en el lago Alsh, que se había desbordado durante una tormenta; y el inexperto guarda que aquel fin de semana estaba de sustituto se había tomado la libertad de acudir directamente al castillo en lugar de molestarse en buscar a Devine. Habían pasado muchos años desde que la señora Mattison viera a Asher y Hulda; habían transcurrido décadas desde la boda, y la señora Mattison solo había vuelto a la granja para asistir a funerales: primero el del padre del doctor; luego el de su madre; y finalmente el de su tía soltera Martha, que murió en paz mientras dormía en el dormitorio más grande de la casa. Durante esas breves visitas, el doctor le había parecido menos cordial que antes con Asher, posiblemente porque este plantaba de manera improductiva y descuidaba el mantenimiento de la propiedad, incluyendo el antaño elegante carruaje que había recibido como regalo de bodas. Esther había descubierto que Asher había serrado el techo para convertirlo en un vehículo abierto, y al parecer lo utilizaba más para transportar tierra y madera que para la intención con que había sido diseñado y construido.

Cuando el mayordomo salió a la veranda con una bandeja de plata sobre la que había una nota que solo debía leer ella, la señora Mattison miró a su marido. Aunque este seguía conversando con los invitados, ella se dio cuenta de que pensaba en otra cosa. También él había oído la conversación del guarda y el mayordomo. La señora Mattison estaba segura, por el tono ceniciento que se le había puesto en la cara, y por la expresión de pánico que vio en sus ojos durante el único segundo en que él le dirigió la mirada; y los deseos del doctor respecto a esa situación le parecieron muy claros.

—El doctor y yo no deseamos que nadie nos moleste —le dijo la señora Mattison al mayordomo, que estaba de pie a su lado, y le hizo seña de que se llevara la nota sin leerla. El doctor interrumpió la conversación, asintió, y volvió a dirigir su atención a los invitados.

—Ese individuo es muy insistente —añadió el mayordomo.

—Bueno —dijo la señora Mattison, con toda la cortesía de que fue capaz—, pues dígale al guarda que sea aún más insistente.

Asher y Hulda Mattison pronto tuvieron que enfrentarse a cuatro guardas y sus perros; y aunque las blasfemias de Asher resultaron perfectamente audibles por encima de los ladridos, al final dio media vuelta al carruaje, regresó a la calle mayor y se resignó al hecho de que aquel domingo no vería al doctor. Hulda, a su manera discreta, estaba más furiosa que su marido. Acababa de comprarse una capa de tafetán rojo para la ocasión, y a mitad del camino de vuelta a la granja, otra tormenta cayó sobre la región. El tinte de la capa nueva de Hulda no tardó en abandonar la tela, cubriendo su vestido y sus brazos de manchas y vetas rojas.

Cuando regresó a casa, colgó la capa para que se secara, pero estaba estropeada para siempre. Sin embargo, la conservó durante el resto de su vida (moriría en 1935), y la colocó sobre la repisa de la chimenea, una bandera roja que siempre le recordaría el día en que el doctor no los había dejado entrar en su propiedad, un hombre con el que nunca volvería a hablar, y al que no permitiría volver a entrar en la casa en la que había nacido.